1 de febrero de 2018

El delegado, Jacques Sternberg

El delegado

 
Cuando salió de los talleres donde habían pasado diez años para ponerlo a punto, se le juzgó tan perfecto que en un primer momento sus constructores se preguntaron si realmente no habría que proporcionarle una tarjeta de identidad e inscribirlo en la seguridad social.
Pero, después de todo, no era más que un robot.
Físicamente, no tenía nada de extraordinario. No era ni muy alto ni particularmente seductor. Era un hombre como tantos otros, y así precisamente había sido concebido. ¿Quizá para disimular las increíbles capacidades de que había sido dotado su sistema cerebral? Puesto que estas capacidades eran innegables, y tan enormes que planteaban un grave problema: ¿en qué emplear aquel robot?
No había más problema que la elección, pero la elección era infinita. La sociedad que lo había concebido se dio cuenta de repente de lo relativa que era la complejidad de los asuntos comerciales, ya que el robot podía dirigir esta sociedad y todas sus sucursales sin la menor dificultad. Al mismo tiempo, podía asumir la contabilidad general de toda la red de firmas, la dirección de todo el personal, el conjunto de las cuestiones administrativas, la responsabilidad de todo el secretariado. En pocas palabras, coordinar los varios centenares de servicios y reunirlos en un solo centro nervioso capaz de enfrentarse con cualquier problema y darle sin vacilar, no ya solo una solución eficiente, sino la solución más eficiente a elegir en el amplio abanico de más de un centenar de soluciones.
Pero como el director general de la sociedad se creía irreemplazable, y cada responsable de un servicio tenía la misma impresión, se decidió considerar a aquel robot como si fuera otro empleado, ni mejor ni peor dotado que cualquier otro.
Se decidió incluso obligarle a subir peldaño a peldaño los escalones de la jerarquía. Fue así como, para empezar, se le relegó al subsuelo, al departamento de expediciones. En tan solo una hora el robot liquidó un retraso de diez días, todo el trabajo del día, y el que estaba preparado para el día siguiente. Fue enviado a la planta baja, puesto que se consideró que este ejemplo era nefasto para los mozos de almacén.
El robot se convirtió de embalador en secretario. Tras media hora de labor, había terminado el trabajo de todas las mecanógrafas, tras lo cual, en un genio de anticipación, respondió algunas cartas que ni siquiera habían llegado todavía, eliminando de un plumazo el correo de los diez días siguientes.
El comité de administración de la sociedad comprendió que jamás podría emplear al robot en un lugar donde tuviera que codearse con otros empleados. Era urgente aislarlo, bajo pena de provocar a través de todos los servicios una irremediable epidemia de inferioridad.
Así pues, el robot fue nombrado delegado.
Su trabajo era complejo pero muy definido: viajar de ciudad en ciudad, establecer las conexiones entre las distintas sucursales del negocio, enviar regularmente informes y, si se prestaba, sugerencias.
Durante un año el delegado cumplió con su trabajo a la perfección. Coordinando, organizando, informando, viajando, sin tomarse ni una hora de descanso, sin el menor fallo en su ritmo de pistón pensante. Los miles de sugerencias que hizo a la dirección permitieron a la sociedad triplicar su cifra de negocios en un mes y convertirse, tras algunos meses, en un trust cuyas ramificaciones ya no podían ser asimiladas por los responsables, es decir un negocio colosal que aplastaba a sus dirigentes, tanto a sus directores como a sus subdirectores, que no tenían otra preocupación que creerse a la altura de las circunstancias, ilusión sencilla de mantener ya que los negocios reportaban beneficios de miles de millones y parecían dirigirse por sí mismos.
Hasta que, un día, el contacto se perdió.
El delegado había sido enviado a Italia, había llegado bien allí, había enviado un primer informe. Luego, el silencio. Ninguna noticia. Y nadie conocía su dirección en Roma.
Pasaron varios meses.
Los responsables intentaron comprender el inextricable dédalo de complejidades inéditas que el cerebro del robot había creado, trataron de resolver los problemas más inmediatos a través del cálculo integral y de la química verbal, pero fue en vano. Hubo que aceptar el hacer frente, no tan solo a un descenso fulminante de la cifra de negocios, sino a la quiebra en un día no muy lejano.
En cuanto al delegado, fue hecho buscar por todas las policías del mundo, por todos los investigadores privados. Igualmente en vano. Jamás se halló su rastro. Se llegó a imaginar que se había desintegrado o, más simplemente, que había desaparecido.
Lo cual era falso.
El robot vivía aún. En Roma, además. Pero ya no pensaba en los negocios. Había olvidado completamente sus funciones, su papel, sus responsabilidades. Lo había olvidado todo.
Pasaba todos sus días en una pequeña salita de un museo de la capital. Iba allá a primera hora de la mañana, y no se iba hasta la hora del cierre.
No había otra finalidad en su existencia, aparte aquella.

Simplemente, se había enamorado locamente de uno de los objetos que había allá, en un estante de una vitrina en la salita de aquel museo: una encantadora y frágil muñequita de relojería del siglo XVIII, 

 Jacques Sternberg

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