El banquete, Witold Gombrowicz.
Las sesiones del Consejo… las sesiones secretas del
Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya
autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran
Consejo. Desde la altura de los antiguos muros, los crepusculares retratos
contemplaban, sordos y mudos, los rostros hieráticos de los dignatarios,
quienes, a su vez, contemplaban la vetusta y descarnada figura del Gran
Canciller y Ministro de Estado. Aquel anciano seco y poderoso habló secamente,
como de costumbre, sin intentar de ningún modo ocultar su profunda alegría,
invitó a los ministros y viceministros de Estado a solemnizar el histórico
momento, poniéndose de pie. En efecto, después de largas y complicadas
gestiones, tendrían lugar las nupcias del Rey con la archiduquesa Renata
Adelaida Cristina. Renata Adelaida Cristina se hallaba ya en la Corte, y, al
día siguiente, durante el banquete real, los prometidos (que hasta el momento
sólo se conocían por fotografías) serían presentados… Aquella excelsa unión
acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de la
Corona. ¡La Corona! ¡La Corona! Sin embargo, una terrible preocupación, una
profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los
rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de
Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados
labios.
Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el
Canciller abrió el debate, cuya característica principal fue, sin embargo, el
silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro del Interior fue el primero en
pedir la palabra, pero cuando le fue concedida, comenzó a callar y no hizo sino
callar durante todo el tiempo que duró su intervención… después de lo cual volvió
a sentarse. Hizo después uso de la palabra el Ministro de la Corte Real, pero
también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que decir y
volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se
levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado
silencio del Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el
silencio de los muros, se hacía cada vez más poderoso. Las velas agonizaban. El
inflexible canciller presidía el silencio. Las horas pasaban.
¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los
elevados funcionarios allí presentes hubiera podido, ni siquiera osado,
formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza irresistible,
y cuya expresión habría constituido ni más ni menos que un delito de lesa
majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que el Rey…
que el Rey era… oh, no… nunca, primero la muerte… que el Rey… ¡oh, no, ay, no!…
que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica, insaciable,
rapazmente, el Rey era venal… pero de una venalidad como la historia no había
conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se
vendía y vendía a puñados su propia Majestad.
De pronto, los dos pesados batientes de la puerta
esculpida se abrieron con estruendo para dejar pasar a la persona del Rey.
Vestía el uniforme de general de la guardia, con la espada al flanco y un
tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinaron profundamente ante
el monarca, el cual colocó la espada sobre la mesa, se arrellanó en un sillón y
contempló a los presentes con mirada astuta.
El Consejo de Ministros se transformó, por efecto mismo
de la presencia del Rey, en Consejo de la Corona, y el Consejo de la Corona se
preparó a escuchar las declaraciones del Rey. El soberano manifestó en primer
lugar su satisfacción ante su próxima boda con la archiduquesa y su confianza
absoluta en que su real persona sería capaz de conquistar el amor de la hija
del Rey. De ninguna manera dejó de soslayar la gran responsabilidad que pesaba
sobre sus hombros… Y mientras decía esas palabras hubo en la voz del Rey algo
tan absolutamente venal que el Consejo de la Corona se estremeció en medio del
completo silencio que reinaba en la sala.
—No estamos en condiciones de ocultar —dijo el Rey— que
para Nosotros la participación en el banquete de mañana constituye una dura
prueba… Nos vemos obligados a hacer un serio esfuerzo para que Su Alteza la
Archiduquesa reciba la mejor impresión… No obstante, estamos dispuestos a todo
por el bien de la Corona, sobre todo si… si… ejem… ejem…
Los reales dedos tamborilearon la mesa, y aquel
tamborileo adquirió una significación especial, mientras que la declaración
misma del Rey asumía tonos más bien confidenciales. No cabía la sombra de una
duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por participar en el
banquete. Y, repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los tiempos eran
difíciles, no sabía cómo hacer frente a ciertos compromisos… y se rió… se rió y
guiñó confidencialmente un ojo al Canciller… volvió a guiñar el ojo y a reírse,
mientras le picaba con un dedo las costillas al anciano.
El anciano observaba al monarca en medio de un silencio
profundo, podría uno decir petrificado, mientras éste reía, guiñaba el ojo y le
picaba las costillas… y el silencio del anciano iba en aumento con el silencio
de los retratos y el silencio de los muros. La risa del Rey se extinguió. En
aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se
inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de
los viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo
por su inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al
Rey en el propia pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió la Realeza…
al grado de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató
una vez más de reír… pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la
inmovilidad de aquel silencio, el Rey se aterrorizó… y su terror fue profundo…
pero finalmente logró huir del Consejo y de sí mismo, y su espalda envuelta en
el uniforme de gala desapareció en la penumbra de un corredor.
En ese momento se escuchó un grito atroz y venal:
—¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la pagaréis!
Tan pronto como salió el Rey, el Canciller reabrió los
debates y el silencio volvió a reinar en la sala del Gran Consejo. El
Canciller, inflexible, presidía aquel silencio. Los ministros se levantaban y
se sentaban. Las horas pasaban. ¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que el Rey, furioso
por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un escándalo en pleno
banquete? ¿Cómo defender al rey Gnulo? ¿Qué impresión produciría aquel
miserable rey, infame y vergonzoso, sobre una archiduquesa extranjera, hija de
emperadores, admitiendo que por un milagro el escándalo pudiera evitarse? Tales
eran las dolorosas preguntas que el Consejo no podía formular, que rechazaba y
vomitaba en silenciosas convulsiones entre las vetustas paredes del salón. Los
ministros se levantaban y se sentaban… Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro
de la mañana, el Consejo, con voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo
timonel de la nave del Estado no la aceptó y pronunció las siguientes
memorables palabras:
—Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey,
encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el Rey.
Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía
salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas
consecuencias la presión del esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y
de la Historia. En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y
por esa misma razón el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de
los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de
una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia.
La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida
en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que
cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y secular luminosidad de aquel
archibanquete. Linajes tan antiguos como la historia se fundían con discreta
potencia en el nimbo hierático del clero, y éste a su vez giraba como ebrio en
torno al candor de los respetables escotes que se movían con desenvoltura entre
las espadas de los generales y los grupos de embajadores… mientras los espejos
repetían hasta el infinito aquel esplendor. El murmullo de las conversaciones
se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. Cuando el rey Gnulo apareció en
el salón y entrecerró los párpados cegado por el brillo que emanaba aquella
atmósfera fue saludado por una gran exclamación de bienvenida… al mismo tiempo
que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el coro de cortesanos
a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa, la cual,
arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus
propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo
vulgar con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta?
Aquel pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que
se le acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una
mano, se estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los
cañones y el repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de
admiración. El Gran Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y
repetido por los suspiros de todos los demás miembros del Consejo.
Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la
empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a
la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la condujo a la mesa del banquete.
Les siguieron los invitados, que conducían a sus damas en medio del brillo de
sus condecoraciones y espadas.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿De dónde procedía aquel sonido
apenas perceptible y, sin embargo, traidor que llegaba a los oídos del Gran
Canciller y de los otros miembros del Consejo? Tal vez se trataba de una ilusión
auditiva, ¿o era más bien como si alguno de los presentes, sí, como si alguno
de los presentes se divirtiera en hacer sonar unas monedas… en hacer sonar en
sus bolsillos algunas pequeñas monedas de cobre? ¿Qué ocurría? Con mirada
severa y glacial, el histórico anciano recorrió toda la asistencia para posarla
en uno de los embajadores. Ni un solo músculo se movió en el rostro de éste,
representante de una potencia enemiga que, con expresión de ironía en los
delgados labios, daba el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de
Friulo… Pero de nuevo se oyó el sonido traidor, apenas perceptible, pero por
todos los conceptos peligroso… Y el presagio de una traición, de una infame e
innoble traición, de una conjura que se estuviera tramando en la sombra, se
apoderó del ánimo histórico y dramático del Gran Canciller. ¿Se trataría de una
conjura? ¿Se trataría de una traición?
El inicio del banquete fue anunciado con toques de
trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al
borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado se sentó toda la
asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros, los generales,
el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo tomó, y se llevó
a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la Corte,
los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el primer bocado, mientras
los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de
comer… pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se
volvió aún más poderoso que el de comer… Para interrumpir cuanto antes esa
situación, Gnulo se acercó a los labios una copa de vino… e inmediatamente
todos levantaron las copas en un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un
brindis que explotó y permaneció suspendido en el aire… al que Gnulo respondió
dejando su copa en el mantel. También los otros bajaron las copas. El Rey
entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis estruendoso. Gnulo dejó en
la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas, volvió a levantar la
suya… y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta las nubes la
dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los
candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió
otro sorbo.
El sonido traidor… el tintineo ligero, apenas
perceptible, característico de las monedas en el bolsillo… llegó una vez más a
los oídos del Gran Canciller y de los miembros del Consejo. El ilustre anciano
posó nuevamente su mirada inmóvil y escrutadora sobre el rostro convencional
del embajador de la potencia enemiga… y una vez más, y con mayor fuerza aún, se
oyó el sonido traidor. Era evidente que alguien quería comprometer al Rey y
desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la patológica
avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que
también lo oyó Gnulo… la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar
de mercachifle.
¡Infamia! ¡Horror! El ánimo del Rey se obstinaba de tal
manera en su mezquindad, era de tal modo bellaco y trivial que no se dejaba
tentar por las grandes sumas, sino por las pequeñas; la calderilla podía
conducirlo hasta el fondo del Averno: ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la
corrupción la que corroía al Rey, como las propinas! Sí, las propinas ejercían
sobre él la misma fascinación irresistible que un hermoso hueso sobre un perro.
Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel sonido tan dulce como
tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe todo lo que le
rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente… ¡Suavemente! Eso
fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una bomba a
los comensales rojos de vergüenza.
La archiduquesa Renata Adelaida emitió un sofocado gemido
de repulsión. La mirada de los miembros del Gobierno, de la Corte, de los
generales y de los sacerdotes se dirigió hacia la figura del anciano, quien
desde hacía muchos años conducía con sus manos yertas el timón del Estado. ¿Qué
hacer? ¿Cómo comportarse?
Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos
labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se
había lamido los labios. ¡Se había relamido el Canciller del Reino!
Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero
al final aparecieron las lenguas de los ministros, y después de ellas las de
los obispos, las lenguas de las condesas, las de las marquesas… y todos se
relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del misterioso esplendor
de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el infinito, bañándolo
de reflejos glaciales.
El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido,
ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa
y se levantó. Pero también se levantó el Gran Canciller y, tras el Gran
Canciller, se levantaron todos los demás.
El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda
tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó todas las conveniencias
sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata Adelaida Cristina la
verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió lanzar abiertamente a
todos los invitados al banquete en una lucha por la salvación de la Corona. No
quedaba otro remedio… los invitados debían repetir inexorablemente no sólo
aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino precisamente todos
los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos
en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo
necesario e indispensable. Porla misma razón, cuando el enfurecido Gnulo golpeó
la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más mínima
duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si se
tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a
punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y
permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la
expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y
moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia.
El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de
pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular,
los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar
monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del
archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los
ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué
hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera.
Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó
caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los
otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por
multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía,
crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa manera el banquete rompió
los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier
control humano!
La archiduquesa cayó al suelo… muerta. Cayeron también muchas
damas estranguladas. La inmovilidad, una horrorosa inmovilidad multiplicada por
los espejos, absolutamente silenciosa, comenzó a crecer y a crecer…
Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los
océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio, y reinaba, la
archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que, al descender a
la Tierra, se imponía y reinaba…
Fue entonces cuando el Rey se dio a la fuga.
Gesticulando, presa de un pánico indecible, con las dos
manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la
obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino. Los invitados
advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba… ¡Un instante más, y el Rey habría
huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción, pues ellos
no tenían derecho a detener a un rey… al Rey. ¿Quién podía atreverse a hacer
uso de la fuerza para detener al Rey?
—¡Sigámosle! —gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!
El aire frío de la noche golpeó las mejillas de los dignatarios,
mientras corrían por la explanada del castillo. El Rey huía por la carretera,
le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los invitados corrían a sus
talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló una vez más en
todo su archipoder… en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMO EN
UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA
EL ASALTO. ¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o
escarlata de los prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de
etiqueta de los grandes señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos
dignatarios! Los ojos de la plebe jamás habían visto nada semejante. ¡Los
magnates, los latifundistas, los descendientes de las estirpes más gloriosas
galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los
ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y al galope
desenfrenadode algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué
archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el
galope de los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las
lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el
Rey se lanzó a la carga!
Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el
archirrey archicargó en las tinieblas de la noche.
Witold Gombrowicz
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