Best seller
O. Henry
Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg;
era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase
de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban
vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con
velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el
acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio
y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana
pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su
posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz
de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un
compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando
alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del
compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del
alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis
pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta
grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores
más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia
atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más
tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas
asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por
la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba
de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y
entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia
la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de
Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y
antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente,
nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la
lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral.
A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está
hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre
pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito
rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo
de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es
tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la
Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg
haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse
al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar
la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la
mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su
ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche
Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el
amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a
repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes
haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y
café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer
mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que
había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse
en Coketown.
-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la
punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me
refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces
incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra
viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado
de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el
amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras
veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo
de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a
romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar
aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el
Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que
justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue
hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una
noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación.
Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con
calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos
de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura
musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que
una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si
has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey,
derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su
camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que
eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que
jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en
el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con
un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis
pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene
que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración
organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una
estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano
de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en
ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos
siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena
edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como
adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la
arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la
ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza
con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es
lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse
esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos,
se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí
tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina
con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados
bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se
resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre
el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para
avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el
trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer
pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué
opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho
que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor
lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio
del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca
me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno
de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un
recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real,
suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo
general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al
mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre
seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la
langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre
con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor,
no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C.
D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es
un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que
ver cómo hablan! ¡Escucha!
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la
princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las
flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella
sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo... yo soy tan
sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y
arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un
brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones
y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo-
blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como
eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de
importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-.
Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean
consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con
granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long
Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de
Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia
que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente
está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el
impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo
cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca
se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.
-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no
leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti.
¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente
iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y
además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las
afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la
empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es
segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le
pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una
sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle
tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso!
Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati,
hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha
más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular,
¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre.
Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean
mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella
además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un
libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para
hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del
ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita
con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de
dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse
al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama
para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por
Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener
dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no
parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de
mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible.
Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al
final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives
Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para
contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella
joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás
llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy
lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta
casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos
moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo
blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma
postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas,
pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la
muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un
camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia
prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un
anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado
anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la
colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en
medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con
blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan
lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa
si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»"Y esto es lo que debo rastrear", me dije para
mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una
posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del
gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más
me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o
drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un
hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había
allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el
suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que
andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito
otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle
en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién
vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante
y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua
del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su
tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la
joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le
hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde
vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al
hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció
percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me
contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga
de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso
-repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó
en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas
de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la
estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con
el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo
más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de
saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi
amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos
nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos,
señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en
Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que
estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de
que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de
mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un
dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien
años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta
habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos
de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre
es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de
Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención
repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan
fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría
que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy
hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría
conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo
entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos
con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han
presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted,
señor...
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está
satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también
tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle
dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a
Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál
es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y
contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al
timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres
cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué
quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo
pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés
corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa.
No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas
viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos
antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí.
Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a
una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias
blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre,
aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y
estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio
cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme,
y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y
por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi
pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la
ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de
cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio
creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve
oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha
perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me
refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la
primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos
años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que
sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo
que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la
damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos
I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar
parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los
alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en
algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a
cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias.
¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó
obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el
coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí
deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio
le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos
siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de
cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una
historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y
que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi
reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro
llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta.
Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas
palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel
trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la
historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis
y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme:
fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al
tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí... y a mí me aterrorizó
pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese
sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se
metió en la casa.
-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando
por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la
despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he
dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero
decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome
ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier
historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma
accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los
tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial
caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a
través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le
dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a
un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas
de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su
vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de
desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas
noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de
marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la
lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y
empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué
cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia
no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender
que la vida no tiene metas ni límites geográficos.
«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que
consigas las petunias para tu princesa!»
O. Henry
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