La felicidad, Isidoro Blaisten
Todo comenzó cuando al petiso y a mí nos echaron de
nuestras casas.
Ya habíamos agotado todas las posibilidades de conseguir
un trabajo remunerativo y estable. Ya habíamos hecho seis sociedades distintas
y todas habían fracasado. La última había sido un taller de fotocopias en una
calle perdida donde no pasaba ni un alma. Cuando resolvimos ponernos de
empleados, ya el germen del cansancio había madurado casi simultáneamente en
nuestras esposas. De manera que nos perdieron la confianza y nosotros tuvimos
que irnos. El petiso fue a parar a casa de la abuelita, y yo a la de una
hermana.
Establecimos no vernos más. Quedarnos cada uno en su
refugio y no intentar ninguna sociedad. Pero sucedió una cosa rara. Nos
encontramos.
A los dos nos habían echado del empleo. El petiso perdió
su puesto de gasista y yo el de fotógrafo. No porque fuéramos incompetentes,
sino por exceso de celo. El petiso iba a una casa a colocar una estufa y al
rato ya era amigo de la señora, y le arreglaba la luz, le hacía un plano para
la decoración, le cambiaba los muebles y le desarmaba el lavarropas. Y claro,
se le iba la tarde.
Yo, que siempre me caractericé por inventar cosas, empecé
bien. Pero a los dos días, lo convencí al patrón de que sacando carnets no iba
a ningún lado. La fortuna estaba en poner un solarium de invierno. Lo convencí
de que comprando un gran terreno y recubriéndolo de una campana de vidrio, la
gente podría tomar sol en pleno invierno. Pensé que el petiso podría
calefaccionarlo, ubicando estratégicamente enormes estufas en el recinto.
Solamente la venta de la coca cola y los panchitos nos amortizaría los gastos,
sin contar las ganancias en concepto de entradas. La idea prendió. Tanto que el
patrón comenzó a desinteresarse de la fotografía y hasta echaba a los clientes.
Se volvió taciturno y se pasaba el día junto a la mesa de retoque, meditando.
La esposa —cuándo no— comenzó a sospechar algo al ver que cada vez entraba
menos plata, y una noche, antes de cerrar, se vino al estudio. Y me fui. No sé
de qué hablaron. Al día siguiente estaba despedido.
Bueno. El asunto es que pasan tres días y me lo encuentro
al petiso por Cabildo. Los dos en la misma situación. Gran alegrón, abrazos,
alusiones al destino y a la magia. Le cuento lo del solarium de invierno y nos
lamentamos de la falta de visión de alguna gente.
No queremos decirlo, pero los dos caminamos y pensamos lo
mismo: una nueva sociedad. Al final yo no aguanto más y le enumero las nuevas
ideas: un coche con puertas corredizas, un sistema nuevo de aire acondicionado
que funciona con el sol, cuando hace calor enfría y cuando hace frío calienta,
y muchas cosas más, pero desgraciadamente hace falta plata.
Seguimos caminando por Cabildo. Cada uno en silencio, cada
uno con su visión interior distinta. Yo, con la visión de un castillo en
Irlanda con una adolescente rubia, bella y tuberculosa, tocando el arpa para
mí. El petiso, que tiene alma de actor, bailaba en el teatro más importante de
París, con un traje a rayas y un rancho. Estaba la Reina de Inglaterra y las
mujeres le tiraban flores.
Al llegar Juramento, yo vi algo en el suelo. Era una caja
roja, chata y rectangular.
—Mirá eso —le dije al petiso, que en seguida corrió, la
levantó y se la puso debajo del saco.
Por las dudas, cruzamos inmediatamente y dimos la vuelta
a la manzana. Cuando retomamos Cabildo, analizamos gozosos el par de medias que
habíamos encontrado. Eran unas medias negras, de esas que se estiran. Ninguno
de los dos quiso quedarse con ellas. Resolvimos guardarlas como amuleto.
De pronto a mí se me ocurrió la idea: podríamos
dedicarnos a buscar cosas. Nos miramos. Ya estaba decidido.
—Dejáme mirar el suelo a mí —le dije—, vos caminá al lado
mío, mirando adelante para disimular.
En la primera cuadra no encontramos nada. En la segunda,
tampoco. Entonces el petiso sugirió:
—Una cuadra cada uno. Una cuadra yo miro para abajo y vos
para arriba; en la que viene vos mirás el suelo y yo cuido para no atropellar a
la gente y que no nos pisen los coches.
Ese día no encontramos gran cosa. Apenas una moneda de
cincuenta, una bombita de luz, quemada, dos ruleros y una escopeta de juguete
aplastada por los coches y sucia de alquitrán. Pero la cosa pintaba.
Quedamos en encontrarnos al día siguiente a las nueve y
media de la mañana, en Cabildo y Echeverría.
Y ese día nos fue mejor. Eran apenas las doce del
mediodía y ya teníamos una birome con poco uso, un aro, cuatro monedas de diez,
una caja de alfileres marca El Jeque, completamente intacta, una traba de
corbata y una malla de reloj con el papel de celofán y todo.
En un café, pusimos todo sobre la mesa e hicimos el
recuento.
1º: El cordón de la vereda es mucho más fructífero que el
centro de la misma.
2º: Las esquinas y las paradas de colectivos son más
proclives a las pérdidas que el centro de la cuadra.
3º: La hora cercana al mediodía es cuando la gente pierde
más cosas.
Aún conservamos en un cofre de plata, junto con el par de
medias, aquella amarillenta servilleta de papel. Aquella servilleta fue el
punto de partida de toda la organización, de todo lo que vino después, de todo
lo que somos, de nuestra felicidad o no. Esa tarde descansamos. El asunto
pintaba y no era cuestión de tomar las cosas a lo soldado. Teníamos la
experiencia de las seis sociedades: no quemar todos los cartuchos de entrada.
Al otro día, otra vez a las nueve, partimos del café.
Esta vez habíamos establecido un horario completo: de 9 a 12 y de 15 a 19. Cada
uno de nosotros había traído un bolso y ya al mediodía comenzamos a intuir que
algo extraño se estaba dando en nuestras vidas.
Durante el almuerzo, no quisimos alegrarnos mucho ni
hablar mucho para no convocar a los malos espíritus, pero por dentro estábamos
incendiados. Entre otras cosas sin valor, el petiso había encontrado una Parker
51 con capuchón de oro, y yo, un anillo de oro, de pibe, con las iniciales R.
J. El oro comenzaba a rondar nuestro destino.
A la tarde resolvimos introducir una variante: nos
separaríamos.
Caminar varias cuadras con la cabeza gacha, mirando el
suelo, no es fácil yendo solo, sin acompañante que mire hacia arriba. Primero,
por los árboles: en el ardor de la búsqueda, uno puede romperse la cabeza.
Después, por los chicos, sobre todo las nenas; uno las puede atropellar y al
querer evitarlas o al tomarlas de los hombros, es muy probable que alguna vieja
grite: “¡Degenerado!” o “¡Vení para acá, nena!” o que se junte la gente y se
arme un escándalo. Pero en ese momento resolvimos separarnos. Porque también la
confianza o la inexperiencia nos había hecho sobrevalorar el instinto que
permite evitar el obstáculo cuando se camina mirando para abajo.
Y nos fue bien. Yo tomé por Cabildo y el petiso por
Ciudad de la Paz. Cuando llegábamos a las esquinas, el que había llegado
primero esperaba al otro, y nos saludábamos con la mano, a una cuadra de
distancia. Esto a primera vista puede parecer infantil. Pero no es así. El
elemento psicológico es fundamental en esta profesión.
La búsqueda separados duplicaba nuestras posibilidades;
al finalizar nuestra jornada, el balance de la tarde, desechando las figuritas,
los peines, los billetes de lotería dudosos, una edición con tapas marrones de
Naná en húngaro (que no supimos dónde ubicar), consistía en: un cortaplumas con
mango de nácar, un par de anteojos sin estuche, un llavero con tres llaves, dos
dijes de oro, un monedero con setecientos veinticinco pesos, un pañuelo y una
moneda agujereada, un manual del alumno de cuarto grado, casi nuevo, y un
pebetero de cobre envuelto para regalo.
No cabía duda. Nuestro entusiasmo era hermoso. Al día
siguiente los dos, sin planear nada, llegamos vestidos con nuestros trajes de
pedir empleo.
Ya había que pensar en un depósito. Decidimos que lo
mejor era la casa de la abuelita del petiso, que se había entusiasmado mucho
con la nueva sociedad y nos facilitó un arcón. Pasados los primeros días de
euforia, se nos presentó con claridad un problema madre: qué hacer con las
cosas. De nuestra magra platita de los sueldos, ya no quedaba casi nada; de
manera que al principio optamos por lo más fácil: el Banco de Préstamos, la
calle Libertad, los ropavejeros, los anticuarios.
Por consejo de la abuelita del petiso, destinamos parte
del dinero para comprar dólares, y los volvimos a poner a interés en otra
compañía para no casarnos con nadie. Y así fue como pudimos comprarnos el
negocio. Pero eso vino después, cuando reajustamos la organización, dividimos
la ciudad en siete zonas, y tomamos empleados. Al negocio le pusimos de nombre
La Felicidad, pero como digo, eso vino después, cuando hicimos publicidad,
cuando evadíamos réditos. Más adelante ya no nos hizo falta. Pero cómo no
recordar con orgullo y emoción nuestra radionovela de las once, el concurso de
los diarios, los famosos bailables Sea usted también feliz.
Un día, la abuelita del petiso fue a comprar tisana
purgolaxante a la farmacia y al pasar por el kiosco de al lado vio una moneda
de cinco pesos en el mármol del umbral, debajo del exhibidor. No la levantó (la
pobre no puede agacharse) pero llegó a su casa con los ojos resplandecientes.
Casi no podía hablar. Nosotros en ese momento estábamos dividiendo en zonas el
plano de la ciudad, y cuando nos contó lo que había visto, el petiso y yo nos
miramos en silencio. Se abría un nuevo filón.
Lógicamente, lo pensamos mucho. La experiencia nos había
enseñado que nunca se debe abandonar una tarea para superponer otra. Una
investigación de mercado por los umbrales de los kioscos nos confirmó que la
inversión valía la pena. Pero levantar algo de abajo del exhibidor de un kiosco
no es lo mismo que levantarlo de la vereda. El trabajo es más riesgoso. Había
que inclinarse en ángulo y corríamos el albur de que el kiosquero nos viera al
agacharnos. De manera que cubrimos la vacante con mi sobrino. El chico tenía
once años, era muy despierto y estaba en vacaciones. Mi hermana no cabía en sí
de alegría. Raulito comenzó ganado veinticinco pesos, seis horas de trabajo,
pago de café con leche y participación del dos por ciento en las utilidades. Su
trabajo consistía en atarse los cordones de los zapatos frente a los kioscos,
comprar piedritas de encendedor y preguntar precios.
Raulito fue el iniciador de la subempresa de los kioscos.
De manera que dividimos la ciudad en siete zonas y
vislumbramos nuevas perspectivas en el trabajo. En Santa Fe y Mansilla abrimos
el negocio con dos empleadas. La Felicidad comenzó como un mercado de las
pulgas o una tienda de anticuario. Pero introdujimos una variante que nos llevó
al éxito: la confección de fichas. Para ello contratamos a una asistente social
que les preguntaba a los clientes que miraban: “¿Qué la haría feliz, señora?”
La señora respondía: “Una lámpara antigua con un tubo de opalina azul”.
Entonces la asistente social anotaba todos los datos en la ficha y cuando se
encontraba lo que el cliente necesitaba para ser feliz, se le avisaba.
Con respecto a cámaras fotográficas, filmadoras y
trípodes, fue muy fructífera la subempresa Trenes urbanos, a cuyo frente
operaba un amigo de Raulito, que demostró gran capacidad en bastones, paraguas,
pilotos, libros y paquetes varios.
Bueno, la cuestión es que, cuando la gente veía que La
Felicidad se ocupaba de ella, que le avisaba y le ofrecía a un precio muy
módico eso que colmaba sus deseos, se ponía muy contenta.
Pero fue acá donde sufrimos nuestra primera decepción
anímica. Nadie se conformaba. Todos venían a pedir más cosas y la asistente
social volvía a anotar nuevos pedidos en la misma ficha muchas veces. Ganamos
cualquier cantidad de plata, pero el petiso me decía, y tenía razón:
—Mirá cómo es la gente. Vos te hubieras conformado con el
solarium de invierno y yo con la empresa de gas. Pero éstos, no. Tienen de todo
y cada vez piden más cosas.
La felicidad tenía esas cosas.
Pero fueron tantas las posibilidades, que hicimos
publicidad en gran escala. Hicimos la radionovela de las once, el concurso de
los diarios, y los famosos bailables Sea usted también feliz. Evadíamos
réditos, y nos cansamos de ganar plata.
Todos nos compramos casas. Y a nuestro gusto. Yo remocé
una vieja casona en Belgrano, con parque, pileta de natación, patio andaluz y
gabinete de ideas (una amplia habitación forrada de corcho y con todo el
confort moderno, que usaba para pensar). El petiso, una gran casa de tres pisos
en Villa Luro, el último piso dedicado íntegramente a taller. La abuelita, una
casita en Villa Urquiza, con una parcelita de tierra al fondo, para plantar
yuyos, y un pequeño laboratorio para fabricar tisanas, y mi hermana, un cómodo
departamento en Córdoba al cinco mil quinientos. Todos tenemos coches.
Y esto fue lo que pasó. El petiso y yo cambiamos de
mujeres todos los meses, y las llenamos de hijos naturales que continúan
nuestra empresa.
¿Pero, fuimos acaso más felices? No lo sé. Nuestras
esposas vinieron a buscarnos con todos nuestros hijos, y lo que sí sé es que
ellas no fueron felices. Las dos se habían vuelto a casar. La mía, con un
farmacéutico; la del petiso, con el gerente del Banco Nación, sucursal villa
Adelina, y las dos volvieron al cabo de dos años. Pero nosotros las desdeñamos.
En aquel momento no me expliqué por qué venían a nosotros. Tenían todo lo que
les faltaba cuando eran nuestras mujeres, sin embargo, volvían a buscarnos, y
con prepotencia todavía: esgrimían los hijos.
Otra mujer me aclaró el panorama, pero ya era demasiado
tarde: pese a que no les faltaba nada, nos extrañaban. No podían vivir sin
nosotros.
Mi mujer extrañaba que yo no la despertase a las cuatro
de la mañana para contarle una idea que nos haría ricos; la mujer del petiso
extrañaba el lavarropas a pedal que le había construido. Extrañaban nuestras
sociedades, el misterio de los nuevos empleos, el hecho de que al enchufar la
plancha no se prendiesen todas las luces de la casa. Quizás extrañasen nuestra
alegría.
Pero nosotros las desdeñamos. Ya tenemos muchos hijos
naturales y pensamos seguir teniendo muchos más. Les ofrecimos dinero, pero no
aceptaron.
De cualquier forma, el negocio de La Felicidad marcha
solo, sobre rieles. Y ahora caminamos por la calle sin necesidad de mirar al
suelo.
Isidoro Blaisten
De Dublín al Sur (2001)
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