Fragmento del III Capítulo “El
mal ladrón” del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919 y reeditado
hasta nuestros días.
II. EL MAL LADRÓN, Herman Hesse
Mi fe religiosa había sufrido
entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis pensamientos, influenciados por
Demian, se diferenciaban de aquellos de mis compañeros que habían llegado al
escepticismo total. Había unos cuantos que ocasionalmente dejaban caer frases
sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios y en historietas tales
como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que opinaban que era
una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas.
Yo no pensaba así en absoluto.
Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias de mi niñez la
realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía que no
era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo
religioso. Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los
relatos y dogmas religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía;
por lo menos yo seguía siempre con agrado las interpretaciones que él me
proponía, aunque muchas me parecieran demasiado extremistas, como la historia
de Caín. Una vez, sin embargo, llegó a asustarme durante la clase de religión
con una teoría aún más atrevida. El profesor había hablado del Gólgota. El
relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había impresionado mucho
ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la historia de la
Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente hermoso de
Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo. Cuando
escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor del
dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos
místicos.
Aun hoy esta música y el Actus
tragicus son para mí la quintaesencia de la poesía y la expresión artística.
Al final de aquella clase,
Demian me dijo muy pensativo: —Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a
leer la historia y analízala bien; verás que tiene un sabor falso.
Me refiero a los dos ladrones.
¡Es grandioso el cuadro de las tres cruces erguidas allá, sobre la colina!
¿Para qué nos vienen con la historia sentimental del buen ladrón?
Primero fue un criminal y
cometió Dios sabe cuántos delitos; después se desmorona y celebra verdaderos
festines de arrepentimiento y contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene
ese arrepentimiento a dos pasos de la tumba? No es más que la típica historia
de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con fondo muy edificante. Si hoy
tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como amigo, o tuvieras que
decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías a ese
converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter;
le importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más
que palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último
momento cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un
carácter; y los hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia.
Quizá fuera un descendiente de Caín; ¿tú que crees?
Me quedé consternado. Había creído
estar totalmente familiarizado con la historia de la Pasión y ahora descubría
con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había escuchado y leído.
Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal y amenazaba
conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar.
No, no se podía jugar así con
las cosas, incluso con las más sagradas. Él, como siempre, notó inmediatamente
mi resistencia, antes de que yo dijera algo.
—Ya sé —dijo resignado—, es la
eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te voy a decir una cosa:
éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad los fallos de
nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una
figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo
noble, lo paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De
acuerdo! Sin embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican
simplemente al diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se
venera a Dios como padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual,
sobre la que se basa la vida misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No
tengo nada en contra de que se venere
al Dios Jehová. ¡En absoluto!
Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo en su totalidad, no
sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto, deberíamos
tener un culto al demonio junto al culto divino.
Sería lo justo. O si no, habría
que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que
cerrar los ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.
Demian —en contra de su
costumbre— se había acalorado; mas en seguida volvió a sonreír y dejó de
acosarme.
Sus palabras dieron en el
misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en cada momento y del que
no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian sobre Dios y el
demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco silenciado,
correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos mundos o
mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de
todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió
de pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y
sentir que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de
la eterna corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre,
aunque sí alentador y reconfortante.
Era duro y áspero, porque
encerraba en sí responsabilidad, soledad y despedida definitiva de la infancia.
Revelando por primera vez en mi
vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los conceptos, tan arraigados
desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en seguida de que,
en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su estilo
aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome
fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a
sorprender en su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella
inconcebible antigüedad.
—Ya hablaremos otro día —dijo
con cuidado—. Veo que piensas más de lo que puedes expresar. Claro que si es
así te darás cuenta también de que nunca has vivido completamente lo que
piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene valor. Hasta ahora
has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y has intentado
escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no lo
conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.
Sus palabras me llegaron al
alma.
—Pero —exclamé casi gritando—
hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no puedes negarlo! Están
prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que
existen el crimen y los vicios;
pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.
—Hoy no agotaremos el tema —me
tranquilizó Max—. Desde luego, no vas a asesinar o violar muchachas, no. Pero
aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que significa en el
fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la verdad.
Ya vendrá el resto, no te
preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en ti un instinto, que pasa
por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y muchos otros
pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en grandes
fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera
puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con
ella. En otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir
por sí mismo lo que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer
jamás algo prohibido.
Y viceversa. Probablemente es
una cuestión de comodidad.
El que es demasiado cómodo para
pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las
prohibiciones, tal como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en
sí su propia ley; a esos les están prohibidas cosas que los hombres de honor
hacen diariamente y les están permitidas otras que normalmente están mal vistas.
Cada cual tiene que responder de sí mismo.
De pronto, como si se
arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces intuía yo de forma
aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque solía exponer
sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera, detestaba «hablar
por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al auténtico interés,
había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual; en una
palabra, falta de absoluta seriedad.
Fragmento del III Capítulo “El
mal ladrón” del Libro Demian de Herman Hesse publicado en 1919 y reeditado
hasta nuestros días.
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