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12 de enero de 2016

En el campo, Anton Chejov

 En el campo, Anton Chejov
   
 
A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.
Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.
A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.
De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.
Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.
Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.
La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los ojos.
Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».
Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
-¡Verdaderos cisnes! -dijo Rodion admirándolos.
Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.
Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los hombres.
-Son blancos -dijo-; sí, son blancos; pero para el trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.
El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.
Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.
Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.
Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.
-Vaya unas señores! -dijo con ironía malévola-. Han construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen que comer...
Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.
En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban a pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.
Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con cintas.
Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos semejantes.
-¡La señora! ¡La señora! -se oía murmurar.
Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era precisamente la casa de Rodion.
Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
-¡Para tus hijos! -le dijo Elena Ivanovna, dándole tres rublos.
Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.
Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.
Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos -uno de ellos ponney- y un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.
Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.
-¡Muy bien! -decía, guiñando con malicia los ojos-. ¡Que paguen! ¡Se les obligará a pagar!
¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.
-¡Naturalmente, un proceso verbal! -confirmó Volodka.
-¡Si creéis que voy a perdonarles, os lleváis chasco! -gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía-. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de nuestros bienes, y también para los señores existen leyes...
-¡Sí, también para los señores existen leyes! -repitió Volodka.
-Hemos vivido hasta ahora sin puente -dijo con voz sombría Zichkov-, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!
-¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!
-¡Vaya! -apoyó, guiñando los ojos, Kozov-. ¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.
Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.
En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.
Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.
Al obscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.
Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo. Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.
En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:
-Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse... Además, es injusto lo que han hecho con él... Ha estado muy mal.
Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.
-¡Buenos días, amigos! -dijo.
Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.
-Hace tiempo que busco una ocasión de hablaros, amigos míos -continuó-. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano, vuestro rebaño se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba, estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente vuestras vacas y vuestros cerdos me están perjudicando, y, sin embargo, no os reclamo nada; ni siquiera me quejo, mientras que vosotros me habéis hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por vuestro prado. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?
Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.
-No, las gentes honradas -prosiguió- no obran así. Hace una semana me robasteis del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacéis daño a cada paso? ¿Qué queja tenéis de mí? ¡Decídmelo, en nombre de Dios! Yo y mi mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con vosotros buenas relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en seros útil a vosotros y a vuestros hijos, y vosotros nos devolvéis mal por bien. ¡No, eso no es justo, amigos míos! ¡Consideradlo, os lo ruego! Nosotros os tratamos de un modo muy humano, y es preciso que vosotros nos paguéis en la misma moneda...
El ingeniero siguió su camino.
Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.
Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:
-Sí, habrá que pagar. ¿No habéis oído lo que ha dicho? «Es preciso que nos paguéis en la misma moneda.»
Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes -en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa- criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.
La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.
-Nos hemos topado en el camino -comenzó Rodion- al ingeniero con su perro...
Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.
-Sí, con su perro... Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más remedio... Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...
-Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él -dijo Volodka con enojo-. No lo necesitamos...
-Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión...
-¡Al diablo el puente!
-Nadie te pregunta si lo quieres o no.
-¡Al diablo! -repitió, furioso, Volodka-. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...
Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.
-¿Está ahí Volodka? -se oyó gritar a Zichkov hijo-. Ven, Volodka... Te espero.
Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.
-¡Más vale que no salgas! -le dijo con timidez su padre-. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!
-¡Sí, no vayas con ellos! -suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar-. De fijo iréis a la taberna...
-¡A la taberna! -repitió Volodka, burlándose.
-¡Y vendrás otra vez como una cuba! -dijo Lukeria, mirándole airada-. ¡Sinvergüenza!... ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
-¡Cállate! le amenazó Volodka.
-Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana! -exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina-. ¡No te puedo ver, puerco!
Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.
Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.
Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de calores chillones.
Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.
-¡La señora! ¡La señora! -murmuraban.
-¡Buenos días! -dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.
Calló un instante y añadió:
-¿Cómo les va a ustedes?
-¡Así, así, señora, a Dios gracias! -contestó Rodion-. Vamos tirando...
-¡Figúrese usted nuestra vida! -dijo sonriendo Estefanía-. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua... ¡Es dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.
Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.
-Sí, vivimos en la miseria -dijo Rodion-. Siempre angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin embargo... Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...
-Pero, en cambio, seréis felices en la otra -dijo Elena Ivanovna para consolarles.
Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.
-No le dé usted vueltas, señora -dijo Estefanía-; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar... Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos...
Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba
acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.
Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.
-Es un error creer fácil la vida de los ricos -dijo Elena Ivanovna-. Cada cual tiene sus penas.
Nosotros, por ejemplo... Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.
-¿Qué enfermedad padece usted? -preguntó Rodion.
-Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento... Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no le han perdonado todavía. Esto le inquieta, no le deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego...
Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban
atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo...
-Además -prosiguió Elena Ivanovna-, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Vosotros lo estáis. Cada uno de vosotros tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Os digo todo esto para que no juzguéis por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.
Se levantó y cogió de la mano a su hijita.
-Lo paso muy bien entre vosotros -dijo sonriendo.
Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.
-Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudaros, de seros útil, de acercarme a vosotros. Conozco vuestras penas, vuestros sufrimientos... Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a vosotros. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a vosotros. Pero os ruego que confiéis en nosotros, que viváis con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No le irritéis. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer por ejemplo, vuestro rebaño ha pasado por nuestro jardín; alguno de vosotros ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera... ¡Os ruego...!
Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.
-Os ruego que viváis en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Os repito que mi marido es honbre de buen corrazón. Si os conducís con nosotros como buenos vecinos, os aseguro que no os pesará: haremos por vosotros cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para vuestros hijos. Os lo prometo.
-Está muy bien lo que usted dice -arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos-. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos.
¿Qué le parece a usted?... A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.
-Muy bien! -aprobó Kozov, con una sonrisa maligna-. ¡Muy bien!
-¡No tenemos necesidad de vuestra escuela! -dijo Volodka, ásperamente-. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!
Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.
-¡Señora! -gritó Rodion siguiéndola-. Espere usted, óigame...
La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.
-Señora, espere... escúcheme.
Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.
-¡No se enfade, señora! -dijo Rodion-. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia.
Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente... Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a hablar... o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente obscura, sin instrucción, ignorante... No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia...
Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion, que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.
-No se apure -decía, tratando de tranquilizar a la dama-. Todo se arreglará. Se edificará la
escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar...
Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno..., y eso requiere tiempo...
En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.
-¡Mamá, vámonos! -dijo la niñita, asustada, apretándose contra su madre y temblando de pies a cabeza-. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí...
-¿Y adónde quieres que nos vayamos?
-¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida...
La niñita se echó a llorar.
Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.
-Tómalo... para tí... No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Torna el pepino,
cómetelo...
Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.
Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.
El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.
El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino -o acaso un obrero de los que trabajaban en la construcción del puente- colocó en el coche unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.
Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado allí.
Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:
-Os he rogado que no cojáis setas en mi parque, y, no obstante, vuestras mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacéis ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con vosotros.
Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:
-Yo y mi mujer os hemos tratado humanamente, como a hermanos, y vosotros, en cambio... Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá más remedio que romper con vosotros toda clase de relaciones.
Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.
Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.
-Sí... -dijo tras un corto silencio-. Acabamos de toparnos con el ingeniero... Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea... Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos... Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones... Sin duda quieren ayudarnos... Como están enterados de nuestra miseria... ¡Dios se lo pague!
Estefanía se persignó y suspiró.
-Son unos señores muy buenos... Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez...
El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.
Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el te en la terraza.
-¿Qué se te ofrece? -le gritó el ingeniero.
-¡Excelencia! ¡Noble señor! -clamó Zichkov, echándose a llorar-. ¡Apiádese de un pobre viejo!...
Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle... Me ha arruinado, y ahora me pega...
En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.
-No tengo que ver con vuestras riñas -dijo el ingeniero-. Id a ver al juez o al jefe del distrito.
-¡Ya he estado en todas partes! -contestó el viejo sollozando-. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?... ¡Mi propio hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!
Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco sí se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.
Durante un rato, uno frente a otro, apeleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.
Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.
A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.
Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».
Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.
Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.
«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma te en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando le saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna contestar al saludo.
En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.
A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.
Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.
Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.
Los aldeanos -piensan- son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo... Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías -la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones...- lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera contesta a su saludo?
No saben qué contestar a estas preguntas.
Sólo Volodka murmura algo.
-¿Qué dices? -le pregunta Rodion.
-Digo que maldita la falta que nos hacía el puente -contesta con hosca aspereza-, y que podíamos seguir sin él. 
Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

Anton Chejov

11 de enero de 2016

I, Roberto Jorge Santoro

I

cuánta gente que equívoco caca da
que vive en las farmacias inyectándose ingle en la
epidermis
que viaja en los colectivos con un televisor portátil

qué de tardes con los mocasines puestos
y portafolios de sonetos sin poetas
de poetos sin sonetas
y ortafolpios

un vientre se independizó de una mujer y acusa en las
veredas
a las chicas que van a estudiar el piano

los fabricantes de cinturones están desesperados
porque una monja a las cuatro de la mañana descubrió
su sexo
y quiere besar a todo el mundo

un hombre con una bicicleta se subió a una chimenea
y tiene hambre
la puerta del baño trabaja incansablemente
y le han hecho juicio de desalojo a la esperanza

voy a tomar un cafè

Roberto Jorge Santoro
De Uno màs unos humanidad Publicado por DEAD WEIGHT en 1972
El libro original se terminó de imprimir el día 31 de julio de 1972 en IMPRENTA DE LOS BUENOS AYRES SA -Rondeau 3274-Buenos Aires-Argentina

De Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r


10 de enero de 2016

Escucha, hombre, Roberto Jorge Santoro

Escucha, hombre

ven con tu carne de pan
perdura tu incendio hacia la vida
porque te van a acusar con llagas y se van a reír
y se van a reír
y te van a robar la sangre

y ahora esto
no escuches sino al que trae el corazón abierto
la verdad en los labios
la justicia

quiero que seas un poeta



Roberto Jorge Santoro de Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

9 de enero de 2016

Balada de papel, Roberto Jorge Santoro

Balada de papel

yo fui un pájaro cuando tuve un trompo
cuando un puñado de bolitas me colaban el sueño por los dedos
pero me clavaron las manos en la espalda
y tuve que buscarme por las tardes como los barriletes
  
entonces los payasos se quedaron solos
se les secó la piel a las mariposas que guardaba en una caja
los incansables Reyes venían pensativos
Pinocho estaba triste
  
encuentro todavía alguna figurita que pegaba en el álbum
pero ya no corro detrás de los gorriones
ni escribo en las paredes
ni me cuelgo de un carro de basuras
  
ya no soy el arrebol
ni corro gorriones
ni escribo paredes
ni imito diarieros

 pero un día yo tuve tantísimo hermanos
que me trajeron la serpentina del sueño
y el bonete de la alegría
  
yo fui un pájaro cuando tuve un trompo

Roberto Jorge Santoro de Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r


8 de enero de 2016

Algunas cosas, Roberto Jorge Santoro

Algunas cosas


un viento que se llevó la alegría
y la luna de los dedos
ahora se golpean las cosas con mis ojos
y ventanales de azufre registran la catástrofe
se derrama el misterio como un papel ajado
atropellando nuestro circo de asombro
todo el esperar castillos y brujas para salirnos del cuerpo
como buscando los ángeles
los barriletes huidos
esos interminables bosques de lobos y caperuzas
esas casas de chocolate
de enanos y gigantes
esos silencios de la siesta en que uno cree volver al beso

y cuando echaste no sin esfuerzo los ojos tras la magia
te despiertan
para erigir estatuas que ruedan la mentira
la sinrazón entre bostezos de sangre
el odio pero con nuevas palabras
y todo lo que callo
y todo lo que olvido
y entonces te componen su esfuerzo avinagrado
y creen en los ojos leyendo el abandono
y guardan la estulticia dormida tras la boca
enumerando estrellas
pájaros
canciones

es el momento en que te adentran sus lenguas de huracán
restallando los enigmas que anhelaste
es el momento en que quisieras vestirte de venganza
y hundir sus necios alfabetos
su estar de lacerías
su acopiado cenegal de estiércol
esa ínfima saciedad con el destrozo
el incontrolable idioma con que destierran la vida
robándote el silencio
hiriendo las entrañas de tu sueño
y dejándote como un payaso solo
y entonces te dan ganas de gritar
de no querer el mismo cuerpo
y el escalofrío del insulto se queda como un tonto por los ojos
y se te desgarra adentro como una cosa inquieta
y entonces te dan unas ganas raras de llorar
de caerte muerto
y convertirte en globo
o en lluvia de organitos
qué sé yo

cada día se nos muere un hermano

Roberto Jorge Santoro

Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

7 de enero de 2016

Tengo que volar un beso, Roberto Jorge Santoro

Tengo que volar un beso

A Guillermina Cabrera muerta por una bomba

había una vez un hilito de alegría
una mano como una flor

trilla el aire un globo torpe
y un gajo empuja una caricia de sangre

se lleva la grieta aquel miedo al Cuco
la posibilidad del ángel
la mano
el montoncito de vida

y ahora que más da saber que hay un muñeco sin brazos
un zapatito roto
yo sé que sabía las otras palabras
y ahora cómo voy a contar el cuento de caperucita roja?

en casa tengo dos flores secas y el dibujo de un payaso
Guillermina

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

6 de enero de 2016

Arriba los bonetes, Roberto Jorge Santoro

Arriba los bonetes

los grillos señor
arriba los bonetes
yo quiero un cascabel para medir sonrisas
que no haya veneno en la palabra
que no haya burla
ni dolor casándonos los ojos
yo quiero una bandada de chirolas
serpentina tejiéndome los dedos
tintirintines

arriba los bonetes
yo quiero la alegría

Publicado originalmente en el fantasma flaco Nº 1, marzo de 1963

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

5 de enero de 2016

Dos manos al bolsillo, Roberto Jorge Santoro

Dos manos al bolsillo

será verdad que las brujas se comen a los chicos?
que si me porto mal no voy a ir al cielo
o los ratones me van a comer los pies?

mirá que yo no estoy contento
que en la juntura de la sangre tengo una espina
y aún hay que salir de esta ceguera
romper el aire con los besos y empezar otra vez
dame tu mano
tengo una flor rota
dos ojos sin descanso dos manos al bolsillo y empezar otra vez
mirá que yo no estoy contento

y creo algunas cosas
que habría que acostarse con un muñeco al lado
y no decir mentiras porque me puede salir una joroba
pero decime
si tengo el corazón doblado un poco
vos me vas a querer igual?

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

4 de enero de 2016

Osvaldo Guevara - Videoteca de Córdoba

La Videtoteca de poetas y escritores de Córdoba, primer archivo audiovisual de la literatura cordobesa, es un vehículo de difusión institucional y una útil herramienta de estudio y conocimiento de los autores provinciales destinado a maestros, profesores y estudiosos, ideada y realizada por el Área de Literatura de la Casa de la Cultura de Río Cuarto, Agencia Córdoba Cultura del Gobierno de la Provincia de Córdoba.

Realización: Luisina Fagiano / Santiago Moriconi


Coordinador: Antonio Tello

3 de enero de 2016

Poema esperado, Osvaldo Guevara

 POEMA ESPERADO

Gajo mío, murmullo de sol, fuente radiante
en la sombra del patio gastado de mi vida.
Tus meses rubios traen con su luz balbuceante
mis olvidadas sangres, mi eternidad perdida.

Yo era como un crepúsculo que entre cenizas rueda
hasta que apareciste con tu aliento de canto
levantando en mis ojos una azul polvareda
y aceitando con música los goznes del espanto.

Tu tumulto de trinos me ladea la casa,
tus sílabas de polen en mi piel siembran lumbre.
Tras tus impulsos voy de la brisa a la brasa
saltando con tus pasos, hondos de levedumbre.

Cuando tus dedos rientes recorren mis arrugas
me florece la cara como un charco sediento.
Cuando tus inasibles pies desgranan sus fugas
me brotan alas nuevas por todo el pensamiento.

Los pájaros traducen tu idioma y me salpican
los silencios, las fiebres, las canciones, los hombros.
Al sol de tus fulgores mis años dulcifican
sus demorados sueños, sus lejanos asombros.


Vuelvo a tocar juguetes tiernos como el rocío.
Otra vez mi saliva tiene un sabor celeste.
Y me invento un lenguaje que es ciencia y desvarío
para que tu misterio musical me conteste.

Hija mía, estos versos no saben qué decirte,
manotean difusos, ciegos de claridades.
Falta en este poema lo que pude escribirte,
pobres palabras mías que sirven por mitades.

Cuando crezca tu tiempo y también te sea dado
comprender que el poema no es más que un vuelo herido,
sonreirás leyendo este desesperado
intento de limpiar mis palabras de ruido.

No obstante, hija insondable, me alza, me reconstruye
sospechar que en tus sueños fluirá la poesía;
que en tu sangre su río profundo se diluye
repartiendo las lenguas de su sabiduría.

Sabiduría lenta de dolor y hermosura,
ella te mostrará mi entrega y mi camino.
Perdonarás mis versos y su torpe aventura
cuando entiendas que mi alma no supo otro destino.

Gajo mío, llovizna en la sed de mis huesos,
harina con que amaso mis panes de infinito:
desde tu madre amada te han traído mis besos;
nombrándote, mi boca ha lavado su grito.

El día en que el invierno prenda en mi voz su escarcha
y me duela el silencio como una vieja tos,
yo tendré decidido el rumbo de mi marcha
porque tus pies soleados ya andan buscando a Dios.


Osvaldo Guevara

2 de enero de 2016

Osvaldo Guevara hablando de Jorge Luis Borges, José Santos Chocano, Leopoldo Lugones, Luis de Gongora (La fábula de Polifemo y Galatea), Francisco de Quevedo y Juan Luis de Alarcón

Video grabado en el Café Literario del Jueves 15 de Julio de 2010, en La Vieja Esquina, Avda San Martín y Edison, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue El bastón y coordino la velada Osvaldo Guevara.
Osvaldo Guevara hablando de Jorge Luis Borges, José Santos Chocano, Leopoldo Lugones, Luis de Gongora (La fábula de Polifemo y Galatea), Francisco de Quevedo y Juan Luis de Alarcón

1 de enero de 2016

Encuentro de poetas, Osvaldo Guevara


ENCUENTRO DE POETAS

a Oscar Guiñazú Alvarez

Vienen de soledades
de oquedades
de ciudades con cielos como piedras
de pueblos con domingos como lápidas.
Traen tinta en las uñas y pestañas.
Olfatean de lejos el paisaje
y corren hacia él con los nervios al viento
como bestias sedientas hacia un agua caída.

Largan sus voces ávidas
que remontan el aire aleteando confusas
atontadas de luz
igual que esas palomas
a las que sueltan juntas para las efemérides.

Hablan golosamente entre eÍlos
dísonos y armoniosos
dulces batracios húmedos de músicas insomnes.
Se intercambian los versos
beben intensos vinos
improvisan amores que más tarde
hay que pasar en limpio
como a poemas bruscamente escritos
y que después rompe una mano
indiferente o sabia.

Viven dias sonoros
noches alucinadas
madrugan entre vasos entre besos
cantan con las gargantas en dirección al sol
y se acuestan mareados de alcoholes o de sílabas
pensando en la poesía
como en un túnel tierno con un final de luz
como en un puente elástico para atar lejanías
como en una alta aldea que acaba en el azul
como en un yuyo mágico que cura de la pena
esa pena tan viva que no ayuda a morir.

Se van los días pródigos
huyen entre poemas vinos pájaros piedras
entre alcoholes que cantan
entre amores fugaces y eternos como un hambre
entre palabras sin horario
entre ocios sin castigo.

Llegan las despedidas
los adioses
parten ómnibus grises
módicos automóviles
y el paisaje se tiende nuevamente
en su sopor de siesta provinciana
en tanto que las calles
se despueblan de besos serenatas asombros.

Ellos regresan a sus soledades
a sus ciudades duras o amarillas
sus pueblos como lápidas
sus cielos como piedras
sus oficinas largas como túneles
sin un final de luz
sus cigarrillos ojerosos
sus poemas guardados en carpetas
que huelen a expedientes musgosos y ateridos.

Ya se encontraron
en Villa Dolores
una vez más
los poetas.
Se vieron y se oyeron
se palparon los sueños
bebieron alegrías que ya duelen
como el azul a un río congelado.

Llevan amores truncos
versos en servilletas usadas por la noche
briznas de sol en los bolsillos
migas de suculentas montañas en la piel

De tanto en tanto
mientras se alejan como desterrados
vuelven los ojos hacia atrás
y ven las horas ebrias que quedaron
las bocas que escucharon o besaron
las veredas que iban hasta el sol
sin advertir el abismal camino
que los rueda hacia el gris
la soledad
el desamor
los lunes.

Y todavía encuentran
un gajo de ternura
un sabor que aletea confuso y atontado
el sonido de un beso
algún poema sin olvido.

Yo encontré este poema
que más que mio es de ellos
los poetas
los ángeles custodios de mis manos cansadas
mis manos con horario
que ellos empujan desde lejos
hacia la poesía
ellos
los poetas
que han fundado otra vez mi patria del encuentro
con la sed
la amistad
el amor
palabras.


Osvaldo Guevara de Niña Carmen Maccio hermanos editores (1983)
 Lalo Arguello, Osvaldo Guevara,  Leonardo Dellepiane, Walter "Ruleman" Perez, Adrian "Zahir" Salagre, Andrés Nieva y Jose Luis Colombini (22 de Octubre de 2008)

31 de diciembre de 2015

Cura Brochero, Osvaldo Guevara

CURA BROCHERO

Carmen sabe si un pájaro grita herido en la noche
y se estremece
como una mariposa con la salpicadura de una lágrima
cuando escucha el clamor de la vida con sed.

En la Casa de Ejercicios, en Villa Cura Brochero,
Carmen salió al patio con flores,
miró las flores,
miró el azuL
Y miraron con ella y rezaron con ella
las plantas,
las lajas calladas y sonoras,
los adobes ingenuamente encalados de la capilla,
los cuartos de retiro, rumorosos de oraciones y penumbras,
los insectos
mareados
por el zumo zumbante de la luz.

La tarde, como una paloma, vino a dormirse en su hombro.

Yo, que hace mucho que no me hablo con Dios
y hasta cambié de calle cuando pude encontrarlo,
cuando la toco a Carmen
siento que toco al Dios que de ella fluye,
que en ella se demora
como las madrugadas en los árboles de flores azules.

Sé que hay odios, rugidos, humaredas, cenizas, maldiciones.
Pero para salvarme de mis uñas de antaño
tiznadas de palpar corazones sombríos
o de rodear los pocillos del café de la pena y el miedo
me bastan sus ojos con claroscuros de pesebre,
sus palabras más dulces que el rozar de un arroyo en la memoria,
sus besos con aroma a patio con sol,
a fruta cortada por un niño,
a jazmines tiernamente colocados en los cabellos de la lluvia,
su manera de hablar con el paisaje de montaña y tañidos
haciendo que las piedras se emocionen con ella.
En Villa Cura Brochero, pueblito dé Córdoba
cuyo nombre evoca a un sacerdóte con poncho,
resero de almas chúcaras,
gaucho con un afilado crucifijo a la cintura,
Carmen me convirtió -o me devolvió- al azul con su gracia,
me inició en las fiestas de un cielo con Dios
entre los pastizales dorados de la altura.

Olvidé todo lo que sabía, todo lo que ignoraba,
para aprender tan sólo que nombrarla es como rezar,
que llamarla es desatar un viento piadoso entre los pétalos
y que aun callándolo
su nombre
suena a pisada descalza por un país de lumbres y asombros,
a alegría de agua que lava los pecados del mundo.

Yo desterré palabras, gestos, ademanes,
comparaciones torpes como máscaras bailoteantes
en la tarde de Cura Brochero
en que ella salió al patio con plantas de la Casa de Ejercicios
y logró que el azul se viniera a mi pecho
bajado por sus ojos.

Y me quedé con el silencio de Carmen para siempre,
con el resplandor de plegaria que le ronda los labios.

Y cuando es muy furiosa la hoguera de la sangre
o cuando todo está tan negro
que pienso que mi mano
no va a encontrar ya nunca
la llave de la luz,
grito
o digo
o murmuro
o simplemente callo:
Carmen.

Y los humos del odio y miedo se azulan
y una frescura de música me enjuga la frente
y la sombra se va de mi garganta y de mis uñas
y descubro en las calles rostros como campanas
y la vida, cantando, viene a dormirse en mi hombro
y no soy más que un nombre
su nombre
en el fragor del mundo

una palabra nueva pronunciada por Dios.


Osvaldo Guevara de Niña Carmen Maccio hermanos editores (1983)


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