18 de enero de 2018

El manual de Himeneo, O. Henry

 El manual de Himeneo,  O. Henry

Yo, Sanderson Pratt, que dejo asentado aquí mi testimonio, opino que el sistema educativo de los Estados Unidos debiera estar a cargo de la oficina meteorológica. Me considero en condiciones de ofrecer excelentes razones para demostrarlo, y. usted no podría aclararme por qué no sería preferible que nuestros profesores universitarios fueran transferidos al departamento meteorológico. Son expertos en leer y con suma facilidad podrían hojear los diarios de la mañana y telegrafiar a la oficina central informando el pro nóstico del tiempo. Pero éste es el otro aspecto de la proposición. Ahora paso a contarle de qué manera el tiempo nos proporcionó a Idaho Green y a mí una educación distinguida.
Nos hallábamos en los Montes Raíces Amargas, más allá de la frontera de Montana, buscando oro. En Wa lla Walla un individuo que usaba perilla y acarreaba un buen surtido de esperanzas como exceso de equipaje nos había abarrotado de provisiones, y allí estábamos cavando al pie de las montañas con bastante alimento a mano como para mantener a un ejército durante una conferencia de paz.
Un día, procedente de Carlos más allá de las montañas, llegó un cartero a caballo; hizo un alto para despachar tres latas de hortalizas y nos dejó un periódico de fecha moderna. Ese diario incluía un sistema de premoniciones meteorológicas, y el respectivo tirador de cartas, como última baraja de su mazo, anunciaba para los Montes Raíces Amargas:
“Caluroso y bueno, con leves brisas del oeste”.
Esa noche empezó a nevar con fuertes vientos del este. Idaho y yo trasladamos nuestro campamento ladera arriba a una vieja cabaña desocupada, convencidos de que eso no era nada más que una pasajera tormenta de noviembre. Pero cuando la nieve llegó a tener el espesor de un metro en terreno llano, el asunto comenzó a ponerse serio y comprendimos que estábamos bloqueados. Habíamos hecho una abundante provisión de leña antes de que la capa de nieve creciera y teníamos material ingerible suficiente para dos meses, de modo que dejamos a los elementos en paz para que devastaran y derribaran cuanto creyeran conveniente. Si usted desea fomentar el arte del homicidio no tiene más que encerrar un mes a un par de hombres en una cabaña de unos cinco metros por seis. La naturaleza humana es incapaz de soportarlo.
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, cada uno de nosotros, Idaho Green y yo, festejábamos con grandes carcajadas los chistes del otro, encomiábamos la sustancia que extraíamos de una cacerolita y la llamábamos pomposamente alimento. Al cabo de tres semanas, Idaho pronunció una especie de sentencia contra mí. Dijo:
—Para hablar con la exactitud que corresponde, nunca escuché el ruido que hace la leche agria al gotear desde un globo aerostático sobre el fondo de un recipiente de hojalata, pero se me ocurre que eso sería música de las esferas comparado con la estrangulada corriente de asfixiado pensamiento que emana de los órganos parlantes de usted. Los semimasticados sonidos que emite todos los días me traen a la memoria el recuerdo de una vaca rumiando, sólo que ella es lo bastante señora como para guardarse los ruidos para sí misma, en tanto que usted no procede del mismo modo.
—Señor Green —respondí—, como en algún tiempo fue amigo mío, vacilo un poco antes de confesarle que si yo estuviera en condiciones de elegir como compañía entre usted y un vulgar cachorrito amarillo de tres patas, en este mismo momento uno de los habitantes de esta cabaña estaría meneando la cola.
Las cosas siguieron así dos o tres días y después de jamos de dirigirnos la palabra. Repartimos los utensilios de cocina, e Idaho se hacía su comida en un costado del hogar y yo la mía en el otro. La nieve ya había llegado hasta las ventanas y teníamos que mantener el fuego encendido todo el día.
Como usted comprende, Idaho y yo jamás habíamos recibido educación alguna, exceptuando aprender a leer y a sumar “si Juan tiene tres manzanas y Jaime cinco” en una pizarra. Nunca sentimos ninguna necesidad especial de obtener un título universitario, pero, sin embargo, a fuerza de andar dando vueltas por el mundo, ambos habíamos adquirido una especie de inteligencia intrínseca que nos era útil en caso de apuro. Pero al hallarnos bloqueados por la nieve en esa cabaña en los Montes Raíces Amargas, intuimos por primera vez que sí hubiésemos estudiado Hornero o griego y quebrados y las más nobles esferas del conocimiento, podríamos haber dispuesto de ciertos recursos en el ramo de la meditación y la reflexión. He conocido tipos universitarios del Este que trabajaban en campamentos a lo largo de todo el Oeste, pero jamás dejé de comprobar que, para ellos, la educación era un inconveniente menor de lo que usted puede suponer. Por ejemplo, una vez junto al Río de la Culebra, cuando su caballo de silla enfermó de parásitos, Andrew Me Williams mandó un carretón a diez kilómetros de distancia en busca de uno de esos forasteros que aseguraba ser botánico. Pero aquel caballo murió.
Una mañana Idaho estaba tanteando con ayuda de un palo la parte superior de una pequeña repisa demasiado alta para alcanzarla con la mano. Dos libros cayeron al suelo. Me adelanté de inmediato; me de tuvo la mirada de Idaho. Habló por primera vez en una semana.
—No te quemes los dedos —anunció—. Pese al hecho de que sólo eres apto para servir como compañía a una tortuga de pantano en período de hibernación, te daré un trato equitativo. Y esto es más de lo que tus padres hicieron por ti cuando te soltaron en el mundo con la sociabilidad de una víbora de cascabel y los modales de un nabo helado. Jugaremos una partida de naipes; el ganador elegirá el libro que prefiera y el perdedor se quedará con el otro.
Jugamos. Idaho ganó. Eligió su libro y yo recogí el mío. Acto seguido cada uno se recluyó en su rincón de la cabaña y dio comienzo a la lectura.
Al ver una pepita de oro de diez onzas jamás me sentí tan alegre como en el momento en que entré en posesión de ese libro. E Idaho miraba el suyo como un chico contempla un paquete de caramelos.
El mío era un libro pequeño de unos quince por veinte centímetros titulado Manual de Herkimer sobre Información Indispensable. Aún lo conservo, y puedo desafiarlo a usted o a cualquier otro hombre cincuenta veces en cinco minutos con la información contenida en él. ¡Y después que me hablen de la sabiduría de Salomón o del material noticioso que ofrece el Tribune de Nueva York! Herkimer los supera ampliamente a los dos. Este hombre debe haber invertido cincuenta años y recorrido un millón de kilómetros para reunir todos esos datos. Allí figuraba la población de cuan tas ciudades uno pudiera imaginar, la manera de establecer la edad de una muchacha y cuántos dientes tiene un camello. Informaba cuál es el túnel más largo del mundo, la cantidad de estrellas, cuánto tarda en brotar la varicela, cuánto debe medir el cuello de una dama, qué poderes de veto tienen los gobernadores, las fechas en que fueron construidos los acueductos romanos, cuántas libras de arroz podrían comprarse por día sin estar acompañadas por tres cervezas, el promedio anual de temperatura en la población de Augusta (Maine), la cantidad de semillas necesaria para sembrar en sur cos un acre con zanahorias, antídotos para venenos, la cantidad de cabellos que crece en la cabeza de una dama rubia, cómo conservar los huevos, la altura de todas las montañas del mundo y las fechas de todas las guerras y todas las batallas, y cómo revivir a los ahogados y la insolación, y la cantidad de tachuelas que entran en medio kilogramo y cómo fabricar dinamita, cultivar flores y preparar canteros, y qué hacer antes de que llegue el médico… v cientos y cientos de otros datos. Si había algo que Herkimer no supiera, no me di cuenta de que faltara en el libro.
Me instalé y leí ese manual horas y horas sin parar. Todas las maravillas de la educación estaban compila das en él. Me olvidé de la nieve v de que el bueno de Idaho y yo no nos dirigíamos la palabra. El estaba sentado, silencioso, en un banquito, leyendo y leyendo con una extraña expresión, en parte .apacible, en parte misteriosa, que relucía a través de sus patillas color roble obscuro.
—Idaho —pregunté—, ¿qué clase de libro es el tuyo?
Sin duda él también se había olvidado, porque con testó en tono afable sin ningún indicio de desdén o malevolencia.
—Bueno —respondió—. Al parecer éste es un volumen escrito por Hornero K. M.
—Hornero K. M., ¿qué? —inquirí.
—Bien, exactamente Hornero K. M. —dijo.
—Eres un mentiroso —respondí, un tanto encolerizado al suponer que intentaba burlarse de mí—. Nadie anda por allí firmando libros con sus iniciales. Si se trata de Hornero K. M. Spoonpandyke o de Hornero K. M. McSweeneey o de Hornero K. M. Jones, ¿por qué no lo dices con valentía en lugar de morder el extremo del nombre como una cabra que mordisquea el faldón de una camisa colgada en la cuerda para que se seque?
—Te informo las cosas tal como son, Sandy —respondió Idaho sosegadamente—. Este es un libro de poesía escrito por Hornero K. M. Al principio me pareció sin ton ni son, pero después comprobé que tiene gran atractivo, si te tomas la molestia de descubrirlo. No me desprendería de él ni aunque me ofrecieran un par de mantas rojas.
—Me parece muy bien —repliqué—. Lo que yo necesito es un conjunto de hechos objetivos que la mente pueda elaborar y, según creo, esto es lo que me ofrece el libro que me tocó en suerte.
—Lo que conseguiste —contestó Idaho— es estadísticas, el peldaño más ínfimo de información que existe. Envenenarán tu mente. Para mí no hay nada superior al sistema de sobreentendidos del querido Hornero K. M. Al parecer es algo así como un traficante en vinos, Su brindis habitual es “nada, nada, nada” y se diría que tiene mal carácter, pero lo mantiene tan bien lubricado con bebidas alcohólicas que sus puntapiés más agresivos suenan como una invitación a tomar un trago. Pero esto es poesía —prosiguió Idaho— y miro con desprecio ese mamarracho tuyo que trata de inculcar sensatez con ayuda de centímetros y metros. Cuando llega el momento de explicar el instinto de la filosofía mediante el arte de la naturaleza, el bueno de Hornero K. M. derrota a tu hombre y sus perforaciones, hileras, parágrafos, medidas del pecho y promedio anual de precipitación pluvial.
Así era como Idaho y yo encarábamos el asunto. Día y noche nuestra única diversión consistía en estudiar nuestros respectivos textos. Sin duda alguna, esa tormenta nos proporcionó un espléndido bagaje de cono cimientos. Cuando se derritió la nieve, si usted súbitamente me hubiese encarado para preguntarme de sopetón, “Sanderson Pratt, ¿cuánto costaría por metro cuadrado cubrir un techo con chapas de zinc de veinte por veinte centímetros al precio de nueve dólares con cincuenta el cajón?”, le hubiese respondido con la misma velocidad a que se desplaza la luz a lo largo del mango de una pala a un promedio de trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Cuántos están en condiciones de hacerlo? Despierte en medio de la noche a cualquier individuo que conozca y pídale que responda en el acto cuántos huesos tiene el esqueleto humano, sin contar los dientes, o qué porcentaje de votos se necesita para que la Legislatura de Nebraska anule un veto. ¿Cuál será la respuesta del susodicho individuo? Haga la prueba y verifíquelo.
Ignoro qué beneficios extrajo Idaho de su poesía. Ala baba al vendedor de vino cada vez que abría la boca, pero yo no estaba nada convencido.
A través de lo que se desprendía del libreto, vía Idaho, llegué a la conclusión de que ese tal Hornero K. M. era bastante parecido a un perro que observa la vida como si fuera una lata atada a su cola. Después de haber corrido y corrido hasta quedar medio muerto, el perro se sienta, saca la lengua, mira la lata y dice:
—Bien, como no podemos librarnos del jarro, vamos a llenarlo en la taberna y que todos tomen un trago a mi salud.
Además, parece que este tal Hornero K. M. era persa, y nunca tuve noticias de que Persia produjera nada digno de tenerse en cuenta, con excepción de alfombras turcas y gatos malteses.
Aquella primavera Idaho y yo obtuvimos mena de primera calidad. Teníamos por costumbre vender rápido y seguir viaje. Entregamos la mena a nuestro proveedor de comestibles a cambio de ochocientos dólares por cabeza. Luego nos encaminamos a toda velocidad a esta pequeña urbe, Rosa, ubicada junto al Río Salmón para descansar, ingerir alimentos dignos de un ser humano y hacernos podar los bigotes.
Rosa no era un campamento minero. Se erguía en el valle y se hallaba tan libre de estrépito y pestilencia como cualquiera de las poblaciones rurales de la campiña. Había una línea de tranvías que recorría unos tres kilómetros y mordisqueaba los alrededores. Idaho y yo pasamos una semana yendo y viniendo en uno de los vehículos; por la noche nos dejábamos caer en el hotel Sol del Ocaso. Como en ese momento contábamos con sólidas lecturas y además habíamos viajado mucho, muy pronto alternamos pro re nata con la mejor sociedad de Rosa, y fuimos invitados a las recepciones más elegantes y de mayor jerarquía. Idaho y yo conocimos a la esposa del difunto D. Ormond Sampson, la reina de la sociedad roseña, en un recital de piano seguido por un concurso de comedores de codornices que tuvo lugar en el Salón Municipal a beneficio del cuerpo de bomberos.
La señora Sampson era viuda y poseía la única casa de dos pisos que había en la ciudad; el edificio estaba pintado de amarillo y desde cualquier sitio que se mi rara podía vérselo con tanta claridad como una jirafa navegando sobre un témpano. Además de Idaho y yo mismo, en Rosa había veintidós individuos que estaban intentando reivindicar derechos sobre esa casa amarilla.
Después de que las partituras musicales y los huesos de codorniz fueron barridos del Salón Municipal, se dio comienzo al baile. Veintitrés del tropel se lanzaron a toda carrera a solicitar una pieza a la señora Sampson. Por mi parte, pasé por alto las actividades coreo gráficas y le pedí autorización para acompañarla a su casa. Entonces fue cuando me anoté un punto a mi favor.
Mientras recorríamos el trayecto, me dijo:
—¿No le parece, señor Pratt, que esta noche las estrellas son hermosas y resplandecientes?
—Gracias a la oportunidad que han conseguido, se están esforzando de una manera muy digna de elogio.
Esa grande que ve allí está a una distancia de cien billones de kilómetros. Su luz tarda treinta y seis unos en llegar hasta nosotros. Con un telescopio de dieciocho pies puede observar cuarenta y tres millones de estrellas, incluyendo las de decimotercera magnitud; si una de ellas se extinguiera en este preciso momento usted seguiría viéndola doscientos setenta años.
—¡Caramba! —dijo la señora Sampson—. Nunca tuve noticias de tales cosas. ¡Qué templada está la noche! Advierto que estoy tan transpirada como cual quiera puede estarlo después de haber bailado tanto.
—Eso es fácil de explicar —respondí— cuando uno está enterado de que tiene dos millones de glándulas sudoríparas funcionando al mismo tiempo. Si todos sus conductos respiratorios, cada uno de los cuales mide unos seis milímetros, fueran colocados uno a continuación del otro, cubrirían una distancia de siete kilómetros.
—¡Caramba! —exclamó nuevamente la señora Sampson—. Se diría, señor Pratt, que está describiendo un canal de riego. ¿Cómo adquirió tantos conocimientos e informaciones?
—Gracias a la simple observación —repliqué— Mantengo los ojos bien abiertos cuando recorro el mundo.
—Señor Pratt —aseguró ella—, un hombre instruido siempre despertó mi admiración. Hay tan pocos eruditos entre los individuos necios y de cortos alcances de esta ciudad que resulta un verdadero placer platicar con un caballero culto. Me sentiré encantada si usted me visita cada vez que le sea grato.
Y de ese modo conquisté la benevolencia de la dama que habitaba la casa amarilla. Todos los martes y viernes por la noche iba a visitarla y le hablaba sobre las maravillas del universo tal como han sido descubiertas, tabuladas y recogidas en la naturaleza misma por Herkimer. Idaho y los restantes advenedizos de la ciudad se apropiaban de todos los minutos que podían del resto de la semana.
Nunca se me ocurrió que Idaho estuviera tratando de conquistar a la dama ateniéndose a las pautas de galanteo propuestas por el bueno de Hornero K. M., hasta que una tarde, cuando me encaminaba a ofrecer a la señora Sampson un canastillo de ciruelas silvestres, la encontré mientras ella avanzaba por la senda que conducía a su casa. Sus ojos relampagueaban de cólera y su sombrero se inclinaba peligrosamente sobre un ojo.
—Señor Pratt —prorrumpió—, según creo este tal señor Green es amigo suyo.
—Desde hace nueve años —dije.
—Ponga fin a esa amistad. ¡No es un caballero!
—Bueno, señora —sostuve—, no se olvide de que el señor Green es un simple montañícola ornamentado con todas las escabrosidades y defectos propios de un manirroto y un mentiroso, pero yo nunca, ni siquiera en las oportunidades más trascendentales, tuve el valor de negar que fuese un caballero. Es posible que en lo concerniente a sus camisas y al sentido de la altivez y de los buenos modales Idaho ofenda la mirada, pero he descubierto, señora Sampson, que en su fuero íntimo es impermeable a las manifestaciones más indiscretas del delito y de la obesidad. Después de nueve años pasados en compañía de Idaho, señora Sampson —concluí mi argumento—, me repugnaría acusarlo y me repugnaría comprobar que lo acusan.
—Es sumamente plausible de parte suya, señor Pratt —dijo la señora Sampson—, que se obnubile en defensa de su amigo, pero eso no modifica el hecho de que me ha formulado propuestas tan impertinentes como para vilipendiar el enardecimiento de quien se considera una dama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡El bueno de Idaho procedió así! Antes lo hubiese creído de mí mismo. Con excepción de una sola cosa, nunca me enteré de nada que lo convirtiera en culpable de vituperio: la responsable fue una nevisca. En aquella oportunidad, cuando estábamos bloqueados por la nieve en las montañas, Idaho fue presa de una suerte de poesía espuria y procaz que quizá haya corrompido su comportamiento. —Efectivamente —confirmó la señora Sampson—; desde el momento mismo en que lo conocí me ha estado recitando un montón de poemas irreverentes compuestos por una persona a quien él llama Rubia Yat y que no es mejor de lo que debiera, si se tiene en cuenta la clase de poesía que escribe.
—Entonces Idaho ha conseguido un nuevo libro, porque el que tenía era de un individuo que usaba el nom de plume Hornero K. M.
—Hubiera sido preferible que se aferrara a él —dijo la señora Sampson—, sea quien fuere. En la actualidad ha llegado al colmo. Me envió un ramo de flores acompañado por una esquela. Bien, señor Pratt, usted es capaz de reconocer a una dama cuando la ve y además no ignora qué lugar ocupo en la sociedad de Rosa. ¿Cree por un instante que me internaría en los bosaues en compañía de un hombre con un jarro de vino y una hogaza de pan y que andaría brincando y cantando bajo el follaje con él? En las comidas tomo un poco de clarete, es cierto, pero no tengo por costumbre irme con un jarro de clarete a los matorrales y armar un alboroto infernal de esa índole. Y, por supuesto, el señor Green habría llevado consigo su libro de versos. Así lo dice en la esquela. ¡Que se vaya solo a hacer esas escandalosas francachelas! ¡O que invite a su querida Rubia Yat! Tengo la seguridad de que no protestaría, a menos que fuese para quejarse de que hay demasiado pan. Bien, señor Pratt, ¿qué opina de su caballeresco amigo?
—Bueno —respondí—, es posible que esa invitación de Idaho sea algo así como una poesía y que no se propusiese agraviarla. Acaso pertenece a la clase de composiciones que llaman alegóricas. Ofenden a la ley y al orden, pero pueden exhibirse públicamente en los puestos donde se venden periódicos con el argumento de que significan algo que no está explícito. Me sentiría muy feliz, en consideración a Idaho, si usted pasara por alto este asunto —dije—. Y ahora erradiquemos nuestras mentes de las inferiores regiones de la poesía para ascender a los planos más elevados de los hechos y de la imaginación. En una tarde tan hermosa como ésta, señora Sampson, debemos procurar que nuestros pensamientos se desenvuelvan concomitantemente. Aunque aquí el tiempo está templado, nos es preciso recordar que en la línea ecuatorial la zona de hielos perpetuos se halla a una altura de unos cinco mil metros. Entre las altitudes de 40 y 49 grados, ese nivel debe ubicarse entre mil quinientos y tres mil metros, aproximadamente.
—¡Oh, señor Pratt —exclamó la señora Sampson—, es tan gratificante escucharlo exponer esos hermosos hechos después de haber recibido una conmoción tan grande por culpa de la poesía de esa descarada rubia!
—Sentémonos en este tronco a la vera del camino —invité— y olvidemos la inhumanidad y la desvergüenza de los poetas. La belleza debe buscarse en las gloriosas columnas de hechos establecidos y de medidas legalizadas. En este tronco en el cual estamos sentados, señora Sampson, las estadísticas son más maravillosas que cualquier poema. Sus anillos permiten de terminar que tiene sesenta años de edad. A una profundidad de unos setecientos metros se convertiría en carbón en un lapso de tres mil años. La mina de carbón más profunda del mundo se halla en Killingworth, cerca de Newcastle. Un cajón de un metro treinta de longitud, un metro de ancho y ochenta centímetros de profundidad puede contener una tonelada de carbón. Si se corta una arteria, aplique un torniquete más arriba de la herida. La pierna de un hombre tiene treinta huesos. La Torre de Londres se incendió en 1841.
—Prosiga, señor Pratt —reclamó la señora Sampson—. ¡Sus ideas son tan originales y consuelan tanto! Creo que las estadísticas son exactamente tan encantadoras como deben ser.
Pero hasta dos semanas más tarde no obtuve todo lo que Herkimer me tenía reservado.
Una noche me desperté al escuchar que la gente gritaba “¡Fuego!” desaforadamente. Salté de la cama, me vestí y salí del hotel para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que se trataba de la casa de la señora Sampson proferí una especie de aullido y llegué allí en dos minutos.
La planta baja íntegra era presa de las llamas y toda la población masculina, femenina y canina de Rosa es taba en el lugar chillando, ladrando y poniéndose en el camino de los bomberos. Lo vi a Idaho tratando de desprenderse de seis bomberos que lo sujetaban. Le decían que toda la planta baja estaba ardiendo y que nadie podía entrar y luego salir con vida.
—¿Dónde está la señora Sampson? —pregunté.
—No se la ha visto —replicó uno de los bomberos—. Duerme arriba. Tratamos de entrar pero no podemos y nuestra dotación todavía carece de escaleras.
Me acerqué rápidamente a la luz que emanaba del inmenso fuego y extraje el Manual de un bolsillo interior. Emití algo parecido a una risa cuando mis manos entraron en contacto con el volumen; admito que es taba un tanto fuera de mí a causa de la excitación.
—¡Rápido, querido y viejo amigo! —le dije al Manual mientras daba vuelta febrilmente sus páginas—, hasta ahora jamás me has mentido y nunca me dejaste abandonado en un atolladero. ¡Dime qué tengo que hacer, viejo amigo! ¡Dímelo!
Llegué a la sección “Qué hacer en caso de accidentes” en la página 117. Recorrí las líneas con el dedo y encontré lo que necesitaba. ¡El bueno y viejo Herkimer jamás pasaba nada por alto! Estas eran las instrucciones:
Sofocación provocada por inhalar humo o gas. No hay nada mejor que la linaza. Coloque unas pocas semillas en el ángulo externo del ojo.
Guardé el Manual en el bolsillo y atrapé a un muchachito que pasaba corriendo.
—Toma —le dije al tiempo que le entregaba dinero—, ve a toda carrera a la botica y tráeme un dólar de linaza. Apresúrate y cuando estés de regreso habrá otro dólar para ti. ¡La señora Sampson —proclamé a continuación ante la multitud allí congregada— muy pronto estará con nosotros!
Acto seguido me desembaracé de mi saco y de mi sombrero.
Cuatro individuos, entre bomberos y simples ciudadanos, me sujetaron. Sostenían que penetrar en la casa significaba una muerte segura porque los pisos estaban empezando a desmoronarse.
—¿Cómo diablos suponen que puedo colocar linaza en un ojo sin tener ese ojo a mi disposición? —grité, riendo un poco, aunque sin sentirme demasiado seguro.
Clavé cada uno de mis codos en la cara de un bombero, propiné un puntapié en la canilla a uno de los ciudadanos y derribé a otro con un revés. De inmediato me introduje precipitadamente en el edificio. Si me muero primero, le escribiré una carta y le diré si allá abajo se está mucho peor que dentro de esa casa amarilla; pero todavía no lo crea. Yo estaba mucho más cocido que el pollo hervido que se consigue en los restaurantes cuando uno pide que se lo sirvan lo más rápido posible. El fuego y el humo me derribaron dos veces y ya estaba a punto de cubrir de vergüenza a Herkimer cuando los bomberos acudieron en mi ayuda con su chorrito de agua y así conseguí llegar a la habitación de la señora Sampson. Se había desmayado por efectos del humo; la envolví en las ropas de cama y me la coloqué sobre el hombro. Bien, los pisos no estaban en tal mal estado como se decía porque en caso contrario jamás podría haber hecho lo que hice. La transporté hasta una distancia de unos cincuenta metros de la casa y la deposité sobre el pasto. Entonces, por supuesto, todos y cada uno de los otros veintidós que suspiraban por la mano de la dama se apiñaron alrededor munidos de recipientes de hojalata llenos de agua, dispuestos a revivirla. En ese momento llegó a la carrera el muchachito con la linaza.
Quité las mantas que cubrían la cabeza de la señora Sampson. Abrió los ojos y dijo: —¿Es usted, señor Pratt?
—Ssssss —fue mi respuesta—. No hable hasta que le haya aplicado la medicina.
Le rodee el cuello con un brazo y le levanté la cabeza suavemente mientras con la mano que me que daba libre rompía el paquete de linaza. Entonces, me incliné sobre ella y, con tanta destreza como me fue posible, le introduje tres o cuatro semillas de lino en el ángulo externo del ojo.
Para ese entonces llegó al galope el médico del pueblo, dio un resoplido, tomó el pulso a la señora Sampson y quiso saber qué cosa malditamente disparatada estaba haciendo yo.
—Bueno, esto es jalapa y semillas de roble de Jerusalén —le informé—. No poseo título habilitante, pero de todos modos pongo a su disposición la autoridad en la cual me fundamento.
Me alcanzaron el saco y extraje el Manual.
—Mire en la página 117 —aclaré— donde se in forma cuál es el remedio para la sofocación provocada por humo o por gas. Linaza en el ángulo externo del ojo, explica. Ignoro si actúa de modo tal que elimina el humo o si hace entrar en acción el complejo nervioso hipopótamo gástrico, pero Herkimer lo aconseja, y a mí me llamaron primero para atender este caso. Si usted desea que hagamos una consulta, no tengo ninguna objeción.
El viejo médico tomó el libro y lo miró con ayuda de sus anteojos y de la linterna de un bombero.
—Bien, señor Pratt —afirmó—, evidentemente usted se equivocó de párrafo el hacer su diagnóstico. La receta para la sofocación es ésta: “Sacar al paciente al aire libre lo más pronto posible y colocarlo en una posición reclinada”. La linaza es el remedio aconsejado para “Polvo y cenizas en el ojo” y está en el párrafo de arriba. Pero, después de todo…
—Escuchen —interrumpió la señora Sampson—, creo que tengo algo que decir en esta consulta. Esa linaza me mejoró mucho más que cualquier otra medicina que haya usado jamás.
Levantó la cabeza, volvió a apoyarla en mi brazo y dijo:
—Ponme un poco en el otro ojo, querido Sandy.
Por lo tanto, si mañana o cualquier otro día usted hace un alto en Rosa, verá una casa amarilla nueva y hermosa y a la señora Pratt —anteriormente conocida como señora Sampson— embelleciéndola y ornamentándola. Y si usted penetra en esta morada, advertirá sobre la mesa recubierta de mármol que se halla en el centro de la sala el Manual de Herkimer sobre Información Indispensable, recién encuadernado en tafilete rojo y listo para ser consultado sobre cualquier asunto concerniente a la felicidad y a la sabiduría humanas.


O. Henry
O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.


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