Tiempo y memoria, Conferencia pronunciada en la Universidad de Córdoba,
1991 por
Olga Orozco
Me pidieron que hablara de algún tema recurrente en mi
obra, especialmente en La oscuridad es otro sol. Hablaré entonces del tiempo y
la memoria, que si bien no surgen como el tema de la obra, son dos presencias
constantes y dos fundamentos de mi escritura, y tal vez estas anotaciones
expliquen muchos nudos, muchas interrogaciones, muchos retornos que se
presentan en ella con insistencia, aunque con distintas máscaras. No voy a
intentar una definición del tiempo. Me sucede lo que a San Agustín: cuando me preguntan
qué es no lo sé, y cuando no me lo preguntan lo sé. Tampoco voy a recorrer las
diferentes teorías que existen acerca de su fugitivo y perverso comportamiento.
Correría el riesgo de quedar aprisionada en algún laberinto científico o de
atragantarme con alguna fórmula insoluble. Literariamente, por otra parte,
tendría que recurrir a ríos que corren y se secan, a ángeles vengadores que
aparecen a la hora exacta del exterminio, a pájaros que transportan la
inmensidad debajo de sus alas y a amores invencibles hasta la transparencia,
como corresponde a la buena y a la mala retórica. De tal modo, me reduciré a
ampararme en la eternidad, único lugar venturoso para contemplar las horas y
los siglos, porque la eternidad es mortal para el tiempo, como el ajo para los
vampiros, la risa para los monstruos y la mañana para los fantasmas. Los
disuelven, los pulverizan, o los mantienen a distancia. Desde allí, desde ese
bienaventurado refugio, puedo decir que no me interesa saber si el tiempo es
una forma del pensamiento, o un aspecto de la realidad hecha duración, o una
entidad mensurable junto con el espacio. Ni siquiera voy a recurrir a la
precaria solución de que el tiempo es un monarca en el territorio de las
sensaciones. No sé si es una red infinita que me envuelve en sus múltiples
direcciones o si es solo unidimensional, o si corre únicamente desde el pasado
hacia el futuro porque ése es el limitado, fatal trayecto de la conciencia. Si
bien a veces, visto desde el momento, sentimos el tiempo como un presente que
no tiene pasado ni futuro; y otras, desde la continuidad, como una cuerda que
corre y se enrolla solamente en el pasado o como una tromba que nos aspira por
completo hacia el porvenir, basta optar para que esta división se vacíe de todo
sentido y la cabeza se convierta en un mudo suspenso o en un estruendoso
remolino. Kierkegaard dice que el momento designa lo presente como aquello que
no tiene pasado ni futuro y que en esto radica la imperfección de la vida
sensible, y agrega que lo eterno designa también lo presente en una permanencia
sin ningún pasado y sin ningún futuro y que ésta es la perfección de lo eterno.
Es decir, dos presentes, sin más, un presente continuamente renovado en el
mundo de lo pasajero y un presente incesante en el mundo de la perduración, el
uno precario como la vida, y el otro privilegiado como la eternidad. Tal es el
cumplimiento del presente en la tierra y en el cielo. Pero no es ése el tiempo
que yo elijo ahora y aquí: no el puro presente, porque cabalgar en ese presente
desbocado es establecer una carrera perdida, es precipitarse hacia la muerte
con los ojos cerrados, es pasar de latido en latido entre dos nadas. A mí lo
que me importa es que el tiempo fluya en todas direcciones, que pase, que se
acumule hacia atrás y que vuelva transformado y dinámico, y también que el
otro, el que está adelante, me salga al encuentro antes de llegar; es decir, me
importa uno como retorno en movimiento y el otro como anticipación que llega
del porvenir en forma de asombroso emisario, llámese a esto momentáneamente
intuición o presentimiento. También está el tiempo condicional, donde continúa
desarrollándose lo no cumplido: ese deseo, esa vehemencia o ese temor que
tomaron un desvío, una varilla desechada en el gran abanico del visible
destino, y que muchos consideran enterrados bajo la lápida del alivio o de la
frustración, transformados en humo o en polvo inconsistente, cuando en realidad
ese deseo, esa vehemencia o ese temor han seguido proliferando en inmensas
fundaciones, en inmensas malezas transparentes que nos asisten o persiguen.
Así, aunque no tenga todos los tiempos bajo la mirada, como Dios, que
contemplara desde la cumbre y hacia abajo las circunvoluciones, los rodeos, los
atajos, las interrupciones y los ramales de todos los caminos a la vez, puede
advertirse que no soy una observadora fijada en un lugar por un paralizante
entomólogo, alguien que trata de fijar, como otro entomólogo, el fugaz instante
actual, la tentadora mariposa que siempre se escurre dejando un polvillo entre
los dedos, y que siempre resulta ilusoria, porque acaba de escaparse, porque ya
está tan distante como las estrellas extinguidas. No, no soy alguien que se
enfrenta desde un presente obligatorio al depósito rígido del pasado y al muro
indescifrable del porvenir, por más que no sepa si el tiempo pasa por mí o si
yo paso por el tiempo, si lo traje al nacer como una semilla venenosa o me echa
su aliento corrosivo desde afuera.
Como en los sueños, en la creación soy el escenario
activo por donde el tiempo circula hacia ambas direcciones, sin limitaciones,
sin fronteras, como en los sueños, no es sorprendente que me encuentre con
pertenencias del pasado y del futuro, unas reconocibles por sus semejanzas, y
las otras posibles, a veces probables, a través de una posterior comprobación,
como aquellas que realizó minuciosamente en sus experimentos J.W. Dunne, tan
frecuentado por Borges, y que consignó con la misma prolijidad en su
libro" Un experimento con el tiempo". Tampoco es raro que el
entrecruzamiento de ambos tiempos sea tan veloz que produzca la sensación de lo
deja vú, ese desconcierto en la dirección como el de un tren en plena marcha
que se cruza con otro detenido. También es habitual, diría rutinaria, la
sensación de que el tiempo se ha contraído o dilatado. Larguísimas horas de
alegría se repliegan hasta caber en un dedal (Ah, las fugaces dichas) y dolores
muy breves se estiran en recorrido ilimitado ("Como el movimiento en el
círculo, así es la pena en el infierno", dice Raimundo Lullio). Y no es
ocioso agregar aquí que por alto prestigio de la ausencia "todos los
paraísos son perdidos" y crecen a medida que se alejan. Tales alteraciones
tan extrañas del tiempo abundan en la literatura aun más allá del común
desfasaje entre el tiempo cronológico y el psicológico. Así RipVan Winkle, en
el cuento de Washington Irving, duerme una noche que son veinte años, y en el
cuento español del Deán de Santiago y Don Illán pasa toda una vida mientras se
cocinan unas perdices. Cioran dice que la principal aventura del hombre es la
de violentar el tiempo. Y de eso se trata: de forzar el tiempo hasta su mayor
resistencia, de luchar contrala muerte. Yo trato en lo posible de transgredir
la sucesión lineal, el común ordenamiento, se barajan las distintas etapas.
Siento que cada tiempo incluye todos los otros, un poco como dice Eliot en los
Cuatro cuartetos:
"Tiempo presente, tiempo pasado
ambos son quizá presente en el tiempo futuro,
y el tiempo futuro está contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo está contenido en el tiempo presente
todo tiempo es irreductible.
En mi comienzo esta mi fin."
De modo que así como el presente influye en el porvenir,
el porvenir influye en el presente y corrige el pasado: no sólo soy por lo que
fui, sino que soy y fui por lo que seré. Esta acción incesante, circular, hace
de la memoria misma un instrumento activo contra el tiempo, desbaratando su
tiranía, haciendo que la repetición convierta lo que parecería una
clarividencia en una lectura del pasado, invirtiendo la relación entre causa y
efecto; y justamente Roa Bastos en Vigilia del Almirante dice que el universo
es infinito porque es circular y que solo avanzando hacia atrás se puede llegar
al futuro por su esfericidad. Y Stephen Hawking en Historia del tiempo hace
especulaciones acerca de un posible cambio en la dirección del tiempo, de
acuerdo con este sentido inverso podríamos ver los trozos de un vaso roto
esparcidos por el suelo y advertir que los pedazos se reúnen repentinamente y
saltan hacia arriba recomponiendo el vaso entero sobre una mesa pues ¿qué
memoria es ésa que sólo recuerda hacia atrás? Y así también dice la Reina
Blanca en Alicia a través del espejo de Lewis Carroll, mientras rebobina
vertiginosamente el tiempo y lo desanda, de modo que primero grita, después le
sangra el dedo y en seguida se clava el alfiler,
origen de su grito en una sucesión causal. Podríamos
hacer entonces que el agua derramada entrara de nuevo en el cuenco, que se
reabsorbieran las lágrimas, que los muertos resucitaran, que las puertas
cerradas volvieran a abrirse. ¿No es ésa una verdadera memoria hacia adelante?
Entonces podríamos responderle a la Reina Blanca que la memoria es una
actualidad de mil caras y que cada cara recubre la memoria de otras mil caras y
que el pasado estampa a veces sus huellas infantiles en los muros agrietados
del porvenir. Con la abolición del tiempo irreversible, la angustia por la
caducidad de las cosas, por un presente que continuamente deja de ser, y todos
los juegos son posibles. Los de Wells, con su fabulosa máquina del tiempo; los
de Horn, con su periódico de mañana; los de Supervielle, con su niña recordada
y proyectada en alta mar por la nostalgia de su padre; los de Priestley, con
sus sorpresivas intrusiones del pasado y del porvenir; los de Beerbohm, con sus
visitas al futuro; los de Borges, hechos de múltiples combinaciones, hasta la
más sencilla, la que convierte en actuales todos los momentos, la de aquel
memorioso Funes que archivaba los días, que sabía hasta las formas de las nubes
y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española
que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó
en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.
Yo no tengo archivos mentales como el de Funes, ni
recuerdo días en los que no me sucedió ni me impresionó algo. Tengo en su lugar
viveros o almácigos que perduran, proliferan y se multiplican conmigo, como si
tuvieran su propio instinto de conservación. Esa memoria cuya acción es
incesante y circular es la que elijo, no es entonces esa melancólica añoranza
de brazos caídos que llamamos nostalgia, sino una memoria viviente y ávida, que
se encarna y reencarna para descubrir, para perseguir significaciones como por
primera vez. Mis recuerdos no son ausencias que vuelven a ser presencias, como
una sombra calcada, como una proyección incesante, pero inmóvil, semejante a la
de la linterna mágica o a la de esas fotografías de las que habla Roland
Barthes en La cámara lúcida y que son como intrusiones de la muerte en una
realidad efervescente ""Todos esos fotógrafos que se agitan a la
captura de la realidad no saben que son agentes de la muerte", dice. Y
efectivamente, la persona que posó, que fue sorprendida, solemne, tímida o
desenvuelta, pero siempre indefensa, enfrentó el oscuro ojo de la mira y el
disparador, como en un fusilamiento. El resultado es un cuerpo inerte, una
proyección remota, un rígido testigo de otro mundo incrustado en éste, viviente
y agitado, una presencia ausente, al igual que la de todos los objetos, por
otra parte, a menos que se sea animista y se los vea no imparciales, sino
cargados de intención, de simpatía, de rechazos, de vigilancia, trascendidos
por su contorno del momento. Pero en la fotografía, como en el recuerdo
inmóvil, no hay contornos. Hay un marco que no permite un más allá, hay un
trozo recortado de lo que ya fue... Pero en cambio aquí frente a mi memoria,
soy yo misma el campo de las imágenes que proyecto y que contamino con mi
tiempo, con mis acaeceres, con mis dichas y mis desdichas, mis luces y mis oscuridades.
Se dice, tal vez sea una creencia supersticiosa, que la repetición exacta de la
atmósfera, de unas condiciones especiales que se dieron una vez, pueden
provocar la reaparición de una imagen o de un hecho que fueron particularmente
intensos, particularmente significativos. Así la María Celeste podría verse
intacta ciertos días, como antes de su naufragio; el Holandés Errante deambula
por los mares dispuesto a reanudar su pacto con Satán para cruzar el Cabo de
Buena Esperanza, y en Maratón los atenienses se levantan de sus tumbas y
prosiguen su lucha entre el relincho de los caballos. Tal vez, sin
proponérmelo, yo recreo en mí la atmósfera necesaria pare que se produzca la
repetición incesante, sólo que retocada, contagiada por lo ya vivido. Tal vez tenga
que ver con esta visión abierta y misteriosa de todos los tiempos el hecho de
que nací en La Pampa. La Pampa, ese paisaje al que alguien llamó
"distancia detenida, tiempo sin aventura, vasta prisión sin rejas",
cuando en realidad "pampa" quiere decir "espacio"". Y
tal vez sea este espacio el que yo llevo en mi interior y en el que se producen
como en una pantalla animada y particular mis proyecciones; este espacio donde
todo corre libremente, sin que nada se oponga, sin barreras ni murallas para el
tiempo ni las filtraciones de otras zonas de la realidad que aparecen de pronto
y fundan espejismos en las nubes. La pampa es un espacio donde nada se pierde,
donde todo se destaca. En la llana soledad, cada pequeño hueso, cada mata, cada
piedrecita, pueden adquirir de pronto un relieve inusitado, insensato; se ponen
a existir con una intensidad tal que hasta te llaman, como esas plantas que
adelantan su aroma antes de que se las riegue para que no se las olvide:
"Llévame, llévame en tu recuerdo" parece decir el pájaro, la
lagartija, el viento, y yo los he recogido. He hecho de toda mi vida una
prolongación vertiginosa de ese espacio en movimiento que es la pampa, y he
instalado allí uno por uno esos elementos dignos de ser elegidos para siempre;
les he sacado brillo como a las más prodigiosas de las apariciones. De ese
espacio recibí, hace ya muchos años, mis primeras lecciones de abismo y de
absoluto. En Toay está la casa donde nací, en un lugar que era tan sólo
oscuridades y malezas, cerrazones y misterios, y que ahora es un paisaje
prolijo, recortado, geométrico. Mi casa está muy lejos y muy cerca. Sé lo que
significa en mi emoción volver a sentarme en aquella galería, oír el chirrido
monótono del molino que ya no está y ver pasar las sombras y el color de las horas.
Esa casa es la única sobreviviente familiar que me queda, de todos los que me
antecedieron. Allí estaba cuando nací y tal vez esté allí cuando me vaya.
Siempre la sentí como un refugio: me amparaba en mis miedos y en mis angustias.
Y bien, en esa casa empecé a escribir cuando sólo sabía hablar, jugando con las
palabras, relacionándolas por sus sonidos y sus posibles significados, sin duda
a través de impotencias, exaltaciones y asombros. Yo era una niñita tímida,
reconcentrada y temerosa, acosada por enigmas insolubles como lobos, y ahora
comprendo que nombrar el mundo a mi manera equivalía a poseerlo o a descubrir
en mi propia expresión un lugar permeable y comunicativo que me ayudaba a
abordar lo extraño, lo ajeno, lo Otro. Creo que supe desde muy temprano que la
forma no era el límite, que había prolongaciones invisibles. Y me dediqué a
interrogar las sucesivas realidades que hay detrás y que la incluyen,
naturalmente, y siempre recibí como respuesta una interrogación más. Por otra
parte, creo que eso es la poesía: la permanente interrogación. En cuanto a la
evolución a través de los años, si bien es evidente que el lenguaje se ha
ampliado y que el estado de alerta frente a cada paso del proceso creador se ha
ido exacerbando, mis intentos de aproximación a lo indecible se dirigen a los
mismos centros: la búsqueda de señales de otros planos de la realidad, la
apelación a la oculta o manifiesta presencia de Dios, los desplazamientos del
tiempo y las transfiguraciones de la memoria, la inmersión en el fondo de mí
misma hasta el extrañamiento, y muchas otras excavaciones en las experiencias
de conocimiento y de liberación. Hablé antes muy detalladamente acerca del
tiempo y de la memoria porque son dos constantes en mi escritura: transgredir
el tiempo no es sólo una aventura, es también esgrimir un arma contra su
fatalidad, una rebelión contra la muerte. En esta lucha -no importa la derrota-
la memoria es una infatigable aliada, pródiga en imaginación, en oportunidades
y en recursos. No es el pasado sino el futuro quien nos mata. Tal vez tenga
razón Proust: "Tal vez hasta la resurrección después de la muerte sea
concebida como un fenómeno de la memoria". Tal vez yo esté allí, dispuesta
a resucitar con todos mis huéspedes, mis recuerdos, tan desasosegada, tan lábil,
tan cambiante como aquellos médanos y aquellos cardos rusos y aquellos
espejismos viajeros, que aparecían, se
deslizaban, crecían y cambiaban de lugar en aquel mágico pueblo donde nací, en
plena pampa, donde la oscuridad es otro sol.
Olga Orozco
Conferencia pronunciada en la Universidad de Córdoba,
1991
Deslumbrante análisis de la doble herida que nos hace humanos: el tiempo y la memoria. Hace tiempo que no leía un texto tan revelador y tan preciso.
ResponderEliminar