El anciano terrible, H.P. Lovecraft
Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva
hacer una visita al Terrible Anciano.
El anciano vive solo en una casa muy antigua de la Calle
Walter cercana al mar, y se le conoce por ser un hombre fantásticamente rico, y
por tener una salud excesivamente delicada; lo cual constituye un atractivo
para hombres con la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su
profesión era el latrocinio.
Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas
acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las
atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi
absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún
rincón de su mohosa y venerable mansión. En verdad, es un ser muy extraño, que
al parecer fue capitán de barco en las Indias Orientales. Es tan decrépito que
nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos conocen su nombre
real.
Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su
vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes
rocas, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de
algún lóbrego templo asiático. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los
niños que disfrutan burlándose de su barba y cabello, largos y canosos, o
romper los cristales de pequeño marco de su vivienda con traviesos proyectiles.
Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso
que en ocasiones se acercan sigilosamente hasta la mansión, para escudriñar el
interior a través de las ventanas cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que
sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo, hay muchas botellas
extrañas, cada una de las cuales tiene en su interior un trozo de plomo
suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Anciano
Terrible dialoga con las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack,
Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre
que habla a una botella, el péndulo de plomo que lleva dentro emite unas
vibraciones precisas a modo de respuesta.
A quienes han visto al alto y enjuto Anciano Terrible en
una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero
Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport.
Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen
del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron
en el Anciano Terrible otra cosa que un viejo decrépito y prácticamente
indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su cayado, y cuyas escuálidas y
frágiles manos temblaban de modo lastimoso. A su manera, se compadecían mucho
del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había
perro que no ladrase con especial virulencia.
Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a
su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza
que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas
necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos
siglos atrás.
Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del
11 de abril para realizar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se
encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor
Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico
en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro
posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones
innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los
planes para una huida sin apuros.
Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se
pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier
malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron
en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y
aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se
veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en
qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas
supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la
lengua al Anciano Terrible para averiguar el escondite de su oro y plata, pues
los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En
cualquier caso, se trataba de alguien muy viejo y endeble, y ellos eran dos
personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el
arte de volver dóciles a los tercos, y los gritos de un débil y más que
venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la
única ventana alumbrada y escucharon cómo el Anciano Terrible hablaba en tono
infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron
con delicadeza en la descolorida puerta de roble.
La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se
agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la mansión
del Anciano Terrible en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo
normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la casa
momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho
a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de
mar? Presa de los angustia, observaba la estrecha puerta de roble en el alto
muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se
preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de
revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un
registro completo?
Al señor Czanek no le gustaba esperar a oscuras en
semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o
golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba
desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso picaporte, y vio cómo se
abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que
alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado
sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca.
Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo
sus compañeros, sino el Anciano Terrible que se apoyaba con aire tranquilo en
su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado
hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era
amarillos.
Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las
ciudades pequeñas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a
lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos
sin identificar, horriblemente mutilados (como si hubieran recibido múltiples
cuchilladas) y horriblemente triturados (como si hubieran sido objeto de las
pisadas de muchas botas despiadadas) que la marea depositó en tierra. Y algunos
hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró
en la Calle Ship, o de ciertos gritos inhumanos, posiblemente de algún animal
extraviado o de un pájaro ignoto, escuchados durante la noche por los vecinos
que no podían conciliar el sueño.
Pero el Anciano Terrible no prestaba la menor atención a
los rumores que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y
cuando uno es anciano y se tiene una salud delicada, la reserva es doblemente
marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de
cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada
juventud.
H.P Lovecraft
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