20 de julio de 2018

Belvedere, Raymond Carver



Belvedere, Raymond Carver


Por la mañana me echa Teacher’s en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma tarde trata de tirarse por la ventana.
Yo digo:
—Holly, esto no puede seguir así. Esto tiene que acabar.
Estamos sentados en el sofá de una de las suites de arriba. Había muchas habitaciones libres para elegir. Pero necesitábamos una suite, espacio donde poder movernos y poder charlar. Así que aquella mañana cerramos la oficina del motel y subimos a una suite.
Ella corrobora:
—Duane, esto me está matando.
Bebemos Teacher’s con agua y hielo. Entre la mañana y la tarde hemos dormido un poco. Y luego se ha levantado de la cama y amenazado con tirarse por la ventana en ropa interior. He tenido que agarrarla. Sólo es el segundo piso. Pero aun así.
—Estoy harta —confiesa—. No lo aguanto más.
Se pone la mano en la mejilla y cierra los ojos. Mueve la cabeza de un lado para otro y emite como un zumbido.
Me siento morir viéndola en ese estado.
—¿Qué es lo que no aguantas? —pregunto, aunque naturalmente sé a lo que se refiere.
—No tengo por qué explicártelo otra vez con pelos y señales — responde — He perdido el control. He perdido la dignidad. Antes era una mujer orgullosa de mí misma.
Es una mujer atractiva de poco más de treinta años. Es alta y tiene el pelo negro y largo, y ojos verdes. La única mujer de ojos verdes que he conocido en toda mi vida. Antes, en otros tiempos, solía decirle cosas sobre sus ojos verdes, y ella me decía que gracias a ellos tenía la certeza de que estaba destinada a algo especial.
¡Si lo sabría yo!
Me siento horriblemente mal entre unas cosas y las otras.
Me llega el timbre del teléfono que suena en la oficina. Ha estado sonando a ratos durante todo el día. Lo oía incluso cuando estaba dormitando. Abría los ojos y miraba al techo y lo oía sonar y me asombraba de lo que nos estaba pasando.
Pero quizás adonde debería mirar es al suelo.
—Tengo el corazón destrozado — declara—. Se me ha vuelto de piedra. No valgo nada. Eso es lo peor de todo, que ya no valgo nada.
—Holly —protesto.
Cuando al principio nos mudamos al motel y nos hicimos cargo de la gerencia, pensamos que habíamos salido del apuro. Alojamiento y servicios gratis, y trescientos al mes. Era bastante chollo.
Holly se encargaba de la contabilidad. Era buena con los números, y casi siempre era ella quien alquilaba las habitaciones. Le gustaba la gente, y a la gente le gustaba ella. Yo me cuidaba de los jardines, cortaba el césped y arrancaba las malas hierbas, mantenía limpia la piscina, hacía pequeñas reparaciones.
Todo fue bien el primer año. Yo tenía otro empleo nocturno, y salíamos adelante. Teníamos planes. Hasta que una mañana... No sé. Acababa de poner unos azulejos en el baño de una de las habitaciones cuando entró a limpiar la mexicana. Era Holly quien la había contratado. En realidad no puedo decir que me hubiera fijado antes en aquella poquita cosa, aunque sí es cierto que hablábamos cuando nos veíamos. Me llamaba —ecuerdo— Mister.
En fin, las cosas.
Así que a partir de aquella mañana empecé a fijarme en ella. Era una cosita menuda y pulcra con unos bonitos dientes blancos. Solía mirarle la boca.
Empezó a tutearme.
Una mañana estaba yo colocando una arandela en un grifo de un baño cuando entró ella y puso la televisión como suelen hacer siempre las chicas de la limpieza. Mientras limpian, quiero decir. Dejé lo que estaba haciendo y salí del cuarto de baño. Al verme se sorprendió. Sonrió y pronunció mi nombre.
Y al poco de pronunciarlo nos tumbamos en la cama.
—Holly, sigues siendo una mujer digna —le aseguro—. Sigues siendo de lo mejor. Venga, Holly...
Ella sacude la cabeza.
—Algo ha muerto en mí —anuncia—. Le ha llevado tiempo, pero ha muerto. Has matado algo; es igual que si lo hubieras partido con un hacha. Ahora todo se ha ido al traste.
Se acaba la copa. Luego empieza a llorar. Intento abrazarla. Pero inútilmente.
Echo hielo en las copas y me pongo a mirar por la ventana.
Dos coches con matrícula de otro estado están aparcados frente a la recepción; los conductores están junto a la puerta de la oficina, charlando. Uno de ellos acaba de decirle algo al otro, y mira hacia las habitaciones y se manosea la barbilla. También hay una mujer; tiene la cara pegada al cristal, hace pantalla sobre los ojos con la mano y mira al interior. Intenta abrir la puerta.
El teléfono de abajo empieza a sonar.
—Hasta cuando hacíamos el amor hace un rato estabas pensando en ella —me acusa Holly—. Me hace daño, Duane.
Coge la copa que le alargo.
—Holly —empiezo.
—Es cierto, Duane —insiste ella—. No discutas conmigo.
Se pasea de un lado a otro de la habitación, en bragas y sostén, con el vaso en la mano.
Añade:
—Te has puesto al margen del matrimonio. Es la confianza lo que has matado.
Me pongo de rodillas y empiezo a suplicar. Pero estoy pensando en Juanita. Es horrible. No sé lo que va a ser de mí, o de quien sea en este mundo.
Protesto:
—Holly, cariño. Te quiero.
Allá abajo alguien se apoya sobre el claxon, hace una pausa, vuelve a apoyarse.
Holly se seca los ojos. Me pide:
—Prepárame una copa. Esta está aguada. Deja que toquen sis jodidas bocinas. Me la sopla. Me largaré a Nevada.
—No te vayas a Nevada — suplico . Estás diciendo tonterías.
—No digo tonterías. No es ninguna tontería irse a Nevada. Tú puedes quedarte aquí con tu chica de la limpieza. Yo me voy a Nevada. O eso, o me mato.
—¡Holly!
—¡Ni Holly ni nada!
Se sienta en el sofá y sube las rodillas hasta pegarlas a la barbilla.
—Ponme otro trago, hijo de perra — exige. Y sigue —: Que les den por el culo a esos bocineros. Que se vayan a hacer sus marranadas al otro motel. ¿No es allí donde ahora trabaja tu mujer de la limpieza? ¡Ponme otro trago, hijo de perra!
Aprieta los labios Y me dedica esa mirada especial.
La bebida es algo extraño. Cuando miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas las decisiones importantes las hemos tomado mientras bebíamos. Hasta cuando hablábamos de la necesidad de beber menos: nos sentábamos en la mesa de la cocina o en la de picnic de afuera con un cartón de seis latas o una botella de whisky. Cuando pensábamos instalarnos aquí, estuvimos un par de noches bebiendo mientras sopesábamos los pros y los contras.
Sirvo lo que queda de Teacher’s en los vasos y pongo cubitos de hielo y unos chorritos de agua.
Holly se levanta del sofá y se echa en la cama.
Pregunta:
—¿Lo has hecho con ella en esta cama?
No tengo nada que decir. Dentro de mí noto que no tengo palabras. Le alargo el vaso y me siento en la silla. Apuro mi copa y pienso que ya nunca será lo mismo.
—¿Duane?
—¿Holly?
Mi corazón late más despacio. Espero.
Holly era mi verdadero amor.
Lo de Juanita era cinco días a la semana, entre las diez y las once. Lo hacíamos en cualquiera de los cuartos que estuviera limpiando. Yo entraba donde ella estaba trabajando y cerraba la puerta a mi espalda.
Pero la mayoría de las veces era en la 11. La 11 era nuestra habitación de la suerte.
Eramos muy cariñosos el uno con el otro. Pero rápidos. Era estupendo.
Creo que Holly quizá podría haberlo soportado. Creo que lo que tenía que haber hecho era intentarlo de verdad.
Yo, por mi parte, conservaba mi empleo nocturno. Hasta un mono era capaz de hacer ese trabajo. Pero las cosas comenzaron a empeorar vertiginosamente. Nos faltaban fuerzas para seguir, así de simple.
Dejé de limpiar la piscina. Se llenó de un légamo verde y los clientes ya no pudieron usarla. Ya no arreglé más grifos ni puse más azulejos ni hice más retoques de pintura. Bien, la verdad es que estábamos empinando el codo a conciencia. Si bebes en serio, la bebida exige una gran cantidad de tiempo y de esfuerzo.
Holly tampoco registraba a los huéspedes como es debido. O les cobraba demasiado o cobraba menos de la cuenta. A veces ponía a tres personas en un cuarto con una sola cama, y otras a una sola persona en donde la cama era enorme. Había quejas, cómo no, y a veces hasta hubo gritos. La gente liaba sus bártulos y se iba a otra parte.
Y lo siguiente fue una carta de la dirección de la empresa. Y luego otra, certificada.
Hay llamadas telefónicas. Alguien va a venir de la ciudad.
Pero hemos dejado de preocuparnos: las cosas están así. Sabíamos que nuestros días estaban contados. Habíamos echado a perder nuestras vidas y nos estábamos preparando para recibir la sacudida.
Holly es una mujer inteligente. Fue la primera en saberlo.
Entonces, aquel sábado por la mañana, nos despertamos después de pasarnos una noche dándole vueltas a la situación. Abrimos los ojos y nos volvimos para miramos el uno al otro. Los dos lo sabíamos, desde entonces. Habíamos llegado al final de algo, y la cuestión era encontrar. El modo de empezar otra vez.
Nos levantamos y nos vestimos, tomamos café y decidimos discutirlo. Sin que nada nos interrumpiera. Ni el teléfono ni los clientes.
Fue entonces cuando eché mano del Teacher’s. Cerramos con llave y nos subimos aquí, con hielo, vasos, botellas. Antes que nada vimos la televisión en color y retozamos un poco y dejamos que el teléfono sonara abajo. Para comer, fuimos a sacar de la máquina patatas fritas al queso.
Teníamos esa extraña sensación de que, ahora que nos dábamos cuenta de que ya había sucedido todo, podía suceder cualquier cosa.
—¿Y cuando éramos unos chiquillos, antes de casarnos? —pregunta Holly—. ¿Cuando teníamos grandes planes y esperanzas? ¿Recuerdas?
Estaba sentada en la cama, abrazándose las rodillas y sosteniendo el vaso.
—Lo recuerdo, Holly.
—No fuiste el primero, ¿sabes? El primero fue Wyatt. Figúrate. Wyatt. Y tú te llamas Duane. Wyatt y Duane. Quién sabe lo que me estaba perdiendo durante aquellos años... Tú lo eras todo para mi, como en la canción.
Digo:
—Eres una mujer maravillosa, Holly. Sé que has tenido oportunidades.
—¡Pero no aproveché las de esta clase —se lamenta—. No era capaz de salirme del matrimonio.
—Holly, por favor —corto—. Basta ya, cariño. Dejemos de torturarnos. ¿Qué crees que podríamos hacer ahora?
—Escucha — dice—. ¿Recuerdas aquella vez que llegamos a una vieja granja, más allá de Yakima, pasado Terrace Heights, cuando recorríamos en coche los alrededores, y estuvimos en aquel pequeño camino de tierra y hacia calor y había mucho polvo? ¿Recuerdas que seguimos y que llegamos a aquella casa vieja y preguntaste si nos podían dar un poco de agua? ¿Nos imaginas a los dos haciéndolo ahora? ¿Ir a una casa a pedir un vaso de agua?
"Aquellos viejos estarán ya muertos. Uno al lado del otro, por allí, en algún cementerio. ¿Recuerdas que nos dijeron que pasáramos a tomar pastel? ¿Y que luego nos enseñaron los alrededores? ¿Y que había un belvedere allá atrás, andando un trecho? ¿No era allá atrás, bajo unos árboles? Tenía un pequeño techo puntiagudo y se le había ido la pintura y sobre los escalones crecía maleza. Y la mujer contó que años antes, quiero decir muchos años atrás, solían ir tipos a tocar allí el domingo, y que la gente se sentaba a escuchar la música. Yo pensé que también nosotros estaríamos así cuando nos hiciéramos viejos. Con dignidad. Y en un sitio fijo. Y que la gente vendría a nuestra puerta.
Así, de pronto, no sé qué decir. Luego se me ocurre:
—Holly, también recordaremos todo esto un día. Diremos: ¿te acuerdas del motel con toda aquella mierda en la piscina? —pregunto—. ¿Comprendes lo que digo, Holly?
Pero Holly sigue sentada allí en la cama con el vaso.
Veo que no, que no entiende.
Voy hasta la ventana y miro a través de la cortina. Alguien grita algo allá abajo y zarandea la puerta de la oficina. Me quedo donde estoy. Ruego para que Holly haga algún gesto. Ruego para que se me manifieste.
Oigo como arranca un coche. Luego otro. Proyectan los faros sobre el edificio y, uno después de otro, se retiran y se sumergen en el tráfico.
—Duane —dice Holly.
También en esto tenía razón ella.


Raymond Carver
De, De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981)


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