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7 de agosto de 2016

Magnetismo personal, O. Henry

Magnetismo personal, O. Henry

Jeff Peters estuvo metido en tantos planes para hacer dinero como recetas para cocinar arroz hay en el pueblo de Charleston.
La mejor de todas ellas, que a mí me gusta oírle contar, es aquella de los días pasados, cuando vendía linimento y remedios contra la tos en las esquinas, conviviendo con la gente, echando suertes para jugarse la última moneda.
—Yo llegué a Fisher Hill, Arkansas —cuenta—, con un traje de piel de ante, mocasines, pelo largo y un anillo de diamante de 30 quilates que había obtenido de un actor, en Texarcana. Nunca supe qué hizo con el cuchillo de bolsillo que le di en trueque.
Yo era el doctor Waugh-hoo, el celebrado médico hindú. Llevaba mi mejor apuesta por aquellos años, y esa era un licor amargo, hecho de plantas que daban la vida (por eso el nombre de “Resurrección”) y unas hierbas, descubiertas por accidente por Ta-qua-la, la hermosa esposa del Jefe de la tribu de los Choctaw, mientras recogía hortalizas para decorar un plato de perro hervido para la danza anual del maíz.
Los negocios no habían sido buenos en el último pueblo, así que solamente tenía encima cinco dólares cuando fui al droguero de Fisher Hill y él me acreditó por la mitad una gruesa de botellas de ocho onzas y corchos. Yo tenía las etiquetas y los ingredientes en mi valija, que había dejado en el último pueblo. La vida comenzó a presentarse, de nuevo, color de rosa, cuando llegué a mi habitación de hotel y comencé a llenar, por docenas, los frascos con los brebajes de la Resurrección.
¿Impostura? No, señor. Hubo dos dólares de gasto en el extracto de quinina y uno más de anilina en esa media gruesa de frascos. Estuve visitando pueblos años después y todavía encontraba tipos que preguntaban por el producto.
Alquilé un carromato esa noche y comencé a venderlos en la calle principal. Fisher Hill era un pueblo con malaria, y el tónico antiescorbútico con un hipotético compuesto neumo-cardíaco era justo lo que le diagnosticaba a la muchedumbre como necesidad perentoria. Los frascos salían como pan dulce tostado en una cena de vegetarianos. Vendí dos docenas al precio de cincuenta centavos de dólar cuando sentí que alguien tiraba de mi traje. Sabía lo que eso quería decir: me bajé y deslicé un billete de cinco dólares en la mano de un tipo que tenía una estrella de plata en su pechera.
—Alguacil, es una linda noche.
—¿Tiene una licencia de este pueblo para vender esta esencia falsa que usted disfraza bajo el nombre de “medicina”? —preguntó.
—No la tengo —le dije—. No sabía que ustedes tenían municipalidad. Si la encuentro mañana, tomaré el permiso si eso es necesario.
—Tendré que clausurarle hasta que lo haga —me dijo el alguacil.
Dejé de vender y regresé al hotel. Le conté al hotelero lo que había sucedido.
—Oh, no le dejarán hacer ninguna exhibición aquí. El doctor Hoskinks es el cuñado del alguacil, y ellos no permiten que ningún falso doctor practique en el pueblo.
—Yo no practico medicina —le dije—. Obtuve del Estado una licencia de buhonero, y sacaré un permiso del pueblo si ellos lo requieren.
Fui a la oficina del alguacil a la mañana siguiente, y me dijeron que no había llegado aún. No sabían cuándo lo haría. Así que el doctor Waugh-hoo se sentó en una silla del hotel y ataviado elegantemente, esperó.
En la silla de al lado, un joven con un lazo azul me preguntó la hora.
—Las diez y media —dije—, y usted es Andy Tucker. Lo he visto trabajar. ¿No fue el que impuso el paquete “Gran Cupido” en el sur? Déjeme recordar, era un anillo con un engarce de diamante chileno, un anillo de boda, un puré de patatas, una botella de miel y a Dorothy Vernon… todo por cincuenta centavos.
Andy se sentía complacido de que yo recordara. Era un excelente hombre de mundo. Era más que eso… él sentía respeto por su profesión, y se sentía conforme con una ganancia del 30 por ciento. Tenía numerosas ofertas para entrar en la droga y en el negocio de la hierba, pero nunca se había dejado tentar fuera del camino recto.
Buscaba un socio, así que Andy y yo convinimos en salir juntos. Le conté acerca de la situación en Fisher Hill, y cómo las finanzas se agotaban por culpa de una mezcla de políticos y brebajes. Andy había llegado en el tren de la mañana y también estaba escaso de fondos; había llegado para anotar, por unos pocos dólares, a todo el pueblo en una suscripción popular que era para construir un nuevo barco de guerra en Eureka Springs. Por lo tanto, nos fuimos al porche y charlamos.
A las once de la mañana siguiente, estaba sentado solo cuando un negro se acercó al hotel y preguntó por el doctor, para que fuera a ver al Juez Banks que, según parece, era el alcalde y estaba enfermo.
—No soy médico —le dije—. ¿Por qué no vas a buscar al verdadero doctor?
—Jefe, el doctor Hoskins se ha ido lejos, a veinte millas, para ver a los enfermos. Es el único médico del pueblo, y el señor Banks se siente mal. Él me dijo que, por favor, viniera a buscarlo.
—Lo voy a mirar pero de hombre a hombre —dije.
Así que puse un frasco de los brebajes amargos de la Resurrección en el bolsillo y me fui a las colinas, donde tenía la mansión el alcalde, la casa más linda del pueblo, con techo a dos aguas y una pareja de perros hechos en hierro exhibiéndose en el jardín.
Banks estaba en cama, todo arropado, y hacía unos ruidos internos que habrían tenido a todo San Francisco corriendo por los parques. Un joven estaba parado al lado de la cama con una taza de agua.
—Doc —dijo el alcalde—, estoy muy enfermo, a punto de morir. ¿Puede hacer algo por mí?
—Mayor, no soy un discípulo de Esculapio. Nunca tomé un curso en una escuela de medicina. He venido como amigo para ver si le puedo ser de utilidad.
—Le estoy muy agradecido, Doctor Waugh-hoo, este es mi sobrino, Mr. Biddle. Ha tratado de aliviarme, pero sin éxito. ¡Oh, señor! ¡Oh, oh, oh!
Le hice una reverencia a Mr. Biddle, me acerqué a la cama y le tomé el pulso al Alcalde.
—Déjeme ver sus pulmones… quiero decir su lengua —dije. Le levanté los párpados y miré las pupilas.
—¿Cuánto hace que está enfermo? —le pregunté.
—Caí en cama la última noche —dijo el alcalde—. ¿Me dará algo para curarme, no es cierto, doc?
—Mr. Fiddle, levante un poco la persiana.
—Biddle —dijo el joven—. ¿Cree que podría comer algo de jamón y huevos, tío James?
—Señor Alcalde—le comenté, auscultándole su hombro derecho y escuchando—. Ha tenido usted un ataque de superinflamación de la clavícula derecha del clavicordio.
—¡Mi Dios! —exclamó el alcalde, con un gesto—. ¿Puede hacer algo, colocarla en su lugar o lo que sea?
Tomé mi sombrero y rumbee para la puerta.
—¿No se irá, doctor? —preguntó el alcalde, con un aullido—. ¿No se irá dejándome morir con este… superfluido del clavicordio?
—Doctor Who-ha, la humanidad debería impedirle desertar ante una persona en problemas —comentó Mr. Biddle.
—No soy Who-ha sino el doctor Waugh-hoo —le corregí—. Es para que no tenga dificultad —y caminé de regreso a la cama tirando hacia atrás mi largo cabello.
—Señor alcalde —le dije—. Hay una sola esperanza para usted. Las drogas no le harán bien. Pero hay algo mucho más fuerte, aunque las drogas ya suelen ser fuertes.
—¿Y qué es eso?
—Demostraciones científicas. El triunfo de la mente sobre la zarzaparrilla. La creencia es que no hay dolor ni enfermedad, excepto cuando no nos sentimos bien. Lo declaro en deuda. Demostración.
—¿Qué es toda esa parafernalia que habla usted, doc? —preguntó el alcalde.
—Estoy hablando —le dije— de la gran doctrina de la psiquis financiera… de la escuela iluminativa a larga distancia, del tratamiento subconsciente de las falacias y meningitis… del maravilloso deporte interior conocido como magnetismo personal.
—¿Puede utilizar eso, doc?
—Yo soy el único y ostensible bombo del púlpito interior. El rengo camina y el ciego ve cuando hago un pase de los que conozco. Soy un médium, soy un hipnotizador y un controlador espiritual. En Ann Arbor, recientemente, el extinto presidente de la compañía de viñedos Bitters pudo volver a la tierra para comunicarse con su hija Jane a través de mí. Usted me encuentra ofreciendo medicina en las calles a los pobres. No practico magnetismo personal con ellos.
—¿Tratará mi caso?
—Escuche —le dije—, he tenido grandes problemas con las sociedades médicas. Yo no practico medicina. Pero, para salvar su vida, le daré el tratamiento psíquico si usted, como alcalde, no me presiona a que tengo que conseguir una licencia.
—Por supuesto que lo haré —dijo él—. Y ahora póngase a trabajar, doc, porque los dolores están volviendo.
—Mis honorarios serán 250 dólares, con la cura garantizada en dos aplicaciones.
—Está bien —replicó el alcalde—. Le pagaré. Supongo que mi vida tiene un precio mayor que eso.
Me senté en la cama y le miré directo a los ojos.
—Ahora, quite su mente de la enfermedad. Usted no está enfermo. Usted no tiene ni corazón ni clavícula ni huesos ni cerebro ni nada. Usted no sufre de ningún dolor. Declare su error. ¿No siente que el dolor lo está abandonando?
—Me siento un poco mejor, doc —comentó el alcalde—. ¡Que me condenen si no lo estoy! Ahora, prepare unos cuantos pases para que se me vaya la inflamación del costado, y creo que ya podría levantarme y tomar algún caldo con algunas galletas.
Realicé unos pocos pases con mi mano.
—Bien, ahora la inflamación se ha ido —dije—. El lóbulo derecho del perihelio ha disminuido.
Va a dormir. Usted no puede aguantar más sus párpados. Por el momento, la enfermedad está controlada. Duérmase.
El alcalde cerró lentamente sus ojos y comenzó a roncar.
—Observe, Mr. Tiddle —le dije—. Es la maravilla de la ciencia moderna.
—Biddle —respondió él—. Doctor Pooh-pooh ¿Cuándo le suministrará al tío el resto del tratamiento?
—Waugh-hoo —le corregí—. Regresaré mañana a las once. Cuando despierte, déle ocho gotas de trementina y un biftec de tres libras. Hasta mañana.
A la mañana siguiente, estuve de vuelta a horario.
—Bien, Mr. Riddle —le dije cuando abrió la puerta del dormitorio—, ¿y cómo está el tío esta mañana?
—Parece reestablecido —contestó el joven.
El color y el pulso del alcalde eran normales. Le di otro tratamiento de pases, y él me comentó que el dolor había desaparecido.
—Es mejor que permanezca en cama por un día o dos, y se encontrará curado. Ha sido una buena cosa que yo estuviera en Fisher Hill, señor alcalde. Todos los remedios del vademécum no hubieran podido salvarlo. Y ahora que la confusión se ha ido y el dolor se ha borrado, toquemos un tema más grato —dije, aludiendo a los honorarios de 250 dólares.
—Sin cheques, por favor. Odio escribir mi nombre al dorso, me produce tanto mal como escribirlo al frente.
—Tengo efectivo aquí —dijo el alcalde, sacando una billetera de abajo de la almohada. Contó cinco billetes de 50 y los sostuvo en su mano.
—Trae el recibo —le dijo a Biddle.
Firmé el recibo y el alcalde me entregó el dinero. Lo coloqué, con cuidado, en mi bolsillo interior.
—Ahora, cumpla con su deber, oficial —dijo el alcalde, susurrando como un hombre que está enfermo.
Mr. Biddle puso su mano en mi brazo.
—Está bajo arresto, doctor Waugh-hoo, alias Peters —dijo él— por practicar la medicina sin la autorización legal del Estado.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Le diré quién es —intervino el alcalde, sentándose en la cama. Es un detective empleado por la Sociedad Médica del Estado. Viene persiguiéndolo por cinco condados. Se presentó ayer y entre los dos preparamos este plan para atraparlo. Creo que no hará más de doctor por estos rumbos, señor Fakir. ¿Qué era lo que usted dijo que tenía? —el alcalde rió—. Bien… no era ablandamiento de cerebro, creo.
—Un detective —murmuré.
—Correcto —respondió Biddle—. Tendré que llevarlo ante el alguacil.
—Vamos a ver si lo haces —dije, tomándolo de la garganta y arrojándolo contra la ventana. Él sacó un arma y me apuntó en la barbilla; me quedé paralizado. Me puso las esposas y sacó el dinero de mi bolsillo.
—Atestiguo que son los mismos billetes que marcamos, juez Banks. Se los llevaré al alguacil cuando lleguemos a su oficina, y él le enviará un recibo. Tendrán que ser utilizados como evidencia en el caso.
—Está bien, Mr. Biddle —respondió el alcalde—. Y ahora, doctor Waugh-hoo, ¿por qué no hace una demostración? ¿Por qué no saca el corcho de su brebaje magnético con los dientes y se libera de las esposas?
—Vamos, oficial —dije yo con dignidad—. Puedo hacerlo mejor que eso —y me volví al viejo Banks haciendo ruido con las esposas.
—Señor alcalde, llegará pronto el día en que usted creerá que el magnetismo personal es un éxito. Y se dará cuenta de que fue exitoso en este caso, también.
Y me parece que así fue.
Cuando estuvimos cerca del portón, hablé:
—Andy, podemos encontrarnos con alguien… Es mejor que me liberes.
Y… claro, por supuesto que Biddle era Andy Tucker, y ese fue el plan que preparamos, y así fue cómo obtuvimos el capital para iniciar nuestros negocios juntos.


O. Henry

6 de agosto de 2016

Best seller, O. Henry

Best seller
O. Henry

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente, nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral. A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse en Coketown.
-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación. Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey, derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos, se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real, suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor, no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C. D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que ver cómo hablan! ¡Escucha!
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo... yo soy tan sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo- blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-. Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.
-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti. ¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso! Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati, hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular, ¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre. Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible. Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas, pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»"Y esto es lo que debo rastrear", me dije para mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso -repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos, señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted, señor...
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa. No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí. Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre, aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme, y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias. ¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta. Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme: fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí... y a mí me aterrorizó pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se metió en la casa.
-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender que la vida no tiene metas ni límites geográficos.

«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que consigas las petunias para tu princesa!»

O. Henry

5 de agosto de 2016

Un sacrificio por amor, O. Henry

Un sacrificio por amor
O. Henry

Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.
Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.
Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.
Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t..., pero ésa es nuestra historia.
Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.
Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron..., pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.
El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.
Los moradores de departamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad, nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y convierta en una mesa de billar; que el manto de chimenea se trueque en un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si lo desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salga por el Labrador.
Joe pintaba en la clase del gran Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.
Fueron muy felices en tanto tuvieron dinero. Así son todos...; pero no me mostraré cínico. Sus objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir. Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado, rehusándose a salir al escenario.
Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el reducido departamento: las ardientes y volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de ambiciones: ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e inspiración mutuas, y -pasen por alto mi naturalidad- las aceitunas y los sándwiches de queso a las 23.
Después de un tiempo, el Arte hizo alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares. Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock. Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de música para conservar la olla hirviendo.
Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.
-Joe, querido -dijo alegremente-, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente. La hija del general... general A. B. Pinkney, que vive en la calle Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca había visto una cosa semejante.
“Mi alumna se llama Clementina. Ya la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así, cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos bien.”
-Eso te conviene mucho, Delia -repuso Joe, atacando una lata de guisante con un cortaplumas y un tenedor-, pero, ¿qué me dices de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.
Delia se le colgó del cuello.
-Joe, querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en abandonar al señor Magister.
-Perfectamente -dijo Joe estirándose para coger el plato azul de verduras-. Pero detesto que des lecciones. Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.
-Cuando una ama su Arte, ningún sacrificio es demasiado arduo -dijo Delia.
-Magister exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque -dijo Joe-. Y Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré vender alguno si los ve algún idiota adinerado.
-Estoy segura de que lo harás -repuso Delia dulcemente-. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.
Durante la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado, ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas veces, cuando regresaba, eran las 19.
Al final de la semana, Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la sala de ocho por diez (pies) del departamento.
-A veces -dijo la mujer con cierto hastío-, Clementina me acaba. Me parece que no practica lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina, y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. “¿Y cómo marchan las semicorcheas y las fusas?” me pregunta siempre.
“¡Me gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero cariño; ¡es tan cortés y distinguida!... El hermano del general Pinkey fue embajador en Bolivia."
Joe, con el aire de un Montecristo, extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de uno -todas tiernas notas legales- y los dejó al lado de las ganancias de Delia.
-Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría -le comunicó abrumadoramente.
-No me bromees -repuso Delia-, ¡no es de Peoría!
-Te lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.
-Estoy muy contenta de que continúes en tus trabajos -dijo Delia cordialmente-. Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.
-Y filet mignon y champaña -dijo Joe-. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?
El sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las manos, que parecían demasiado sucias.
Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.
-¿Qué significa esto? -interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.
-Clementina -explicó la mujer- insistió en que comiera conejo de Gales después de la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir, dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó escaleras abajo y envió a alguien -dicen que al cocinero o alguna persona de servicio- a una farmacia, en busca de un poco de óleo calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.
-¿Qué es esto? -interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.
-Es algodón con óleo calcáreo -repuso Delia-. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? -había visto el dinero sobre la mesa.
-¿Si lo vendí? -interrogó el esposo-; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un parque y una vista del Hudson. ¿A qué horas te quemaste la mano, Dele?

-Creo que a las 17 -contestó la mujer quejumbrosamente-. La plancha, quiero decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando ...
-Siéntate aquí un momento, Dele -dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.
-¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? -interrogó el hombre.
Delia lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las lágrimas.
-No pude conseguir ningún alumno -confesó-. Y no me era posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece! Esta tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.
-No era de Peoría -repuso Joe lentamente.
-Bueno, no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y..., bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?
-No sospeché -repuso el hombre- hasta esta noche. Y tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos últimas semanas.
-Y entonces tú no...
-Mi comprador de Peoría -dijo Joe- y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.
Ambos rieron y Joe comenzó:
-Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece...
Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.

-No -dijo-, simplemente “cuando uno ama”.

O. Henry

4 de agosto de 2016

Por correo. O. Henry

Por correo
O. Henry

No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.
Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.
Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.
A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:
-Deseo que le transmitas un mensaje a esa joven que está sentada en el banco. Exprésale que voy camino a la estación para marchar a San Francisco, donde me uniré a la expedición de caza en Alaska. Dile que, puesto que me ha ordenado que ni le hable ni le escriba, recurro a este medio de hacer un último llamado a su sentido de justicia, en aras de lo que ha sido. Que condenar y rechazar a una persona que no merece tal tratamiento, sin darle sus razones o brindarle la oportunidad de que se explique, es contrario a la naturaleza de ella, según yo la juzgo. Que, hasta cierto punto, he desobedecido así sus órdenes, esperando que pudiera inclinarse a hacer justicia. Ve y dile eso.
El joven deslizó medio dólar en la mano del muchacho. Este lo miró durante un momento con brillantes y sagaces ojos, desde su sucia e inteligente cara, y luego marchó a la carrera. Se aproximó, con cierta duda, pero sin embarazo, a la muchacha que estaba sentada en el banco. Se tocó la parte de atrás de la vieja gorra a cuadros de ciclista. La muchacha lo miró con frialdad, sin prejuicio ni favor.
-Señora -dijo-, ese caballero que está en el otro banco le envía a usted una canción y una danza por mi intermedio. Si usted no conoce al tipo y él está tratando de hacerse el fresco, dígamelo, y llamaré a un vigilante en tres minutos. Si realmente lo conoce usted, y es correcto, le transmitiré la sarta de cosas que le manda decir.
La muchacha mostró cierto interés.
-¡Una canción y una danza! -exclamó la joven con un tono decidido y dulce, que parecía envolver sus palabras en un diáfano manto de impalpable ironía-. Supongo que se trata de una nueva idea dentro de la especialidad de los trovadores. Yo... conocía al caballero que lo envió a usted, de manera que apenas me parece necesario llamar a la policía. Puede usted ejecutar su danza y su canción, pero sin elevar mucho la voz. Es demasiado pronto para realizar espectáculos de vodevil al aire libre, por lo cual podríamos llamar la atención de la gente.
-Ah -dijo el muchacho con un encogimiento de hombros que recorrió la distancia de su estatura-, usted sabe a qué me refiero, señora. No es un acto de vodevil; es un secreto. Me dijo que le dijera a usted que tiene los cuellos y los puños de las camisas en la mano, listos para disparar a Prisco37. Luego va a cazar pinzones de las nieves del Klondike. Dice que usted le dijo que no le enviara más esquelas rosadas, ni se acercara al portón del jardín, y él emplea este medio de enterarla. Dice que usted se refería a él como a algo pasado, sin haberle dado derecho al pataleo. Dice que usted le dio el olivo y nunca le dijo por qué.
El interés ligeramente despertado en la muchacha y reflejado en sus ojos, no disminuía. Quizá lo había suscitado la originalidad o la audacia del cazador de pinzones de las nieves para enredar en esa forma las expresas órdenes de ella contra el empleo de los medios ordinarios de comunicación. Fijó los ojos en una estatua parada, desolada, en el descuidado parque, y le habló al transmisor:
-Dígale al caballero que no necesito repetirle la descripción de mis ideales. Él sabe cuáles fueron y cuáles son todavía. En lo que concierne a ellos en este caso, la lealtad y la verdad absolutas son de primerísima importancia. Dígale que he estudiado mi propio corazón tan bien como a uno mismo le es posible hacerlo y conozco sus debilidades, así como sus necesidades. Por eso decliné prestar atención a sus ruegos, sea cuales fueren. No lo condeno por oídas o pruebas dudosas, y es por eso que no formulo cargos. Pero, puesto que insiste en oír lo que conoce muy bien, puede usted transmitirle la cuestión.
“Dígale que esa noche entré en el conservatorio por la puerta trasera, con el objeto de cortar una rosa para mi madre. Que los vi a él y a la señorita Ashburton debajo de la rosa adelfa. El cuadro vivo era lindo, pero la pose y la yuxtaposición demasiado elocuentes y evidentes para requerir explicación. Abandoné el conservatorio y, al mismo tiempo, la rosa y mi idea. Puede usted llevarle esa canción y esa danza a su empresario”.
-Tengo reparo en cuanto a una palabra, señora. Yux... yux... explíquemela, ¿quiere?
-Yuxtaposición, o puede usted decir también proximidad o, si le agrada, estando demasiado cerca para que una conserve la posición de un ideal.
Las piedras giraban debajo de los pies del muchacho, que se paró al lado del otro banco. Los ojos del hombre lo interrogaban sediento. Los del muchacho brillaban con el celo impersonal del traductor.
-La señora dice que sostiene que las muchachas son presa fácil cuando los tipos cuentan historias de fantasmas y tratan de fingir, y que por eso no atenderá charlas falsas. Dice que lo sorprendió a usted abrazando a una muchacha en un invernáculo. Ella se estiró para cortar unas flores y usted estaba abrazando a la otra muchacha en gran forma. Dijo que el cuadro tenía lindo aspecto, perfecto, perfecto, pero la puso furiosa. Dice que es mejor que usted se ocupe en ir a tomar el tren.
El joven emitió un largo silbido y sus ojos chispearon con una súbita idea. Sus manos se hundieron en el bolsillo interno de su saco, del que extrajo un manojo de cartas. Eligió una, que le entregó al muchacho, seguida de un dólar que sacó del bolsillo del chaleco.
-Entrégale esta carta a la señorita -dijo- y pídele que la lea. Dile que ella explicará la situación. Dile que, si hubiera mezclado un poco de confianza en su concepción del ideal, se habría evitado muchos dolores de cabeza. Que la lealtad que ella tanto estima nunca ha vacilado. Que espero una contestación.
El mensajero se presentó frente a la muchacha.
-El caballero dice que se lo ha cargado sin motivo. Dice que no es un holgazán y, señora, lea usted la carta y le aseguro que es un buen tipo.
La joven desdobló el papel con cierta duda y lo leyó.

"Estimado doctor Arnold:

Le estoy muy agradecido por su bondadosa y oportuna ayuda prestada a mi hija, el viernes por la noche, cuando ella fue presa de un ataque de su vieja afección al corazón en el conservatorio, en la recepción de la señora Waldron. Si usted no hubiera estado cerca para sostenerla mientras caía y para prestarle la atención requerida, podríamos haberla perdido. Me sentiría contento si nos visitara y emprendiese el tratamiento de su caso.

Agradecidamente suyo,
Robert Ashburton"

La joven dobló la carta y se la entregó al muchacho.
-El caballero desea una contestación -dijo el mensajero- ¿Qué le digo?
Los ojos de la muchacha relampaguearon rápidamente, brillantes, sonrientes y húmedos.
-Dígale al tipo que está sentado en ese banco -dijo con una risa feliz y trémula- que esta muchacha lo desea.


FIN

O. Henry

3 de agosto de 2016

El romance de un ocupado bolsista, O. Henry

El romance de un ocupado bolsista
O. Henry

Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.
La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.
Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.
La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.
-Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? -interrogó Maxwell lacónicamente.
Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.
-Nada -repuso la estenógrafa alejándose con una ligera sonrisa.
-Señor Pitcher -le manifestó al confidencial empleado-, ¿El señor Maxwell dijo algo acerca de emplear a otra estenógrafa?
-Sí -repuso Pitcher-. Me ordenó que tomara a otra. Ayer por la tarde pedí a la agencia que enviara algunas para probarlas esta mañana. Son las 9.45 y todavía no se ha mostrado ningún modelo de sombrero ni ningún pedazo de goma de mascar.
-Entonces haré el trabajo como de costumbre -dijo la joven- hasta que llegue alguna muchacha para ocupar el puesto- se dirigió a su escritorio y colgó el sombrero negro con el ala de guacamayo gris verdoso, en el sitio acostumbrado.
El que se haya visto privado de presenciar el espectáculo de un ocupado bolsista de Manhattan durante una avalancha de trabajo, está impedido para ejercer la profesión de la antropología. El poeta canta acerca de la “ocupada hora de la vida gloriosa”. La hora del bolsista no sólo es ocupada, sino que los minutos y los segundos están suspendidos de todas las correas de las plataformas delantera y trasera.
Y ése era un día ocupado de Harvey Maxwell. El indicador de las cotizaciones comenzó a arrojar sus espasmódicos rollos de papel y el teléfono de sobre el escritorio tenía un ataque crónico de zumbido. Los hombres comenzaron a irrumpir en la oficina y a llamarlo por sobre la baranda en forma jovial, seca, viciosa, nerviosa. Los mensajeros entraban y salían corriendo con notas y telegramas. Los empleados de la oficina saltaban de un lado a otro como marineros durante una tormenta. Hasta el rostro de Pitcher se ablandó, dibujando algo que se parecía a una expresión de animación.
En la Bolsa había huracanes, terremotos, tormentas de nieve, glaciares, volcanes, y esas perturbaciones comunes se reprodujeron en miniatura en las oficinas del bolsista. Maxwell empujó su silla contra la pared, mientras tramitaba operaciones comerciales como un bailarín de puntillas. Saltaba del indicador de cotizaciones al teléfono, del escritorio a la puerta, con la diestra agilidad de un arlequín.
En medio de esta creciente e importante tensión, el bolsista advirtió de pronto un rulo dorado, enrollado alto, debajo de un inclinado dosel de terciopelo, extremos de avestruz, un saco de imitación piel de foca y una cuerda de cuentas tan larga como una rama de nueces, terminando, cerca del piso, en un corazón de plata. Había allí una joven serena, relacionada con estos accesorios. Pitcher estaba al lado de ella para interpretarla.
-Es una señorita de la Agencia de Estenógrafas que desea conocer detalles acerca del puesto -dijo Pitcher.
Maxwell dio media vuelta con las manos llenas de papeles y una cinta de indicador de cotizaciones.
-¿Qué puesto? -interrogó ceñudo.
-El puesto de estenógrafa -repuso Pitcher-. Ayer me dijo usted que llamase para que hoy enviaran una.
-Está usted perdiendo el juicio -dijo Maxwell-. ¿Para qué habría de darle semejantes instrucciones? Miss Leslie ha cumplido perfectamente durante el año de estada aquí. El puesto le pertenece a ella mientras desee conservarlo. No hay vacante, madam. Dé la contraorden a la agencia, Pitcher, para que no manden más estenógrafas.
El corazón de plata abandonó la oficina, balanceándose y golpeándose contra los muebles de la oficina como si se marchara indignado. Pitcher aprovechó la oportunidad para comentarle al tenedor de libros que el “viejo” parecía tornarse cada día más distraído y olvidadizo.
La avalancha y el ritmo de los negocios se tornaron cada vez más nerviosos y rápidos. En el piso se diseminaba media docena de títulos, en los cuales los clientes de Maxwell habían hecho grandes inversiones. Las órdenes de compra y venta iban y venían con tanta rapidez como una bandada de golondrinas. Algunas de sus propias acciones estaban en peligro, y el hombre trabajaba como una máquina potente, delicada y rápida, con plena tensión, marchando a toda velocidad, precisa, sin vacilación alguna, con la palabra adecuada y la decisión y la acción listas y prontas; empréstitos e hipotecas, dividendos y títulos; era un mundo de finanzas, y no había lugar en él para el mundo humano o el mundo de la naturaleza.
Al aproximarse la hora de almorzar se percibió una ligera calma en el tumulto.
Maxwell estaba de pie, al lado de su escritorio, con las manos llenas de telegramas y notas, con una estilográfica en la oreja derecha y el cabello cayéndole en desorden sobre la frente. Tenía la ventana abierta, pues la amada portera Primavera había enviado un poco de calor a través de las zonas de la tierra, que despertaban.
Y a través de la ventana llegaba un extraño -quizá perdido- olor, un olor delicado y dulce a lilas, que mantuvo al bolsista un rato inmóvil. Porque ese perfume pertenecía a miss Leslie; era propio de ella y único de ella.
El perfume hizo que el hombre se la representara en forma vivida, casi tangible. El mundo de las finanzas se convirtió en una manchita. La muchacha estaba en la habitación contigua, a unos veinte pasos.
-¡Por George, lo haré ahora! -dijo Maxwell en voz un poco alta-. Le pediré ahora. Me pregunto por qué no lo he hecho hace tiempo.
Se precipitó hacia la oficina interior, con la premura de un pelotero tratando de hacer una jugada, y se echó sobre el escritorio de la estenógrafa.
La muchacha levantó la vista hasta él y sonrió. Una tonalidad rosa pálida subió a las mejillas de la empleada, cuyos ojos mostraron una expresión bondadosa y franca. Maxwell apoyó un codo sobre el escritorio. Aun cogía con ambas manos una serie de papeles y tenía la estilográfica sobre la oreja.
-Miss Leslie -comenzó apresuradamente-, tengo un solo minuto de tiempo. Quiero decirle algo. ¿Quiere casarse conmigo? No he tenido tiempo de hacerle a usted el amor en la forma acostumbrada; pero la amo de verdad. Hable pronto, por favor, pues esos tipos se están uniendo para despojar al Union Pacific.
-¡Oh!, ¿de qué me estás hablando? -interrogó la joven. Se puso de pie y lo miró con los ojos abiertos.
-¿No comprendes? -dijo Maxwell con impaciencia-. Quiero casarme contigo. Te amo. Deseaba decírtelo y logré conseguir un minuto cuando el trabajo aflojó un poco. Ahora me llaman por teléfono. Dígales que me esperen un poco, Pitcher.
La estenógrafa se portaba de manera muy extraña. Al principio parecía dominada por la sorpresa; luego, de sus ojos maravillados fluyeron lágrimas, y por fin sonrió alegremente, deslizando con ternura el brazo alrededor del cuello del bolsista.
-Ahora lo sé -dijo con suavidad-. Son los negocios los que ahuyentaron, durante un tiempo, todo lo demás de tu mente. Estaba asustada al principio. ¿No recuerdas, Harvey? Anoche a las ocho de la noche nos casamos en la Pequeña Iglesia de la Vuelta.



O. Henry

2 de agosto de 2016

Después de 20 años, O. Henry

Después de 20 años
O. Henry

El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:
-No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.
-Sí, lo derribaron hace cinco años -dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.
-Esta noche se cumplen 20 años del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos. El tenía 20 años y yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no se le podía arrancar de Nueva York; para él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a recorrer para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría ya la vida hecha y la fortuna conseguida.
-Parece muy interesante -dijo el agente-. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
-Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo -respondió el otro-. Pero al cabo de un año o dos nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
-Faltan tres minutos -anunció-. Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en punto.
-A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? -preguntó el policía.
-¡A no dudarlo! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no era; trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con gente muy avispada para llenarme el bolsillo. Aquí, en Nueva York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y dio un paso o dos.
-Tengo que seguir la ronda -dijo-. Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de tolerancia?
-¡Por supuesto! -afirmó el otro-. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá que estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
-Buenas noches, señor -saludó el policía.
Y prosiguió su ronda, probando los picaportes al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento constante. Los pocos peatones se apresuraban, incómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita, insegura hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos 20 minutos. Al cabo, un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas, cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al hombre que esperaba.
-¿Eres tú, Bob? -preguntó, vacilando.
-¿Jimmy Wells? -gritó el hombre de la puerta.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos-. ¡Claro que eres Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si vivías. Bueno, bueno, bueno... Veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado el Oeste?
-Fantásticamente. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco o seis centímetros más bajo.
-Bueno, crecí un poco después de los 20 años.
-¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
-Más o menos. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el éxito, empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada uno de ellos se volvió para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo bruscamente, apartando el brazo.
-Usted no es Jimmy Wells -masculló-. Veinte años son mucho tiempo, pero no tanto como para que a uno le cambie la nariz de recta a respingada.
-A veces es bastante para transformar a un hombre bueno en malo -dijo el desconocido-. Estás arrestado desde hace diez minutos, Bob, alias “Sedoso”. A los de Chicago se les ocurrió que podías andar por aquí y enviaron un cable diciendo que querían charlar contigo. No te vas a resistir, ¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, en la vidriera. Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el pedacito de papel que acababa de recibir. Cuando empezó a leer su mano estaba serena, pero al terminar le temblaba un poquito. La nota era bastante breve.
Bob: Llegué a nuestra cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo te reconocí como el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude hacerlo personalmente, fui en busca de un agente de civil para que se hiciera cargo.


Jimmy

O. Henry

1 de agosto de 2016

Uno de mis errores, Roberto Jorge Santoro

Uno de mis errores
fue creer que todos éramos hermanos

Y ahora
no se le puede cambiar el horizonte a la nostalgia
hay que olvidarse de las viejas sonrisas
y andar con el dolor a cuestas
para que sirva definitivamente

Roberto Jorge Santoro

de Las cosas claras (1973)

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