Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (3 parte), Carlos
Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)
La tercera persona con quien
don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi
abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me
había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy
excéntrica abuela.
Muchos años antes de que yo
llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo
habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un
árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores,
al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al
hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una
profunda herida en el cuello.
Se sanó de sus heridas pero
nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y
que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como
hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su
mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela
que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio
hijo, algo que resentían amargamente.
Cuando llegué a la casa de mis
abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los
treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un
hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El
chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena
propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran
atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin
ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante
sonrisa abierta con que se dirigió a mí.
¿Puedo saber su nombre, joven?
me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.
El hecho de que me dijera
«joven» le ganó mi simpatía de inmediato.
Me llamo Carlos Aranha, señor
le dije . ¿Y me permite saber a quién tengo el gusto de saludar?
Hizo un gesto de disimulada
sorpresa. Abrió los ojos y saltó hacia atrás como si alguien lo hubiera
atacado. Entonces se echó una enorme carcajada. Al oír la carcajada, mi abuela
salió al patio. Cuando vio al recio hombre, gritó como una niña y lo abrazó con
enorme afecto. Él la levantó como si no pesara nada y le dio de vueltas.
Entonces me di cuenta de que era muy alto. Su peso escondía su altura. Tenía el
físico de un peleador profesional. Se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dobló
los bíceps.
Conozco algo de boxeo, señor
dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.
Mi abuela me lo presentó. Dijo
que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo,
director de teatro, escritor, poeta.
El hecho de ser buen atleta
era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di
cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que
los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una
vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que
entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba
inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla
asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.
Un día Antoine me confesó que
su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.
Lo tengo todo dijo . La vida
ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que
deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no
puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina
o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no
se lo puede uno imaginar.
Antoine continuó diciéndome
que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo,
su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:
Si no tuviera a mi madre dijo
no podría vivir.
Me di cuenta entonces de cuán
profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me
habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi
abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían
estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en
el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela
conversar con nadie durante tan largas horas.
De repente, un día, Antoine
empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el
teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un
éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía
haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El
director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de
plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.
Mi abuela, desde luego, no
quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de
una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la
elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su
gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire.
Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.
Antoine nunca defendió su
comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto.
Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me
concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de
salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la
casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier
cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática
a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había
visto. Le temblaban los labios al hablar.
Algo terrible ha sucedido,
Antoine empezó.
Antoine la interrumpió. Le
rogó que le dejara explicarle todo.
Lo calló abruptamente.
No, Antoine, no dijo con
firmeza . Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este
momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine,
hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.
»Quiero que comprendas que
esto es inevitable siguió . Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la
suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine,
eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos
juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer.
Lo que sea no importa, con tal de que hagas.
Vi el cuerpo de Antoine
estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos,
toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era
como un río, al mismo océano.
¡Prométeme que no te vas a
morir hasta que mueras! le gritó.
Antoine asintió.
Al día siguiente, siguiendo el
consejo de su consejero brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que
eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente,
muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían
presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su
madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el
sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por
una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.
El patio de la casa de mis
abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera
actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero
italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan
elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista,
sonando la bocina imperiosamente.
Yo había sido testigo de la
última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema
a su madre.
Es pura mierda me dijo . Todo
lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.
Le aseguré, aunque yo tampoco
era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un
momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca
debería haber cruzado.
¡Créemelo, Antoine! le grité .
Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que
escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.
Muy cortésmente, pidió que me
fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar
consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato.
Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.
Antoine tenía su abrigo
perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de
un verde precioso, de cachemir inglés.
Se oyó la voz de mi abuela:
Tenemos que apresurarnos, amor
-dijo El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a
matar por el dinero.
Se refería a sus hijas y a sus
maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy
calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi
enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas. Siento
tener que hacerte pasar por todo esto dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero
como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.
Antoine se dirigió a ella con
su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de
teatro.
Sólo te pido un minuto, madre
dijo . Quisiera leerte algo que escribí para ti.
Era un poema de
agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de
sentimientos en el aire, una vibración.
Que hermosura, Antoine dijo mi
abuela con un suspiro . El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo
que yo quería oír de ti. Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se
abrieron en una sonrisa exquisita.
¿Plagiado, Antoine? le
preguntó.
La sonrisa de Antoine era
igualmente radiante:
Por supuesto, madre dijo , por
supuesto.
Se abrazaron, hechos un mar de
lágrimas. La bocina del taxi sonó con mayor impaciencia. La mirada de Antoine
cayó sobre mí, escondido debajo de la escalera. Asintió como para decir:
«Adiós. Cuídate”. Entonces dio la vuelta y sin mirar de nuevo a su madre,
corrió hacia la puerta. Tenía treinta y siete años pero aparentaba sesenta;
parecía llevar una carga tan gigantesca sobre sus hombros. Se detuvo antes de
llegar a la puerta al oír la voz de su madre advirtiéndole por última vez:
No mires hacia atrás, Antoine
dijo . Nunca mires hacia atrás. Sé feliz y hazlo. ¡Hazlo! Allí está el truco.
¡Hazlo!
La escena me llenó de una
extraña tristeza que perdura hasta hoy día: una melancolía inexplicable que don
Juan dijo tenía que ver con mi primer conocimiento de que sí se nos acaba el
tiempo.
Al día siguiente, mi abuela se
fue con su consejero/camarero/criado a emprender un viaje a un lugar mítico
llamado Rondonia, donde su ayudante brujo iba a buscarle una curación. Mi
abuela estaba enferma de muerte, aunque yo no lo sabía. Nunca regresó, y don
Juan me explicó que la venta de sus pertenencias y el dárselas a Antoine fue
una maniobra maravillosa de brujería que su consejero llevó a cabo para
desligarla del cuidado de su familia. Estaban tan fúricos con mamá por su
acción que no les importaba si regresaba o no. Yo tenía la idea de que ni se
dieron cuenta de que se había ido.
Encima de esa plana meseta,
recordé todos esos sucesos como si hubieran pasado hacía un instante. Cuando
les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis
gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente.
Don Juan me explicó con gran
paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los
guerreros viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo
su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el
epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual
todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros viajeros emprender
su viaje definitivo.
Entonces don Genaro ejecutó un
acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una
serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que
parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que
era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la
diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los
movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en
una felicidad sublime.
No soporto la idea de que se
vaya, don Juan me oí decir . El sonido de mi voz y lo que había dicho me
avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi
autocompasión, me sentí aún peor. ¿Qué me pasa don Juan? murmuré . No soy así
de costumbre.
Lo que te pasa es que tu
conciencia está de nuevo al nivel de tus talones me replicó, riéndose.
Entonces perdí el último ápice
de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y
desesperanza.
Me voy a quedar solo dije en
una voz chillante . ¿Qué va a pasar conmigo?
Veámoslo de esta manera dijo
don Juan tranquilamente . Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo
desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte;
pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero
viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero viajero necesitas todo
lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es
broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.
Tuve un arranque de emoción y
le besé la mano.
¡So, so, so! me dijo . ¡No más
falta les vas a hacer un altar a mis guaraches!
La angustia que me sobrevino
cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.
¡Se va usted! murmuré . ¡Se va
para siempre!
En aquel momento don Juan me
hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se
le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me
dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:
¡Levántate de tus talones!
¡Levántate!
Al instante, estaba yo de
nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no
había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo
que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era
inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.
Nunca más estaremos juntos me
dijo calladamente . Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si
vales como guerrero viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá
de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero viajero es su estado
solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me
vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si
eres un guerrero viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo.
Hónralo; vigílalo con tu vida.
Se alejó de mí. El momento
estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió
la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía.
Olvídate del Yo y no temerás
nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres me dijo.
Tuvo un arranque de levedad.
Me hizo una última broma sobre esta tierra.
¡Ojalá encuentres amor! me
dijo.
Levantó su palma hacia mí y
estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.
Ciao dijo.
Sabía que era inútil sentir
tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse.
Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de
los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a
donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.
Entonces vi cómo don Juan
Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos,
sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el
norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos
ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el
cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don
Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última
vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.
Supe lo que tenía que hacer.
Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el
precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y
luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.
Carlos Castaneda del Libro El
Lado activo del infinito (1998)
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