24 de octubre de 2017

Descenso a los infiernos de la imaginación, Marco Denevi

 Descenso a los infiernos de la imaginación, Marco Denevi



Usted se comprometió a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a entregarlo, listo para su publi­cación en Quimeras, el lunes próximo. Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en blanco.
Oiga. ¿Por qué no se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí, aquello que les sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del tren que los llevaba a Bru­selas? No sé por qué usted siempre se negó a aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los ceniceros que se robó en los hoteles. Pero ¿para qué está la imaginación?
Chejov no necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite diálogos, más bien mucha introspección, mucho monólogo interior. Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos por recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a Bruselas, donde los espe­raban unos amigos. Ocuparon uno de esos compartimien­tos en los trenes europeos que parecen una diligencia del Far West metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que da a un pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted a su lado. En el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo varios minutos en una ciudad interme­dia, ya olvidó cuál, pongamos que era Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en el compartimiento y se sentó frente a ustedes pero del lado del pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró durante toda la media hora de reloj que el tren tardó en lle­gar a Bruselas.
Ahí está lo insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena. Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer sentado unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó sen­tado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mi­rada así, media hora de reloj es la eternidad.
Mientras tanto ustedes dos ¿qué hacían? Verena simu­laba contemplar el paisaje a través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la aparición del tercer pasajero. De lo que está seguro es de que Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra. Com­prendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted, se dedicó a vigilar a ese extraño indi­viduo. Primero pensó que era un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después, que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso, hacerle saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena era su mujer o su amante y que usted no iba a permitir que ni él ni nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro hiciera un movimiento raro. Sólo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció inmóvil, pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena), usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por delante del joven y salieron del compartimiento. En el andén los amigos les brindaron una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda al tren. En cambio usted, por encima de la cabeza de los demás, vio que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio cuerpo afuera y seguía mirando ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba a usted, pero. Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y pobres) materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor y, ade­más, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en Rusia y en la época del último zar? Una imitación de Chejov, por qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks, poetas nihilistas, grandes pasiones que arden bajo el hielo, etcétera, etcé­tera. ¿Le gusta? A las lectoras dé Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en la ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas figuras y las respectivas eda­des inspírese en la realidad, así no hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los cincuenta Y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los párpados encapotados. Está bien, está bien: en todo lo demás diferirán.
Fedora Fedorovna, por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado), sumisa, callada reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder. Eso chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov más delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto de Nicolás Nicolaievich, descríbalo melan­cólico. Usted no es melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es celoso). Pero no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca. Que se casó con él obli­gada por los padres, ávidos de casarla con un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no puede ser sino unilateral.
Bueno, todo esto de la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante. Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo de que su mujer, en cualquier momento, lo abandone, se vaya con otro que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor. Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no le hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol. Pero, si ella lo abando­nase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido. Alguna vez, borra­cho, se lo dio a entender. De modo que los lectores de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y la extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Pedora Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree, ¿Si había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco ni les interesa. Nadie se fija en esos detalles. Usted  escribe  que el tren atravesaba llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones puras, casi de adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idea­lista, nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sen­sual. Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho a la medida para seducir a una mujer como Federa Fedorovna. ¿Me comprende? Juventud, apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho sexo (recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero en un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se conocían.
¿Qué es lo que le da esa pista? El hecho de que el joven haya aparecido en la puerta del compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en camarote, y cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece y toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa sensación, a usted? Usted nunca lo había pensado. Lo pienso ahora. ¿Por qué ahora? Vamos, no sea fanta­sioso. ¿O se le contagió de golpe la suspicacia de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto ¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa de amis­tades y de parientes. A lo menos eso es lo que se supone que hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres luego de mantener largas reuniones con el editor y con el traductor, o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida para salir a comer en un restaurante o para presenciar una fundón de ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día? Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No podría ser inglés? Usted qué sabe,
Nicolás Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron, quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya y pase. Pero ¿cómo se explica una imprudencia así en Nico­lás Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por los celos, acosado por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella, en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando, cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad intermedia, digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo aguar­dando en otro vagón, en otro compartimiento desde que partieron de Varsovia (de Ostende). Sólo después que dejaron atrás la dudad de Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si usted la analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica: Fedora Fedo­rovna y el muchacho habían convenido que ella, durante el trayecto entre Varsovia y Grodno (entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le revelaría poco a poco la historia de sus amores con el muchacho. Luego des­cendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde también el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se puso a mirarla con aque­llos ojos hipnóticos. Era una manera de pedirle cuentas, de conminarla a que se decidiese, una forma de recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que lo cumpliese. ¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el proceder del joven belga (o inglés). No insinuó que Verena y el joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se arrepintió y que por eso él vino al cama­rote para rescatarla y llevársela con él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar algún motivo del extraño comportamiento del muchacho, hemos encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted recuerda que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren no había calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bél­gica era gris (como si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto). No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada rato echaba furtivas miradas al Pasillo, como si temiese que alguien se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted le dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros y nos arrui­nen el viaje en tren?". Ella no contestó. Todos estos detalles, en la mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna había estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven belga (o inglés, decididamente tenía fecha de inglés) entró en el camarote, Verena no habló más, no se movió más, se decidió a mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había dicho que la deprimía. Sí, ya hemos convenido en que se sentiría incómoda, furiosa o asustada. No era para menos. En cambio Nicolás Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se rehusa a mirar al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en sus brazos. Y entonces ocurriría una tragedia:
Nicolás Nicolaievich, extrayendo el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se suicidaría ahí mismo o los mata­ría a los dos. Por eso Fedora Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla, pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha arrepen­tido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el mudo mensaje: Vete —le grita Pedorovna al joven—, no nos veremos más. Y los ojos del muchacho le responden, también a los gritos: ¿"Por qué, por qué? ¿Prefieres seguir viviendo al lado de ese viejo?".
El resto del cuento se ajusta a la realidad: la llegada a San Petersburgo (a Bruselas), la breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas del convoy (Nico­laievich piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y mirando al marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos, que Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se suicida. ¿Demasiado melodramá­tico? No crea. Sería melodramático en otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué le ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su personaje, usted descu­bre ciertos indicios que entonces había pasado por alto y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el hotel de Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba cansada, porque extrañaba Bunos Aires, porque Bélgica era terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella, en el gélido palacio de su marido, recordando al muchacho del que se acababa de separar para siempre?
Claro que pronto Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en IcPque, si usted tiene alguna sos­pecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el menor comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir que no se percató de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y sin embargo se negó a apartar los ojos de la ventanilla? Usted tampoco le comentó nada. Por discre­ción. Para no revivir una escena que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo inconsciente, silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena hayan contado todo lo que les sucedió en Europa. Todo, menos la historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me haga reír. Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no esté tan seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres inteli­gentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdóme­nes hinchados y de musculaturas nacidas, se van detrás de un cuerpo duro y elástico que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El episodio del tren en Bélgica es un aviso. Más tarde o más temprano, Verena descenderá en una estción intermedia y usted continuará el viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás Nicolaievich a Fdora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que, finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verna lo leería. ¿Y cuál cree que sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel episodio, que no advierte, en el cuento, su soporte real? Confiéselo: cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al cuento, usted sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace bien: no escriba el cuento. Pero ¿quién lo salvará, de ahora en adelante, de sufrir los celos que marti­rizaron al infeliz Nicolás Nicolaievich?

Marco Denevi


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