2 de marzo de 2017

La tradición del haikú, Octavio Paz

 La Tradición de Haikú, conferencia de Octavio Paz dictada el 22 de marzo de 1970 en Cambridge
 EN 1955 un amigo japonés, Eikichi Hayashiya, ante mi admiración por algunos de los poetas de su lengua, me propuso que, a pesar de mi ignorancia del idioma, emprendiésemos juntos la traducción de Oku no Hosomichi.
A principios de 1956 entregamos nuestra versión a la sección editorial de la Universidad Nacional de México y en abril del año siguiente apareció nuestro pequeño libro. Fue recibido con la acostumbrada indiferencia, a despecho de que, para avivar un poco la curiosidad de los críticos, habíamos subrayado en la Advertencia que nuestra traducción del famoso diario era la primera que se hacía a una lengua de Occidente. Ahora, trece años después, repetimos el gesto: la apuesta; no para ganar comentarios, Basho no los necesita, sino lectores. Aclaro: son los lectores, somos nosotros —atareados, excitados,
descoyuntados— los que ganamos con su lectura; su poesía es un verdadero calmante, aunque la suya sea una calma que no se parece ni al letargo de la droga ni a la modorra de la digestión. Calma alerta y que nos aligera: Oku no Hosomichi es un diario de viaje que es asi mismo una lección de desprendimiento. El proverbio europeo es falso; viajar no es “morir un poco” sino ejercitarse en el arte de despedirse para así, ya ligeros, aprender a recibir. Desprendimientos: aprendizajes.
Entre 1957 y 1970 han aparecido muchas traducciones de la obrita de Basho. Cuatro han llegado a mis ojos, tres en inglés y una en francés. Por cierto, cada una de ellas ofrece una versión diferente del título: The narrow road to the deep North;1 Back roads to far towns;2 La sente étroite du bout-du-monde;3 y The narrow road through the provinces.4 Tal diversidad de versiones me pone en la obligación de justificar la nuestra: Sendas de Oku. En tres de las traducciones que he citado aparece el adjetivo: estrecho; nosotros lo suprimimos por antipatía a la redundancia: todos los senderos son estrechos. Las versiones al inglés dan una idea más bien realista del viaje de Basho y de su punto de destino: norte remoto, pueblos lejanos, provincias; la traducción francesa, aunque más literal, se inclina hacia lo simbólico: fin de mundo. Nosotros preferimos la vía intermedia y pensamos que la palabra Oku, por ser extraña para el lector de nuestra lengua, podría quizá reflejar un poco la indeterminación del original. Oku quiere decir fondo o interior; en este caso designa a la distante región del norte, en el fondo del Japón, llamada Oou y escrita con dos caracteres, el primero de los cuales se lee Oku. El título evoca no sólo excursión a los confines del país, por caminos difíciles y poco frecuentados, sino también una peregrinación espiritual. Desde las primeras líneas Basho se presenta como un poeta anacoreta y medio monje; tanto él como su compañero de viaje, Sora, recorren los caminos vestidos con los hábitos de los peregrinos budistas;
su viaje es casi una iniciación y Sora, antes de ponerse en marcha, se afeita el cráneo como los bonzos. Peregrinación religiosa y viaje a los lugares célebres —paisajes,
templos, castillos, ruinas, curiosidades históricas y naturales— la expedición de Basho y de Sora es asimismo un ejercicio poético: cada uno de ellos escribe un diario sembrado de poemas y, en muchos de los lugares que visitan, los poetas locales los reciben y componen con ellos esos poemas colectivos llamados haikai no renga.
El número de traducciones de Oku no Hosomichi es un ejemplo más de la afición de los occidentales por el Oriente. En la historia de las pasiones de Occidente por las otras civilizaciones, hay dos momentos de fascinación ante el Japón, si olvidamos el “engouement” de los jesuitas en el siglo XVII y el de los filósofos en el XVIII: uno se inicia en Francia hacia fines del siglo pasado y, después de fecundar a varios pintores extraordinarios, culmina con el “imagism” de los poetas angloamericanos; otro comienza en los Estados Unidos unos años después de la segunda guerra mundial y aún no termina.
 El primer periodo fue ante todo estético; el encuentro entre la sensibilidad occidental y el arte japonés produjo varios obras notables, lo mismo en la esfera de la pintura —el ejemplo mayor es el impresionismo— que en la del lenguaje: Yeats, Pound, Claudel, Eluard. En el segundo periodo la tonalidad ha sido menos estética y más espiritual o moral; quiero decir: no sólo nos apasionan las formas artísticas japonesas sino las corrientes religiosas, filosóficas o intelectuales de que son expresión, en especial el budismo. La estética japonesa —mejor dicho: el abanico de visiones y estilos que nos ofrece esa tradición artística y poética— no ha cesado de intrigarnos y seducirnos pero nuestra perspectiva es distinta a la de las generaciones anteriores. Aunque todas las artes, de la poesía a la música y de la pintura a la arquitectura, se han beneficiado con esta nueva manera de acercarse a la cultura japonesa, creo que lo que todos buscamos en ellas es otro estilo de vida, otra visión del mundo y, también, del trasmundo.
La diversidad y aun oposición entre el punto de vista contemporáneo y el del primer cuarto de siglo no impide que un puente una a estos dos momentos: ni antes ni ahora el Japón ha sido para nosotros una escuela de doctrinas, sistemas o filosofías sino una sensibilidad. Lo contrario de la India: no nos ha enseñado a pensar sino a sentir. Cierto, en este caso no debemos reducir la palabra sentir al sentimiento o a la sensación; tampoco la segunda acepción del vocablo (dictamen, parecer) conviene enteramente a lo que quiero expresar. Es algo que está entre el pensamiento y la sensación, el sentimiento y la idea. Los japoneses usan la palabra kokoro: corazón. Pero ya en su tiempo José Juan Tablada5 advertía que era una traducción engañosa: “kokoro es más, es el corazón y la mente, la sensación y el pensamiento y las mismas entrañas, como si a los Japoneses no les bastase sentir con solo el corazón”. Las vacilaciones que experimentamos al intentar traducir ese término, la forma en que los dos sentidos, el afectivo y el intelectual, se funden en él sin fundirse completamente, como si estuviese en perpetuo vaivén entre uno y otro, constituye precisamente el sentido (los sentidos) de sentir.
 En un ensayo reciente Donald Keene señala que esta indeterminación es un rasgo constante del arte japonés e ilustra su afirmación con el conocido haikú de Basho:

La rama seca
Un cuervo
Otoño-anochecer.

El original no dice si sobre la rama se ha posado un cuervo o varios; por otra parte, la palabra anochecer puede referirse al fin de un día de otoño o a un anochecer a fines del otoño. Al lector le toca escoger entre las diversas posibilidades que le ofrece el texto pero, y esto es esencial, su decisión no puede ser arbitraria. La Capilla Sixtina, dice Keene, se presenta como algo acabado y perfecto: al reclamar nuestra admiración, nos mantiene a distancia; el jardín de Ryoanji, hecho a piedras irregulares sobre un espacio monocromo, nos invita a rehacerlo y nos abre las puertas de la participación. Poemas, cuadros: objetos verbales o visuales que simultáneamente se ofrecen a la contemplación y a la acción imaginativa del lector o del espectador. Se ha dicho que en el arte japonés hay una suerte de exageración de los valores estéticos que, con frecuencia, degenera en esa enfermedad de la imaginación y de los sentidos llamada “buen gusto”, un implacable gusto que colinda en un extremo con un rigor monótono y en el otro con un alambicamiento no menos aburrido. Lo contrario también es cierto y los poetas y pintores japoneses podrían decir con Yves Bonnefoy: la imperfección es la cima. Esa imperfección, como se ha visto, no es realmente imperfecta: es voluntario
inacabamiento. Su verdadero nombre es conciencia de la fragilidad y precariedad de la existencia, conciencia de aquel que se sabe suspendido entre un abismo y otro. El arte japonés, en sus momentos más tensos y transparentes, nos revela esos instantes —porque son sólo un instante— de equilibrio entre la vida y la muerte. Vivacidad: mortalidad.
El poema clásico japonés (tanka o waka) está compuesto de cinco versos divididos en dos estrofas, una de tres líneas y otra de dos: 3/2. La estructura dual del tanka dio origen al renga, sucesión de tankas escrita generalmente no por un poeta sino por varios: 3/2/3/2/3/2/3/2... A su vez el renga adoptó, a partir del siglo XVI, una modalidad ingeniosa, satírica y coloquial. Este género se llamó haikai no renga. El primer poema de la secuencia se llamaba hokku y cuando el renga haikai se dividió en unidades sueltas —siguiendo así la ley de separación, reunión y separación que parece regir a la poesía japonesa— la nueva unidad poética se llamó haikú, compuesto de haikai y de hoku. El cambio del renga tradicional, regido por una estética severa y aristocrática, al renga haikai, popular y humorístico, se debe ante todo a los poetas Arakida Moritake (1473-1549) y Yamazaki Sokán (1465-1553). 
 Un ejemplo del estilo rápido y hecho de contrastes de Moritake:
                                                                                                     
Noche de estío:
el sol alto despierto,
cierro los párpados.

Otro ejemplo de la vivacidad ingeniosa pero no exenta de afectación del nuevo estilo es este poemita de Sokán: Luna de estío: si le pones un mango,¡un abanico! A una japonesa le dijo Sokán:
El haikai de Sokán y Moritake opuso a la tradición cortesana y exquisita del renga un saludable horror a lo sublime y una peligrosa inclinación por la imagen ingeniosa y el retruécano. Además y sobre todo significó la aparición en la poesía japonesa de un elemento nuevo: el lenguaje de la ciudad. No el llamado “lenguaje popular” —vaga expresión con la que se pretende designar al lenguaje del campo, arcaico y tradicional— sino sencillamente el habla de la calle: el lenguaje de la burguesía urbana. Una revolución poética semejante, en este sentido, a las ocurridas en Occidente, primero en el periodo romántico y después en nuestros días. El habla del siglo, diría yo, para distinguirla de las hablas sin tiempo del campesino, el clérigo y el aristócrata. Irrupción del elemento histórico y, por tanto: crítico, en el lenguaje poético.
Matsunaga Teitoku (1571-1653) es otro eslabón de la cadena que lleva a Basho. Teitoku intentó regresar al lenguaje más convencionalmente poético y atemporal del antiguo renga pero sin abandonar la inclinación de sus antecesores por lo brillante. Más bien la exageró hasta una insolencia briosa:

Año del tigre:
niebla de primavera
¡también rayada!
con la luna blanca
te abanicarás,
con la luna blanca
a orillas del mar.

A pesar de que una de sus virtudes era la reticencia, en este caso Machado no resistió a la muy hispánica e hispanoamericana tendencia a la explicación y la reiteración. En su paráfrasis hades aparecido la sugestión, esa parte no dicha del poema y en la que está realmente la poesía.
Esta manera crispada puede producir poemas menos ingeniosos y más verdaderos, como éste de Nishiyama Soin (1605-1682), fundador de la escuela Danrin:

Lluvia de mayo:
es hoja de papel
el mundo entero.

Sin duda Basho tenía en la mente este poema cuando dijo: ”si no hubiese sido por Soin todavía estaríamos lamiéndole los pies al viejo Teitoku”. A Baslio le tocó convertir estos ejercicios de estética ingeniosa en experiencias espirituales. Al leer a Teitoku, sonreímos ante la sorprendente invención verbal; al leer a Basho, nuestra sonrisa es de comprensión y, no hay que tenerle miedo a la palabra, piedad. No la piedad cristiana sino ese sentimiento de universal simpatía con todo lo que existe, esa fraternidad en la impermanencia con hombres, animales y plantas, que es lo mejor que nos ha dado el budismo.
 Para Basho la poesía es un camino hacia una suerte de beatitud instantánea y que no excluye la ironía ni significa cerrar los ojos ante el mundo y sus horrores. En su manera indirecta y casi oblicua, Basho nos enfrenta a visiones terribles; muchas veces la existencia, la humana y la animal, se revela simultáneamente como una pena y una terca voluntad de perseverar en esa pena:

Carranca acerba:
su gaznate hidrópico
la rata engaña.

Al expresionismo de este cuadro de la rata con la garganta reseca bebiendo el agua helada del albañal, suceden otras visiones —no contradictorias sino en oposición complementaria— en las que la contemplación estética se resuelve en visión de la unidad de los contrarios.
Una experiencia que es percepción simultánea de la identidad de la pluralidad y de su final vacuidad:

Narciso y biombo:
uno al otro ilumina,
blanco en lo blanco.

El poeta traza en tres líneas la figura de la iluminación y, como si fuese un copo de algodón, sopla sobre ella y la disipa. La verdadera iluminación, parece decirnos, es la no-iluminación.
Una réplica en negro, tanto en el sentido físico de la palabra como en el moral, del poema de Basho es éste de Oshima Ryata (1718-1787):

Noche anochecida,
oigo al carbón cayendo,
polvo, en el carbón.

Recursos de Ryata: contra lo negro, lo verde; contra la cólera, el árbol: Vuelvo irritado
—mas luego, en el jardín: el joven sauce. Rivaliza con el poema que acabo de citar un haikú de Enamoto Kikaku (1661-1707), uno de los mejores y más personales discípulos de Basho. En el poema de Kikaku hay una valiente y casi gozosa afirmación de la pobreza como una forma de comunión con el mundo natural:

¡Ah, el mendigo!
El verano lo viste
de tierra y cielo.

En un haikú de otro discípulo de Basho, también excelente poeta: Hattori Ransetsu (1654-1707), hasta la sombra adquiere una diafanidad cristalina:

Contra la noche
la luna azules pinos
pinta de luna.        

La noche y la luna, luz y sombra que se interpenetran, victoria cíclica de lo oscuro seguida por el triunfo del día:

El Año Nuevo:
clarea y los gorriones
cuentan sus cuentos.

(La otra madrugada me despertaron, más temprano que de costumbre, el alba y los pájaros. Cogí un lápiz y sobre un pedazo de papel escribí lo siguiente:


Clarea: cuentan
sus cuentos los gorriones
¿es Año Nuevo?)

Entre los sucesores de Basho hay uno, Kobayashi Issa (1763-1827), que rompe la reticencia japonesa pero no para caer en la confesión a la occidental sino para descubrir y subrayar una relación punzante, dolorosa, entre la existencia humana y la suerte de animales y plantas.
Hermandad cósmica en la pena, comunidad en la condena universal, seamos hombres o insectos:

Para el mosquito
también la noche es larga,
larga y sola.

El regreso al pueblo natal, como siempre, es una nueva herida:

Mi pueblo: todo
lo que me sale al paso
se vuelve zarza.
 ¿Quién no ha recordado, ante ciertas caras, al animal inmundo? Pero pocos con la intensidad y naturalidad de Issa:

En esa cara
hay algo, hay algo... ¿qué?
Ah, sí, la víbora.

Si el horror forma parte del sentimiento del mundo de Issa, en su visión hay también humor, simpatía y una suerte de resignación jubilosa:

Al Fuji subes
despacio —pero subes,
caracolito.
Miro en tus ojos,
caballito del diablo,
montes lejanos.
Maravilloso:
ver entre las rendijas
la Vía Láctea.

No me referiré a la influencia de la poesía japonesa en las de lengua inglesa y francesa: es una historia muy sabida y ha sido contada varias veces. La historia de esa influencia en la poesía de nuestro idioma, lo mismo en América que en España, es muchísimo menos conocida y todavía no existe un buen estudio sobre el tema. Una deficiencia, otra más, de nuestra crítica. Aquí me limitaré a recordar que entre los primeros en ocuparse de arte y literatura japoneses se encuentran, a principios de siglo, dos poetas mexicanos: Efrén Rebolledo y José Juan Tablada. Ambos vivieron en el Japón, el primero varios años y el segundo, en 1910, unos cuantos meses. Su afición nació sin duda por contagio francés: el libro que Tablada consagró a Hiroshigué —quizá el primer estudio en nuestra lengua sobre ese pintor— está dedicado a la “venerada memoria de Edmundo de Goncourt”. A pesar de que Rebolledo conoció más íntimamente el Japón que Tablada, su poesía nunca fue más allá de la retórica “modernista”; entre la cultura japonesa y su mirada se interpuso siempre la imagen estereotipada de los poetas franceses de fin de siglo y su Japón fue un exotismo parisino más que un descubrimiento hispanoamericano. Tablada empezó como Rebolledo pero pronto descubrió en la poesía japonesa ciertos elementos —economía verbal, humor, lenguaje coloquial, amor por la imagen exacta e insólita— que lo impulsaron a abandonar el modernismo y a buscar una nueva manera.
 En 1918 Tablada publicó Al sol y bajo la luna, un libro de poemas con un prólogo en verso por Leopoldo Lugones. En aquellos años el escritor argentino era considerado, con razón, como el único poeta de la lengua comparable a Darío; su poesía (ahora lo sabemos) anunciaba y preparaba a la vanguardia. El libro del mexicano era todavía modernista y su relativa novedad residía en la aparición de esos elementos irónicos y coloquiales que los historiadores de nuestra literatura han visto como constitutivos de esa tendencia que llaman, con notoria inexactitud, postmodernismo. Esa tendencia es una invención de los manuales: el postmodernismo no es sino la crítica que, dentro del modernismo y sin rebasar su horizonte estético, hacen al modernismo algunos poetas modernistas. Es la descendencia, vía Lugones, del simbolista antisimbolista Laforgue. Además de esta nota crítica, había otro elemento en el libro de Tablada que anunciaba su futuro, inminente cambio: el crecido número de poemas con asunto japonés, entre ellos uno, muy celebrado en su tiempo, dedicado a Hokusai. Al año siguiente, en 1919, Tablada publicó en Caracas un delgado libro: Un día... Era casi un cuaderno y estaba compuesto exclusivamente por haikú, los primeros que se hayan escrito en nuestra lengua. Un año después aparece Li-po, un volumen de poemas ideográficos en los que Tablada sigue de cerca al Apollinaire de Calligrammes (aunque también figuran en esa colección poemas más personales, entre ellos el inolvidable y perfecto Nocturno alterno). En 1922, en Nueva York: El jarro de flores, otro volumen de haikú. En esos años Vicente Huidobro publica Ecuatorial, Poemas Árticos y otros muchos textos poéticos, en español y en francés, que inician el gran cambio que experimentaría unos pocos años después la poesía de lengua castellana. En la misma dirección de exploración y descubrimiento se sitúa la poesía de Tablada. El mexicano fue lo que se llama un “poeta menor”, sobre todo si se le compara con Huidobro, pero su obra, en su estricta y querida limitación, fue una de las que extendieron las fronteras de nuestra poesía. Y la extendieron en dos sentidos: en el espacio, hacia otros mundos y civilizaciones; en el tiempo, hacia el futuro: la vanguardia. Doble injusticia: el nombre de Tablada no figura en casi ninguno de los estudios sobre la vanguardia hispanoamericana ni su obra aparece en las antologías hispanoamericanas. Es lamentable. Sus pequeñas y concentradas composiciones poéticas, además de ser el primer trasplante al español del haikú, fueron realmente algo nuevo en su tiempo. Lo fueron a tal punto y con tal intensidad que, todavía hoy, muchas entre ellas conservan intactos sus poderes de sorpresa y su frescura.
¿De cuántas obras más presuntuosas puede decirse lo mismo?
Tablada llamó siempre a sus poemas haikai y no, como es ahora costumbre, haikú. En el fondo, según se verá, no le faltaba razón. Sus breves composiciones, aunque dispuestas generalmente en secuencias temáticas, pueden considerarse como poemas sueltos y en este sentido son haikú; al mismo tiempo, por su construcción ingeniosa, su ironía y su amor por la imagen brillante, son haikai:

Pavo real, largo fulgor:
por el gallinero demócrata
pasas como una procesión.

Tablada casi siempre está más cerca de Teitoku que de Basho:

Insomnio:
en su pizarra negra
suma cifras de fósforo.
Por nada los gansos
tocan alarma
en sus trompetas de barro.

El poeta mexicano conserva la estructura tripartita del haikú aunque poquísimas veces se ajusta a su esquema métrico (17 sílabas: 5/7/5.) Pero hay un ejemplo de perfecta adaptación métrica y de real poesía:

Trozos de barro:
por la senda en penumbra
saltan los sapos.

Una objetividad casi fotográfica que, por su precisión misma, libera ese sentimiento indefinible que nos produce el recordar una caminata al atardecer por un sendero mojado. En sus momentos más afortunados la objetividad de Tablada confiere a todo lo que sus ojos descubren un carácter religioso de aparición:

Tierno saúz:
casi oro, casi ámbar,
casi luz.

A la imagen visual yuxtapone con exquisita maestría la fricción de las sílabas y los fonemas:

Peces voladores:
al golpe del oro solar
estalla en astillas el vidrio del mar.

Tablada concibe al hiaikú como la unión de dos realidades en unas cuantas palabras, poética tan cerca de Reverdy como de sus maestros japoneses. Citaré ahora dos poemas que son dos visiones absolutamente modernas, el primero por la alianza de lo cotidiano y lo insólito, el segundo por el humor y las asociaciones verbales y visuales entre la luna y los gatos:

Juntos en la tarde tranquila
vuelan notas de Angelus,
murciélagos y golondrinas.
Bajo mi ventana la luna en los tejados
y las sombras chinescas
y la música china de los gatos.

Casi nunca sentimental ni decorativo, el poeta mexicano alcanza en unos cuantos de sus haikú una difícil simplicidad que tal vez habría merecido la aprobación de Basho. En ellos el humor se vuelve complicidad, comunidad de destino con el mundo animal, es decir, con el mundo:

Hormigas sobre un
grillo inerte. Recuerdo
de Gulliver en Liliput.
Mientras lo cargan
sueña el burrito amosquilado
en paraísos de esmeralda.
El pequeño mono me mira
¡quisiera decirme
algo que se le olvida!

La obra de Tablada es breve y desigual. Vivió del periodismo y el periodismo acabó por devorarlo. Murió en 1945 y todavía no ha sido posible que en México se publique un volumen con sus poemas y aquellos pocos textos en prosa (crónicas y crítica de arte) que valga la pena rescatar.7 Su último libro de poemas, La Feria, apareció en 1928. Debe haber poemas no recogidos en el volumen.
 A mí me tocó descubrir uno, en francés: La croix de Sud: es la segunda parte de Offrandes, una cantata que compuso Edgard Varésse en 1922; para la primera parte Varésse se sirvió de un poema de Huidobro, también en francés. Hasta hace poco, a más de juzgar su poesía insignificante, se tenía a Tablada por un semiletrado ingenuo y víctima de un orientalismo descabellado. La acostumbrada, inapelable condenación en nombre de la cultura clásica y del humanismo greco-romano y cristiano. Una cultura en descomposición y un humanismo que ignora que el hombre es los hombres y la cultura las culturas. Cierto, las ideas filosóficas y religiosas de Tablada eran una curiosa mixtura de budismo real y de ocultismo irreal pero ¿qué decir entonces de Yeats y de Pessoa? No es posible dudar de su familiaridad con la cultura japonesa aunque, claro, la suya no haya sido la familiaridad del erudito o del scholar. Su conocimiento de la escritura japonesa debe haber sido rudimentario pero sus libros y artículos revelan un trato directo con la gente, el arte, las costumbres, las ideas y las tradiciones de ese país. Si es excepcional haber escrito, en 1914 y en México, un libro sobre Hiroshigué, más lo es que en ese libro Tablada hablase también, con discreción y gusto, del teatro Nô y de Basho, de Chicamatsu y de Takizawa Bakin. Otro dato de interés: gran aficionado a las artes plásticas, logró reunir en su casa de Coyoacán más de mil estampas de artistas japoneses, una colección que dispersó al abandonar el país, hacia 1915. Dicho todo esto, repito: Tablada no es memorable por su erudición sino por su poesía.
¿Cuáles fueron los modelos que inspiraron su adaptación del haikú al español? Si hemos de creerle, su tentativa fue independiente de las que por esos años se hacían en Francia y en lengua inglesa. Como su testimonio puede ser tachado de parcial, vale más atenerse a los datos de la cronología: los experimentos franceses fueron anteriores a los de los “imaginistas” angloamericanos y a los de Tablada; así pues es posible que Tablada haya seguido el ejemplo de Francia aunque, hay que decirlo, los haikú del mexicano me parecen más frescos y originales que los de los poetas franceses. O sea: hubo estímulo, no influencia ni imitación. Por lo que toca al “imagism” de Pound, Hulme y sus amigos ingleses y norteamericanos: Tablada conocía bien el inglés pero no creo que en esos años le interesase mucho la poesía inglesa. En cambio, por su correspondencia con López Velarde sabemos que seguía muy de cerca lo que ocurría en París. Fue uno de los primeros hispanoamericanos que habló de Apollinaire y sus caligramas lo entusiasmaron; nada más natural: veía en ellos lo que él mismo se proponía hacer, la unión de la vanguardia con la poesía y la caligrafía del Oriente. En suma, Tablada recoge y expresa las tendencias de la época pero sería falso hablar de imitación y aun de influencia. Las fuentes de su haikú no fueron los escritos, por poetas franceses y angloamericanos sino los mismos textos japoneses. En primer término, las traducciones al inglés y al francés; en seguida, la lectura más o menos directa de los originales con la ayuda de amigos y consejeros japoneses. La influencia de Tablada fue instantánea y se extendió a toda la lengua. Se le imitó muchísimo y, como siempre ocurre, la mayoría de esas imitaciones han ido a parar a los inmensos basureros de la literatura no leída. Pero hubo algo más y mejor que las imitaciones descoloridas y las exageraciones caricaturescas: los poetas jóvenes descubrieron en el haikú de Tablada el humor y la imagen, dos elementos centrales de la poesía moderna. Descubrieron asimismo algo que habían olvidado los poetas de nuestro idioma: la economía verbal y la objetividad, la correspondencia entre lo que dicen las palabras y lo que miran los ojos. La práctica del haikú fue (es) una escuela de concentración. En la obra juvenil de muchos poetas hispanoamericanos de esa época, entre 1920 y 1925, es visible el ejemplo de Tablada. En México la lección fue recogida por los mejores: Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza. Años después el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade redescubrió por su cuenta el haikú y publicó un precioso librito: Microgramas (Tokio, 1940). En España el fenómeno es un poco más tardío que en América: hay, un momento japonés en Juan Ramón Jiménez y otro en Antonio Machado; ambos han sido poco estudiados. Lo mismo sucede con la poesía juvenil de García Lorca. En los tres poetas hay una curiosa alianza de dos elementos dispares: el haikú y la copla popular.
 Dispares por el espíritu, no por la métrica: tanto la seguidilla como el tanka y el haikú están compuestos por versos de cinco y siete sílabas. La diferencia es que el tanka es un poema de cinco líneas, el haikú de tres y la seguidilla de cuatro (7/5/7/5). No obstante, en la segunda estrofa de una combinación menos frecuente, la seguidilla compuesta, aparece una duplicación del haikú: 7/5/7/5: :5/7/5. La analogía métrica no hace, por lo demás, sino subrayar las diferencias profundas entre estas dos formas: en la seguidilla la poesía se alía a la danza, es anto y baile, en tanto que en el haikú la palabra se resuelve en silenciosa contemplación, sea pictórica como en Buson o espiritual como en Basho. Ninguno de los tres poetas españoles —Jiménez, Machado y García Lorca— se inspiraron en el haikú por su parecido métrico con la seguidilla, aunque esta semejanza sin duda debe haberles impresionado, sino porque vieron en esa forma japonesa un modelo de concentración verbal, una construcción de extraordinaria simplicidad hecha de unas cuantas líneas y una pluralidad de reflejos y alusiones.
¿Habían leído los poemas de Tablada? Parece imposible que los ignorasen. Un indicio: Enrique Díez- Canedo, el primero en señalar la influencia del haikú en las Nuevas Canciones de Antonio Machado, conocía y admiraba a la poesía de Tablada. Es revelador, por otra parte, que el haikú haya sido para Tablada, a la inversa de los poetas españoles, una ruptura de la tradición y no una ocasión para regresar a ella. Actitudes contradictorias (complementarias) de la poesía española y de la hispanoamericana.
Después de la segunda guerra mundial los hispanoamericanos vuelven a interesarse en la literatura japonesa. Citaré, entre otros muchos ejemplos, nuestra traducción de Oku no Hosomichi, el número consagrado por la revista Sur a las letras modernas del Japón y, sobre todo, las traducciones de un traductor solitario pero que vale por cien: Kazuya Sakai. Ya señalé que la actitud contemporánea difiere de la de hace cincuenta años: no sólo es menos estética sino que también es menos etnocéntrica.
El Japón ha dejado de ser una curiosidad artística y cultural: es (¿fue?) otra visión del mundo, distinta a la nuestra pero no mejor ni peor; no un espejo sino una ventana que nos muestra otra imagen del hombre, otra posibilidad de ser. Dentro de esta perspectiva lo realmente significativo no es quizá la traducción de textos clásicos y modernos sino la reunión, en abril de 1969, en París, de cuatro poetas con el objeto de componer un renga, el primero en Occidente. Los cuatro poetas fueron el italiano Edoardo Sanguineti, el francés Jacques Roubaud, el inglés Charles Tomlinson y el mexicano Octavio Paz. Un poema colectivo escrito en cuatro lenguas pero fundado en una tradición poética común. Nuestra tentativa fue, a su manera, una verdadera traducción: no de un texto sino de un método para componer textos. No son difíciles de adivinar las razones que nos movieron a emprender esa experiencia: la práctica del renga coincide con las preocupaciones mayores de muchos poetas contemporáneos, tales como la aspiración hacia una poesía colectiva, la decadencia de la noción de autor y la correlativa preeminencia del lenguaje frente al escritor (las lenguas son más inteligentes que los hombres que las hablan), la introducción deliberada del azar concebido como un homólogo de la antigua inspiración, la indistinción entre traducción y obra original...
El haikú fue una crítica de la explicación y la reiteración, esas enfermedades de la poesía; el renga es una crítica del autor y la propiedad privada intelectual, esas enfermedades de la sociedad.
Sendas de Oku aparece ahora en una versión revisada. Comparamos nuestra traducción con las otras al inglés y al francés pero además Eikichi Hayashiya tuvo oportunidad de consultar las nuevas ediciones críticas de Oku no Hosomichi publicadas en Japón durante los últimos años. Al corregir las versiones de los poemas he procurado ajustarme a la métrica de los originales. En todos los casos prescindo de la rima: la poesía japonesa no la usa, a pesar de que abunda en paranomasias, aliteraciones y otros juegos verbales. También son nuevas las versiones de los poemas que cito en La poesia de Basho. Por último: hemos añadido muchas notas a las 70 de Eikichi Hayashiya que contenía la primera edición.
En verdad, esta edición es otro libro... Después de estas aclaraciones debería cortar este prólogo sinuoso y prolijo, pero me parecería traicionar a Basho si no añado algo más: su sencillez es engañosa, leerlo es una operación que consiste en ver al través de sus palabras. El poeta Mukai Kyorai (¿1651?-1704), uno de sus discípulos, explica mejor que yo el significado de la transparencia verbal de Basho. Un día Kyorai le mostró este haikú a su maestro:

Cima de la peña:
allí también hay otro
huésped de la luna.

¿En qué pensaba cuando lo escribió?, le preguntó Basho. Contestó Kyorai: Una noche, mientras caminaba en la colina bajo la luna de verano, tratando de componer un poema, descubrí en lo alto de una roca a otro poeta, probablemente también pensando en un poema. Basho movió la cabeza: Hubiera sido mucho más interesante si las líneas: “allí también hay otro/huésped de la luna” se refiriesen no a otro sino a usted mismo. El tema de ese poema debería ser usted, lector.
 
 Cambridge, 22 de marzo de 1970
Octavio Paz de Los signos en rotación y otros ensayos, Alianza, Madrid 1971.
 1 Introducción, traducción y notas de Nobuyuki Yuasa. Contiene
traducciones de otros cuatro relatos cle viaje de Basho. Londres, 1966.
2 Traducción y notas de Cid Corman y Kamaike Susum, Nueva
York, 1968.
3 Traducción y notas de René Sieffert, número 6 de L’Emphémére,
París, 1968.
4 Introducción, traducción y notas de Earl Miner. Es parte del libro
Japanese Poetic Diaries, California University Press, 1966.
5 José Juan Tablada: Hiroshigué, México, 1914.
6 Antonio Machado glosó este poema en Nuevas Canciones (1925):
7 Véase, en este mismo libro: Alcance: Poesías Completas de José Juan Tablada, págs. 186-189.

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