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10 de agosto de 2015

Unidad en ella, Vicente Aleixandre

UNIDAD EN ELLA

Cuerpo feliz que fluye entre mis manos,
rostro amado donde contemplo el mundo,
donde graciosos pájaros se copian fugitivos,
volando a la región donde nada se olvida.

Tu forma externa, diamante o rubí duro,
brillo de un sol que entre mis manos deslumbra,
cráter que me convoca con su música íntima,
con esa indescifrable llamada de tus dientes.

Muero porque me arrojo, porque quiero morir,
porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera
no es mío, sino el caliente aliento
que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.

Deja, deja que mire, teñido del amor,
enrojecido el rostro por tu purpúrea vida,
deja que mire el hondo clamor de tus entrañas
donde muero y renuncio a vivir para siempre.

Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo,
quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente
que regando encerrada bellos miembros extremos
siente así los hermosos límites de la vida.

Este beso en tus labios como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el brillo de un ala,
es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo,
un crepitar de la luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.



Vicente Aleixandre  de La destrucción o el amor (1935)

9 de agosto de 2015

Tragedia en Harlem, O. Henry

 Tragedia en Harlem, O. Henry

Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.
-¿Has visto qué hermosura? -dijo la señora Cassidy.
Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.
A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante -manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.
-Yo no viviría con un hombre -declaró la señora Cassidy- que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.
-Me atrevo a esperar -dijo la señora Fink, simulando complacencia- que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.
-¡Venga ya, Maggie! -dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano-, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?
-Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega -reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza-; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O’Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.
La señora Cassidy se rió con la risa satisfecha de la matrona feliz y protegida. Con el aire de una Cornelia exhibiendo sus joyas, se bajó el cuello del quimono y descubrió otro hematoma allí atesorado, de color marrón y con un cerco naranja y oliváceo. Un buen cardenal sin lugar a dudas, pero que sin embargo sería recordado con amor por su valía.
La señora Fink se rindió. Su ceremoniosa mirada se suavizó para convertirse en envidia y admiración. Ella y la señora Cassidy habían sido compañeras de trabajo en la fábrica de papel del sur de la ciudad antes de casarse, hacía un año. Ahora, ella y su hombre ocupaban el piso de arriba del de Mame y el suyo. Así que no podía andar fingiendo con su amiga.
¿Y no te duele cuando te zurra? -preguntó con curiosidad la señora Fink.
¡Dolerme! -exclamó la señora Cassidy lanzando un grito de gozo con su voz de soprano-. Dime, ¿se te ha caído alguna vez encima una casa de ladrillo? Bueno, pues eso es lo que se siente; como cuando te están desenterrando de entre los cascotes. Jack tiene una izquierda que vale por dos sesiones de tarde y un nuevo par de zapatos Oxford, ¡y no digamos su derecha! Su derecha supone un viaje a Coney Island y seis pares de carretes de encaje de seda escocesa calada como desagravio.
-Pero ¿por qué te pega? -preguntó la señora Fink con los ojos muy abiertos.
-¡Qué tonta eres! -exclamó la señora Cassidy con indulgencia . Pues porque viene cargado. Suele ser los sábados por la noche.
-Pero ¿qué motivo le das tú? -insistió la señora Fink empecinada en su pesquisa.
-¿Pues no me he casado con él? Jack llega borracho y yo estoy aquí, ¿no? ¿A quién más tiene derecho a pegar? ¡Y que no lo coja yo pegando a ninguna otra persona! A veces es porque la cena no está lista, y a veces porque sí. Jack no anda mirando los motivos. Simplemente se pone a beber hasta que se acuerda de que está casado, y entonces se viene para casa y la toma conmigo. Los sábados por la noche aparto los muebles con esquinas picudas para no abrirme la cabeza cuando pone manos a la obra. ¡Tiene un gancho de izquierda que te deja temblando! A veces me doy por vencida en el primer asalto; pero cuando tengo ganas de divertirme durante la semana, o me apetece algún trapito nuevo, entonces me levanto para que me siga castigando. Eso es lo que hice anoche. Jack sabe que llevo un mes deseando una blusa de seda, y no me pareció que un ojo morado fuese suficiente para conseguirla. Te voy a decir una cosa, Mag, apuesto lo que quieras a que me la trae esta noche.
La señora Fink estaba sumida en profundos pensamientos.
-Mi Mart -dijo- no me ha dado una paliza en su vida. Es como tú has dicho, Mame; llega a casa de mal humor y no dice ni una sola palabra. Nunca me lleva a ningún sitio. Por toda diversión se dedica a hacer en casa de calientasillas. Me compra cosas, pero lo hace con aire tan abatido que nunca las aprecio.
La señora Cassidy rodeó a su amiga con el brazo.
-¡Pobrecita mía! -dijo-. Pero es que no todo el mundo puede tener un marido como Jack. El matrimonio no sería un fracaso si todos fueran como él. Todas esas mujeres descontentas de las que se habla lo único que necesitan es un hombre que llegue a casa y les dé una paliza una vez a la semana, para convertirla luego en besos y crema de chocolate. Eso les daría alguna ilusión de vivir. Lo que yo quiero es un hombre dominante que te zurra cuando llega e juerga y te abraza cuanto está sereno. ¡Que Dios me libre del hombre que no tiene agallas para hacer ninguna de las dos cosas!
La señora Fink suspiró.
De repente se oyeron ruidos en el vestíbulo. La puerta se abrió al instante ante la patada del señor Cassidy. Traía los brazos cargados de paquetes. Mame voló hacia él y le echó los brazos al cuello. Su ojo morado resplandecía con la luz de amor que brilla en los ojos de la doncella maorí cuando recobra el sentido en la cabaña después de haber sido golpeada y arrastrada hasta allí por su pretendiente.
-¡Hola, guapísima! -exclamó el señor Cassidy.
Dejó los paquetes y la levantó en volandas con un poderoso brazo.
-Tengo entradas para el circo Barnum and Bailey’s, y si deshaces uno de esos paquetes es muy posible que encuentres esa blusa de seda que querías... Perdón, señora Fink, muy buenas tardes, no la había visto a usted. ¿Cómo anda el bueno de Mart?
-Muy bien, señor Cassidy, muchas gracias -dijo la señora Fink-. Y ahora tengo que subir ya. Mart llegará pronto a cenar. Mañana te traeré el patrón que querías, Mame.
La señora Fink subió a su casa y se echó a llorar un poco. Era el suyo un llanto sin sentido, ese tipo de llanto que sólo entienden las mujeres, un llanto enteramente absurdo, sin una causa concreta, el más efímero y desesperado de todos los llantos que existen en el repertorio del dolor. ¿Por qué Martin no la había golpeado nunca? Era tan alto y tan fuerte como Jack Cassidy. ¿Es que ella no le importaba nada? Nunca discutía; llegaba a casa y se dejaba caer a la bartola, callado, taciturno, inmóvil. Era un proveedor relativamente decente, pero nada sabía del picante de la vida.
El barco de sueños de la señora Fink estaba en calma chicha. Su capitán iba de su budín de pasas a su hamaca. ¡Si al menos hiciese temblar las cuadernas o le diese patadas al alcázar de vez en cuando! ¡Y ella que había soñado con zarpar alegremente, llegando a tocar puerto en las islas Deliciosas! Pero ahora, para variar, estaba dispuesta a tirar la toalla, exhausta, con un rasguño como toda muestra de aquellos asaltos mansos e insípidos de combate simulado. Por un instante, casi llegó a odiar a Mame, a Mame con sus heridas y moretones, con su bálsamo de regalos y besos, embarcada en aquel tormentoso viaje junto a su pendenciero, brutal y enamorado compañero.
El señor Fink llegó a casa a las siete. Venía impregnado de la maldición de la domesticidad. No le interesaba lo más mínimo andar vagando más allá de los límites del portal de su cómodo hogar. Era el hombre que ya ha tomado el tranvía, la anaconda que ha engullido su presa, el árbol que yace allí donde cae.
¿Te gusta la cena, Mart? -preguntó la señora Fink, que se había afanado en ella.
-No está mal -gruñó el señor Fink.
Después de cenar se puso a leer los periódicos. Se sentó con los calcetines al aire, sin zapatos.
¡Despierta, oh nuevo Dante, y dime cuál será el rincón de perdición más apropiado para el hombre que se sienta en su casa en calcetines! Hermanas de la Paciencia que, obligadas por las ataduras o el deber, lo han inmortalizado en seda, hilo, algodón o lana, ¿no pertenece a ellas el nuevo canto?
El día siguiente era el Día del Trabajo. Las ocupaciones del señor Cassidy y el señor Fink cesaban durante una jornada del sol. El trabajo, triunfante, desfilaría por las calles y, por otra parte, encontraría una expansión.
La señora Fink bajó temprano a casa de la señora Cassidy con el patrón. Mame tenía puesta su blusa de seda nueva. Incluso su ojo morado se las arreglaba para lanzar un destello festivo. Jack mostraba su fructífera penitencia, y ante ellos se abría un día de regocijo, lleno de parques, meriendas al aire libre y cerveza rubia.
Una creciente e indignada envidia fue apoderándose de la señora Fink mientras volvía a casa. ¡Ay, la feliz Mame, con sus golpes y su inmediato bálsamo calmante! ¿Pero es que Mame había de tener el monopolio de la felicidad? No cabía duda alguna de que Martin Fink era tan buen hombre como Jack Cassidy. ¿Iba su esposa a vivir siempre sin un palo ni una caricia suya? Una idea súbita y brillante que la dejó sin aliento se le ocurrió de repente a la señora Fink. Le demostraría a Mame que había maridos tan capaces de usar sus puños, y quizá de mostrarse tan tiernos después como cualquier Jack.
El día de fiesta parecía que de fiesta sólo iba a tener el nombre en casa de los Fink. La señora Fink tenía las pilas de la cocina llenas de ropa sucia de dos semanas que había estado en remojo toda la noche. El señor Fink, en calcetines, estaba leyendo el periódico. Así es como la fiesta del Trabajo amenazaba transcurrir.
La envidia se encendió vivamente en el corazón de la señora Fink, y más vivamente aún nació una resolución audaz. Si su hombre no le había pegado nunca, si todavía no había demostrado su hombría ni sus prerrogativas ni su interés por los asuntos conyugales, habría de ser incitado a cumplir con su deber.
El señor Fink encendió la pipa y se frotó pacíficamente un tobillo con el otro pie, enfundado en su calcetín. Permanecía en la vida conyugal como un grumo de mantequilla en un pastel mal revuelto. Aquél era su Eliseo horizontal: sentado cómodamente, ceñía con sus manos, negligentemente, un mundo de letra impresa; y mientras tanto le llegaban los ruidos de su esposa chapoteando al lavar y los agradables olores de los recién retirados platos del desayuno y los de la comida por venir. Había muchas ideas alejadas de su mente, pero la más alejada de todas era la de pegar a su mujer.
La señora Fink abrió el agua caliente y metió las tablas de lavar en las pilas. Del piso de abajo le llegó la alegre risa de la señora Cassidy. Sonaba como un sarcasmo, como una ostentación de su propia felicidad en la mismísima cara de la intocada novia del piso de abajo. Ahora le tocaba a la señora Fink.
De repente se volvió como una furia hacia el hombre enfrascado en su lectura.
-¡Escucha, maldito gandul! -gritó-. ¿Es que tengo que ajarme las manos lavando como una esclava por tu cara bonita? ¿Eres un hombre o un perrito faldero?
El señor Fink dejó caer el periódico, paralizado por la sorpresa. Ella temió que no fuese a pegarle, que la provocación hubiera sido insuficiente. Se lanzó hacia él y lo golpeó ferozmente en la cara con el puño cerrado. En aquel instante sintió un estremecimiento de amor por él, que hacía mucho tiempo que no sentía. ¡Levántate, Martin Fink, y entra en tu reino! ¡Ahora tenía que sentir sobre ella el peso de su mano, para demostrarle que la quería, sólo para demostrarle que la quería!
El señor Fink se puso en pie de un salto y Maggie volvió a golpearlo en la quijada con un fuerte impulso de la otra mano. Cerró los ojos en aquel momento de bienaventurado temor que precedía a su esperado ataque, susurró su nombre para sus adentros, y se inclinó para recibir el deseado golpe, hambrienta de recibirlo.
En el piso de abajo, el señor Cassidy, con un rostro avergonzado y contrito, estaba empolvándole el ojo a Mame, preparándola para su tarde de juerga. Del piso de arriba llegó el sonido de una voz femenina que gritaba, y se oyó una sacudida, un tropezón y un arrastrar de algo, una silla volcada, signos indiscutibles de un conflicto doméstico.
-¿Mart y Mag zurrándose? -apuntó el señor Cassidy-. No sabía que se entregasen a esas cosas. ¿Subo a ver si necesitan un árbitro?
Uno de los ojos de la señora Cassidy resplandeció como un diamante. El otro lanzó al menos un destello de bisutería.
-Huy, huy -dijo con suavidad y sin significado aparente, con ese tono femenino como de jaculatoria-. ¡A lo mejor, a lo mejor...! Espera, Jack, que voy a subir a ver.
Corrió escaleras arriba. Mientras cruzaba el vestíbulo del piso de arriba, la señora Fink salió de su casa por la puerta de la cocina, como un salvaje torbellino.
-¡Maggie! -exclamó la señora Cassidy, con un suspiro de placer-. ¿Lo ha hecho? ¿Dime, lo ha hecho?
La señora Fink corrió a esconder la cabeza en el hombro de su amiga y se puso a sollozar desesperadamente.
La señora Cassidy cogió el rostro de Maggie entre sus manos y lo levantó con dulzura. Estaba bañado en lágrimas, pálido y enrojecido, pero su superficie aterciopelada, blanca y rosa que iba llenándose de manchas, no tenía ni un rasguño, ni un golpe, ni había sido mínimamente desfigurada por el cobarde puño del señor Fink.
-Dime algo, Maggie -le suplicó Mame-, o si no entraré ahí para averiguarlo. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha hecho daño, qué te ha hecho?
La cara de la señora Fink volvió a hundirse desesperadamente en el hombro de su amiga.
-Por lo que más quieras, Mame, no abras esa puerta -sollozó-. Y nunca se lo digas a nadie, guárdatelo para ti sola. No ha... no ha llegado a tocarme siquiera, y está... ¡Ay, Dios mío!, está lavando la ropa, ¡está lavando la ropa!

8 de agosto de 2015

Un sacrificio por amor, O. Henry

 Un sacrificio por amor, O. Henry

Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.
Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.
Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.
Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t..., pero ésa es nuestra historia.
Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.
Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron..., pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.
El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.
Los moradores de departamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad, nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y convierta en una mesa de billar; que el manto de chimenea se trueque en un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si lo desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salga por el Labrador.
Joe pintaba en la clase del gran Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.
Fueron muy felices en tanto tuvieron dinero. Así son todos...; pero no me mostraré cínico. Sus objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir. Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado, rehusándose a salir al escenario.
Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el reducido departamento: las ardientes y volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de ambiciones: ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e inspiración mutuas, y -pasen por alto mi naturalidad- las aceitunas y los sándwiches de queso a las 23.
Después de un tiempo, el Arte hizo alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares. Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock. Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de música para conservar la olla hirviendo.
Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.
-Joe, querido -dijo alegremente-, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente. La hija del general... general A. B. Pinkney, que vive en la calle Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca había visto una cosa semejante.
“Mi alumna se llama Clementina. Ya la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así, cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos bien.”
-Eso te conviene mucho, Delia -repuso Joe, atacando una lata de guisante con un cortaplumas y un tenedor-, pero, ¿qué me dices de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.
Delia se le colgó del cuello.
-Joe, querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en abandonar al señor Magister.
-Perfectamente -dijo Joe estirándose para coger el plato azul de verduras-. Pero detesto que des lecciones. Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.
-Cuando una ama su Arte, ningún sacrificio es demasiado arduo -dijo Delia.
-Magister exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque -dijo Joe-. Y Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré vender alguno si los ve algún idiota adinerado.
-Estoy segura de que lo harás -repuso Delia dulcemente-. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.
Durante la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado, ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas veces, cuando regresaba, eran las 19.
Al final de la semana, Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la sala de ocho por diez (pies) del departamento.
-A veces -dijo la mujer con cierto hastío-, Clementina me acaba. Me parece que no practica lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina, y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. “¿Y cómo marchan las semicorcheas y las fusas?” me pregunta siempre.
“¡Me gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero cariño; ¡es tan cortés y distinguida!... El hermano del general Pinkey fue embajador en Bolivia."
Joe, con el aire de un Montecristo, extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de uno -todas tiernas notas legales- y los dejó al lado de las ganancias de Delia.
-Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría -le comunicó abrumadoramente.
-No me bromees -repuso Delia-, ¡no es de Peoría!
-Te lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.
-Estoy muy contenta de que continúes en tus trabajos -dijo Delia cordialmente-. Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.
-Y filet mignon y champaña -dijo Joe-. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?
El sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las manos, que parecían demasiado sucias.
Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.
-¿Qué significa esto? -interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.
-Clementina -explicó la mujer- insistió en que comiera conejo de Gales después de la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir, dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó escaleras abajo y envió a alguien -dicen que al cocinero o alguna persona de servicio- a una farmacia, en busca de un poco de óleo calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.
-¿Qué es esto? -interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.
-Es algodón con óleo calcáreo -repuso Delia-. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? -había visto el dinero sobre la mesa.
-¿Si lo vendí? -interrogó el esposo-; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un parque y una vista del Hudson. ¿A qué horas te quemaste la mano, Dele?
-Creo que a las 17 -contestó la mujer quejumbrosamente-. La plancha, quiero decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando ...
-Siéntate aquí un momento, Dele -dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.
-¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? -interrogó el hombre.
Delia lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las lágrimas.
-No pude conseguir ningún alumno -confesó-. Y no me era posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece! Esta tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.
-No era de Peoría -repuso Joe lentamente.
-Bueno, no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y..., bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?
-No sospeché -repuso el hombre- hasta esta noche. Y tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos últimas semanas.
-Y entonces tú no...
-Mi comprador de Peoría -dijo Joe- y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.
Ambos rieron y Joe comenzó:
-Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece...
Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.
-No -dijo-, simplemente “cuando uno ama”.


7 de agosto de 2015

Panqueques, O. Henry

Panqueques

Cuando estábamos arreando un hato de ganado del rancho Triángulo Cero en las hondonadas del Río Frío, mi estribo se enganchó en la rama seca de un mezquite; en consecuencia, se me luxó un tobillo y tuve que permanecer inmovilizado en el campamento una semana.
Al tercer día de mi forzado ocio, me arrastré hasta el carretón de la cocina, y me sometí, indefenso, a las parlanchinas andanadas de Judson Odom, el cocinero del campamento. Jud era, por naturaleza, un monologador a quien el Destino, con su habitual despropósito, había ubicado en una profesión en la que la mayor parte de su tiempo carecía de oyentes.
Por lo tanto, fui un verdadero maná en el silencioso desierto de Jud.
A veces, me acuciaba el deseo, peculiar en los convalecientes, de paladear algo que no estuviera mera mente rotulado como “Material Digestible”. En mi mente surgían visiones de la despensa materna “profunda como el primer amor y pletórica de añoranzas” . Le pregunté:
—Jud, ¿sabes hacer panqueques?
Jud soltó el revólver de seis tiros con el que machacaba un bife de antílope y se irguió ante mí adoptando lo que, según creí, era una actitud amenazadora. Aún más, confirmó mi impresión de que su aspecto era suspicaz al fijar en mí sus claros ojos azules con una mirada de helado recelo.
—Oye —dijo, con cólera espontánea aunque no excesiva—, ¿quisiste decir exactamente lo que dijiste o estás tratando de hacerme pisar el palito? ¿Alguno de los muchachos te contó algo sobre mí mismo y ese asunto de los panqueques?
—No, Jud —respondí con franqueza—. Quise decir exactamente eso. Me parece que sería capaz de cambiar mi montura y mi caballo por una pila de panqueques dorados, mantecados y endulzados con melaza de Nueva Orleáns de la primera cosecha recién preparada. ¿Circula alguna historia sobre panqueques?
Jud se apaciguó en el acto al darse cuenta de que yo no estaba empleando sobreentendidos. Extrajo del carretón algunos recipientes de lata y envoltorios misteriosos y los colocó a la sombra de la morera debajo de la cual me había instalado. Lo observé atentamente mientras se dedicaba a distribuir con calma esos objetos y a desatar sus múltiples ligaduras.
—No, no se trata de una historia —respondió Jud mientras proseguía con su tarea—, sino de las lógicas habladurías acerca del entredicho que tuve con ese criador de ovejas con conjuntivitis de la Cañada de la Mula Atascada con relación a la señorita Willella Learight. No tengo inconveniente en contarte qué pasó.
“En aquella época estaba trabajando para el viejo Bill Toomey, allá sobre el San Miguel. Un día me sentí absolutamente desesperado por el deseo de ingerir algo envasado que jamás hubiese mugido o balado o gruñido o hubiese sido proporcionado en medidas insignificantes. Por lo tanto, monté en mi potro y me encaminé cortando el viento al almacén de ramos generales del Tío Emsley Telfair en el lado de Pimienta, sobre el río Nueces.
“A eso de las tres de la tarde aseguré las riendas en las ramas de un mezquite y recorrí a pie los veinte metros que faltaban hasta llegar al local. Me instalé en el mostrador y le informé al Tío Emsley que, según indicaban todos los pronósticos, la cosecha de frutas del mundo entero estaba a punto de ser devastada. En menos de un minuto tuve a mi disposición un paquete de galletas y un cucharón de mango larguísimo, además de varias latas abiertas que contenían duraznos, ananaes, cerezas y arvejas; mientras tanto, el Tío Emsley estaba muy atareado con el destral sacándoles los carozos a los orejones. Me sentía como Adán antes de la estampida de la manzana; estaba clavando mis espuelas en el costado del mostrador y afanándome con mi cucharón de medio metro cuando por casualidad miré por la ventana hacia el patio de la casa del Tío Emsley, ubicada junto al almacén.
“Allí había una muchacha: era una chica forastera, muy bien ataviada; jugueteaba con un mazo de croquet y se divertía observando mi estilo de fomentar la industria de las frutas envasadas.
“Me aparté del mostrador y le entregué el cucharón al Tío Emsley.
“—Esa es mi sobrina —me informó—; se llama Willella Learight y ha venido de la localidad de Palestina a hacernos una visita. ¿Quieres que te la presente?
“La Tierra Santa —me dije a mí mismo, mientras mis pensamientos rumiaban algo e intentaban ubicarlo en el correspondiente corral—. ¿Por qué no? Seguro que en Pales… hay ángeles.
“—Encantado, Tío Emsley —repuse en voz alta—. Me sentiré terriblemente engalanado de trabar conocimiento con la señorita Learight.
“Por lo tanto, el Tío Emsley me acompañó hasta el patio y nos comunicó nuestras respectivas idiosincrasias.
“Jamás fui tímido con las mujeres. Nunca pude en tender por qué algunos individuos que son capaces de domar un potro cerril antes del desayuno y de afeitar se en la obscuridad se tornan inhábiles, transpiran y se inundan en excusas cuando divisan un rollo de percal que envuelve aquello para lo cual fue destinado. En un lapso de ocho minutos, la señorita Willella y yo estábamos fastidiando a las bochas de croquet y nos hallábamos en términos tan afectuosos como si fuésemos primos hermanos. Me hizo una broma sobre la cantidad de fruta envasada que yo había despachado y le respondí, resueltamente, que una dama, una tal se ñora Eva, había iniciado la explotación alimenticia de la fruta en el primer campo de pastoreo sin alambrados. “—Eso sucedió en Palestina, ¿no es verdad? —dije con la misma fluidez y firmeza con que podría haber enlazado un potrillo de un año.
“Así fue como establecí una relación en términos muy cordiales con la señorita Willella Learight, y esa cordialidad se fue acentuando a medida que pasaba el tiempo. Ella había ido al vado de Pimienta para re poner su salud, que era muy buena, y para gozar del clima, que era un cuarenta por ciento más cálido que en Palestina. Por algún tiempo cabalgué hasta allí una vez por semana para verla; después hice el cálculo, y comprobé que si duplicaba la cantidad de viajes también se duplicarían las oportunidades de encontrarla. “Una semana me llegué hasta el vado en un tercer viaje imprevisto y así fue como los panqueques y el criador de ovejas con conjuntivitis se entrometieron en el asunto.
“Esa tarde, mientras me hallaba instalado junto al mostrador con un durazno y dos damascos en la boca, le pregunté al Tío Emsley cómo estaba la señorita Willella.
“—Bien —me respondió—, ha salido a cabalgar con Jackson Ave, ese tipo que cría ovejas allá en la Cañada de la Mula Atascada.
“Me tragué los carozos del durazno y de los des damascos. Supongo que alguien sujetó el mostrador por las riendas cuando me fui. Caminé en línea recta hasta dar contra el mezquite en el que estaba atado mi ruano. “—Ha salido a pasear a caballo —susurré en la oreja de mi potro— con Avebruta Jack, esa muía arrendada de la Cañada del Hombre de las Ovejas. ¿Te das cuenta, mi viejo Cuero y galopes?
“El potro mío lloró, a su manera. Había sido criado como caballo vaquero v odiaba a muerte a los ovejunos. “Regresé y le pregunté al Tío Emsley: ‘¿Dijo que era un criador de ovejas?’
“—Dije que es un criador de ovejas —reiteró—. Tienes que haber oído hablar de Jackson Ave. Dispone de ocho parcelas de pastoreo y de cuatro mil cabezas de los mejores merinos que es posible hallar al sur del Círculo Polar Ártico.
“Salí y me senté en el suelo a la sombra del almacén; me apoyé en un espinoso nopal. Llené de arena mis botas con manos distraídas mientras me dedicaba a rumiar un extenso soliloquio sobre ese pajarraco re vestido con el plumaje de Jackson a modo de apelativo. “Nunca había creído en la necesidad de dañar a los ovejeros. Una vez vi a uno montado a caballo leyendo una gramática latina, ¡y ni siquiera lo toqué! Jamás me sacaban de quicio como le suele ocurrir a la mayoría de los vaqueros. No me parecía justo atacar, estropear y desfigurar a esos criadores de ovejas que comen sentados a la mesa, usan lindos zapatitos y le hablan a uno de cosas serías. Siempre los había dejado en paz, de la misma manera en que nadie se preocuparía por un conejo; me limitaba a dirigirles unas cuantas palabras cordiales y a aventurar algunas opiniones sobre el tiempo, pero no me detenía a charlar con ellos en las tabernas. En aquellas épocas nunca creí que valiera la pena demostrar hostilidad a un criador de ovejas, y como había sido bondadoso y los dejé que vivieran tranquilos, ¡en ese momento uno de ellos cabalgaba por allí en compañía de la señorita Willella Learight!
“Una hora después, medida por el sol, llegaron caracoleando y se detuvieron ante el portal del Tío Emsley. El ovejuno la ayudó a desmontar y se quedaron allí, un rato, intercambiando frases agudas e ingeniosas. Después, ese emplumado Jackson se encaramó en su montura, saludó quitándose la pequeña budinera que usaba como sombrero y se marchó al trote en dirección a su rancho de corderos. En ese preciso momento yo me había sacado la arena de las botas y me había des prendido del espinoso nopal, y cuando él llevaba re corridos unos quinientos metros desde Pimienta, yo en persona, en mi potro, me le puse a la par.
“Afirmé que ese criador de ovejas padecía de conjuntivitis, pero no es cierto. Sus ojos eran bastante grises, si bien tenía las pestañas pelirrojas y el pelo de color arena, y en conjunto producía la impresión que puedes imaginarte. Criador de ovejas… de todos modos no era más que un simple corderito, una cosa pequeñita con el cuello envuelto en un pañuelo de seda amarilla y zapatos atados con cordones.
“—¡Buenas! —le dije—. Ahora está cabalgando al lado de un jinete ampliamente conocido por el apodo de Judson Muerte Segura por su puntería. Cuando quiero entablar relaciones con un forastero, siempre me presento antes de que empiecen los tiros porque jamás me agradó estrechar la mano de un difunto.
“—¡Ah!—replicó con tono indolente—. Estoy en cantado de conocerlo, señor Judson. Yo soy Jackson Ave, de allí, del rancho de la Muía Atascada.
“En ese preciso momento uno de mis ojos vio un cuclillo que saltaba colina abajo llevando en el pico una tarántula pequeña; con el otro ojo descubrí un gavilán posado en la rama seca de un sauce. Los hice pedazos uno después del otro simplemente para de mostrarle mi puntería. ‘Dos de cada tres’, dije. ‘Todos los que vuelan parecen atraer mis disparos con absoluta naturalidad en cualquier parte donde estoy’.
“—Buenos disparos —afirmó el ovejuno sin siquiera estremecerse—. ¿Pero alguna vez no yerra el tercer tiro? La semana pasada tuvimos una lluvia extraordinariamente beneficiosa para los pastos tiernos, ¿no le parece señor Judson?
—”Willie —dije, acercándome más a su cabalga dura—, es probable que sus envanecidos progenitores lo hayan inscripto con el nombre de Jackson, pero sin duda usted ha llegado a ser un parlanchín, Willie. No sigamos empantanándonos en esta cháchara sobre la lluvia y los elementos y hablemos con palabras que no pertenezcan al vocabulario de las cotorras. Usted ha adquirido la mala costumbre de salir a cabalgar con señoritas residentes en el vado de Pimienta. He conocido aves que fueron hechas a la parrilla por mucho menos que eso. A la señorita Willella —agregué— jamás se le ocurrió que necesitara ningún nido de lana ovejuna fabricado por un pajarraco perteneciente a la rama jacksoniana de la ornitología. Bien, ¿está dispuesto a ahuecar el ala o prefiere galopar al encuentro del aditamento Muerte Segura de mi apellido que vale por dos agujeros y por lo menos un septeto orificio fúnebre acompañado por todas las ceremonias de ley?
“Jackson Ave se ruborizó un poco y luego rió.
“—Mi buen señor Judson —afirmó—. Usted se ha formado una idea equivocada. He visitado unas pocas veces a la señorita Learight, pero no con el propósito que usted imagina. Mi objetivo es puramente gastronómico.
“—Cualquier coyote —dije, echando mano al revólver— que se vanaglorie de deshonestos…
“—No se apresure —interpuso el pajarraco— hasta que se lo explique. ¿Para qué querría yo una esposa? ¡Si usted viera lo que es mi rancho! Yo mismo me ocupo de cocinar y de remendarme la ropa. Comer: ése es el único placer que tengo criando ovejas. Señor Judson, ¿alguna vez probó los panqueques que hace la señorita Learight?
“—¿Yo?, no —contesté—. Nunca tuve noticias de que se dedicara a maniobras culinarias de ninguna especie.
“—Son dorados resplandores del sol —afirmó—, endulzados por los ambrosiacos fuegos de Epicuro. Daría dos años de mi vida por procurarme la receta de esos panqueques. Por eso voy a visitar a la señorita Learight —declaró Jackson Ave—, pero no he podido conseguirla. Se trata de una antigua fórmula que se ha usado en la familia a lo largo de setenta y cinco años. La transmiten de generación en generación, pero no se la confían a los extraños. Si pudiera enterarme de cuál es la receta, podría hacerme yo mismo los panqueques en mi rancho. Entonces sería un hombre feliz —sostuvo Jackson Ave.
“—¿Está seguro —inquirí— de que no anda detrás de la mano que prepara los panqueques?
“—No le quepa la menor duda —replicó Jackson—.
La señorita Learight es una chica asombrosamente bonita, si bien puedo asegurarle que mis intenciones no van más allá de lo gastro… —pero al observar que mi mano se deslizaba hacia la cartuchera modificó el símil—, más allá del deseo de procurarme una copia de esa receta —finalizó.
“—Bueno, después de todo usted no es un tipo tan despreciable —le dije tratando de obrar limpiamente—, Se me estaba ocurriendo la idea de dejar huérfanos a sus corderos; no obstante, por esta vez le permitiré que remonte vuelo. Pero atérrese a los panqueques —le dije— tan estrechamente como el leño que está en el centro de una pila; y no se le ocurra confundir los sentimientos con el almíbar porque, en ese caso, en su rancho se oirán cánticos fúnebres, aunque usted no los escuchará.
“—Para convencerlo de mi sinceridad —sostuvo el ovejuno— voy a pedirle que me dé una mano. Como la señorita Learight y usted son muy buenos amigos, es posible que le confíe algo que no estaría dispuesta a confiarme a mí. Si me consigue esa receta de los panqueques, le doy mi palabra de que jamás volveré a visitarla.
“—Eso es jugar limpio —exclamé, y estreché la mano de Jackson Ave—. Si puedo se la conseguiré y me sen tiré muy honrado de hacerle ese favor.
“Se alejó internándose en la gran llanura cubierta de nopales junto al río Piedra en dirección a la Muía Atascada, y por mi parte me marché hacia el noroeste, en procura del rancho del viejo Bill Toomey.
“Hasta cinco días después no tuve oportunidad de llegarme a Pimienta. La señorita Willella y yo pasamos una gratificadora velada en lo del Tío Emsley. Ella cantó un poco mientras mortificaba el piano berreando pasajes de óperas. Yo contribuí imitando a la víbora de cascabel; además le expliqué el nuevo sistema de desollar vacunos inventado por Snaky McFee y me explayé sobre el viaje que en cierta oportunidad hice a San Luis. Nuestra recíproca estimación crecía a medida que transcurría el tiempo. ‘Caray —reflexioné—, si se pudiese lograr que Jackson emigrara, yo obtendría el triunfo’. Pero en ese momento recordé la promesa con respecto a la receta de los panqueques y pensé que podría persuadir a la señorita Willella de que me la diera para pasársela a Jackson; y luego, si volvía a pescar a la avecilla fuera de su nido de la Muía Atascada, la haría bailar en la cuerda floja.
“Por lo tanto, a eso de las diez de la noche enarbolé una adulona sonrisa y le dije a la señorita Willella:
“—Bien, si hay algo que me guste más que con templar un novillo rojo sobre un prado verde es paladear un hermoso panqueque endulzado con melaza casera.
“La señorita Willella dio un saltito sobre el taburete del piano y me observó con mirada inquisitiva.
“—Sí —respondió—, esos panqueques son realmente sabrosísimos. Señor Odom, ¿cómo dijo que se llamaba esa calle de San Luis donde perdió el sombrero?
“—Avenida Panqueque —respondí guiñando un ojo para demostrarle que estaba al tanto del secreto familiar y que por consiguiente no podría desviarme de ese asunto—. Veamos, señorita Willella —agregué—, el deseo de saber cómo prepara esos panqueques me da vueltas en la cabeza como las ruedas de un carretón. Empiece ahora mismo. . . medio kilo de harina, ocho docenas de huevos y todo lo demás. ¿Cómo sigue el catálogo de ingredientes?
“—Discúlpeme un momento, por favor —interpuso la señorita Willella; me dirigió una extraña y rápida mirada de soslayo y se deslizó del taburete. Se introdujo anadeando en la trastienda; de inmediato apareció el Tío Emsley en mangas de camisa y llevando un jarro de agua. Se dio vuelta para tomar un vaso que había sobre la mesa y vi que del bolsillo de su cadera sobresalía un revólver calibre 45.
“—¡Diablos coronados! —pensé—, esta gente cree que un montón de recetas de cocina tiene que ser defendido a tiros. He conocido tipos que no hubiesen sido capaces de hacer lo mismo en una trifulca familiar’.
“—Tómate esto, ahora mismo, Jud —me pidió el Tío Emsley ofreciéndome el vaso de agua—. Hoy has cabalgado mucho y estás sobreexcitado. Trata de pensar en otra cosa.
“—¿Usted sabe cómo se hacen esos panqueques, Tío Emsley?— interrogué.
“—Bueno, no soy tan experto en la anatomía de los panqueques como muchos otros —respondió el Tío Emsley—, pero creo que se pasa por un tamiz yeso y un poco de masa, bicarbonato de sodio, harina de maíz y se lo mezcla con huevos y manteca como de costumbre. ¿Esta primavera el viejo Bill volverá a mandar ovejas a Kansas City, Jud?
“Esas fueron todas las instrucciones sobre panqueques que pude obtener aquella noche. No me asombró que Jackson Ave la considerara una tarea agotadora. Por lo tanto, dejé caer el asunto y conversé un rato con el Tío Emsley sobre enfermedades del ganado y ciclones. Después apareció la señorita Willella para decir ‘buenas noches’; acto seguido me marché veloz mente al rancho.
“Más o menos una semana más tarde me encontré con Jackson Ave que cabalgaba desde el vado de Pimienta, en tanto que yo mismo me encaminaba en esa dirección; nos detuvimos en el camino para intercambiar algunos frívolos comentarios.
“—¿Consiguió la lista de lo necesario para hacer esos pasteles? —pregunté.
“—Bueno, no —respondió Jackson—, hasta ahora todos mis esfuerzos han fracasado. ¿Usted hizo la prueba?
“—Sí, la hice —repliqué—, pero fue algo así como tratar de sacar a un animal salvaje de su cueva con ayuda de una cáscara de maní. Por la manera en que se aferran a ella, esta receta de panqueques tiene que ser algo fabuloso.
“—Casi estoy decidido a abandonar el asunto —dijo Jackson con un tono tan desalentado que me dio pena—, pero no le quepa la menor duda de que quiero saber cómo se preparan esos panqueques para comerlos en mi solitario rancho. A veces no puedo dormirme —agregó— pensando en lo sabrosos que son.
“—Siga tratando de conseguirla —le dije— y yo haré lo mismo. Es seguro que antes de mucho tiempo uno de nosotros dos habrá de poner un lazo alrededor de esos cuernos. Hasta pronto, querido Jackson.
“Como te darás cuenta, en aquella época estábamos en bonísimas relaciones. Cuando advertí que no cortejaba a la señorita Willella, empecé a sentir las más perdurables apreciaciones por ese criador de ovejas de pelo color arena. Para satisfacer las ambiciones de su apetito insistí en mis intentos de conseguir que la seño rita Willella me revelara la receta. Pero, cada vez que pronunciaba la palabra panqueques, ella exhibía una mirada inquieta y ausente y trataba de cambiar de conversación. Si yo hacía la prueba de acorrararla con respecto al asunto, se deslizaba de la habitación y arrastraba de regreso al Tío Emsley con su jarro de agua y su revólver en el bolsillo de la cadera.
“Un día galopé hasta el almacén con un lindo ramillete de verbenas azules que había arreado en un rebaño de flores silvestres, allá en la pradera del Perro Envenenado. El Tío Emsley echó una mirada a las flores con un ojo entornado y dijo:
“—¿Te enteraste de la noticia?
“—¿Están arreando ganado? —pregunté.
“—Willella y Jackson Ave se casaron ayer en Palestina —me informó—. Acabo de recibir una carta esta mañana.
“Arrojé las flores en un barril de galletas y dejé que la noticia se escurriera en mis orejas y desde allí se deslizara hasta el bolsillo izquierdo de mi camisa desde donde por fin llegó a mis pies.
“—¿No le molestaría repetirlo otra vez, Tío Emsley? Tal vez he oído mal y usted sólo se limitó a informarme que las terneritas en pie valen unos cinco dólares, o algo por el estilo.
“—Se casaron ayer —reiteró el Tío Emsley— y se fueron en viaje de bodas a Waco y a las cataratas del Niágara. ¿Cómo, no te diste cuenta de lo que sucedía? Jackson Ave estuvo cortejando a Willella desde aquel día en que salieron a cabalgar juntos.
“—Entonces —dije, y mi voz se convirtió en un aullido—, ¿qué significaba toda esa charlatanería acerca de panqueques que desparramó sobre mi persona? Dígame eso.
“Cuando pronuncié la palabra panqueques, el Tío Emsley se esquivó y retrocedió un paso.
“—¡Alguien ha estado burlándose de mí con pan queques desde el principio de este asunto —sostuve— y descubriré quién es! Creo que usted lo sabe. ¡Hable ahora mismo o armaré una batahola de todos los demonios!
“Salté por encima del mostrador en procura del Tío Emsley. Trató de aferrar su revólver pero, como lo guardaba en una gaveta, no pudo alcanzarlo rápida mente y le erró por cinco centímetros. Lo así por el cuello de la camisa y lo acorralé en un rincón.
“—Explique este asunto —amenacé— o lo convertiré en un panqueque agujereado. ¿La señorita Wíllella los hace?
“—Ella jamás hizo uno en toda su vida y por mi parte yo nunca vi ninguno —afirmó el Tío Emsley en tono apaciguador—. Cálmate, Jud. Te has excitado, y esa herida que tienes en la cabeza está contaminando tu sentido de la inteligencia. Trata de no pensar en panqueques.
“—Tío Emsley —respondí—, no tengo heridas en la cabeza excepto cuando mis naturales instintos cogitativos se encabritan. Jackson Ave me informó que estaba visitando a la señorita Willella para conseguir que le enseñara su receta para hacer panqueques y me pidió que lo ayudara a procurarse la fórmula necesaria para mezclar los ingredientes. Lo hice, con los resultados que son del dominio público. ¿Acaso un criador de ovejas con conjuntivitis ha sembrado cizaña en mi parcela? ¿Qué sucedió?
“—Quita tu zarpa de mi camisa —solicitó el Tío Emsley— y te lo diré. En efecto, me da la impresión de que Jackson Ave te tendió una trampa. Al día siguiente de salir a cabalgar con Willella, volvió y nos dijo que te vigiláramos cada vez que empezaras a hablar de panqueques. Nos explicó que cierta vez, en un campamento, cuando estaban cocinando pasteles, uno de los muchachos te hizo una herida en la cabeza con una sartén. Jackson afirmó que siempre que estás acalorado o excitado, esa herida te duele y te con viertes en una especie de energúmeno. Entonces empiezas a desvariar sobre panqueques. Nos dijo que teníamos que tratar de apartarte del tema y calmarte, porque en realidad no eras peligroso. En consecuencia, Willella y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance de la mejor manera que pudimos. Bueno, bueno —concluyó el Tío Emsley—, se diría que este tal Jackson Ave pertenece a un tipo muy especial de criadores de ovejas”.
Mientras avanzaba en su relato, Jud había estado mezclando, lenta pero diestramente, algunos ingredientes extraídos de sus envoltorios y de sus latas. Al concluir la narración, me ofreció el producto terminado en un plato de hojalata: se trataba de un par de panqueques calientes y bien endulzados. De algún escondite secreto extrajo, además, un trozo de excelente manteca y un recipiente que contenía dorada miel.
—¿Cuánto hace que sucedió eso, Jud? —le pregunté.
—Tres años —fue la respuesta—. Ahora viven en el rancho de la Muía Atascada. Pero desde aquella época no he vuelto a ver a ninguno de los dos. Según dicen, durante todo el tiempo que me tuvo acorralado en el árbol de los panqueques, Jackson Ave se dedicaba a decorar elegantemente su rancho con mecedoras y cortinas en las ventanas. ¡Y bueno!, al cabo conseguí sobreponerme. Pero los muchachos siguen dándole vueltas al asunto.
—¿Preparaste estos panqueques según la famosa receta? —pregunté.
—¿No te expliqué que no existía la tal famosa receta? —respondió Jud—. Los muchachos insistieron tanto con los panqueques que terminaron por sentirse hambrientos de panqueques. Por eso recorté esta receta en un periódico. ¿Qué te parecen?
—Son deliciosos —contesté—. Pero, ¿cómo?, ¿tú no comes alguno, Jud?
Estoy seguro de que escuché un suspiro.
—¿Yo? —dijo Jud—. ¡Jamás en mi vida los he de probar!


O. Henry

6 de agosto de 2015

La última hoja, O. Henry

La última hoja, O. Henry

En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas "lugares". Esos "lugares" forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!
Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.
Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.
Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los "lugares" más angostos y cubiertos de musgo.
El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.
Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.
-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre... digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?
-Quería... quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.
-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?
-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.
-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren amplicarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.
Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime.
Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.
Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.
Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.
-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez... nueve... ocho... siete... -casi juntos.
Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.
-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.
-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.
-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.
-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?
-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -... ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.
-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.
-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.
-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? - preguntó Johnsy, con frialdad.
-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.
-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.
-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.
El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.
En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.
El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.
-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!
-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!
-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. ¡Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Gott!, ya lo creo que nos iremos.
Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.
Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.
-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.
Con lasitud, Sue obedeció.
Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.
Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.
-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.
-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?
Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.
Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.
Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.
-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y... no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.
Una hora después, Johnsy dijo:
-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.
Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.
-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.
Al día siguiente el médico le dijo a Sue:
-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.
Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.
-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.

O. Henry

5 de agosto de 2015

Pasajeros en Arcadia, O. Henry

 Pasajeros en Arcadia O. Henry

En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.
Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.
Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.
En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.
Por eso, durante la época de calor, la pandilla de expertos se esconde cuidadosamente en la hostería deshabitada, gozando al máximo los placeres de la montaña y la plaza, que han unido y les han servido el arte y la maestría.
En ese mes de julio arribó al hotel una pasajera, que remitió su tarjeta al recepcionista a fin de que la anotara en el registro del hotel. La tarjeta decía:
“Madame Héloise D’Arcy Beaumont”
Madame Beaumont era de los huéspedes que amaban el Hotel Lotus. Poseía el aire distinguido de las personas selectas, moderado y suavizado por una gracia cordial, que hizo de los empleados del hotel sus esclavos. Los botones competían por acudir cuando tocaba el timbre; de no ser porque no lo poseían, los empleados no habrían vacilado en transferirle el hotel con todas sus pertenencias; los otros huéspedes la tenían por el mayor exponente de la elegancia femenina y de la belleza que perfeccionaba aquel ambiente.
Difícilmente esa superexcelente pasajera abandonaba el hotel. Sus modales concordaban con los hábitos de la exclusivista clientela del Hotel Lotus. Para gozar de aquella exquisita hostería, hay que olvidar la ciudad, como si distara muchas leguas. Por la noche se impone una breve recorrida a las terrazas cercanas; mas durante el ardiente día uno permanece en la umbrosa seguridad del Lotus, como una trucha suspendida en los translúcidos santuarios de su laguna preferida.
Pese a estar sola en el Hotel Lotus, Madame Beaumont se conducía como una reina cuya soledad se debe exclusivamente a su posición. Desayunaba a las diez, como un ser dulce, indolente y sutil que resplandece suavemente en la difusa penumbra como un jazmín en la oscuridad.
Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor. Rosas de rojo pálido descansaban siempre sobre su pechera guarnecida de encaje. Su vestido provocaba la admiración respetuosa del “maitre d’Hotel”, que salía a recibirla con una inclinación. Viéndolo, se pensaba en París, y tal vez en misteriosas condesas, y seguramente en Versalles y los estoques y en la señora Fiske y en el rojo y el negro. Estaba difundido en el Hotel Lotus el rumor, de impreciso origen, de que Madame era una cosmopolita, y de que sus delicadas manos blancas manejaban ciertos resortes internacionales en favor de Rusia. Dado que era una ciudadana de los más felices caminos del mundo, no tenía nada de extraño que encontrara en la atmósfera de refinamiento del Hotel Lotus el sitio de los Estados Unidos más deseable para una estadía reposada durante el auge de la canícula.
Comenzaba el tercer día de residencia de Madame Beaumont en el hotel, cuando ingresó al Lotus un joven que se anotó en el registro como huésped. Su vestimenta -para mencionar su aspecto en el .terreno admitido- estaba a la moda, sin exageración: sus rasgos eran agradables y regulares; su fisonomía era la de un hombre de mundo serio y distinguido. Notificó al empleado que permanecería tres o cuatro días; inquirió por los vapores que partían hacia Europa, y se hundió en la vacuidad dichosa de aquel hotel incomparable, con el aspecto satisfecho de un viajero que se acomoda en su posada preferida.
Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida del Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención, en su descanso, de los otros perseguidores de placeres. Comía en el hotel, y se adormeció en la misma paz dichosa que los otros dichosos navegantes. En un solo día se congració con su mesa y su camarero, y compartió el temor de que los jadeantes perseguidores de la tranquilidad que tenían a Broadway en efervescencia se abalanzaran allí y destruyeran ese paraíso cercano pero escondido.
Al otro día del arribo de Harold Farrington, Madame Beaumont, después del almuerzo, dejó caer al descuido su pañuelo. El señor Farrington lo alzó y se lo restituyó, sin adoptar el modo expansivo del hombre que procura trabar relación.
Tal vez hubiera una mística francmasonería entre los huéspedes distinguidos del Lotus. Tal vez los vinculara recíprocamente su común fortuna de descubrir lo mejor en cuanto a veraneo se tratase en un hotel de Broadway. Lo cierto es que estos dos cambiaron finas palabras de cortesía e intentaron apartarse del tono solemne. Y se desarrolló entre ambos, como en el propicio ambiente de un verdadero hotel de verano, una amistad florecida y fructificada sobre el terreno, como la mística planta del hechicero. Por unos instantes, los dos permanecieron parados en un balcón en el que terminaba el pasillo y se lanzaron mutuamente la plumosa pelota de la conversación.
-Una se fatiga de los viejos hoteles de verano -dijo Madame Beaumont, con tenue pero dulce sonrisa-. ¿De qué vale escapar a las montañas o a la playa para evadir el tumulto y el polvo, si la misma gente que los provoca nos persigue hasta allí?
-Aun hasta el océano lo siguen a uno los filisteos -acotó penosamente Farrington-. Los más aristocráticos transatlánticos se están transformando en simples barcazas de transporte. Dios nos proteja cuando el veraneante se entere de que el Lotus está más distante de Broadway que las Mil Islas o Mackinac.
-Espero que nuestro secreto esté a salvo al menos durante una semana -dijo Madame, con un suspiro y una sonrisa-. Ignoro dónde iría si esa gente se lanzara sobre nuestro amado Lotus. Conozco tan sólo un sitio tan delicioso en verano, y es el castillo del conde Polinski, en los Urales.
-Tengo entendido que Baden Baden y Cannes están prácticamente desiertos en esta temporada -dijo Farrington-. Año a año, los antiguos sitios de veraneo se desprestigian más. Tal vez muchos otros, igual que nosotros, persigan los rincones serenos que se le escapan a la mayoría.
-Me prometo tres días más de este encantador descanso -dijo Madame Beaumont-. El lunes sale el “Cedric”.
Los ojos de Harold Farrington denunciaron su pesar.
-Yo también debo partir el lunes -dijo-. Pero no voy al extranjero.
Madame Beaumont se encogió de hombros de una manera parisiense, luciendo un hombro redondo.
-Una no puede esconderse así constantemente, por encantador que esto pueda ser. Me están preparando el castillo desde hace un mes. ¡Qué molestas son esas fiestas que una tiene que dar! Pero nunca podré olvidar mi semana en el Hotel Lotus.
-Tampoco yo -dijo Farrington, en voz baja-. Y no olvidaré nunca el “Cedric”.
Tres días más tarde, la noche del domingo, los dos estaban sentados junto a una pequeña mesa en la misma terraza. Un reservado camarero trajo cubitos de hielo y vasitos con clarete.
Madame Beaumont lucía el mismo bello vestido de noche que llevaba todos los días para almorzar. Parecía pensativa. Sobre la mesa, junto a su mano, estaba un pequeño bolso adornado con dijes.
-Señor Farrington -dijo, con la sonrisa que había congraciado al Lotus-. Deseo decirle algo. Mañana por la mañana, antes del desayuno, me iré del hotel, pues debo regresar a mi trabajo. Soy vendedora de la sección medias del Bazar Gigante, de Casey, y mis vacaciones terminan mañana a las ocho. Este billete de dólar es el último dinero que veré hasta cobrar mi sueldo de ocho dólares semanales el sábado próximo a la noche. Usted es un verdadero caballero y ha sido bondadoso conmigo, de manera que deseo decírselo antes de partir.
“Estuve haciendo economías sobre mi sueldo por un año, sólo para permitirme estas vacaciones. Deseaba vivir una semana como una dama, aunque no fuese más que una vez en mi vida. Deseaba levantarme cuando me viniera en gana, en lugar de tener que arrastrarme fuera de la cama todas las mañanas a las siete, y vivir con lo mejor, y ser servida, y tocar el timbre para pedir cosas como lo hacen los ricos. Ahora lo he hecho, y he tenido las más dichosas horas de mi vida. Regreso a mi empleo y a mi pequeño vestíbulo-dormitorio satisfecha por otro año. Deseaba decírselo, señor Farrington, puesto que yo... supuse que usted simpatizaba conmigo, y yo... yo he simpatizado con usted. Pero debí engañarlo hasta ahora porque todo esto no era para mí más que un cuento de hadas. De manera que me referí a Europa y a todo lo que hay en otros países y sobre lo cual he leído, y le hice creer a usted que era una gran dama.
“Este vestido que llevo, el único entre los que tengo que merece usarse, lo compré en O’Dowd y Levinsky, en cuotas. Me costó setenta y cinco dólares, y fue hecho a la medida. Pagué diez dólares al contado, y continuarán cobrándome a razón de un dólar por semana hasta que lo haya terminado de pagar. Esto es, aproximadamente, todo lo que tengo para decirle, señor Farrington, excepto que me llamo Mamie Siviter y no Madame Beaumont, y que le agradezco sus gentilezas. Este dólar me servirá mañana para pagar la cuota semanal del vestido, que vence ese día. Ahora creo que subiré a mi habitación.”
Harold Farrington había escuchado la narración de la huésped más bella del Lotus con aire imperturbable. Cuando Madame Beaumont terminó, Farrington sacó del bolsillo del saco un librito que semejaba un talonario de cheques, anotó algo sobre un formulario en blanco con un pedacito de lápiz, quitó la hoja, se la entregó a su interlocutora y tomó el dólar.
-También yo debo regresar a mi trabajo mañana por la mañana -dijo-. Y es mejor que comience ahora. Aquí tiene un recibo por su pago semanal del vestido. Soy cobrador de O’Dowd y Levinsky desde hace tres años. Es notable que a usted y a mí se nos haya ocurrido la misma idea de pasar nuestras vacaciones... ¿cierto? Siempre soñé con alojarme en un hotel aristocrático, y ahorré cuanto pude de mis veinte dólares semanales para poder hacerlo. Oiga, Mamie... ¿Qué le parece si fuéramos el sábado por la noche a pasear en el barco de Coney Island?
El rostro de la supuesta Madame Heloise D’Arcy Beaumont se iluminó.
-Oh, apueste a que iré, señor Farrington. La tienda cierra los sábados a las doce. Supongo que Coney puede estar bien incluso después de pasar una semana entre la alta sociedad.
Bajo el balcón, la sofocante ciudad rugía bulliciosa en la noche de julio. En el interior del Hotel Lotus reinaban las frías y suaves sombras, y el solícito camarero deambulaba cerca de las ventanas bajas, atento ante cualquier señal para servir a Madame y su acompañante.
Ante la puerta del ascensor, Farrington se despidió y Madame Beaumont se preparó para su última ascensión. Pero antes de que llegara la silenciosa jaula, se dijeron:
-Desde ahora olvídate de Harold Farrington, ¿vale? Me llamo McManus, James McManus, aunque suelen llamarme Jimmy.
-Buenas noches, Jimmy -dijo Madame.


O. Henry

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