El poema
El poema, sin dejar de ser palabra e historia, trasciende
la historia. A reserva de examinar con mayor detenimiento en qué consiste este
traspasar la historia, puede concluirse que la pluralidad de poemas no niega,
sino afirma, la unidad de la poesía.
Cada poema es único. En cada obra late, con mayor o menor
intensidad, toda la poesía. Por tanto, la lectura de un solo poema nos revelará
con mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica qué es la
poesía. Pero la experiencia del poema —su recreación a través de la lectura o
la recitación— también ostenta una desconcertante pluralidad y heterogeneidad.
Casi siempre la lectura se presenta como la revelación de algo ajeno a la
poesía propiamente dicha. Los pocos contemporáneos de San Juan de la Cruz que
leyeron sus poemas, atendieron más bien a su valor ejemplar que a su fascinante
hermosura. Muchos de los paisajes que admiramos en Quevedo dejaban fríos a los
lectores del siglo XVII, en tanto que otras cosas que nos repelen o aburren
constituían para ellos los encantos de la obra. Sólo por un esfuerzo de
comprensión histórica adivinamos la función poética de las enumeraciones
históricas en las Coplas de Manrique. Al mismo tiempo, nos conmueven, acaso más
hondamente que a sus contemporáneos, las alusiones a su tiempo y al pasado
inmediato. Y no sólo la historia nos hace leer con ojos distintos un mismo
texto. Para algunos el poema es la experiencia del abandono; para otros, del
rigor. Los muchachos leen versos para ayudarse a expresar o conocer sus
sentimientos, como si sólo en el poema las borrosas, presentidas facciones del
amor, del heroísmo o de la sensualidad pudiesen contemplarse con nitidez. Cada
lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba
dentro.
No es imposible que después de este primer y engañoso
contacto, el lector acceda al centro del poema.
Imaginemos ese encuentro. En el flujo y reflujo de
nuestras pasiones y quehaceres (escindidos siempre, siempre yo y mi doble y el
doble de mi otro yo), hay un momento en que todo pacta. Los contrarios no
desaparecen, pero se funden por un instante. Es algo así como una suspensión
del ánimo: el tiempo no pesa.
Los Upanishad enseñan que esta reconciliación es «ananda»
o deleite con lo Uno. Cierto, pocos son capaces de alcanzar tal estado. Pero
todos, alguna vez, así haya sido por una fracción de segundo, hemos vislumbrado
algo semejante. No es necesario ser un místico para rozar esta certidumbre.
Todos hemos sido niños. Todos hemos amado. El amor es un estado de reunión y
participación, abierto a los hombres: en el acto amoroso la conciencia es como
la ola que, vencido el obstáculo, antes de desplomarse se yergue en una
plenitud en la que todo —forma y movimiento, impulso hacia arriba y fuerza de
gravedad— alcanza un equilibrio sin apoyo, sustentado en sí mismo. Quietud del
movimiento. Y del mismo modo que a través de un cuerpo amado entrevemos una
vida más plena, más vida que la vida, a través del poema vislumbramos el rayo
fijo de la poesía. Ese instante contiene todos los instantes. Sin dejar de
fluir, el tiempo se detiene, colmado de sí.
Objeto magnético, secreto sitio de encuentro de muchas
fuerzas contrarias, gracias al poema podemos acceder a la experiencia poética.
El poema es una posibilidad abierta a todos los hombres, cualquiera que sea su
temperamento, su ánimo o su disposición. Ahora bien, el poema no es sino eso:
posibilidad, algo que sólo se anima al contacto de un lector o de un oyente.
Hay una nota común a todos los poemas, sin la cual no serían nunca poesía: la
participación. Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un
estado que podemos llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella
forma, pero es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales,
para ser otro. Como la creación poética, la experiencia del poema se da en la
historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia. El lector lucha
y muere con Héctor, duda y mata con Arjuna, reconoce las rocas natales con Odiseo.
Revive una imagen, niega la sucesión, revierte el tiempo. El poema es
mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos, encarna
en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial que se
alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre. La lectura del poema ostenta una gran
semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema
hace del lector imagen, poesía.
Las tres partes en que se ha dividido este libro se
proponen responder a estas preguntas: ¿hay un decir poético —el poema—
irreductible a todo otro decir?; ¿qué dicen los poemas?; ¿cómo se comunica el
decir poético?
Acaso no sea innecesario repetir que nada de lo que se
afirme debe considerarse mera teoría o especulación, pues constituye el
testimonio del encuentro con algunos poemas. Aunque se trata de una elaboración
más o menos sistemática, la natural desconfianza que despierta esta clase de
construcciones puede, en justicia, mitigarse. Si es cierto que en toda
tentativa por comprender la poesía se introducen residuos ajenos a ella —
filosóficos, morales u otros— también lo es que el carácter sospechoso de toda
poética parece como redimido cuando se apoya en la revelación que, alguna vez,
durante unas horas, nos otorgó un poema. Y aunque hayamos olvidado aquellas
palabras y hayan desaparecido hasta su sabor y significado, guardamos viva aún
la sensación de unos minutos de tal modo plenos que fueron tiempo desbordado,
alta marea que rompió los diques de la sucesión temporal. Pues el poema es vía
de acceso al tiempo puro, inmersión en las aguas originales de la existencia.
La poesía no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador.
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
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