26 de agosto de 2016

10.000 reflejos, Spencer Holst

10.000 reflejos

A cien pies de altura, en el aire, la gran araña de cristal se encendía con la luz de quinientas velas anidadas entre sus caireles. Quinientas llamas encendidas, reflejadas diez mil veces. Los rústicos asistentes estaban asombrados ante el gigante deslumbrador —porque el salón, allá abajo, estaba lleno de campesinos—, ¡es 1789, es el 14 de Julio, la Revolución Francesa está en marcha! Este es el gran salón comedor del Duque, sus invitados a comer han sido acuchillados en sus sillas y, mientras sus cadáveres se sientan aún a la mesa, los campesinos comen, arrancando puñados de torta, atragantándose con ella. Mientras el salón comedor se llenaba con la gentuza, famélica, mientras se atoraba de asesinos histéricos —todos agitando cuchillos y garrotes, y aullando de libertad y pasión—, la gran araña empezó a tintinear. Es cosa de miedo escuchar diez mil piezas de cristal, finamente talladas, que empiezan a frotarse entre sí, y el salón tenía muy buena acústica. Era como si alguien hubiese empezado a repicar un millón de campanas de cristal, todas a un tiempo. El tintineo atravesó todos los gritos. La multitud sudorosa se quedó quieta. Todos los ojos se aferraron, maravillados, al objeto, todas las caras se dirigieron arriba, temerosos del trémulo esplendor, y aterrados hasta el último hombre. Fue casi imperceptible al principio: el sonido de profundos suspiros en el silencio en torno al tintineo; también imperceptiblemente la araña había empezado —de aquí para allá, hacia adelante y hacia atrás, colgando de su cadena de hierro forjado—, la araña había empezado a oscilar. El salón se llenó con el ruido de los suspiros, mientras todos veían a la araña oscilar como un péndulo. Después cesaron los suspiros. El péndulo osciló: oscilaba más rápido ahora, cada vez su arco se ampliaba, sus quinientas llamas se aplastaban, primero para acá, luego para allá, mientras surcaba el aire, aumentando su velocidad. La esencia del tintineo cambió: al ganar en ímpetu, el tintineo se acalla mientras la araña se hunde en su trayecto, pero al final de cada oscilación el tintineo vuelve, un crescendo de cristal, ¡cien veces más fuerte! Pero en el silencio del balanceo puede escucharse ahora una vocecita. Es el menudo sonido de sollozos, de llanto sin freno, es la vocecita de la pena. Es la voz de un ángel, y parece provenir del mismo centro del aire, encima de sus cabezas. Cada miembro de la muchedumbre es una estatua, la cabeza hacia arriba, los ojos cerrados, respirando profundamente en perfecto acuerdo con la luminosidad oscilante, hipnotizado. He aquí un ejemplo perfecto de hipnosis masiva. Todos están inconscientes, profundamente dormidos. Todos se quedarán así hasta que la luz del sol los despierte a la mañana, pero sus recuerdos estarán muy confundidos, y nunca tendrán la menor idea de lo que ocurría esa noche; no escuchan lágrimas, ni cómo el infantil grito de pena se convierte en furia vengativa a cada oscilación.
El péndulo se mueve más rápido. La habitación se oscurece súbitamente, al apagarse la mayoría de las velas, y a la próxima oscilación el comedor se hundió en las tinieblas, por completo desprovistas de luz, y en ese momento la hija del Duque, de cinco años de edad, soltó la cadena de hierro forjado de la araña, a la que se aferraba y a la cual febrilmente había estado impulsando, como lo había hecho ayer con su hamaca, y su cuerpo tembloroso de terror voló por el aire, fue despedido de la luz muerta, a través de la oscuridad, lanzado por sobre sus cabezas.

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

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