7 de marzo de 2017

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

—¿Y vos, Manuel, no pensás estudiar nada, vos?
Tu hermana ya se recibió en Ciencias del Hombre,
tu hermano es comunicador social.
—Yo quiero ser trabajador de la cultura, papá.
“Diálogos de Manuel con su padre”

El paso de los años cambia la manera de decir las cosas. El tema es ahora la temática; los problemas, la problemática; la vecinita que nos gustaba, el objeto del deseo. Aquella muchacha de los tiempos viejos, por quien en el viejo tango se formaba rueda pa’ verla bailar, hoy es sólo un triste objeto sexual, lo que antes tenía relación con algo hoy tiene que ver con la puesta en marcha de; estar triste es melancolizarse. Antes cualquiera podría haber pensado que un comunicador social era un chismoso de barrio (o del centro); podría haber pensado que toda ciencia es del hombre dado que ni las marmotas ni las musarañas ni los marsupiales se dedican a esas cosas. Pero lo más extraño es descubrir que un novelista, un poeta, un dramaturgo o un ensayista es un trabajador de la cultura.
De ahí que, en los famoso diálogos, Manuel, que ha sido siempre para su padre “ese muchacho difícil que hacía versitos y nunca ganaba un peso”, decía ser, como Homero y Dante, Sófocles y Ovidio, Catulo y Petrarca, un trabajador de la cultura.
Es sensato imaginar la zozobra y la perplejidad del padre de Manuel. Pero más sensato aún es imaginar la zozobra y la perplejidad de Antonin Artaud, Paul Verlaine, Jean Genet, Oscar Wilde o Macedonio Fernández si se hubieran enterado de que ellos eran trabajadores de la cultura. Más perplejo aún, Christopher Marlowe habría titubeado al darse cuenta de que había sido un trabajador de la cultura, antes de caer atravesado a puñaladas en una taberna de un suburbio de Londres, cuando trabajaba de espía. Pero sin duda el más perplejo de todos habría sido François Villon, vago y mal entretenido, haragán contumaz, prostibulario y ocioso, asesino y ladrón, dos veces condenado a la horca, y uno de los más grandes poetas de Francia.
  Ahora bien, es sabido que todo trabajador tiene su sindicato, que todo trabajador se jubila y que, llegado el caso, hace uso del derecho de huelga. Entonces, el candidato justo para secretario general del sindicato de los trabajadores de la cultura sería Hesíodo (Los trabajos y los días). Serían inevitables las luchas por el poder, los desentendimientos, las posiciones encontradas, los internismos salvajes. Cervantes (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) se creería con méritos suficientes para ocupar el cargo al igual que Ramón Pérez de Ayala (Los trabajos de Urbano y Simona). Shakespeare (Trabajo de amor perdidos) sería tildado de mariscal de la derrota) y Víctor Hugo (los trabajadores del mar) sería un infiltrado de otro sindicato, el marítimo, y Emilio Zola (Trabajo) sería, tal vez, acusado de tibieza.
Después vendría la jubilación. ¿Cómo será la vida de un trabajador de la cultura jubilado? ¿Saldrá a la puerta de su casa con una sillita baja, con pijama azul con alamares, en chancletas? ¿Llevará la pava y el mate y, mientras chupa la bombilla, mirará los invencibles ocasos y recordará sus años mozos, cuando escribía el soneto a Laura o el Ulises? Podemos imaginar la cena de despedida, el pergamino firmado por todos los amigos, la plaqueta recordatoria. Podemos imaginarlo, un mes después y ya con boina, jugando a las bochas una tarde amarilla de tabaco.
Y como siempre habría injusticias sociales, y Goethe, Bernard Shaw, Thomas Carlyle, Borges, que siguieron escribiendo después de los ochenta años, serían jubilados en contravención, y no ha de faltar algún truhán, algún felón, que los explotaría pagándoles en negro la mitad de sus haberes.
¿Cómo lo mirarían los demás trabajadores de la cultura a Rulfo, que escribió nada más que dos libros (bastante cortos) en su vida? Y a Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años ¿Sería tan cínico como para pedir el retiro voluntario? Bien mirados, jubilados con el máximo beneficio que otorga la caja de jubilados y pensionados, serían Paul Fort y Michael Drayton. Cuarenta volúmenes de baladas, el primero; quince mil dodecasílabos del Polyolbion, el segundo.
Consideremos las huelgas. Consideremos un “quite de colaboración” de Rubén Darío, o el “cese de actividades” de Bécquer, o el “trabajo a reglamento” de Homero Manzi. Un paro sorpresivo sería terrible, nos sumiría en la total orfandad, en el último desconcierto: “La princesa está. . . “ “Volverán las oscuras...” , “Malena canta el...”
No pocos trabajadores de la cultura serían tildados de reaccionarios, pequeño-burgueses, corruptos, cuando no de incurrir en “profundos bajones ideológicos”: Conrado Nalé Roxlo (“Música porque sí, música vana”); Guy de Maupassant (“Bola de sebo”); Pablo Neruda (“Estatuto del vino”); Raúl González Tuñón (“Toca la gaita, Domingo Ferreiro”); Oscar Wilde (“Todo arte es inútil”); Herbert Read (“Al diablo con la cultura”); Cesare Pavese (“Trabajar cansa”).
Creo que ocasionará un grave problema esta nueva denominación de “trabajadores de la cultura”. Porque, ¿cuándo trabaja un escritor? ¿Cuáles son sus lugares de trabajo, sus horarios, sus formas, sus maneras? Por lo general, escribe en noches interminables, en mañanas luminosas, en pensiones mal olientes, en salones perfumados, en la inconsciencia de la felicidad, en la lucidez de la desdicha, en la gloria de la salud, en los apremios de la agonía. Escribe en campos de concentración entre los renglones de un libro, en formularios de telegramas robados del correo, en servilletas de papel, en papeles de hilo, entre sábanas de hilo de Holanda, entre el barro y la muerte y el aire envenenado de las trincheras, en libros de contabilidad.
Si es cierto lo que aseguró Roberto Arlt que Dios o el diablo estaban junto a él dictándole inefables palabras, ni la proximidad de Dios ni la intromisión del diablo son mensurables en términos de salario ni pueden computarse en registros de asistencia.
Otra cosa a tener en cuenta son las palabras de Picasso: “Nadie le pide al pájaro que explique por qué canta”. Nadie, salvo la muerte, le exige a un poeta que se jubile.


Isidoro Blaisten

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