30 de agosto de 2016

Genesis, Olga Orozco

GÉNESIS

No había ningún signo sobre la piel del tiempo.

Nada. Ni ese tapiz de invierno repentino que presagia las garras del relámpago quizás hasta mañana.

Tampoco esos incendios desde siempre que anuncian una antorcha entre las aguas de todo el porvenir.

Ni siquiera el temblor de la advertencia bajo un soplo de abismo que desemboca en nunca o en ayer.

Nada. Ni tierra prometida.

Era sólo un desierto de cal viva tan blanca como negra, un ávido fantasma nacido de las piedras para roer el sueño milenario, la caída hacia afuera que es el sueño con que sueñan las piedras.

Nadie. Sólo un eco de pasos sin nadie que se alejan un lecho ensimismado en marcha hacia el final.

O estaba allí tendida; o, con los ojos abiertos.

Tenía en cada mano una caverna para mirar a Dios, un reguero de hormigas iba desde su sombra hasta mi corazón y mi cabeza.

Alguien rompió en lo alto esa tinaja gris donde subían a beber los recuerdos; después rompió el prontuario de ciegos juramentos heridos a traición destrozó las tablas de la ley inscritas con la sangre coagulada de las historias muertas.

Alguien hizo una hoguera y arrojó uno por uno los fragmentos.

El cielo estaba ardiendo en la extinción de todos los infiernos en la tierra se borraban sus huellas y sus pruebas. o estaba suspendida en algún tiempo de la expiación sagrada; o estaba en algún lado muy lúcido de Dios; o, con los ojos cerrados.

Entonces pronunciaron la palabra.

Hubo un clamor de verde paraíso que asciende desgarrando la raíz de la piedra, su proa celeste avanzó entre la luz y las tinieblas.

Abrieron las compuertas.

Un oleaje radiante colmó el cuenco de toda la esperanza aún deshabitada, las aguas tenían
hacia arriba ese color de espejo en el que nadie se ha mirado jamás, hacia abajo un fulgor de gruta tormentosa que mira desde siempre por primera vez.

Descorrieron de pronto las mareas.

Detrás surgió una tierra para inscribir en fuego cada pisada del destino, para envolver en hierba sedienta la caída y el reverso de cada nacimiento, para encerrar de nuevo en cada corazón la almendra del misterio.

Levantaron los sellos.

La jaula del gran día abrió sus puertas al delirio del sol con tal que todo nuevo cautiverio del tiempo fuera deslumbramiento en la mirada, con tal que toda noche cayera con el velo de la revelación a los pies de la luna.

Sembraron en las aguas y en los vientos. Desde ese momento hubo una sola sombra sumergida en mil sombras, un solo resplandor innominado en esa luz de escamas que ilumina hasta el fin la rampa de los sueños. Desde ese momento hubo un borde de plumas encendidas desde la más remota lejanía, unas alas que vienen y se van en un vuelo de adiós a todos los adioses.

Infundieron un soplo en las entrañas de toda la extensión.

Fue un roce contra el último fondo de la sangre; fue un estremecimiento de estambres en el vértigo del aire; el alma descendió al barro luminoso para colmar la forma semejante a su imagen, la carne se alzó como una cifra exacta, como la diferencia prometida entre el principio y el final.

Entonces se cumplieron la tarde y la mañana en el último día de los siglos.
O estaba frente a ti; o, con los ojos abiertos debajo de tus ojos en el alba primera del olvido.

(De Museo salvaje, 1974)



Olga Orozco

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