Vecinos, Raymond Carver
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez
en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados
por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de
contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a
veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim
Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y
brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su
casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el
trabajo de Jim. Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era
vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las
arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión
los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en
Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían
del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por
los codos y se besaron ligeramente en los labios. - ¡Divertíos! – dijo Bill a
Harriet. - Desde luego – respondió Harriet – Divertíos también. Arlene asintió
con la cabeza. Jim le guiñó un ojo. - Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
- Así lo haré – respondió Arlene. - ¡Divertíos! dijo Bill. - Por supuesto –
dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo – Y gracias de nuevo. Los Stone
dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron
adiós con la mano también. - Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros – dijo
Bill. - Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones – dijo Arlene.
Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las
escaleras a su apartamento. Después de cenar Arlene dijo: - No te olvides. Hay
que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche – Estaba de pie en la
entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había
comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de
los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de
sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había
vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a
Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel
del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después
rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y
seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la
gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a
continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las
medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone.
Una al día según las instrucciones – y se la metió en el bolsillo. Regresó a la
cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la
jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo
sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los
labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces,
cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la
sensación que se había dejado algo.
- ¿Qué te ha retenido? – dijo Arlene. Estaba sentada con
las piernas cruzadas, mirando televisión.
- Nada. Jugando con Kitty – dijo él, y se acercó a donde
estaba ella y le tocó los senos.
- Vámonos a la cama, cariño – dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de
los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las
cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo
momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el
edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del
ascensor.
- ¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano –
dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el
trabajo -dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la
puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
- Vámonos a la cama – dijo él.
- ¿Ahora? - rió ella – ¿Qué te pasa?
- Nada. Quítate el vestido – La agarró toscamente, y ella
le dijo:
- ¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china,
y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
- No nos olvidemos de dar de comer a Kitty – dijo ella.
- Estaba en este momento pensando en eso – dijo él – Iré
ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la
jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su
caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los
gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas
empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las
cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos
mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La
cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo.
Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de
cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario
y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de
la cadena al ir a abrir la puerta.
- ¿Qué te ha retenido tanto? – dijo Arlene – Llevas más
de una hora aquí.
- ¿De verdad? – respondió él.
- Sí, de verdad – dijo ella.
- Tuve que ir al baño – dijo él.
- Tienes tu propio baño – dijo ella.
- No me pude aguantar – dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una
ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un
libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las
manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la
puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió
su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento,
y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la
temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por
cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista,
cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario,
utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y
la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la
puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con
los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de
acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se
preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera
cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama
para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró
hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados
sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los
pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y
se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una
camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de
punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó
las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó
dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el
traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un
sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario
para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó
subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba
por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le
entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la
cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron
tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave
estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se
puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró
recogiendo la llave.
- Ponte cómodo mientras voy a su casa – dijo ella – Lee
el periódico o haz algo – Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella,
algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico
y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta
estaba cerrada.
- Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? – llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y
cerró la puerta.
- ¿Estuve mucho tiempo aquí? – dijo ella.
- Bueno, sí estuviste – dijo él.
- ¿De verdad? – dijo ella – Supongo que he debido estar
jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba
apoyada en el pomo de la puerta.
- Es divertido – dijo ella – Sabes, ir a la casa de
alguien más así. - Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su
propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
- Es divertido – dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y
el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y
ella se dio la vuelta y le besó también.
- ¡Jolines! – dijo ella – Jooliines – cantó ella con voz
de niña pequeña aplaudiendo con las manos – Me acabo de acordar que me olvidé
real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty
ni regué las plantas. Le miró -¿No es eso tonto? - No lo creo – dijo él –
Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su
puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
- Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas
fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
- ¿Qué clase de fotografías?
- Ya las verás tú mismo – dijo ella y le miró con
atención.
- No estarás bromeando – sonrió él - ¿Dónde?
- En un cajón – dijo ella.
- No bromeas – dijo él.
Y entonces ella dijo:
- Tal vez no regresarán - e inmediatamente se sorprendió
de sus palabras.
- Pudiera suceder – dijo él – Todo pudiera suceder.
- O tal vez regresarán y … - pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo,
y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
- La llave – dijo él – Dámela.
- ¿Qué? - dijo ella – Miró fijamente a la puerta.
- La llave – dijo él – Tú tienes la llave.
- ¡Dios mío! – dijo ella – Dejé la llave dentro.
- Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A
continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados,
y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en
ellos.
- No te preocupes – le dijo al oído – Por Dios, no te
preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la
puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.
Raymond Carver
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