MEMORIA DE LA MUERTE
Saber que morimos, ésa es la duda final
de la existencia. Morir hacia caminos de esperanza,
la última palabra decisiva modelando epitafios
y la voz de la golondrina verde del verano.
Saber que el tiempo es un aliado de la muerte
depositando sus retoños,
acumulando reseñas de quebrantados nombres.
La muerte, con su consigna total,
reconcentrada en su dominio inexpugnable,
dominadora de las horas,
plenitud del alma ya inexistente.
Y después esta vida,
así, crujiendo en el honor o la nostalgia,
la vida sin valor y sin memoria
enorme aposento sin emblema dilatando el espacio
con tibios escalones.
La muerte detiene cada día la hojarasca o la voz,
pequeña lámpara que asesina sin culpa
como una amante en una tarde oscura del invierno.
La muerte como una cotidiana materia
que dibuja su solitaria imagen,
llamado incipiente que se desnuda como un hueso,
un esqueleto húmedo y vacío, cortejando la luz,
entregando a la aurora su habitante final.
La muerte general en su ilimitada mansedumbre
y su teñida voz,
que se entrega una vez a la respuesta inalcanzable
legada a la última algarabía del verano,
la íntima plegaria
que cabe en el dedo unánime del tiempo.
Horacio Preler
(De Oscura Memoria, 1992)
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