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16 de enero de 2018

Best seller, O. Henry

 Best seller, O. Henry

1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente, nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral. A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse en Coketown.

2

-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación. Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey, derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos, se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real, suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor, no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C. D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que ver cómo hablan! ¡Escucha!              
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo… yo soy tan sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo- blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-. Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.

3

-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti. ¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso! Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati, hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular, ¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre. Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible. Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas, pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»”Y esto es lo que debo rastrear”, me dije para mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso -repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos, señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted, señor…
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa. No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí. Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre, aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme, y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias. ¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta. Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme: fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí… y a mí me aterrorizó pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se metió en la casa.

4

-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender que la vida no tiene metas ni límites geográficos.
«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que consigas las petunias para tu princesa!»

O. Henry 

15 de enero de 2018

Historia de una Blasfemia, Juan Jacobo Bajarlía

  HISTORIA DE UNA BLASFEMIA



Es posible que esta historia no sea original. No recuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo XVH, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para destruir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Innominado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.
En esta historia se invierten groseramente las actuaciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra interesado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.
–Sé que eres un hombre sabio –le dice el Innominado–. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.
–Tú has impreso –responde Cun-Tai-Go– distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insuficiente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.
–¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para modificar el número de palabras impreso en tu paladar?
–Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.
Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.
El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.
El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día. –¿A qué has venido, Cun-Tai-Go? –Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.
El Innominado observó esa ruina que declinaba vertiginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, quedó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el espacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las galaxias.
Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innominado quiso saber por qué había pedido primero mil palabras y después mil y una.
Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:
–Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refirmaron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu inconsistencia.
Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un segundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Innominado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:
El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En
La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969) 

14 de enero de 2018

H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

  H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

Los seres subterráneos
El misterio, los túneles secretos donde yacían o vegetaban antiguos monstruos, los seres subterráneos que lo acosaron desde niño cuando recorría los fenecidos vericuetos de Providence, o escuchaba las historias terroríficas que le contaba el abuelo, marcaron la primera etapa de este genial escritor que fue H. P. Lovecraft o sencillamente el Sumo Sacerdote Ech-Pi-El, como firmada sus cartas convirtiendo a la fonética las iniciales de su nombre.
Influido, entonces, por el abuelo, por los libros que éste tenía en su inmensa biblioteca, y por autores como Lord Dunsany, Edgar Allan Poe, M. P. Shiel, y Bram Stoker, sus primeros relatos y muchos de los últimos están estructurados sobre la base de un sótano o una cripta, un pasadizo y un monstruo que por artes mágicas o sobrenaturales se alimenta de otros seres.

Las voces secretas
No tenía ni 10 años cuando concibió su primer cuento: El noble oyente, que trata de un niño, quien repentinamente extraviado en una cueva, oye los planes de destrucción de seres subterráneos que conspiran contra los humanos.
El abuelo, hombre de vastas lecturas, vio en esas líneas iniciales al futuro escritor. Lo alentó a pesar de los defectos de su prosa. Indudablemente el joven Lovecraft había fundado en ese cuento su inminente narrativa.
Era la época en que tenía frecuentes pesadillas en cuyos sueños lo acechaban seres gomosos y sin rostro. El mismo Lovecraft lo dirá después. Recordará que en esas pesadillas veía una especie monstruosa de entidades que él llamaba alimañas descarnadas:
“Las alimañas descarnadas eran unos seres sin rostro, todos ellos negros y alas de murciélago. Es posible que tales imágenes provinieran de una mezcla de los dibujos de Doré (especialmente los del Paraíso perdido) que me deslumbraban durante la vigilia.”
Las voces secretas están en sus sueños y en su imaginación. Las lleva en el inconsciente, desde donde fluyen a su memoria y a los relatos que van delineando su intransferible perfil.
En 1898, cuando Lovecraft tenía 8 años, intentó otro relato con un túnel: El sótano secreto o la aventura de John Lee. El sótano conduce a un pasadizo secreto en el que John y su hermana, al cavar en él, hallan una caja de la que se apoderan. Pero la excavación da paso a un torrente en el que se ahoga la hermana. John Lee se salva. La caja, que es el botín de esa aventura, contiene un lingote de oro valuado en 10.000 dólares. La muerte de la hermana por muy poco.
Los miedos de la infancia siguieron vigentes y a veces amalgamados con sus aficiones. Le gustaban los gatos, en quienes veía seres astutos y enigmáticos, presencias de un mundo mítico que aun tenía vigencia. Cuando escribe Las ratas en las paredes, su protagonista, De la Poer, vivirá en la casa maldita con 7 criados y 9 gatos. Pero no bastarán estos felinos. Lovecraft le añade al relato otros de sus terrores infantiles: las ratas. Y de esta manera enriquece la obra con la maldición que pesa sobre la mansión en que vive De la Poer, referida a un ejército invisible de ratas que sólo él y los gatos podrán oír. El protagonista, sin embargo, no tendrá posibilidades para eludir la maldición. Un túnel lo conducirá a una caverna llena de jaulas con esqueletos humanos, vestigios de un culto caníbal practicado en otros tiempos. De la Poer terminará enrejado, oyendo el deslizamiento infinito de las ratas.

 Criptas y túneles
El terror al vacío y el miedo a la soledad, manifestados por Lovecraft por la enfermedad y muerte prematura de sus padres, fueron, en parte, los determinantes de las criptas y los pasajes secretos de sus argumentos. También influyó en él M. P. Shield, quien ya en The purple cloud (1901), nos hablaba de un ser de infinidad de ojos que moraba en el centro de la Tierra. O de aquellos esqueletos de peces con rostro humano de Xelucha (1904), invadidos por gusanos que devoraban la úvula para continuar caprichosamente por sus adyacencias.
No sería extraño que Lovecraft lo hubiera seguido no sólo en las obras citadas, sino también en La Ciudad Sin Nombre (1923) y en Prisionero de los faraones (1924). En la primera nos describe un descenso en una cripta, de donde seres con alas de murciélago llevan en sus grupas a otros seres. En Prisionero de los faraones el protagonista es secuestrado por una banda y bajado a un túnel cerca de la Esfinge de Gizah, en la que se practican “execrables” rituales eróticos.
Hay algo más que ya se observa en ese ser repulsivo que en Beast in the cave, escrito a los 13 años, pugna por estallar desde el sótano en que está metido. Es esa axiomática de la transgresión de que hablaba Maurice Levy en su Lovecraft ou du fantastique (1972). Una axiomática en la que se corta el aflujo de la realidad por otra instancia en que privarán los seres gomosos o las criaturas fantasmales del mundo onírico.
Eso no impedirá un tratamiento racional del argumento. Estos monstruos, en efecto, actúan inmersos en un mundo material en el que se distinguen de los demás sólo por sus formas fantasmales. Coexisten con los humanos en extraños contubernios que únicamente son posibles en los sueños.
A veces se invierten los hechos y son los humanos los que invaden el mundo de los sueños, como acaece en la saga de Randolph Carter, en uno de cuyos volúmenes, En busca de la Ciudad del Sol Poniente, el protagonista desciende audazmente “los 300 peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo”.
Los seres oníricos, los silenciosos zoogs, le dirán a Carter qué debe hacer para estar en contacto con los Grandes Dioses. La inversión de los hechos no excluye, sin embargo, el tratamiento material de los protagonistas. O en otros términos: es el realismo dentro del sueño.
Hay un instante en el que Carter pierde la llave de la puerta que conduce al mundo onírico (como se ve en La llave de plata). Pero angustiado entre distintos objetos, hallará una vieja llave de plata con la que llega a un escondite de su infancia. Es el acceso al misterio. Allí se transfigura en el niño que fue y vuelve a la región de los sueños.
La llave de plata que halló Carter, es el símbolo de la propia vida de Lovecraft. Este también la buscó, y cuando la halló en su escritura, sólo pudo regresar a un mundo que siempre deseó, pero poblado de seres intangibles dictados por su memoria prodigiosa.

 De H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural, Juan-Jacobo Bajarlía

13 de enero de 2018

Jekyll y Jack el destripador, Juan Jacobo Bajarlía

 Jekyll y Jack el destripador, Juan Jacobo Bajarlía



JEKYLL Y JACK EL DESTRIPADOR

1.         La serie sangrienta

El 6 de agosto de 1888 comienza la historia criminal más desconcertante del Londres de fin de siglo. Es una historia con su ciudad de maldita: el distrito de Whitechapel, con sus calles obscuras, sus casas miserables, sus prostitutas, el hampa agazapada, a la espera del primer desconocido. Transitar entonces por Whitechapel era aventurarse en la ciudad de Dite, descrita en el Infierno del Alighieri. Sólo tenían cabida el azar y los impulsos demoníacos.
Ese día, 6 de agosto, alguien, no importa quien, descubre el cadáver de una mujer que todos conocían en Whitechapel. Era una prostituta, Emma Smith, que solía recorrer sus callejuelas tenebrosas adivinando miradas. Estaba degollada de oreja a oreja, y su vientre seccionado verticalmente desde el ombligo hacia abajo. Al lado de ella, de sus trenzas revueltas, sobre el pavimento de la maldita callejuela, se hallaban los intestinos, manoseados y dispuestos como un símbolo sinusoidal. Detrás de este dibujo macabro aparecían unas huellas de sangre que se perdían en una acequia. Ahora hubiéramos dicho que un ser incorpóreo, fantasmal, había cometido un crimen para desaparecer en el líquido turbio de una ciénaga que comunicaba con el más allá. El criminal se había diluido como si la acequia lo hubiera devorado.
Examinado el cadáver por la policía, se advirtió en seguida que le faltaba una oreja. Se pensó por un instante que podía tratarse de una muerte por libídine seguida de antropofagia. Krafft-Ebing ya la había descrito en su Psychopathia sexualis (c. VIII). Pero no se trataba de esto, porque al día siguiente, entre la correspondencia anónima del correo, apareció una cajita con destino a Scotland Yard. En el interior de ella, envuelta en papel de seda, el criminal había colocado la oreja que le faltaba al cadáver de la Smith. Asesinato y desafío que comenzó a inquietar a todo Londres. Las características del hecho probaban ya que el desconocido manejaba el bisturí y tenía excesivos conocimientos de anatomía. Probaba, inclusive, que una vez degollada y destripada la víctima, el asesino se había recreado con los intestinos hasta disponerlos sobre el pavimento como si buscara un ordenamiento determinado. Por último, con el envío de la oreja a Scotland Yard, habría que pensar en un humorista macabro. (Probablemente es el padre de ese humor negro que luego exaltarían los surrealistas encabezados por André Bretón).
El envío de la oreja, por otra parte, incluía un desafío a continuar. El reto de las tinieblas contra la policía.
El segundo crimen acaeció en el mismo mes: el 31 de agosto de 1888. La víctima fue Martha Traban, una prostituta de 35 años, de larga cabellera rubia y ojos azules. Degollada y destripada. Y también en Whitechapel, a poco trecho del lugar en que había sucumbido la Smith. Pero esta vez los intestinos no habían sido ordenados simbólicamente. Estaban desparramados. Tampoco faltaba una oreja. El desconocido había extirpado un riñon como si hubiera trabajado sobre una mesa de operaciones.
Londres comenzó a temblar. Las puertas y ventanas comenzaron a cerrarse muy temprano. Las calles se volvieron solitarias. Alguna vez, en la neblina densa y deletérea sólo se oía el ritmo de unos cascos que avanzaban hacia el misterio. Después se supo de la humorada macabra del asesino. De la reiteración obsesiva. Éste había enviado el riñon a la policía en otra cajita similar a la primera. Scotland Yard quedó escarnecida. Todo Londres se convirtió en una protesta contra su imbatible cuerpo de seguridad. Conan Doyle, que un año antes había creado a Sherlock Holmes en su A Study in Scarlei (1887), sintió lástima por los investigadores de Londres.
El 8 de setiembre se reanudó la serie sangrienta. La víctima, otra muchacha que vendía su cuerpo al primero que pasara, se llamaba Mary Anne Nichols. Murió de la misma manera que las anteriores, con las vísceras sobre el suelo o estampadas sobre las viejas paredes de Whitechapel. Pero hora aconteció una variante totalmente nueva. El asesino se retiró con una parte de las vísceras. Posiblemente para conservarla y recrearse con su contemplación, como lo hicieron mucho antes, en la historia del crimen, Gilles de Rays y el Asesino de la Medianoche que aterrorizaba en Notting Hill. O bien aquel otro que se llamó Vicenzo Vernezi, tan estudiado por Lombroso (L'huomo delinquenti, II, 168 y ss.), el cual se llevaba la ropa y las vísceras de la víctima para palparlas secretamente.
La cuarta prostituta asesinada fue hallada el 30 de setiembre en Hamburry Street. Se llamaba Annie Chapmann, acaso un nombre falso para ocultar la miseria y el delito. Y a ésta también le faltaba un riñon que tampoco fue a Scotland Yard. El asesino se había vuelto coleccionista (un coleccionista infernal para otros demonios del más allá). O bien se había desayunado con esa parte del cuerpo humano. Es una hipótesis posiblemente humorística que hubiera entusiasmado a Thomas de Quincey cuya definición del delito (On murder considered as one of the fine arts, I, II) no deja de tener una idea obsesiva sobre la importancia de la bolsa como instrumento para la conservación y el desayuno. Y como hipótesis no era una mera suposición, sino algo terminante, incuestionable. El asesino había cometido el crimen entre la medianoche y la madrugada. La antropofagia pudo haber sido estimulada por la hora, en un amanecer neblinoso, lleno de signos imprevisibles. Ahora, sin embargo, hay un hecho insólito. Sobre la pared, a poco trecho del cadáver, escrito con tiza (la letra es impecable), hay un mensaje que incluye un desafío a todas las policías del mundo:

Esta es la cuarta y mataré muchas más antes de desaparecer.

Jack the Ripper

El asesino, insistiendo en su desafío a Scotland Yard se autodenomina para mayor escarnio. Ahora es sencillamente Jack el Destripador.
Y el Destripador se burla de las reglas. Y también del Comité de Vigilancia, formado ante la indignación de la reina Victoria y la impotencia del jefe de policía Sir Charles Warren. En los primeros días de octubre, en una plaza, al oeste de Whitechapel, da cuenta de la quinta prostituta, Catherin Eddowers. Ahora, en un nuevo alarde de disección, le extrae los ovarios. (Cien años después un argentino recluido en Sierra Chica, realizará idéntico trabajo de los ovarios, "cazando" mujeres en la Pampa). El 9 de octubre, en Berner Street, siempre al filo de la medianoche, fue hallado el cadáver de Elizabeth Stride. Era la sexta prostituta. La séptima fue una muchacha de 20 años, asesinada en Dorset Street 26, en la misma casa en que recibía a su clientela. Se llamaba Mary Jane Kelly, y tenía fama de mujer hermosa. El Times, en una transcripción de Alan Hynd (Sleuths, Slayers and Swinclers, 1954) decía:
La infeliz estaba echada de espaldas sobre la cama, totalmente despojada de sus ropas. Tenía la garganta seccionada de oreja a oreja, pero éstas y la nariz habían sido arrancadas par el asesino. Lo mismo sucedía con los pechos, colocados a su vez, en una mesita. El estómago y el abdomen estaban abiertos. El rostro mutilado, irreconocible en sus rasgos. Los riñones y el corazón, extirpados y puestos en la. mesita, junto a los pechos. El hígado, también extirpado, sobre el muslo derecho. El útero había desaparecido. Los muslos, por último, estaban lastimados. No puede imaginarse una visión más espantosa.
El asesinato de la Kelly fue el único hecho del monstruo en un lugar cerrado. Y acaeció cuando el Comité de Vigilancia había reforzado sus cuadros. Indudablemente, Jack el Destripador seguía puntualmente las reacciones de sus crímenes. Al advertir que las calles de Londres estaban vigiladas, optó por cambiar de táctica. Inclusive la que iba a ser su víctima creyó que estaba protegida esperando a la clientela en su propia casa. Aquí termina o se interrumpe la historia de Jack el Destripador. Y es aquí donde comienza otra historia memorable que me propongo relatar.
 2.         Las huellas del doctor Jekyll

Nunca se supo quién había sido Jack the Ripper. Conan Doyle, su contemporáneo, creador un año antes de Sherlock Holmes, en A Study in Scarlet (1887), aventuró la posibilidad de su presencia mediante la aplicación de los estudios dactilares emprendidos por Francis Galton en 1886. (El argentino Juan Vucetich no había publicado aún su Dactiloscopia comparada, que data de 1904). Pero nadie siguió sus consejos. Scotland Yard, adherida al sistema de las fichas antropométricas del criminalista francés Alphonse Bertillon, perdió definitivamente las huellas del Destripador. Al llegar a Londres en 1963, una circunstancia imprevista me hizo entrever la identidad del asesino. Transitaba yo por las calles del Soho cuando de pronto me detuve ante la vidriera de cierta extraña librería que semejaba el escaparate de un anticuario Un título borroso sobre fondo amarillo, sin indicación de autor, decía sencillamente: In Memorian: Jekyll the Ripper. A su izquierda se veía la primera edición de The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de 1886, y a su derecha las Some college memories (1886), también de Stevenson. Sobre el primer libro, a una distancia de medio centímetro, había una estatuilla de madera que representaba, según averigüé después, una deidad demoníaca de Samoa, lugar en el que Robert Louis Stevenson falleciera a los cuarenta y cuatro años, como consecuencia de un derrame cerebral.
El título del primer libro (In Memorian: Jekyll the Ripper) me dejó fascinado, pegado a la vidriera. El apelativo, the Ripper, el Destripador, no correspondía al doctor Jekyll, el personaje de Stevenson, sino a Jack, el famoso asesino que se burló de Scotland Yard. Había una confusión deliberada, agravada por la falta de indicación autoral. Cuando entré por fin, el librero sonrió. Me dijo que el libro lo había escrito el mismo Stevenson en 1894, año de su muerte en Samoa, pero sin aditarle su nombre. Posteriormente sus herederos lo declararon apócrifo. No obstante, él, bibliólogo más que bibliófilo, creía en la paternidad stevensoniana de la obra. El estilo de ésta y su enfoque sicológico eran similares a los de El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. No discutí con el bibliólogo. Adquirí el In Memorian por un precio muy elevado, y compré también las Some College memories.
Después volví a la habitación del Hotel. Me senté junto a la estufa con mi pipa, una botella de whisky y los libros. Afuera, golpeando la ventana, el viento más frío de Londres paralizaba todo fervor. Cuando comencé a leer el In Memorian: Jekyill the Rípper, tuve un estremecimiento premonitorio. Stevenson había conocido a Jack el Destripador mucho antes de que éste aterrorizara a Londres. Inclusive había permanecido indiferente cuando Conan Doyle buscaba una solución por medio de las huellas dactilares. La razón de todo esto podría estar, sin embargo, en que al publicar El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, Stevenson ya daba por muerto al doctor Jekyll cuando en realidad seguía viviendo. El capítulo I del In Memorian: Jekyll the Ripper, estaba dedicado a la descripción del doctor Jek ("alto, de ojos azules, de fina sensibilidad") especialista en incisiones anatómicas, según una expresión de la época. El capítulo II describía los efectos de una droga inventada por éste para obtener la duplicidad del ser: "Mezcló los elementos. Vio cómo hervían y humeaban en la copa. Esperó el punto final de la ebullición y bebió la droga. Entonces sintió dolores desgarradores, como si todo el esqueleto se le descoyuntara. Tuvo náuseas. Su rostro, en el espejo, comenzó a ennegrecerse, como si un segundo ser, el yo profundo que llevaba oculto, pugnara por salir. Luego, aterrorizado, el doctor Jek se contempló distinto. Ya no era Jek. Era un desconocido con una mirada siniestra, llena de fuego, y un ímpetu que le recorría por la sangre y lo hacía estremecer. Espantado ante esa imagen del mal, volvió a tomar la droga y se recuperó en un instante". Pero el doctor Jek (cap. III) volvió al experimento, y cierta noche, convertido en una encarnación demoníaca, se lanzó hacia las callejuelas tenebrosas de Whitechapel, iluminadas apenas por los languidecientes mecheros de gas. Este segundo ser, el espíritu del. mal, o Mr. Hyde en El extraño caso . . ., fue haciéndose más necesario para el doctor Jek. Más imprescindible. Sin embargo, sus fechorías estaban signadas extrañamente por cierta tendencia a eliminar el mal en los otros, algo así como si la parte buena de Jek se lo impusiera en el desdoblamiento de la personalidad.
 En Whitechapel, donde el doctor Jek se hacía pasar por Jekyll (In Mem., IV y VII), asesinó a dos prostitutas, una de las cuales ejercía de proxeneta entre los burgueses adinerados. Y en ambos casos las víctimas presentaron la misma incisión en el vientre: un tajo desde el ombligo hacia abajo, en una línea vertical, casi perfecta, y los intestinos dispuestos en un símbolo sinusoidal. Stevenson (o el supuesto Stevenson) no decía que también estuvieran degolladas de oreja a oreja. Pero no había duda de que Jek era ya el que luego habría de llamarse Jack el Destripador, modificando el Jek en Jack. Lo más arbitrario y obscuro de esta historia, es que la policía no investigó los hechos. Jamás supo de nadie que se llamara Jekyll the Ripper. Sólo hay una referencia perdida en capítulo VIL un abogado de nombre Patterson (Utterson en El extraño caso ...) se dedicó a investigar por su cuenta la historia del doctor Jek en el barrio del Soho, a mucha distancia de Whitechapel.
La botella de whisky estaba ya por la mitad y el viento seguía arremetiendo contra el vidrio. Los relojes borraban la noche de Londres. Cuando dejé el In Memoriam: Jekyll the Ripper, pensé que todo estaba claro. Jek, convertido en Jekyll el Destripador, segundo Yo obtenido por retroversión de la personalidad, proceso esquizofrénico no muy estudiado entonces, era el mismo que luego habría de volver a su estructura demoníaca en el Londres de 1888. Pero ya no sería Jekyll el Destripador sino Jack el Destripador. En El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, la segunda persona, el segundo Yo, habría de llamarse Hyde. Stevenson, indudablemente, tenía interés en ocultar la verdadera identidad del sujeto para convertirlo en personaje de su novela. No hubo mala fe. Incluso, cuando pudo haber aclarado los asesinatos de Jack el Destripador, ya estaba en camino de Samoa, en donde se recluyó hacia 1889, en el instante en que todavía parecía seguir actuando el asesino. Otra hipótesis que no deriva de la lectura del In Memoriam, es la de que el doctor Jek y Jack el Destripador eran expertos en el manejo del bisturí. Utilizaban el mismo procedimiento para las incisiones y desparramaban las vísceras formando extrañas figuras. Además, el título completo de la obra In Memoriam: Jekyll the Ripper, anunciaba implícitamente que se trataba de la misma persona. Pero, ¿por qué fue escrita en 1894 y no antes? Creo sin lugar a dudas, que el sentimiento de culpabilidad llevó a Stevenson a confesar tardíamente una realidad que antes había callado o había visto como posibilidad creadora. Y para que nada se le imputara, negó inclusive la paternidad de la obra. Porque al negarla quedaba a cubierto de toda sospecha, pero con la tranquilidad, para su conciencia, de haberse confesado.
Para mayor confusión, en las Some College Memories había una frase según la cual Stevenson estaría dispuesto a modificar la realidad. ¿Tendría esto algo que ver con la historia de Jek-Jekyll-Jack? Las memorias y el caso del doctor Jekyll databan de 1886, y el asesino, dos años antes de aparecer en Whitechapel, ya se dedicaba a iguales víctimas que las enumeradas por Scotland Yard en 1888. La confusión se hizo más acuciante con un tercer elemento que por lo ridículo he dejado para el final. El bibliólogo del Soho me mostró un pantalón azul, muy obscuro, que él había adquirido en Portland Street (a poco trecho de un hotel donde se alojara Mr. Hyde) que tenía dos iniciales tejidas con el "hilo peculiar" de la época: J.J. Estas iniciales respondían a la manía del doctor Jek de inicialarse toda su ropa. Cuando le observé por qué dos veces la inicial del apellido, me respondió: "Un desafío a Scotland Yard para que descubriera sus crímenes. Jek, como Jekyll en El extraño caso…, también se llamaba Henry".
Con esa contestación incoherente di por terminada en Londres mi investigación de Jack el Destripador. Al regresar a Buenos Aires, revisando mi archivo de crímenes, tuve una evidencia sobre la cual no me atrevo a escribir todavía. Jack el Destripador, desaparecido de Londres, había muerto en Buenos Aires, a los 75 años, en un hotel de la calle Leandro N. Alem, frente a la plaza Mazzini, hoy Roma, una mañana lluviosa de octubre de 1929.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969)

12 de enero de 2018

Los peces que engendraban hombres, Juan Jacobo Bajarlía

 Juan-Jacobo Bajarlía (n. en Buenos Aires el 5 de octubre de 1941 - f. en Buenos Aires el 22 de julio del 2005) fue un poeta, cuentista, ensayista, novelista, dramaturgo y traductor argentino.
Poeta, novelista, dramaturgo y periodista, nació en Buenos Aires en 1919 y obtuvo diversos galardones, entre ellos el "Ellery Queen"s Mystery Magazine" (1964), el del Fondo Nacional de las Artes (1969), el Premio Municipal de Narrativa (1970) y el Konex de Platino (1984). Bajarlía era también abogado, doctorado en Criminología; dirigió "Contemporánea" (1948-1950 y 1956-1957), revista que agrupó las tendencias de vanguardia. Desde el 27 de junio de 1982, colaboraba en forma permanente con LA GACETA Literaria. Su último trabajo fue publicado el 22 de julio.
Firmaba sus novelas policiales con el seudónimo de John Batharly. Publicó "Historias de monstruos" (1969), "Fórmula al antimundo" (1970), "El día cero" (1972), "El endemoniado Sr. Rosetti" (1977) y "Sables, historias y crímenes" (1983). Como poeta ha publicado "Estereopoemas" (1950), "La Gorgona" (1953), "Canto a la destrucción" (1968) y "Nuevos límites del infierno" (1972).
En ensayo produjo, entre otros títulos, "Notas sobre el barroco" (1950), "El vanguardismo poético en América y España" (1957), "Sadismo y masoquismo en la conducta criminal" (1959) y "La polémica Reverdy-Huidobro" (1964).
Estrenó varias piezas teatrales, y su drama "Monteagudo" (1969) obtuvo cuatro distinciones: la Selección Municipal para las Jornadas de Teatro Leído, el Premio Municipal de Teatro a la mejor obra no representada, la del Fondo Nacional de las Artes y la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.
 Los peces que engendraban hombres

En el siglo xvi circularon en Europa algunos libros heréticos, cuyos posibles autores perecieron en la hoguera. De uno de ellos, L´origine de la magie (1583), (redactor no precisado todavía), se extrajo una fábula que aterrorizó a los inquisidores. Según este relato, sólo las aguas y los peces existieron en el origen de la vida. Pero los peces eran de distintos tamaños, y su dimensión posibilitaba una inteligencia peculiar que faltaba en los más pequeños, condenados, a su vez, a ser el alimento de los otros. Uno de esos grandes peces, llamado Incitant (incitante, promovedor de vida) de enormes aletas, voló un día hacia la superficie terrestre y arrojó su semen desaprensivamente. La parcela en que cayó el líquido se cubrió de una extraña tonalidad ambarina, y a los pocos meses un ser alongado y virtuoso comenzó a saltar sobre las piedras hasta que le crecieron alas en vez de aletas. Este ser alongado fue el primer pájaro que cruzó la atmósfera del planeta. Se alimentó de hierbas y gusanos y buscó refugio en las grutas cuando la altura lo cansaba.
La fábula no se detiene ahí. Relata las peripecias ulteriores del "hijo" alado de Incitant y concluye en la apertura hacia una ontogenia en cuyo origen los pájaros habían iniciado la vida humana.
No se sabe si esa fábula influyó o no en el religioso Lucilio Vanni, quien apenas vivió 35 años. Pero se conoce su historia de sabio inconformista dedicado a los estudios esotéricos. Fue el autor de una hipótesis demoledora según la cual el semen de los peces podía engendrar seres dotados de inteligencia, El primer hombre habría sido el producto del líquido espermático derramado por un pájaro divino, llegado de otro mundo. La respuesta de los Tribunales Inquisitoriales advino rápidamente. Lucilio Vanni fue encarcelado y condenado a muerte en el patíbulo. Lo ejecutaron en Tolosa, en 1619, arrancándole la lengua con una tenaza y estrangulándolo a continuación para que nunca más pensara ni repitiera esa "tremenda herejía".
Un siglo después, en 1748, se publicó el Telliamed, de Benoit de Maillet, que vivió entre 1656 y 1738. El libro había sido escrito en 1724. Pero el autor que conocía a sus contemporáneos y sabía cuál era la dimensión asombrosa de sus teorías, prefirió el anonimato al enfrentamiento de la ira. La tesis que desarrollaba tenía conexiones con la leyenda y las ideas del religioso cercenado y estrangulado en Tolosa. El también afirmaba en el Telliamed que en el origen de la vida los peces voladores habían engendrado a los pájaros. No reconocía ningún poder divino. Sólo el poder del semen de los peces, caído en una tierra virgen donde ya se habían, dado todas las posibilidades de la germinación. No sabemos qué habría sucedido si Benoit de Maillet hubiera sobrevivido a la publicación de su libro. Los sabios del siglo xx lo habrían recibido con una sonrisa, Pero esto no le quita ninguna importancia. La historia de la ciencia es la historia de la libertad de pensamiento.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969)

10 de enero de 2018

El último libro de la Sibila, Juan Jacobo Bajarlia

 EL ÚLTIMO LIBRO DE LA SIBILA



Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacia 1712 con el título de Magia y leyenda, que luego modificó cuando redactaba sus Carta eruditas. Pero pensándolo bien, conviene transcribirlo como prueba irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del siglo XVIII. He aquí la constancia:
La historia romana cuenta que habiendo llegado a Roma la Sibila de Cumas, en tiempos de Tarquino el Soberbio, aquélla le presentó nueve libros, y pidió por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad; despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres, insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y amenazando con arrojarlos al fuego como los demás en caso de ofrecerle menor precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio1 , y estos libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, tuvieron los tres libros la misma desgracia que los otros seis.
Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo es que, en realidad, uno de los tres libros que habían quedado, se salvó del incendio. Era el último (y lo refiere Ajlajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro sólo contenía estas líneas:
La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.


Juan Jacobo Bajarlia
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969)


1 Estos dos patricios o sacerdotes, los duumviri sacris faciendis (que Feijóo no nos cuenta por olvido o por no creerlo necesario) fueron aumentados a diez, los decemviri, en el año 367 a. J. C. Posteriormente, a quince, los quindecemviri, por decreto de Sila.


9 de enero de 2018

Los asesinos ("Ashashin"), Juan Jacobo Bajarlía

 LOS ASESINOS ("ASHASHIN"),  JUAN JACOBO BAJARLÍA 


A la secta herética de los ismaelitas, en el siglo xi, correspondió el "honor" (o la felonía) de acuñar la palabra asesino, nombre que derivó del hashish o haxix, droga extraída del opio que se administraban sus integrantes, como lo da a entender Marco Polo (Líber milionis, XXXI). Entre las víctimas de esta secta, se hallan Conrado, rey de Jerusalén, Abdul Jorasat el Inmaculado, Malabel el Silencioso, Raimundo de Trípoli, dos califas de Bagdad, el Gran Visir de Egipto, un Sha de Persia y otros prohombres del medioevo. Su jefe se llamó Aloadín, o sencillamente el Viejo de la Montaña, como lo menciona el aventurero veneciano. Pero su nombre verdadero es posible que fuera el de Hasan Ibn Al Sabbah, según anotan J. B. Nicolás (Les quartains de Kheyarn, 1867) y el erudito cordobés José E. Guráieb. (Este último nos dice, en la Introducción a las Nuevas Rubaiyát, 1959, que "Ese Hasan Ibn Sabbah, fue aquel famoso Caudillo de la Montaña, llamado erróneamente por el Viejo de la Montaña, o "Cheik Al Yabal", jefe de la secta de los ismaelitas").
Aloadín (digámoslo así para abreviar) ejercía, como jefe de la secta, funciones de califa. Había sido condiscípulo de Omar Al Jayyam y Nizam Al Mulk, en Nisapur, donde los tres estudiaban el Qorán, según constancias de este último en la Wasíah que escribió para celebrar los acontecimientos más memorables de su vida. El fue el primero que testimonió sobre el carácter de Aloadín: un hombre pendenciero e intrigante, contra el cual debió luchar a pesar de haberlo protegido siendo visir. Conspiró, por tanto, contra Nizam Al Mulk, y al ser descubierto por éste, Aloadín se refugió en la fortaleza de Alamut, en Rudbar, sobre las montañas cercanas al mar Caspio. De ahí la denominación impropia de Viejo de la Montaña.

 En esa fortaleza enclavada en un valle de difícil acceso, Aloadín tenía un paraíso terrenal, donde sus iniciados muchachos de 12 años, se drogaban con el hashish que él ofrecía mientras impartía su enseñanza. "Matar a un malvado –decía– es una bendición de los cielos, porque ellos, los malvados, están en la tierra para usurpar el derecho de los seres bondadosos". (Acaso fue ésta la primera norma sobre el regicidio que Maquiavelo y el Padre Mariana habrían de exaltar siglos después). Cuando los heréticos estaban ebrios por el opio, Aloadín introducía un conjunto de falsas huríes, muchachas no menos jóvenes que los iniciados, y comenzaba una danza fascinante, mientras las cañerías del palacio-fortaleza, suministraban miel y vino (Liber, XXXI; Ibn Al Levy, II, 21). Los goces terrenales del Alamut, eran semejantes al paraíso de Mahoma. Después, Aloadín les mostraba los muros del palacio, con murales excitantes, donde la desnudez y los alimentos se concretaban en un sueño insaciable. En uno de estos muros, el que daba hacia el valle y sus jardines diabólicos, había una inscripción del poeta persa Abulkasim Firdusí (Libro de los reyes, c. IV), que decía:
Todas las noches su cocinero [el de Zohak] mataba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que luego cocinaba un alimento para las serpientes del monarca.
Cuando los heréticos, también llamados hashashin o asesinos (Baudelaire refuerza el concepto en Le poéme du haschisch, II), regresaban del efecto del hashish y se hallaban entristecidos por haber perdido las visiones del paraíso, resolvían la eliminación del enemigo más próximo de Aloadín. Era el único recurso para volver a los goces terrenales y a las delicias de los jardines diabólicos. Entonces echaban la suerte, y el elegido salía del Alamut para confundirse, disfrazado, entre aquellos donde el sentenciado por Aloadín, habría de perecer. A la vuelta del asesino, cumplida la misión, el paraíso volvía a concretarse, y el héroe imponía su voluntad al juego de las huríes. Era un privilegio que duraba 24 horas. Después, en otro ciclo semejante, se resolvía el próximo asesinato.
Fue tan temido el Caudillo de la Montaña, que no hubo príncipe que no buscara su protección. Conocían su ira y el efecto de su fanatismo. Pero su imperio fue sofocado por la deserción de El-Haddar, uno de los ashashin. Denostado por Aloadín, huyó un día de la fortaleza y se unió a las huestes de Hulagu. Éste lo recibió con desconfianza. Su relato fue tan verídico y atroz, tan detallado, que el gran guerrero acabó por admitir la sinceridad del desertor. Hulagu llevó a sus hombres hacia el Alamut y le intimó la rendición al Gran Asesino. Éste desoyó las amenazas, y el guerrero estableció un cerco que duró tres años, al cabo de los cuales casi todos los defensores del Alamut perecieron por hambre. Entonces Hulagu ordenó la embestida final, y la fortaleza fue destruida en 1135. (Ibn Al Levy, II, 23, dice en 1265). Cuando el libertador entró en el reducto de Aloadín, éste, asesinado por su propia mano (autoasesinado) yacía con un puñal que le atravesaba la yugular. Se supone que quiso morir lentamente, ocho siglos antes de que Krafft-Ebing acuñara la palabra infamante extraída del nombre de Sacher-Masoch.

Juan Jacobo Bajarlía. De Historias de monstruos. Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969)
 Juan-Jacobo Bajarlía es poeta, cuentista, ensayista, novelista y dramaturgo. Nació en Buenos Aires el 5 de octubre de 1914, pero por un error en las anotaciones del Registro Civil aparece como nacido el 5 de octubre de 1912.
A los 9 años le dio por la poesía, y los 14, siendo estudiante secundario escribió un novelón de capa y espada con el título de La cruz de la espada, que un falso editor se llevó para publicar, y nunca más se supo del original. Fue el mayor de 5 hermanos, hijo de padres de gran posición económica, venidos a menos, a raíz de lo cual, el niño que entonces tenía 12 años, vendió medias por los bares para contribuir al sustento de la casa. A los 17 años ingresó en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, y luego se trasladó a La Plata donde completó sus estudios.
Fue uno de los introductores del vanguardismo en la Argentina. Entre 1948 y 1956 dirigió la revista Contemporánea y formó parte, en 1944, del Movimiento de Arte Concreto-Invención, junto con Gyula Kosice, Edgar Bayley, Carmelo Arden Quin y Tomás Maldonado, entre otros. También, en 1983, dirigió la revista Referente/el Ojo que mira.
Sus primeros libros que datan de los años 40, Prohombres de la argentinidad y Romances de la guerra, fueron excluidos de su bibliografía.
Obtuvo la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores el mismo año en el que se la adjudicaron a Adolfo Bioy Casares (1962). Luego se sucedieron los grandes premios: el del Instituto del Nuevo Mundo de la Facultad de Filosofía y Humanidades de Córdoba, dirigida por Juan Larrea acerca de César Vallejo (1963), el Mystery Magazine Ellery Queen's (1964), el Konex de Platino (1984), el Premio Municipal de Teatro (1962), el Premio del Fondo Nacional de las Artes (1962), 2¼ Premio Municipal de Narrativa (1969), Premio Boris Vian (1996), Premio Leopoldo Alas ("Clarín") (1971).
Sus cuentos, una estructura en la que se mezclan lo fantástico, la ciencia-ficción y la metafísica, integran varias antologías.
Como dramaturgo escribió y estrenó La Esfinge en el Teatro Mariano Moreno, en 1955; Pierrot, en La Plata, en 1956; Las troyanas, sobre el texto de Eurípides, en el Teatro de la Reconquista, en 1956; La billetera del Diablo, en el Teatro LYF, en 1969; Telésfora en Radio Nacional, en 1972. Su drama Monteagudo (1962) obtuvo cuatro distinciones: el de la Selección Municipal para las Jornadas de Teatro Leído, el Premio Municipal a la mejor obra no representada, el del Fondo Nacional de las Artes, y la Faja de Honor de la SADE.
Realizó numerosas traducciones del francés, italiano e inglés, incluyendo autores como el Aretino, el marqués de Sade, Kandinsky y Jean Tardieu, entre otros. También tradujo La lección, de Ionesco, que Francisco Javier puso en el Festival de Arte Dramático de Mar del Plata, en 1956. En 1963 fue leído, en el Teatro Los Andes, su drama de ciencia-ficción Los robots, en un acto auspiciado por la Municipalidad (Secretaría de Acción Cultural). Este drama, tragedia mecánica, como lo llama el autor, data de 1955.
Escribe novelas policiales con el seudónimo de John J. Batharly, entre las que debemos mencionar Los números de la muerte (1972), reeditada con nombre propio en 1978. Esta última y El endemoniado Sr. Rosetti, también se publicaron en México con los títulos de Vudú, secta asesina, y Hombre Lobo: El endemoniado Sr. Rosetti.
Entre sus antologías publicadas, Cuentos de crimen y misterio (1964), posee un estudio preliminar sobre lo fantástico y policíaco en las literaturas universal y argentina.
Considerado en su calidad de narrador, Leopoldo Marechal llamó a Bajarlía "zoólogo de la monstruosidad". Hopkins, desde Berkeley, dijo que "sus máquinas del tiempo dejan de ser instrumentos mecánicos para convertirse en dimensiones metafísicas". Antonio de Undurraga consideró que la dimensión metafísica de Bajarlía introducía en el cuento fantástico una línea mas allá de "lo metafísico, lo fantástico y la ciencia-ficción".
Dentro de su obra poética, su libro La Gorgona (1953) fue traducido al alemán por Ilse Lustig, en 1953, sobre cuya traducción Esteban Eitler compuso Música Dodecafónica, cuyo estreno se realizó en Bruselas, en 1954.
Entre sus numerosos ensayos, La polémica Reverdy-Huidobro/El origen del ultraísmo (1964) fue publicada previamente en francés por el Centre International d’Etudes Poétiques (Bruselas, 1962), con prólogo de Fernanad Verhesen; y Existencialismo y abstracción de César Vallejo (1967), se publicó en Córdoba en 1967 en tres volúmenes de Aula Vallejo (5, 6 y 7).
Fue colaborador del diario Clarín y director interino de suplementos literarios. Actualmente colabora en La Nación, La Gaceta de Tucumán, La Prensa y otros diarios de la Argentina.
Fue pionero en la investigación parapsicológica en la Argentina, participando de las primeras experiencias en parapsicología científica. Sus conocimientos en fenómenos paranormales lo llevaron a presidir varios congresos y dar cátedra en diferentes instituciones. Además es asesor en temas afines.
Fue vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Formó parte de la Asociación de Artistas Premiados Argentinos "Alfonsina Storni" (APA), de cuya revista fue redactor exclusivo.
Se realizaron dos documentales sobre su vida. Bajarlía, desandando el tiempo (2003) y Bajarlía (2005), que exploran en profundidad su vida y obra literaria.
Falleció en la Ciudad de Buenos Aires el 22 de Julio de 2005, a los 91 años.
En 2007 se publicó la obra póstuma El placer de matar, que recopila distintas investigaciones que realizó Bajarlía sobre grandes crímines y criminales de la historia.

8 de enero de 2018

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Porchia

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Porchia

Buenos Aires, 20 de Abril de (¿1963?)

Querido amigo Antonio Porchia:
¿Cómo hablar de lo indecible? Sólo por medio de las Voces. Sólo ellas han logrado hacer pleno este lenguaje, sólo ellas han sabido llenar de sangre las palabras y transformarlas en la Palabra, la única valedera. Si no mediara mi gran afecto por usted tal vez no le enviaría estas líneas. Una cosa es hablar de las Voces a un público anónimo y otra a su autor. No es posible ---por lo menos en mi caso--- explicarlas o comentarlas; sólo puedo decirle que mientras las leía, ellas ---que contienen todas las respuestas--- suscitaron en mí un eco silencioso que asentía dulcemente. Un eco como proveniente de tiempos inmemoriales, como si se refiriera a nuestros orígenes, a lo más hondo de la vida. Me sucedió uno de esos procesos reminicentes que sólo pueden llevar a los grandes y buenos encuentros. Y es a usted a quien se lo debo. Sus voces son de lo más puro y hermoso que se encuentra en el mundo. Y es usted quien las creó. Gracias.

Suya

Alejandra Pizarnik

7 de enero de 2018

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Porchia

Carta de Alejandra Pizarnik a Antonio Porchia

30, rue Saint Sulpice - París 6 e
22 de febrero de 1963


Querido don Antonio Porchia: Siempre pienso en usted y son incontables las veces en que quise escribirle. Pero siempre quería que llegara un instante único, privilegiado, separado de los otros, no parecido a ningún otro, para enviarle unas líneas que le dijeran la manera más pura cuánto lo recuerdo y que terriblemente importante ha sido --es-- haber conocido su voz, sus voces. Le agradezco enormemente las que me envió. Mi familia me las hizo llegar. Ahora esas dos hojas con su escritura están usadas y desgastadas (por mis ojos) porque las llevo conmigo como quien lleva los obligados documentos de identidad. Y en verdad son eso.
Sabrá por nuestro común y querido amigo Roberto Juarroz que van a hacer tres años que estoy en París. No pocas veces me tienta el volver, verlo a usted, a Roberto, a unos pocos más... Ahora creo que podría conversar con usted "mejor" que antes, tal vez porque perdí mi adolescencia o sufrí más o recuperaré algo de la infancia o envejecí, no sé, pero al releer su maravilloso librito mi fervor fue distinto: esta vez asiento a cada una de sus voces con toda mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante , releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada o mejor dicho amparada. Y también asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo rogaba tenerla. Volviendo al tema de París: lo que me calma de aquí es vivir sola, sin familia, viendo a la gente sólo cuando lo deseo. Esto es muy importante para mí. Necesito del silencio (o tal vez es el silencio que me necesita). "Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras". Esta frase se reitera en mí y canta en mí con extremada frecuencia. En verdad, no hago más que pensar en el silencio. Y he terminado preguntándome si el silencio existe. Pero si lo pregunto ya no hay silencio.
Si alguna vez desea escribirme algunas líneas me dará usted una muy alta alegría, me hará un gran bien. Por mi parte lamento que no haya llegado aún ese instante privilegiado en el que quería hablarle y preguntarle de una manera más hermosa que ésta de ahora. Pero como no tengo tanta paciencia aquí va esta carta y el más cariñoso abrazo de Alejandra Pizarnik.


6 de enero de 2018

Poema, Alejandra Pizarnik

POEMA

Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
Tú haces de mi vida
esta ceremonia demasiado pura.

Alejandra Pizarnik

De Los trabajos y las noches (1965)

5 de enero de 2018

Contemplación, Alejandra Pizarnik

CONTEMPLACIÓN

Murieron las formas despavoridas y no hubo más un afuera y un
adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el lugar no existía.
Con el propósito de escuchar están escuchando el lugar. Adentro de
tu máscara relampaguea la noche. Te atraviesan con graznidos. Te
martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la
tragedia.

Alejandra Pizarnik
De Extracción de la piedra de locura

(1968)

4 de enero de 2018

En contra, Alejandra Pizarnik

En contra

Yo intento evocar la lluvia o el llanto. Obstáculo de las cosas que no quieren irse camino de la desesperaci6n ingenua. Esta noche quiero ser de agua, que tu seas de agua, que las cosas se deslicen a la manera del humo, imitándolo, dando señales ultimas, grises, frías. Palabras en mi garganta. Sellos intragables. Las palabras no son bebidas por el viento, es una mentira aquello de que las palabras son polvo, ojala lo fuesen, así yo no haría ahora plegarias de loca inminente que suelta con súbitas desapariciones, migraciones, invisibilidades. El sabor de las palabras, ese sabor a semen viejo, a vientre viejo, a hueso que despista, a animal mojado por un agua negra (el amor me obliga a las muecas más atroces ante el espejo). Yo no sufro, yo no digo sino mi asco por el lenguaje de la ternura, eso hilos morados, esa sangre aguada.
Las cosas no ocultan nada, las cosas son cosas, y si alguien se acerca ahora, y me dice al pan pan y al vino vino me pondré a aullar y a darme de cabeza contra cada pared infame y sorda de
este mundo. Mundo tangible, maquinas emputecidas, mundo usufructuable. Y los perros ofendiéndome con sus pelos ofrecidos, lamiendo lentamente y dejando su saliva en los arboles que me enloquecen.


Alejandra Pizarnik

1961

3 de enero de 2018

Fragmentos para dominar el silencio, Alejandra Pizarnik

Fragmentos para dominar el silencio


I

Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que
cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra
arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera
muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos
se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de
loba.. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos.



II

Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no
guarecen, yo hablo.
Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque
regresarán para sollozar entre flores.
No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las
hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi
silencio gris.



III

La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no
diré mi poema y yo he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no
tiene sentido, no tiene destino.


Alejandra Pizarnik
De Extracción de la piedra de locura

(1968)

2 de enero de 2018

Vértigos o contemplación de algo que termina, Alejandra Pizarnik

Vértigos o contemplación de algo que termina

Esta lila se deshoja,
Desde sí misma cae
y oculta su antigua sombra.
He de morir de cosas así.

Alejandra Pizarnik
De Extracción de la piedra de locura
(1968)

1 de enero de 2018

Propósito de año nuevo, Alejandra Pizarnik

Propósito de año nuevo, Alejandra Pizarnik

Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado ponerme buena y no buscar lo imposible sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo. Que me sea dado el interesarme por este mundo.


Alejandra Pizarnik. Diario. Propósito de año nuevo.  Viernes 1º de enero de 1960

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