26 de febrero de 2017

El faisán, Rubén Dario



El faisán

Dijo sus secretos el faisán de oro:
En el gabinete mi blanco tesoro,
de sus claras risas el divino coro,

las bellas figuras de los gobelinos,
los cristales llenos de aromados vinos,
las rosas francesas en los vasos chinos.

(Las rosas francesas, porque fue allá en Francia
donde en el retiro de la dulce estancia
esas frescas rosas dieron su fragancia.)

La cena esperaba. Quitadas las vendas,
iban mil amores de flechas tremendas
en aquella noche de Carnestolendas.

La careta negra se quitó la niña,
y tras el preludio de una alegre riña
apuró mi boca vino de su viña.

Vino de la viña de la boca loca,
que hace arder el beso, que el mordisco invoca.
¡Oh los blancos dientes de la loca boca!

En su boca ardiente yo bebí los vinos,
y, pinzas rosadas, sus dedos divinos
me dieron las fresas y los langostinos.

Yo la vestimenta de Pierrot tenía,
y aunque me alegraba y aunque me reía,
moraba en mi alma la melancolía.

La carnavalesca noche luminosa
dio a mi triste espíritu la mujer hermosa,
sus ojos de fuego, sus labios de rosa.

Y en el gabinete del café galante
ella se encontraba con su nuevo amante,
peregrino pálido de un país distante.

Llegaban los ecos de vagos cantares
y se despedían de sus azahares
miles de purezas en los bulevares.

Y cuando el champaña me cantó su canto,
por una ventana vi que un negro manto
de nube, de Febo cubría el encanto.

Y dije a la amada un día: ¿No viste
de pronto ponerse la noche tan triste?
¿Acaso la Reina de luz ya no existe?

Ella me miraba. Y el faisán cubierto
de plumas de oro: «¡Pierrot, ten por cierto
que tu fiel amada, que la Luna ha muerto!»

Rubén Darío

25 de febrero de 2017

Canción de carnaval, Rubén Darío



Canción de carnaval

Musa, la máscara apresta,
ensaya un aire jovial
y goza y ríe en la fiesta
del Carnaval.

Ríe en la danza que gira,
muestra la pierna rosada,
y suene, como una lira,
tu carcajada.

Para volar más ligera
ponte dos hojas de rosa,
como hace tu compañera
la mariposa.

Y que en tu boca risueña,
que se une al alegre coro,
deje la abeja porteña
su miel de oro.

Únete a la mascarada,
y mientras muequea un clown
con la faz pintarrajeada
como Frank Brown;

mientras Arlequín revela
que al prisma sus tintes roba
y aparece Pulchinela
con su joroba,

di a Colombina la bella
lo que de ella pienso yo,
y descorcha una botella
para Pierrot.

Que él te cuente cómo rima
sus amores con la Luna
y te haga un poema en una
pantomima.

Da al aire la serenata,
toca el auro bandolín,
lleva un látigo de plata
para el spleen.

Sé lírica y sé bizarra;
con la cítara sé griega;
o gaucha, con la guitarra
de Santos Vega.

Mueve tu espléndido torso
por las calles pintorescas,
y juega y adorna el Corso
con rosas frescas.

De perlas riega un tesoro
de Andrade en el regio nido,
y en la hopalanda de Guido,
polvo de oro.

Penas y duelos olvida,
canta deleites y amores;
busca la flor de las flores
por Florida:

Con la armonía te encantas
de las rimas de cristal,
y deshojas a sus plantas,
un madrigal.

Piruetea, baila, inspira
versos locos y joviales;
celebre la alegre lira
los carnavales.

Sus gritos y sus canciones,
sus comparsas y sus trajes,
sus perlas, tintes y encajes
y pompones.

Y lleve la rauda brisa,
sonora, argentina, fresca,
¡la victoria de tu risa
funambulesca!

Rubén Darío

24 de febrero de 2017

El traje de terciopelo verde, Manuel Mujica Lainez



EL TRAJE DE TERCIOPELO VERDE

Seis meses después de la muerte de Salomón Bercov, la señora Talía, la dueña del cuartucho que el hombre ocupara durante veinte años, en una casa oscura, mugrienta y crujiente de la calle México, resolvió que había llegado el momento de deshacerse del baúl en el cual depositó las pertenencias del viejo. Nadie las había reclamado; era obvio que herederos no había; y el cofre inmemorial, arrinconado en un corredor, obstruía el paso y complicaba la vida de los huéspedes.
Un domingo de verano, luego de tropezar por vigésima vez, en la penumbra, con el maldito armatoste, y de golpearse ambas rodillas, la señora Talía pronunció palabras agraviantes para la presunta madre que pariera al baúl, y ordenó a su hijo que quitase inmediatamente de allí aquel monstruo. Ese vocablo, inmediatamente, que reiteró en tres ocasiones sucesivas con enriquecido vigor, retumbó en la galería y en la casa entera, teniendo por fondo y acompañamiento musical al bombo, los pitos y las vociferaciones más o menos rítmicas de una modesta comparsa que bailoteaba y brincaba bajo el sol cruel, en la calle México, y que se empeñaba en recordarles a los vecinos que el domingo en cuestión era el domingo de Carnaval. No necesitaban, en realidad, que se lo recordasen. Demasiado lo sabían, el obstinado reventar de bombitas llenas de agua, el trajinar de baldes y el culebreo peligroso de una manguera lo certificaban con plenitud. Porfirio, vástago quinceañero de la señora Talía, contribuía desde un cuarto de su casa al desigual combate. De allá lo arrancó la triple clarinada de la señora Talia, la cual miraba al baúl de Salomón Bercov como el cazador al jabalí tremendo. Inútiles resultaron las protestas del muchacho, quien adujo contra la tarea que le imponían al sacro carácter del domingo y el especialísimo del carnaval, además de subrayar que su participación en el duelo acuático era inseparable del prestigio de esa residencia, donde "siempre, .siempre, desde que yo era chico, se había tomado parte en el juego", Al rato, el plañidero Porfirio larguirucho y dosificado, granujiento y rubión, empujaba y arrastraba por la escalera al baúl, rumbo al sótano.
Mientras lo hacía, calificaba a la madre de Salomón Bercov, empleando términos iguales a los que la señora Talía dedicara a la supuesta engendradora de su baúl.
Los trastos se apretujaban y superponían en la catacumba donde terminaban los escalones, de suerte que, a la débil luz de una lamparilla amarillenta, no le fue fácil a Porfirio despejar un sitio adecuado para emplazar el volumen del cofre. Transpiraba, jadeaba, rabiaba y, al par que propinaba al maletón puñetazos y puntapiés, movido por el desesperado afán de enderezarlo y acomodarlo, la lejana musiquita y los berridos de la comparsa lo perseguían, como si se mofasen. De repente, un encontronazo hizo saltar el candado del baúl y la tapa se entreabrió.
Ni la señora Talía, ni Porfidio, ni ninguno de sus huéspedes, había conversado jamás con Salomón Bercov. De mañana, cada cuatro días, el viejo salía para el mercado. Respondía a los saludos, y si alguno intentaba iniciar una charla, lo eludía cortésmente. De cualquier modo, nadie trataba de hacerlo. se ignoraban tanto sus medios de subsistencia como la ocupación a la cual consagraba su encerrada soledad; eso sí, se lo definía apocado, un tanto inofensivo y un mucho insignificante. Hasta tarde, de noche, permanecía encendida la luz de su habitación, y la gente, que al comienzo tejiera extravagancias vinculadas con su vida, se cansó y lo olvidó. Ya apenas lo veían, cuando se deslizaba, rozando las paredes, camino de la feria, escuálido y desvaído, casi esquelético, los ojos incoloros vacilantes bajo el ala del sombrero informe. Al morir y desaparecer del barrio, fue como si terminara de esfumarse en la bruma.
Y ahora, por casualidad, el baúl de Salomón Bercov estaba frente a Porfirio, en el aislado sótano, entre-abierto.
La tentación de levantar la tapa era grande. Y esa tentación rivalizaba, en el ánimo de Porfirio, con el impulso que lo incitaba a volver a la ventana para descargar desde su altura las postreras bombitas sobre los disfrazados y su alborotada pobreza.
Vaciló entre una y otra atracción (¿el baúl?, ¿la murga?), hasta que la novedosa pudo más y, postergando el placer de empapar a su vecino, estiró ambas manos y alzó la tapa por completo.
Una confusión de chirimbolos, cubetas y frascos de dudoso matiz, rancios libros miserables, piltrafas, andrajos y restos imposibles de clasificar, todo ello salpicado de polvos malolientes, salidos, sin duda, de varias botellitas rotas, colmaba hasta el tope el desagradable depósito. Era evidente que la señora Talía había hurgado en el revoltijo de los bienes de Salomón Bercov, cooperando en su desbarajuste, y que, al no hallar nada digno de su interés, tornó a cerrarlo.
Porfirio repitió los ademanes maternos, y procedió a vaciar el cofre. Rápidamente, gozosamente, volcó en el suelo aquellos pingajos y fruslerías. Algunos libros, al abrirse y caer de bruces, dejaron escapar, como si los desventaran, extrañas láminas con orla de polilla, figuras de serpientes y de dragones, de seres mitad hombre y mitad mujer, de paisajes y plantas que no existen.
 Un mazo de naipes, manoseados y sucios, totalmente distintos de los que Porfirio utilizaba para jugar al truco con sus compañeros, se echó a volar huido de la caja por torpeza del muchacho, y sembró el piso, encima de la acumulación de ropas y de cosas, con una nueva serie de pintarrajeadas imágenes fantásticas esqueletos, demonios, sirenas, bufones, personajes de burla o de miedo. Y sobre todo, como una niebla azulosa, nacida de la entraña del baúl,  flotaba el polvillo repugnante.
Ya se aprestaba Porfirio. desilusionado como su progenitora, a abandonar esos despojos y a recuperar la atalaya bombardera del primer piso, cuando advirtíó que en el fondo mismo del baúl, confundido con su base tenebrosa, todavía quedaba algo. Hundió las manos en la cavidad y rescató dos prendas arrugadas: un traje, un traje entero; sin solapas la cerrada chaqueta, y estrechos los pantalones: anticuado, estrafalario, lívido de pringues y de chorreaduras; un traje de opaco terciopelo verde.
El hallazgo lo desconcertó, pero al momento vinculó la idea de ese excéntrico atavío con la del carnaval que, afuera, en la superficie, a pocos metros, batía parches, .soplaba hirientes cornetas y reiteraba estribillos de indecencia candorosa Así que, sin vacilar, en segundos, Porfirio se despojó de la escasa ropa que de su osamenta colgaba. Su flaca desnudez brilló brevemente, en la clausura del sótano y, por cierto sin que el muchacho se percatara, gratificó a esa soledad y a esas tristes paredes con una emoción (casi habría que decir con un temblor) resultante de aquella presencia de improviso más vital, muy desvestida y muy joven, aunque es justo consignar que el mozo nada tenía que ver con los básicos cánones de la belleza.
Púsose a continuación el traje de terciopelo verde, feliz, porque convino con exactitud a su altura y proporciones. Arriba, en la pieza que compartía con su madre, aguardaba una careta de Drácula, que días antes había  comprado, y calculó que gracias al tapado rostro y a esas ropas absurdas nadie lo reconocería, y que en consecuencia multiplicaría el desconcierto, no sólo entre los de la agresiva comparsa, sino también entre sus amigos del barrio. Encantado al imaginar el éxito de la broma, comenzó a subir la escalera, sacudiendo los hombros, ya que de pronto lo sorprendió la impresión de que la roñosa chaqueta se los oprimía demasiado. Un metro más arriba, se acentuó ese ajuste, y a él se sumó el del pecho y la cintura, increíblemente ceñidos. Cuando lo mismo sucedió con los pantalones, que le trabaron en rigurosa ligadura las largas y magras piernas, el terror de Porfirio le hizo prorrumpir en gritos agudos. Pero la señora Talía, que ahora ocupaba su sitio en la ventana, y de tanto en tanto apuntaba y tiraba una bombita a la calle, no podía oírlo, en medio del estruendo de -la murga que la invadía de insultos alegres. Tampoco podía su congestionado hijo aflojar los botones, contra los cuales lucharon sus dedos de quebradas uñas. Por fin cayó, atravesado en la escalera. Saltábansele los ojos de las órbitas, y su lengua de ahorcado, de ahogado, asomaba entre los labios finos.
La señora Talía lo descubrió media hora más tarde, en posición tan irregular. Pensó que el adolescente no lograría la instalación del baúl en el sótano, y resolvió descender y darle una mano. Para sorprenderlo, se sujetó la careta de Drácula y bajó alternando las risas con las exclamaciones exageradamente broncas, que juzgaba propias de un vampiro de televisión. Reía aún, en el momento en que lo encontró, en un recodo de los mal iluminados escalones. La necesidad de amortajarlo obligó a cortar con una navaja el traje de terciopelo verde de Salomón Bercov.

Manuel Mujica Lainez
Publicado en Diario La Nación, 17/XII/1978

23 de febrero de 2017

Plegaría de carnaval, Leopoldo Lugones



Plegaría de carnaval

¡Oh luna! que diriges como sportwoman sabia
Por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé:
Bajo la ardiente seda de tu cielo de Arabia
¡Oh luna, buena luna!, quién fuera tu Josué.

Sin cesar encantara tu blancura mi tienda,
Con desnudes tan noble que la agraviara el tul;
Oh extasiado en un pálido antaño de leyenda
Tu integridad de novia perpetuara el azul.

Luna de los ensueños, sobre la tarde lila
Tu oro viejo difunde morosa enfermedad,
Cuando en un solitario confín de mar tranquila,
Sondeas como lúgubre garza la eternidad.

En tu mística nieve baña sus pies María
Tu disco reproduce la mueca de Arlequín,
Crimen y amor componen la hez de tu poesía
Embriagadora y pálida como el vino del Rhin.

Y toda esta alta fama con que elogiando vengo
Tu faz sietemesina de bebé en alcohol,
Los siglos te la cuentan como ilustre abolengo,
Porque tú eres, oh luna, la máscara del sol.

Leopoldo Lugones