9 de octubre de 2018

El pródigo, Olga Orozco


El pródigo


Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
-injurias del amor-
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la soledad asciende con un canto radiante por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar,
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al fuego como errantes mendigos que soñaran una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con indulgencia.
Otra vez como antaño sólo vino con un ramo de ofrendas a cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.

Olga Orozco
de Las muertes (1952)

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