En las habitaciones numeradas, Anton Chejov
–¡Escúcheme, querido! –la coronela Nashatírina, in-
quilina del número 47, se abalanzó enrojecida y alterada sobre el propietario–.
¡O me da otro número de habitación donde residir o me tendré que ir de sus
malditas habitaciones! ¡Esto es un pesebre! ¡Me perdonará usted, pero tengo
hijas grandes y aquí solo se escuchan porque- rías día y noche! ¿Qué le parece?
¡Día y noche! ¡A veces él suelta alguna cosas que se le atrofian a una las
orejas!
¡Es tan simplón como un carretero! Menos mal que mis
niñas aún no entienden nada, porque si no habría que huir con ellas a la calle…
¡Escuche! ¡Ahora está diciendo algo!
–Yo conozco, hermano
mío, un caso
aún mejor
–desde la habitación vecina llegaba una débil voz ronca–.
¿Te acuerdas del teniente Druzhkov? Pues el tal Druzhkov
realizó una vez una carambola con la bola amarilla a la esquina y, como suele
hacer, levantó la pierna… De repente hizo algo y… ¡zras! Al principio
pensábamos que había roto el tapete de la mesa de billar, pero cuando miramos,
hermano mío, ¡sus costuras se parecían a los Estados Unidos! Tanto levantó la
pierna el muy bestia que no le quedó ni una costura… Jajajá. Pero es que en ese
momento había damas presentes… la esposa del ba- boso alférez Okurin… Okurin enfureció…
¿Cómo se atreve a comportarse de esa forma indecente ante mi es- posa? Palabra
por palabra, ya sabes cómo son los nuestros… Okurin envió sus compinches a
Druzhkov, y Druzhkov, que no tiene ni un pelo de tonto, dijo: «No me los mande
a mí sino al sastre que cosió este pantalón. ¡Es él el culpable!». Jajajá…
Jajajá…
Las hijas de la coronela, Lilia y Mila, que estaban
sentadas junto a la ventana con los puños apoyados en sus rollizas mejillas, bajaron los ojos,
hinchados, y se ruborizaron.
–¿Lo ha escuchado? –prosiguió Nashatírina dirigiéndose al
casero–. ¿Según usted esto no es nada? ¡Muy señor mío, soy coronela! ¡Mi marido
es un mando militar! ¡No pienso permitir que un carretero diga estas abominaciones
prácticamente en mi presencia!
–Pero él no es un carretero, señora, sino el subcapitán
Kikin… Pertenece a la nobleza.
–¡Pues si se ha olvidado hasta tal punto de la nobleza
que se expresa como un carretero, aún merece mayor desprecio! ¡Pero no me
responda! ¡En dos palabras, tome medidas!
–¿Qué puedo hacer yo, señora? No es usted la única que se
queja, todos lo hacen. ¿Pero qué hago con él? Uno va a verle a su habitación y
comienza a avergonzarlo:
«¡Aníbal Ivánich! ¡Por Dios! ¡Esto es vergonzoso!», pero
él pone el puño frente a tu cara y con otras palabras te dice «Vete a freír
espárragos» o cosas así. ¡Un escándalo! Por la mañana se despierta y sale al
pasillo en ropa interior, con perdón. O coge su revólver cuando ha bebido y
comienza a disparar balas contra la pared. De día, se ati- borra de vino, y por
la noche juega a las cartas… Y después de jugar arma el lío. ¡Vergüenza me da
por mis inquilinos!
–¿Y por qué no desahucia a este sinvergüenza?
–¿Cómo te tragas algo así? Debe ya tres meses, no le
reclamamos el dinero, solo que se vaya, por caridad… El juez de paz lo
sentenció a desalojar la habitación, pero él ha apelado, y esto se alarga…
¡Simplemente da pena!
¡Menudo hombre, Dios mío! Es joven, guapo, inteligente…
Si no ha bebido no hay hombre mejor. El otro día no estaba borracho y estuvo escribiéndoles
cartas a sus padres.
–¡Pobres de sus padres! –suspiró la coronela.
–¡Pobres, en efecto! ¿Es que es agradable tener un vago
como este? Lo reprenden, lo expulsan de las habitaciones, y no hay día que no
lo juzguen por algún escándalo. ¡Una lástima!
–¡Pobre de su infeliz mujer! –suspiró la coronela.
–No está casado, señora. ¡Cómo podría estarlo! Gracias a
Dios que tiene la cabeza intacta…
La coronela dio unos pasos de una esquina a otra.
–¿Dice usted que no está casado?
–En absoluto, señora.
La coronela volvió a pasearse de nuevo de una esquina a
otra y se quedó pensado.
–Mmm… No está casado… –dijo pensativamente–. Mmm… ¡Lilia
y Milia, no os sentéis junto a la ventana que hay corriente! ¡Qué pena! ¡Un
hombre joven y se echa a perder de esta forma! ¿Y todo por qué? ¡No tiene
buenas influencias! No tiene una madre que… ¿No está casado? Bueno, eso es
porque… por eso… Por favor, sea usted amable… –continuó la coronela, pensando–,
vaya a verlo y pídale en nombre mío que… bueno, absténgase de expresiones… Dígale que la coronela
Nashatírina rogó… Vive con sus hijas, dígale, en la número 47… vino desde sus
propiedades…
–Sí, señora.
–Dígale eso: la coronela con sus hijas. Que venga a pedir
disculpas… Estamos siempre en casa por la tarde.
¡Ah, Mila, cierra la ventana!
–¿Qué le ha dado a mamá con ese… perdido? –soltó Lilia
cuando salió el propietario–. ¡Ya ha encontrado a quién invitar! ¡A un
borracho, pendenciero y desastroso!
–Pero no digas eso, machere… Siempre estáis hablando así,
pero… ¡os quedáis aquí sentadas! ¿Entonces? Él será lo que sea, pero con todo y
con eso, no se le debe hacer de menos… No hay mal que por bien no venga,
¿quién sabe? –suspiró la coronela mirando preocupada a
sus hijas–. Puedes que este sea vuestro destino… Por si acaso, vestíos…
Anton Chejov
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