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26 de febrero de 2018

El hombre que siempre estaba deseando, Spencer Holst



El hombre que siempre estaba deseando

Había una vez un hombre que siempre estaba deseando cosas. Deseaba cosas como que no hubiera más guerras, o que la gente ya no se muriera de hambre, y después a veces deseaba tener un millón de dólares o poderes mágicos, para poder cambiar toda la miseria que lo rodeaba. Pero no hacía nada, excepto desear cosas. Era un vagabundo. Un día, un barman le preguntó: “Escúcheme, ¿por qué vive insistiendo con esos deseos fantásticos? Quiero decir, si usted quiere terminar con las guerras, ¿por qué no se mete en política y hace algo por su idea? O, si usted quiere un millón de dólares, ¡bueno, hombre, por qué no va y lo gana! O, por lo menos, si tiene que desear cosas, ¿por qué no desea algo que tenga posibilidad de conseguir? Sabe, esos deseos fantásticos no se van a concretar nunca”. Y el vagabundo le explicó: “Mire, un hombre pasa por la vida deseando muchas cosas, y algunos de sus deseos se concretan y otros no, pero ningún hombre vive toda su vida sin que nunca se le concrete un deseo. Quiero decir que Dios debe garantizarle a cada hombre por lo menos un deseo en su vida. ¡Pero ustedes, la gente vulgar! Desean cosas tan mezquinas. Querrían tener cinco dólares para comprar esto o aquello, o querrían poseer a esta chica o a aquella; es fácil para Dios garantizarles uno de sus deseos. Pero míreme a mí, por el otro lado. ¡Nunca he tenido un deseo vulgar! ¿Me entiende? Cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, va a tener algunos problemas. Usted verá muchos cambios por acá cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, porque, ¿me entiende?, ¡nunca he tenido un deseo vulgar!” Bien. El vagabundo envejeció, 40, 50 años, y enfermo y flaco por su manera de vivir, y todavía ninguno de sus fantásticos deseos se había materializado. Un día se puso a vagar por el zoológico. Y empezó a mirar a las jirafas, que estaban aisladas en una gran jaula, cerca del linde del zoológico, así que tenían mucho espacio. Las vio galopar por ahí, haciendo oscilar sus grandes cuellos de arriba a abajo, como una danza. Se dio cuenta de que esto era la cosa más bella que hubiera visto jamás. Pero algo andaba mal. No podía imaginar qué era. Al principio pensó que el hecho de que los animales estuvieran enjaulados era lo que de algún modo estropeaba esta escena casi perfecta, pero la jaula estaba decorada como un verdadero escenario de la selva, con rocas y arbolitos y cosas, de modo que eso no podía ser. ¡Después lo entendió! Era el hecho de que las jirafas fueran tan grandes, estaban desproporcionadas con todo lo demás. Parecían fuera de lugar. Advirtió algunas flores que crecían en la jaula y pensó: no sería sensacional que las flores fueran gigantescas. Deseó que las flores fueran altas. Entonces se sintió mareado y se puso la mano sobre los ojos, y el mareo se le pasó, y entonces miró y... ¡Ahí estaban! ¡Las flores eran inmensas! Dieciocho pies de altura, y las jirafas estaban corriendo entre ellas, azotando las grandes flores con sus cuellos, hundiendo sus narices en los dondiegos, ¡y el perfume! el perfume llenaba el aire; ¡y colores! los grandes tallos verdes, purpúreos, colorados, y los azahares que surgían entre los gigantes manchados, marrones y amarillos, lo aturdieron; y después todas las jirafas empezaron a lamer las flores, de las cuales parecían extraer alguna sustancia, sus lenguas agitándose como peces rosados, y él las observó caer al suelo una por una, los ojos cerrándoseles cada vez más hasta que finalmente todas se quedaron dormidas. Era más lindo de lo que él mismo había imaginado. Su deseo había sido satisfecho. ¡Su deseo había sido satisfecho! Y... quiero decir... bueno... las jirafas y las flores eran lindas, eran realmente muy bonitas, pero... esto no tenía nada que ver con el fin de las guerras, o la gente que ya no moría de hambre, o, ¡carajo! ni siquiera había conseguido un millón de dólares. Y se preguntó qué hacer ahora. Nunca había aprendido un oficio, ni hecho verdaderos amigos, y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Su vida carecía ahora de sentido. Estaba tomando una botella de naranjín, y la rompió contra los barrotes de la jaula, como había visto hacer en un film de Hollywood, y muy metódicamente se cortó las muñecas. Y después por alguna razón, se arrodilló y se cortajeó los tobillos y se tendió en el suelo con los brazos extendidos como un crucificado, para morir. Mientras yacía allí, muriéndose, reflexionó que Dios había sido bastante mezquino. Aquí estaba él, tan fiel a su creencia, sin desear nunca comida cuando se moría de hambre, o una amante cuando se sentía solo; y se había sentido tan solo. Se sintió engañado, como si Dios se hubiese aprovechado de él. De alguna manera, sintió que Dios no había jugado limpio. Pero pocos minutos antes de morir miró casualmente al resto del zoológico y al resto del mundo. Dio un salto, espantado por lo que vio. Porque vio que Dios no le había acordado en modo alguno su deseo. Y se dio cuenta de que, de no haberse quitado la vida, Dios podría haberle acordado uno de sus grandes deseos, porque él no había hecho gigantescas las flores. Él, simplemente, había hecho la jaula, las jirafas... y el hombre, muy pequeños.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

24 de febrero de 2018

Otro impostor, Spencer Holst


Otro impostor

Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara en un accidente de automóvil. Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio del que no salía nunca. Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa impenetrable. Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el concierto iban a interpretar para él. Nunca hablaba con ninguna de las luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez, con una bebida purpúrea. El millonario no hablaba con nadie. Su mensajero con el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial relación con el millonario, se hizo también famoso. Un día, un actor que se sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería del Waldorf, leyendo un diario. Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su rostro. Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. De modo que estudió, en archivos de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y del millonario. En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún sonido de agua. Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una vida de comodidad y lujo. ¡Y encontró que era jauja! Porque su mayordomo era: un perfecto mayordomo. Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. Su vida transcurría sin esfuerzos. Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. Y tenía razón. Nadie descubriría jamás su identidad. Pero la flaqueza de este hombre estaba en su vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma vanidad. No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro, pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo.
 
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

23 de febrero de 2018

Mona Lisa encuentra a Buda, Spencer Holst


Mona Lisa encuentra a Buda 

Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas. Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo. Se sonrieron.

Spencer Holst El idioma de los gatos (1971)

22 de febrero de 2018

La historia del espejo, Spencer Holst


La historia del espejo, Spencer Holst

Había una vez un poeta que quería convertir su talento en dinero. Era un buen poeta. Estaba dedicado a su profesión, al perfeccionamiento de su arte, con todo su ser. Era culto o, por lo menos, había leído mucho; y tenía una aguda imaginación y podía ser elocuente —cuando escribía—, pero no sabía hablarle a la gente; era tímido y siempre tenía el sentimiento de que la gente relacionaba sus palabras con algo que él no entendía. Como era un verdadero poeta, esto quiere decir, por supuesto, que trabajaba en menesteres humildes: lavaplatos, oficinista, mensajero. No existe manera de que un auténtico poeta se gane la vida con su obra. Un día miró en su torno, y vio a todos estos retardados, estas personas vulgares, criminales, inmorales, estúpidas, todos estos idiotas, ¡todos los cuales pueden ganarse la vida! Y se imaginó que debía de haber algún modo de que una persona con su inteligencia se imaginara cómo no tener que trabajar en estos trabajos ridículos. Así que le pidió prestada una malla negra a un bailarín amigo, y consiguió una pesada pieza de género que se puso en la cabeza como una capucha de monje, y consiguió un trozo de cristal ovalado, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a su propia cara, bajo la capucha, pero no era un cristal común, era el llamado “en una dirección”; esto es, la clase de cristal que cuando uno mira a través de él de un lado, es claro, transparente, pero cuando se mira del otro lado es un espejo; puso este cristal ante su cara de modo que él podía mirar a través de él, pero cualquiera que lo mirase sólo veía su propio reflejo. Fue a un club nocturno del Greenwich Village y consiguió trabajo como oráculo. De adivino. Tenía una mesita en el club nocturno y se sentaba allí, y la gente venía y le hacía preguntas de las que uno le hace a un oráculo, acerca del futuro, y él decía simplemente lo primero que se le pasaba por la cabeza. Inventaba disparates, hablaba en jerigonza, citaba fragmentos de otros poetas, y tenía una aguda imaginación de modo que inventaba pequeñas fantasías, cuentos, y a la gente parecía gustarle. Descubrió que cuando tenía puesto su espejo, perdía la timidez. Podía hablar con la gente con facilidad.

Banshee: el duende melancólico que, en las mitologías célticas, anuncia la muerte de alguien. 

Algunas personas hasta lo tomaban en serio, pero él tan sólo se reía de ellos y nunca pretendió ser otra cosa que un animador. Después de un tiempo se encontró con que estaba ganando bien en el club nocturno. Había una chica, una bailarina de striptease que también trabajaba en el club nocturno. Trabajaba con luz negra. Luz ultravioleta. Pero únicamente su traje era luminoso, ella no, y como no había otra luz, a medida que interpretaba su baile y una a una sus ropas caían, ella desaparecía. Únicamente sus ropas eran luminosas, de modo que cuando caía el último corpiño o la última bombacha, ella era invisible y el escenario quedaba regado con luminosos montones de ropa.
Ese era su número. Ambos se enamoraron. Pero cuando el poeta no tiene puesto su espejo, vuelve a ser el tímido de antes. No sabe cómo abordar a la chica, y no sabe que ella también está interesada en él. Una noche (a mitad de semana, no hay mucho público) él ve a la chica que camina por la vacía pista de baile en su dirección, y ella tiene algo escondido a sus espaldas, de manera que él no puede ver de qué se trata. Así que ella se sienta a su mesa y... ¡Aquí está! Y él tiene puesto su traje y su espejo, así que súbitamente puede hablar. Está a punto de expresarse, de expresar su amor cuando la chica le dice: “¡Mire! Yo no quiero que me adivine nada, no quiero saber nada sobre mí misma. ¡Quiero saber algo de usted!” Y en este momento, sacó de atrás de su espalda un espejo ovalado de su mesa de tocador, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a la cara-espejo de él, y le dijo: “¿Qué ve?” Perdóname, lector, pero por un instante debo hacer una digresión para explicarte lo que él vería. Sabes que cuando te paras entre dos espejos, o cuando te sientas en el sillón del peluquero, parece haber un corredor entre los espejos; pero si alguna vez te detienes a observar verás que, aunque quizá puedas ver seis o siete niveles, nunca puedes ver el final del corredor; siempre tu propio primer reflejo se interpone en el camino, y si intentas hacerte a un lado, todo el corredor desaparece por un costado del marco del espejo. Pero en este caso, él miraría a través del vidrio y vería un espejo, pero el espejo sólo “vería”, por así decirlo, un espejo, que a su vez vería un espejo, y etcétera. No habría nada entre los dos espejos para obstaculizar la visión, de modo que él podría ver el corredor estirándose en línea recta hasta el infinito. Así que, para recapitular la situación: la chica de la cual está enamorado se sienta frente a él, y él tiene puesto su espejo, de modo que puede hablar, y está a punto de expresar su amor cuando la bailarina de striptease le pregunta: “¿Qué ve?” Y en ese momento la chica desaparece, el club nocturno desaparece y el hombre ve un corredor hasta el infinito. No dice nada. La chica saca su espejo y le dice: “¡Diga algo!” Pero el hombre no dice una palabra.Ella le tira de la manga y le dice: “No se quede sentado ahí, diga algo...” Pero él no se mueve. Y durante diecisiete años no se ha movido. Todavía está sentado, exactamente en la misma posición, un catatónico en un hospicio... lo alimentan por un tubo, y es incontinente, y ha perdido por completo el contacto con el mundo exterior. Pero los médicos y las enfermeras pueden discernir —a través de cambios en su expresión facial, y a través de las palabras que masculla inaudiblemente, de modo que nunca pueden saber bien qué está diciendo—, pueden discernir que en su mente lleva una vida muy activa, y que tiene experiencias en un mundo de sueños... Y en este mundo de sus sueños, en la vida que vive adentro de su cabeza, todo el resto de la gente usa espejos sobre sus caras, y él es el único que no lo tiene. A causa de esto se siente en gran medida como un extraño, y trata de averiguar, pregunta a la gente: ¿por qué él no tiene un espejo sobre su cara como los demás? Pero la gente, o bien le da respuestas falsas y trata de burlarse de él, o bien pretende que no sabe de qué está hablando. Y a causa de esto, él no consigue sino trabajos humildes, como lavaplatos, oficinista o mensajero. Como este “entero mundo” es, después de todo, tan sólo su imaginación, como es tan sólo su sueño... bueno... puede pasar cualquier cosa. Por ejemplo: después de haber trabajado toda la semana en alguna espantosa ocupación, agarra su cheque con todo el sueldo y se va a la guarida de los drogadictos. (No se trata de una droga verdadera, por supuesto, sino de lo que él se imagina que es una guarida de drogadictos, porque sea como fuere que uno pueda imaginar una guarida de drogadictos en un sueño... así es, realmente.)
Pero la otra gente en la guarida de los drogadictos, cuando se ponían high, ¡oh!, bailaban, y cantaban, y se reían, y se divertían muchísimo; pero él no, se limitaba a encontrar una silla cómoda y a sentarse. Y con el paso de los años, se adaptó a su mundo. En realidad, se arrancó de la conciencia, a la fuerza; este conocimiento que tiene de que es realmente distinto de los demás, que no tiene un espejo sobre su cara. Cuando alguien alude a este hecho, él hace como que no oye, o hace como si estuvieran hablando de otra cosa. Y a medida que pasan los años, empieza a pensar en sí mismo como “normal”. Saben, todos son un poco neuróticos, todos tienen problemas. Pero él terminó por pensar de sí mismo como si fuera otro ser humano común... aunque... hay veces en que sospecha, hay veces en que piensa que es un poco peculiar que una persona vaya y se gaste todo el cheque del sueldo en la guarida de los drogadictos, quiero decir... solamente para sentarse allí. Pero hay otra manera en que podría terminar esta historia, por ejemplo: él conoce una chica, y la chica tampoco tiene un espejo sobre la cara y, por supuesto, se reconocen el uno al otro inmediatamente, esto es, que ninguno de ellos tiene un espejo sobre la cara. Y ella le dice (ella ha estado en “este mundo” más tiempo que él) que él no tiene que trabajar en esos menesteres horribles, y que le puede enseñar cómo desenvolverse... “Ven a mi casa”, le dice ella. (La relación entre ambos es, desde el principio, más la de hermano y hermana que una de tipo sexual.). Y así, salen caminando de la ciudad hasta el borde del mar y caminan por la playa quizá cerca de una milla, hasta un lugar muy aislado donde no hay gente; hay un palmar muy agradable, y en el centro del palmar hay una pequeña tienda. “¡Mira! —dice ella—. Yo vivo aquí. No tengo que pagar alquiler. Voy a nadar todas las mañanas. Es saludable vivir al sol. Es maravilloso”. “Bueno, sí —dice el hombre—. Es estupendo... pero, ¿cómo haces para comer?” “Estoy a punto de preparar el almuerzo, en este momento. ¿Por qué no te quedas a almorzar conmigo?” Y entonces ella extiende una manta sobre la arena, y saca dos platos de latón y va hasta el borde del mar, y él la observa allí, juntando cosas de la superficie y poniéndolas en los platos. Ella vuelve y pone los platos sobre la manta y los dos se sientan con las piernas cruzadas sobre la arena, y ella empieza a comer. Él mira su plato y ahí, en el centro, hay un montoncito de guijarros, menudos guijarros vueltos redondos y suaves por el mar. Él levantó un guijarro y lo examinó: realmente, no era más que una piedra. Se puso uno de ellos en la boca, e hizo una pequeña mueca, lo tragó... y lo deglutió. Ella observó: “Es un poco difícil al principio, pero uno se acostumbra después de un tiempo”. Habría otra forma de terminar esta historia, pero ese final es pornográfico y yo no escribo esa clase de cosas. La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

21 de febrero de 2018

Brillante silencio, Spencer Holst


Brillante silencio, Spencer Holst

Dos osos kodiak de Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la pareja aparecía todas las noches en un desfile empujando un carro cubierto. A los dos les enseñaron a dar saltos mortales y volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a danzar sobre sus patas traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los favoritos del público.
El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando por México y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos, unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar. Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus descendientes también bailaran?
Garra con garra, al mismo compás… ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante silencio?

Spencer Holst

20 de febrero de 2018

El murciélago rubio, Spencer Holst



El murciélago rubio



Hubo una vez un gran murciélago rubio que se sentó junto a un barman. El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el barman hubiera visto. Mientras volaban a cuarenta millas por hora en el Subterráneo Independiente, el barman se preguntó si esos cándidos ojos azules arderían en la penumbra como tranquilas llamas purpúreas, como las lamparitas azules en los extremos de las plataformas del subte. El vestido de ella estaba hecho de terciopelo negro con alas de seda negra y guantes de raso; llevaba una curiosa máscara que revelaba más de su rostro de lo que ocultaba; sus zapatos eran de taco alto y afelpados, y él advirtió que sus pies eran delicados, y se preguntó si ella estaría descalza debajo de esos zapatos, o si llevaría medias, y apostó a que tenía lindos dedos de los pies. Este barman se estaba enamorando. Era realmente algo raro: un barman enamorándose de una extraña chica rubia que llevaba un traje de murciélago, en un subterráneo. La mayoría de los idilios en subterráneo se bajan en la calle 34 para ir a una estación de ferrocarril de ahí a Saskatchewan: pero no tiene por qué ser de esa manera. Por ejemplo, en esta historia el barman no sólo tendrá el valor de hablarle a esta chica: hasta se enamorarán los dos. ¡Cómo!, dicen ustedes. Están un poco indignados. Me acusan de sadismo. Permitir que mi personaje, el barman gordo, de cara colorada, se enamore de esta muchachita. Ella se cansará pronto de él, dicen ustedes, lo dejará por un hombre más joven, más adecuado, pues a través de la riqueza y el buen gusto de su traje, y la dignidad y la gracia de sus rasgos, es obvio que proviene de una buena familia. ¡Cuán infeliz harás al barman!, me dicen ustedes. ¡Tonterías! Yo no voy a hacer infeliz al barman. Con seguridad, sin embargo, el barman tendrá muchos meses horribles después de esta noche de amor, y muchos años de tristeza después, pero esto no es la infelicidad, porque él hará muchas buenas acciones en agradecimiento al mundo por permitirle esta noche mágica. No, la infelicidad es otra cosa; la infelicidad es no tener el valor. Pero volvamos a la historia: el tren entró rugiendo en la estación de Delancey Street y los ojos del barman se le salieron de las órbitas porque montones de gente disfrazada estaban bailando y cantando y soplando cornetas y corriendo y gritando y exaltándose en la plataforma del subte. La chica se levantó. El barman se levantó también, y con ojos ausentes y distraídos la siguió hasta el andén y fue allí donde habló con ella.
 Ella lo miró, asombrada; lo miró de arriba a abajo; después se rió, pero no estaba riéndose de él, de eso él estaba seguro: era una risa de alegría que él iba a recordar. Ella corrió. ¡El la persiguió! Ella corrió a través de la muchedumbre, era escurridiza, parecía deslizarse entre estos locos parranderos gesticulantes, mientras él tenía que luchar por cada pulgada y en su apasionada persecución le pisó un dedo a Napoleón, derribó a una bruja gorda y chillona, golpeó a un payaso en el estómago, sentó en el suelo a un sorprendido gorila, tropezó con la reina de Inglaterra, y ella corría y corría, fuera del subte, por Delancey Street hacia el río, hasta que él la atrapó y ella se quedó quieta en sus brazos mientras tomaba aliento, lanzando ocasionales risitas de alegría. Era tan suave que él la besó, y después caminaron juntos, del brazo, mirando los fuegos artificiales y las multitudes, deteniéndose aquí y allá para tomar una cerveza. ¡Toda la ciudad estaba de fiesta! Todo el mundo estaba disfrazado, todo el mundo tenía careta, y había reflectores, papel picado y fuegos artificiales por todas partes, como si fuera un maravilloso Carnaval o algo así, y el barman se sintió un poco fuera de lugar con sus apagadas ropas de calle, sin una careta tan siquiera. Pero la chica le dijo que estaba muy bien vestido. Y él le preguntó qué era toda esta celebración, no había oído hablar de ninguna, pero ella simplemente se rió y lo besó, y eso fue todo. Y así bregaron felizmente a través de las multitudes y de la noche, deteniéndose de vez en cuando para bailar, con una extraña música lenta en las tabernas, o con el jazz salvaje que se tocaba en casi todos los rincones. Ella señaló un gran reloj en un edificio. Eran las once en punto. Ella lo hizo apurar hasta una larga fila que caminaba lentamente ante la plataforma de un jurado, y cuando les llegó el turno los jurados hicieron un gran alboroto sobre ellos, y un jurado insistía en señalar con admiración la corbata brillante del barman, de modo que ganaron el concurso y ambos obtuvieron grandes copas de amor. Los jurados los condujeron hasta un gigantesco trono de amor, alzado muy por encima de la multitud que aclamaba, un tremendo almohadón, más grande que un colchón. ¡Era el trono para ellos! ¡Eran el rey y la reina de la noche! Habían ganado el concurso de disfraces. Entonces el barman escuchó un tremendo tañido. La muchedumbre empezó a gritar y a aullar. Él escuchó una sirena, baja, mucho tiempo. La calle Delancey había enloquecido. Su chica se sacó la máscara y él contuvo el aliento, tan hermosa era mientras señalaba el gran reloj en el edificio; ella lo dijo en susurros, tierna de pasión, amorosamente; le dijo: “¡Es medianoche! ¡Quítate la careta!”

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

25 de diciembre de 2017

El asesino de Papá Noel de Spencer Holst

 El asesino de Papá Noel de Spencer Holst, El idioma de los gatos (1972)

Hubo una vez una persona que terminó con las guerras para siempre, al asesinar a 42 Papás Noel. Todo empezó unos diez días antes de Navidad, cuando un Papá Noel del Ejército de Salvación fue asesinado en un barrio. Un diario de la mañana traía la noticia, pero al día siguiente otros cinco Papás Noel fueron asesinados y el hecho apareció en la primera plana de todos los diarios del país. Cuatro de ellos fueron asesinados mientras recolectaban fondos para el Ejército de Salvación, y el quinto fue apuñalado en la sección Juguetería de Gimbel‟s. ¡La gente se sintió ultrajada! ¡Cómo se indignaron! Pensaban qué monstruo, qué engendro debía ser ese tipo, quiero decir, arruinarles la Navidad a los chicos asesinando a Papá Noel. No se preocupaban por las vidas verdaderas de los hombres asesinados, tan sólo era el efecto que causaría a los chicos lo que molestaba a todos. De manera que al día siguiente la ciudad estaba llena de policía metropolitana y estadual, agentes del FBI y hasta algunos funcionarios de Inteligencia de la Marina, agentes del Tesoro y funcionarios del Departamento de Justicia, todos los cuales encontraron pretextos para intervenir en el caso: y otros diez Papás Noel fueron muertos y no se atrapó al esquivo asesino. Así que aquella noche todos los Papás Noel que estaban trabajando, convocaron a una reunión secreta para decidir qué hacer. Se daban cuenta de sus responsabilidades para con los chicos pero, por el otro lado, les parecía una especie de locura salir a la calle y ser atacados por este maníaco. De modo que un hombre, que era valiente y no tenía a nadie que dependiera de él, se ofreció para salir al otro día, disfrazado y con una fuerte guardia armada. Pero le cortaron la garganta en su cama, aquella noche. Así que al otro día no había Papás Noel en la ciudad. Y la gente estaba algo así como irritable y nerviosa, y los chicos lloraban, y no parecía Navidad sin los Papás Noel. Pero al día siguiente, una volátil mujercita de Hollywood, una actriz que buscaba publicidad, salió vestida de Mamá Noel. Y la gente y sus chicos se agolparon en torno de ella, ya que era lo más aproximado a Papá Noel que andaba por la calle, y consiguió un montón de publicidad, y no la mataron. De modo que al día siguiente varias otras mujeres prominentes salieron todas vestidas de Mamá Noel, con el pelo empolvado de blanco y polleras coloradas y almohadones en sus vientres y sombreros de Papá Noel, y tampoco a ellas las mataron. Decidieron que a lo mejor el maníaco había dejado de actuar, así que mandaron a la calle a un Papá Noel como globo de ensayo, pero una hora después su cuerpo era conducido en una ambulancia al Bellevue Hospital, con tres balas alojadas en él. Así que la Navidad de ese año transcurrió con Mamás Noel. Y el año siguiente empezó a ocurrir otra vez lo mismo, de modo que de inmediato mandaron a las mujeres otra vez a la calle. Al año siguiente pasó la misma cosa; y el siguiente, y el siguiente: y año tras año, este paciente y esquivo maníaco mataba a cualquier varón vestido de Papá Noel, hasta que finalmente en los diarios, en la publicidad y en las mentes humanas, Papá Noel retrocedió hacia el fondo y Mamá Noel se convirtió en la figura principal. Quiero decir que Papá Noel todavía estaba allí. Hacía los juguetes en el Polo Norte y se ocupaba de los elfos, pero era Mamá Noel la que viajaba en el trinco tirado por los renos y se deslizaba por la chimenea y repartía los regalos y encabezaba el desfile de Navidad cada año.
Y lo divertido era que a las mujeres parecía gustarles realmente ser Mamá Noel. Nadie tuvo que pagarles y se convirtió en una moda tal que las calles, en época de Navidad, estaban colmadas de Mamás Noel. Y a medida que el tiempo pasó, ellas empezaron a hacer pequeñas alteraciones en el traje tradicional, cambiando primero el matiz de rojo, y experimentando después con colores completamente distintos, hasta que al fin cada traje fue único y fantástico, hermosamente coloreado, bellísimo. Se convirtió en un verdadero honor el encabezar el desfile de Navidad. ¡Y a los chicos les encantó! ¡La Navidad nunca había sido así antes, con todas estas Mamás Noel y toda la excitación! Pero estos chicos, esta nueva generación de chicos que creció creyendo en Mamá Noel, eran algo así como distintos. Porque, fíjense, para los chicos muy pequeños Papá Noel es un dios. Y para la época en que dejan de creer en Papá Noel, empiezan a ir a la Escuela Dominical y aprenden acerca de un nuevo Dios. Y este nuevo Dios no les hace regalos. Es un poco rudo. Pero toda la vida anhelan a su antiguo dios de la infancia, a su dios Papá Noel. Observen sus oraciones, lo que dicen: dame lo que deseo. Pero esta nueva generación de chicos que crecieron creyendo en Mamá Noel, parecía tener una actitud distinta hacia las mujeres. Empezaron a elegir mujeres para el Congreso y eligieron a una mujer presidente y mujeres alcaldes, hasta que muy pronto el país entero estuvo gobernado por mujeres. A ellas les preocupaban sobre todo cosas como la comida, y hubo mucha discusión en el Congreso acerca de varios regímenes, y bien pronto hasta los más pobres tuvieron mucho que comer; y estaban interesadas en las casas, y pronto ya no hubo escasez de viviendas. Pero había una cosa que no apoyarían. No pensaban hacerlo. Quiero decir, ¿qué posible razón política haría que estas mujeres mandaran a sus hombres a ser matados? ¡Era ridículo! De modo que con su poder político y su poder financiero y el prestigio de los Estados Unidos, obligaron y animaron a otros países a permitir que mandaran las mujeres. Así la guerra terminó para siempre. Los hombres siguieron haciendo lo que siempre habían hecho. Trabajaban en fábricas, y estudiaban matemática superior, y apostaban a caballos, y repartían el hielo, y discutían de filosofía. Pero estas discusiones sobre filosofía no ocasionaban que la gente se muriera de hambre y se matara entre sí. Y muy pronto, en todo el mundo, nadie estaba hambriento, todos tenían lindas casas, ya no había guerra, la gente empezó a ser feliz. Saben, cuando uno se detiene a pensar en ello, había ocurrido una revolución mundial. Y 42 Papás Noel no es mucha gente muerta para una revolución mundial. Pero el asesino o, en realidad, el santo a quien la humanidad tanto le debía, el que planeó y ejecutó esta revolución casi incruenta, nunca fue atrapado y crucificado. Siguió viviendo. No, nadie descubrió nunca la identidad de este santo: es decir —ah—, salvo yo. Yo sé quién es el santo. Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro de que lo sé. Porque hay una sola persona capaz de esto, hay una sola persona con el genio, la osadía, la imaginación, el valor, el amor a la gente, la avidez por la sangre y la paciencia requeridos para llevar a cabo esta, la mayor de todas las acciones. Esa persona es mi hermanita.

Spencer Holst, El idioma de los gatos (1972)

29 de agosto de 2016

Ajedrez, Spencer Holst

Ajedrez

Hubo una vez una demostración de cortesía rusa. Hay en Rusia una ciudad bastante grande, el centro, de una vasta zona árida. En esta ciudad hay un club de ajedrez y quienquiera, en toda esa zona, esté seriamente interesado en el ajedrez, pertenece a este club. Durante varios años hubo dos ancianos que estaban muy por encima de todos los demás miembros del club. No eran maestros, pero en esta zona eran los mejores jugadores, y a lo largo de los años los socios del club habían estado tratando de decidir cuál de ellos era el mejor; cada año había un concurso, y cada año los dos hacían lo mismo: primero, uno de ellos ganaba, después ganaba el otro, después empataban o declaraban tablas; el club estaba dividido, la mitad de los socios pensaba que el uno era superior, la otra mitad pensaba que el otro. Los socios del club querían tener un campeón. De modo que decidieron que este año harían un concurso distinto: decidieron traer un jugador inferior, una persona completamente desconocida, ajena a la zona, y cada candidato jugaría con él una partida; y entendieron que cada uno de los candidatos le ganaría al jugador mediocre, de modo que no era cuestión de ganar o perder, sino que resolvieron más bien votar después, tras estudiar y discutir el juego de cada uno de los candidatos, y que le otorgarían el campeonato a aquel que jugara con mejor estilo. La noche del torneo llegó, y el primer candidato jugó con el jugador inferior hasta que el jugador inferior finalmente se encogió de hombros y le dijo: “Abandono. Usted gana, obviamente”. Momento en el cual el primer candidato se inclinó e hizo girar el tablero en redondo, tomando él la posición que el jugador inferior había abandonado, y dijo: “Continúe”. Jugaron hasta que por fin el jugador inferior recibió jaque mate. Después el segundo candidato jugó con el jugador inferior hasta que finalmente el extranjero alzó sus manos y dijo: “Abandono”. Y el segundo candidato, exactamente como lo había hecho el primero, hizo girar el tablero en redondo y dijo: “Continúe”. Jugaron por un rato hasta que el vencido jugador inferior, con expresión vacía, se echó hacia atrás y se encogió de hombros y dijo: “No sé qué hacer. No sé a dónde mover. ¿Qué haré?” El segundo candidato torció la cabeza para entender mejor cómo veía su oponente el tablero, y después dijo cautelosamente: “Bueno, ¿por qué no mueve esa pieza allá?” El forastero miró el tablero sin comprender, y finalmente se encogió de hombros como diciendo: “Bueno, no puede causar ningún daño, y después de todo, qué importa, sé que voy a perder de todas maneras”. Con ese gesto movió la pieza allá. El maestro frunció el ceño y examinó el tablero durante varios minutos antes de mover. Su entrecejo se ahondó. Las comisuras de su boca se cayeron. Sus ojos se endurecieron, devolvió una hosca, pétrea, desafiante mirada a su público por un momento, antes de decir con una voz ronca que todos pudieron escuchar: “¡Abandono!” Saltó de su silla, alzó rápidamente su bastón con puño de oro y lo descargó sobre el tablero de ébano y marfil, partiéndolo por la mitad. Salió corriendo de la habitación, murmurando en voz alta una larga, vigorosa letanía de blasfemias que fue maravilloso escuchar. Por supuesto le otorgaron el campeonato del club. Y de paso, pienso, demostró la manera apropiada de perder una partida.



Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

28 de agosto de 2016

El idioma de los gatos, Spencer Holst

 El idioma de los gatos

1
Hubo una vez un caballero. Era un científico. Después de su nombre, venían letras. Hablaba cien idiomas, del iroqués al esperanto. Era autor de varios folletos sobre matemática astral. Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz baja. Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional. Su trabajo era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético. Las fuerzas armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir. Los generales se habían asombrado ante él porque varias veces —decían— había salvado, literalmente, la guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo. Y, en verdad, eso significaba que había salvado al mundo. Pero en toda su vida no pudo acordarse de poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba marcado con pequeñas quemaduras pardas. Su mujer era rubia y menuda y delgada, y era un ama de casa muy prolija. Él la arrastraba a la desesperación. Él estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living, dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie. Lo que hizo de su mujer una rezongona. Ella le gritaba diez veces al día, hasta que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de idiomas antiguos, y, además, era un caballero. Un día, él la dejó. Hizo sus valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato siamés. 
 2
El gato lo hipnotizaba. Era un hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba, maullaba, maullaba todo el tiempo. El sabio se sentaba en su cama y se quedaba mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y saltaba de la cama a la cómoda, después al lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y otra vez, a la cama. De vez en cuando le daba un arañazo al aire. De pronto se detenía y se dormía. El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las insatisfacciones de su vida. Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres. Y la suya era por cierto una de ellas. Él había perdido todo interés en sus amigos, y en las mujeres. Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente. Algunas noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera el éxito ocasional de emborracharse alguna vez. Los libros lo hacían dormir. Y finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía. Una noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo. Quiso comunicarse con él. Decidió hacer algunos experimentos. De modo que tapizó las paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato. La mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle, y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de ciencia de su proyecto. En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos gatunos. Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún y los que querían salmón. Algunos querían pulmón, hígado o pájaros. Y todos estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca. Cuidadosamente, comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda. Registró todos los sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir. Entonces abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos empezaron a adquirir significado. Después empezó a practicar, imitando sus registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma. Hacia el final, ensayó ronronear. Nunca había experimentado con su propio gato. Quería sorprenderlo. Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard, como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: “¡MIAU!”. 
 3
Así era como los gatos decían, al encontrarse, “Buenas noches”. Pero el gato no se mostró sorprendido. Contestó: “Mrrrrouarroau”, que quiere decir: “Ya era hora”. El gato le hizo entender que lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus lecciones, sería mraur... ¡perdón! Al deslizarse las semanas, el hombre descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato siamés. Poco a poco, aprendió la historia de los gatos. Miles de años atrás, los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no era
atómica; no necesitaban ni radios ni televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos. Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida. Se dieron cuenta de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que decidieron simplificar sus vidas. Por supuesto, no pretendieron tan sólo “volver a la naturaleza” —eso habría sido demasiado—, así que crearon una raza de robots para que los cuidaran. Estos robots eran un progreso, mecánicamente estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza. Un par de sus más grandes inventos fueron el “pulgar oponible” y la “postura erguida”. No quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse. Por supuesto, nosotros somos los robots a los que el gato se refería. Y ahora el científico entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos. El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte. Pero no querían una muerte atómica. Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional actitud hacia los ratones. “Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza, pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva”, dijo el gato (a su manera, por supuesto), “de modo que decidimos intentar algo que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras órdenes al mundo!” “Te elegimos a ti”, dijo el gato condescendientemente, acaso como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a hablar, “porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno”. El gato le dio al hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel. Las reglas eran:
NO PATEES A LOS GATOS.
NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.
NADA DE TRAMPAS PARA RATONES.
MATA A LOS PERROS.
“Si el mundo no obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza”, dijo el gato, y después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido. “¡Espera un momento! ¡Despiértate! ¡Por favor!”, rogó el hombre, tocando tímidamente al gato en la frente. “¡Déjame dormir!”, gruñó el gato. “Tienes un trabajo que hacer. ¡Hazlo!” “Pero yo no puedo llevarle estas reglas a la gente y decirle que un gato me las dio. ¡Nadie me creería! El gato frunció el ceño y dijo: “¿Y si te diéramos una pequeña demostración de nuestro poder? Entonces la gente comprendería que esto no es una broma. En una semana a partir de hoy, haré que algunos gatos atraviesen Moscú y Washington desparramando un gas que enloquecerá a todos durante veinticuatro horas. El gas desatará todos sus impulsos destructivos. No se harán daño entre sí, pero destruirán todo aquello a lo que puedan echar mano, todos los edificios, puentes, obras públicas, todos los documentos y hasta todas sus ropas”. Entonces el gato bostezó de nuevo y se volvió a dormir. El hombre, con la lista de reglas en la mano, salió a la calle para hacer lo que le habían indicado, pero primero, y apenas si sabía lo que estaba haciendo, una extraña malicia iluminó sus ojos al pensar en sus vecinos. Abrió las mil jaulas.
 4
Una brisa de octubre lo golpeó en la cara, hojas del color de la llama crujieron bajo sus pies, el sol poniente enrojeció todo con sus últimos, espléndidos rayos, los ruidos callejeros invadieron sus oídos como en un sueño, y una campana tañía patéticamente ante la proximidad de la negra noche de invierno, o así le pareció a él mientras caminaba, marcado por la tremenda responsabilidad que le habían conferido, con su mente girando en grandes círculos, encontrando desesperadamente poesía y hermosura en las grietas de la acera, en las rayas de las insignias de los barberos, en los fragmentos de conversaciones de muchachitas que oía al pasar junto a ellas, en los ofensivos olores de las latas de basura, con la totalidad de la escena ciudadana que realmente él nunca había advertido antes y por la cual había transitado a ciegas, con los ojos vueltos hacia adentro, en su trabajo, pero que ahora tragaba a grandes sorbos con regocijada ansiedad: ¡pero si tan sólo pudiera escapar! Para escapar de su fantástico deber para con el mundo, se perdía en todas sus bellezas, pero este nuevo mundo que él veía era visto por otros, estoy seguro, que se hallaban en situaciones muy distintas, y como es este extraño mundo que él veía el que estoy tratando de describir, haré un digresión momentánea: imagínense a un chico en Inglaterra, un par de siglos atrás, que hubiera robado un pedazo de pan o un pañuelo o una media corona, y a quien algún juez severo y estúpido hubiera mandado a prisión, para hacerse hombre en la cárcel, sin conocer nunca la suavidad de una mujer, sin conocer nunca una comida dada con amor, sin probar nunca una golosina, sin ver nunca un espectáculo, o cualquiera de nuestros placeres más comunes; al ser liberado, podemos fácilmente imaginar su asombro, deleite y terror, su gran ansia de tocar a cuanta chica encuentra, su necesidad de un amor paciente y de interminables explicaciones (pues él no entendería casi nada de nuestro mundo libre), y que, al no encontrar una persona con tal paciencia, pronto estaría de vuelta en la prisión; pero todo eso está fuera de la cuestión, la cuestión es que el mundo de este científico que escapa de su responsabilidad y el mundo del muchacho que acaba de ser rudamente vomitado de una cárcel, se verían igual; y así, para comprender cómo aparecía esta noche de octubre a través de su mareo y su confusión, imagínense cómo se le aparecería el mundo a una persona después de terminar una condena tan ridículamente larga y sin sentido. 
 5
Las luces empezaron a titilar a medida que la oscuridad descendía. Un convertible color crema, dentro del cual cuatro estudiantes secundarios borrachos estaban cantando alegremente y gritándole profusamente a los transeúntes, de pronto se salió de la calzada, arrancó la tapa de una toma de agua, arrojó a dos de los muchachos a través de la vidriera de una joyería, lanzó a otro a veinte pies por el aire, haciéndolo aterrizar sobre su espalda y encima del pavimento, y dejó al otro, el único sobreviviente, gimiendo miserablemente con costillas rotas contra el volante; las llamas brotaron de abajo de esa ruina retorcida que abruptamente se detuvo sobre el hidrante roto; el agua empapó la parte de atrás del automóvil pero no tocó la parte delantera en llamas. Una multitud excitada empezó a congregarse alrededor de la catástrofe y a devorar, hambrienta, el espectáculo. El científico, que estaba del otro lado de la calle, testigo de todo el accidente, lo vio como si fuera un accidente en el cine, y continuó su deambular entre sueños y sin meta; y aferraba en su puño la lista de reglas, aunque ni se daba cuenta de ello, tan perdido estaba en los hermosos movimientos, luces y ruidos de la ciudad. Aunque todavía caminaba, su mente volvió a sumergirse en él mismo, y se preguntó a quién diablos le llevaría esas reglas: no conocía al Presidente, y cualquier funcionario al que le hablara se le reiría, sin duda. Reflexionó largamente sobre este problema. Volvió a asomarse al mundo de afuera y descubrió con sorpresa que estaba frente a su antigua casa. Las luces estaban prendidas. Desde el día en que se fue, no se había comunicado con su mujer. Enderezó por el angosto sendero y entró en la casa sin llamar, por hábito, como lo había hecho siempre. Su mujer tenía el sombrero puesto. “¡Vete de aquí!”, le gritó. “¡Tengo una cita! ¡No quiero volver a verte nunca!” El científico echó una mirada a su antigua casa. Todo estaba igual. Hasta los muebles estaban colocados de la misma manera prolija, nítida. ¡Los muebles! Estos muebles habían sido los causantes de la separación. Ella amaba más a sus muebles que a él. Él agarró un florero. Ella amaba este florero más que a él. Él lo tiró contra la pared. ¡Smash! Su mujer gritó. Enseguida, esta silla antigua que a ella le gustaba tanto. ¡Smash! Se rompió en tres pedazos. Él tiró la lámpara por la ventana. ¡Crash! “¡Basta!”, gritó su mujer. “¿Estás loco?” Él fue a la cocina y tomó un cuchillo, tirando algunos ceniceros en el suelo y derribando la biblioteca que se le interpuso en el camino, y empezó a destripar las sillas tapizadas. “¡Basta! ¡Basta!”, gritó su mujer, ahora histérica y sollozante. Pero el científico apenas si la escuchaba. Estaba desgarrando, rompiendo, arrancando, destrozando, demoliendo, en verdad, en un frenesí de rabia más poderoso que las lágrimas de ella, todos los muebles de la casa. Después se detuvo. Y ella dejó de llorar. Sus ojos se encontraron y cayeron el uno contra el otro, más enamorados que nunca. La violenta escena de alguna manera los había cambiado a ambos. Los ojos del hombre estaban claros ahora, y su ceño había perdido la gravedad. La voz de ella era suave y cálida. Después el hombre se acordó de los gatos y de lo que iban a hacer. “Vámonos de Washington por un tiempo. Vámonos en una segunda luna de miel. Agarremos el auto y vámonos al oeste, a las montañas, alejémonos de todo y de todos
Encontraremos algún lugar salvaje y viviremos allí. No me hagas preguntas. Haz lo que te digo”. Ella hizo lo que él le decía, y una hora después estaban saliendo de Washington rumbo al oeste. “¡Querido!”, le dijo su mujer súbitamente. “¡Vamos a tener que volver!” “¿Por qué?” “¿No tienes un gato siamés en tu casa de campo? Se morirá de hambre. No puedes dejarlo encerrado ahí. Y si volvemos, podrás recoger alguna ropa. Parece tonto comprar ropa nueva cuando todo lo que tenemos que hacer es volver a la casa de campo”. “¡Mira!”, le dijo su marido, apretando el acelerador, aumentando perceptiblemente la velocidad del coche. “¡Ese gato puede cuidarse a sí mismo!”
 6
Viajando en etapas, les llevó tres días y medio llegar al linde de las montañas, donde compraron un rifle, mochilas, bolsas de dormir, utensilios de cocina y toda la parafernalia que necesitarían para vivir fuera de la civilización por un tiempo. Empezaron su viaje a pie, sudando y gruñendo bajo el peso de sus mochilas. Por un par de meses no vieron a otro ser humano. Pero en una ocasión, mientras caminaban a corta distancia de su campamento, se encontraron con un gato montés. El gato montés gruñó amenazadoramente. El hombre había dejado su rifle en el campamento. El gato montés estaba entre ellos y el campamento. Así que el hombre de ciencia empujó a su esposa detrás de él y empezó a gruñir y miaurra-miauuuu. Durante varios minutos hablaron, y luego el gato montés se dio vuelta y escapó. “Querido, ¿qué estabas haciendo? Parecía como si realmente estuvieras hablando con ese gato montés”. Y así el hombre le contó toda la historia de cómo había aprendido a hablar el idioma de los gatos, y que ahora probablemente Washington y Moscú estarían en ruinas, y pronto toda la raza humana sería destruida. Explicó que había sido demasiado. La raza humana no valía la pena. Y así, él había resuelto alejarse de todo y obtener la pequeña felicidad que pudiera de esos pocos días restantes. “No tengo idea de cómo o cuándo los gatos nos destruirán, pero lo harán, porque tienen poderes que nunca podríamos imaginar”, y su voz se apagó con tristeza. Ella lo tomó de la mano y volvieron lentamente a su campamento. Ahora ella entendía los ojos brillantes de él y esta nueva energía que tenía, su nueva juventud —su locura se le estaba volviendo aparente ante ella—; y, encontró raro que, aun así, lo amara más ahora que antes.
 7
Un par de semanas más tarde, estaban sentados junto al fuego de su campamento. La nieve los rodeaba, y mientras el científico miraba las estrellas en silencio, la mujer tuvo frío y empezó a temblar. Por fin se puso de pie y empezó a caminar de arriba abajo. “¿Qué día es hoy?” “No sé”, contestó el hombre, ausente. “Debemos de estar cerca de Navidad”, dijo ella.
El hombre la miró, penetrante, y después se puso pensativo. Pocos minutos más tarde saltó sobre sus pies y gritó: “¿Qué fue eso? Oí ruidos”. Su mujer escuchó por un instante y respondió: “Yo no oí nada”. “¡Oye! ¡Ahí está otra vez! Son como cascos de caballos”. “Pero, querido, yo no oigo nada”. “Bueno, ¡saldré a ver qué es!”, dijo su marido con decisión. Y salió a la oscuridad. Su mujer lo oyó hablar en voz alta, como con alguien, pero no escuchó otras voces. Lo llamó: “¡Querido! ¿Quién está ahí? ¿Con quién estás hablando?” Él le contestó a los gritos: “Nada, está bien. Es Papá Noel, nada más. Los que oímos eran sus renos”. Su mujer se dijo a sí misma, tristemente: “Para qué le voy a decir que no hay Papá Noel”.
8
Él volvió con una planta verde, un cactus que obviamente había arrancado de la nieve, y con una gran reverencia de viejo estilo se la entregó, diciéndole: “Papá Noel me dio esto para que yo te lo diera a ti como regalo de Navidad. Se molestó en venir expresamente hasta acá, a fin de que no te quedaras sin tu regalo”. Ella tomó la planta en sus manos y se acercó más al fuego. Estas ráfagas de locura la aterraban, ¿o era que él bromeaba, simplemente? ¿O es que era galante? Lo miró; él miraba fijamente más allá de las montañas, hacia aquellas estrellas lejanas. Cuán noble y loco parecía. Pero entonces el terror la tocó nuevamente, y ella dijo, con bastante timidez: “Sabes, querido, cuando estábamos en casa, cuando te enfurecías tanto, fuiste muy bueno al no pegarme”. Él la miró un instante, un poco incómodo, pero guardó silencio y volvió a mirar el horizonte. “Pero, claro —agregó ella—, no tenía por qué preocuparme. Eres tan caballero”. Poco después de esto, volvieron a la civilización. Moscú y Washington no estaban en ruinas. Y, para gran asombro de su mujer, resultó que su marido no estaba loco: el loco era aquel gato siamés. Descubrieron su cadáver en la casa de campo: había muerto de hambre. Porque hay un idioma de los gatos, pero todos los gatos siameses son locos: siempre están hablando de telepatía mental, poderes cósmicos, tesoros fabulosos, naves espaciales y grandes civilizaciones del pasado, pero no son más que maullidos; son impotentes: ¡sólo maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! Maullidos...


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

27 de agosto de 2016

El monstruo de la calle Monroe, Spencer Holst

El monstruo de la calle Monroe

Hubo una vez un monstruo que se mudó al 91 de la calle Monroe. Es un monobloque lleno de puertorriqueños e italianos, judíos y negros, irlandeses y algunos chinos, muchos inmigrantes de primera generación, una cantidad de artistas y bohemios; toda esta gente usa disfraces. Pero este monstruo tenía una apariencia muy extraña. Era bajo y feo, y tenía pelo color zanahoria y cuarenta años de edad. Usaba una larga capa verde que lo cubría por completo; la capa arrastraba un poquito por el suelo cuando él caminaba, de modo que no se le veían las piernas. Esto le daba una apariencia extraña, pero lo que hacía que la gente lo llamara monstruo era su peculiar forma de caminar o, más bien, de moverse. Porque él no caminaba como todo el mundo. Era como si se deslizara. Era como si alguien lo estuviera empujando sobre patines, o como si él anduviera en bicicleta de una sola rueda, y algunos decían que en realidad se sentaba con las piernas cruzadas y flotaba en el aire. Algunos pensaban que era un ángel, otros que era un demonio, pero todos, viejas, gangsters, jóvenes y chicos, todos sentían el mismo miedo cuando lo veían llegar, deslizándose.
La gente corría adentro para mirarlo desde los zaguanes y por las ventanas, espiándolo desde atrás de las cortinas, mientras él se deslizaba melancólicamente por la calle vacía. Siguió así durante unas dos semanas. El monstruo era muy regular en sus horarios. Salía temprano por la mañana y volvía en el temprano atardecer, y nadie supo nunca adónde iba o qué hacía cuando se metía en su departamento. Un anochecer, al tiempo que el monstruo daba vuelta a la esquina y la calle se vaciaba, un vagabundo se cayó del bar de la otra esquina. El vagabundo empezó a tambalearse calle arriba hacia el monstruo, y estaba tan borracho, blasfemando y eructando y hablándose a sí mismo, que no advirtió el silencio, o el vacío, o la cabeza colorada envuelta en una capa verde, que rápidamente se le acercaba. Pero toda la calle Monroe los estaba mirando. Se encontraron. El vagabundo miró, y vio al monstruo, y revisó su bolsillo y extrajo un cigarrillo, y el cigarrillo estaba roto, y dijo: “¡Eh, compañero! ¿Tiene fuego?”. El monstruo se agitó debajo de su capa y sacó un fósforo y encendió el cigarrillo del vagabundo. Fue en este punto en que el vagabundo, que estaba tan borracho, se derrumbó, y al caer lo hizo encima del monstruo, haciéndolo caer, caer en mitad de la calle, y en este proceso se aferró a la capa del monstruo y se la arrancó. ¡El monstruo quedó completamente a la vista! ¡Y la gente corrió afuera y formó un gran círculo alrededor del monstruo y miró! Y entonces alguien dijo, con una especie de desengaño en la voz: “Bah, tiene nada más que tres piernas”. Entonces, otro dijo: “Sí, no es ningún diablo. No es ningún ángel. ¡Ja! Tiene nada más que tres piernas. Por eso es que camina así”. Entonces empezaron a enfurecerse con el monstruo, gritándole en son de guerra por haberlos asustado. Y corrían las lágrimas por las mejillas del pobre monstruo mientras intentaba explicarles que él no había querido realmente asustarlos, sino que estaba avergonzado de su deformidad y por eso usaba la larga capa. Finalmente, un tipo dio un paso fuera de la multitud y ayudó al monstruo a incorporarse, y dijo: “¿Sabe, amigo? ¡Lo que usted necesita es un trago!” Así que el monstruo, con la capa enroscada en el brazo, se deslizó hasta el bar de la esquina, y una multitud de hombres lo siguió. Sus manos temblaban mientras tomaba el trago, de modo que los otros hombres hicieron como que no se daban cuenta. Uno de ellos dijo: “¿Usted cree que los Yanquis ganarán mañana?”. Otro dijo: “Bueno, ¡apuesto dos dólares a que sí!”. El monstruo se dio vuelta, señalando al hombre con un dedo tieso, y gritó: “¡Tomo esa apuesta!”. Porque, fíjense, él era hincha de los Dodgers. Este es, en verdad, el final de la historia. Pero no puedo evitar darme cuenta de que el monstruo y la gente se han olvidado por completo del vagabundo. Mientras están sentados, tomando y hablando de baseball, el vagabundo yace inconsciente en la alcantarilla, y nunca se enterará de la gran acción que ha hecho. Los chicos se cuidan de no pisarlo cuando corren persiguiéndose unos a otros, pero ésa es la máxima atención que se le dispensa. Pero, como autor, tengo ciertos poderes. Así que me gustaría expresar la gratitud que mis personajes no han demostrado. Fíjense, este vagabundo va a morir, de todas maneras, de tuberculosis en un par de meses, pero yo voy a hacer que la policía lo detenga acusándolo de ebriedad y se lo lleven al Hospital Bellevue, y descubran ahí su tuberculosis y lo manden a un hospicio del Estado, a morir. Ellos se ocuparán de él.



Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

26 de agosto de 2016

10.000 reflejos, Spencer Holst

10.000 reflejos

A cien pies de altura, en el aire, la gran araña de cristal se encendía con la luz de quinientas velas anidadas entre sus caireles. Quinientas llamas encendidas, reflejadas diez mil veces. Los rústicos asistentes estaban asombrados ante el gigante deslumbrador —porque el salón, allá abajo, estaba lleno de campesinos—, ¡es 1789, es el 14 de Julio, la Revolución Francesa está en marcha! Este es el gran salón comedor del Duque, sus invitados a comer han sido acuchillados en sus sillas y, mientras sus cadáveres se sientan aún a la mesa, los campesinos comen, arrancando puñados de torta, atragantándose con ella. Mientras el salón comedor se llenaba con la gentuza, famélica, mientras se atoraba de asesinos histéricos —todos agitando cuchillos y garrotes, y aullando de libertad y pasión—, la gran araña empezó a tintinear. Es cosa de miedo escuchar diez mil piezas de cristal, finamente talladas, que empiezan a frotarse entre sí, y el salón tenía muy buena acústica. Era como si alguien hubiese empezado a repicar un millón de campanas de cristal, todas a un tiempo. El tintineo atravesó todos los gritos. La multitud sudorosa se quedó quieta. Todos los ojos se aferraron, maravillados, al objeto, todas las caras se dirigieron arriba, temerosos del trémulo esplendor, y aterrados hasta el último hombre. Fue casi imperceptible al principio: el sonido de profundos suspiros en el silencio en torno al tintineo; también imperceptiblemente la araña había empezado —de aquí para allá, hacia adelante y hacia atrás, colgando de su cadena de hierro forjado—, la araña había empezado a oscilar. El salón se llenó con el ruido de los suspiros, mientras todos veían a la araña oscilar como un péndulo. Después cesaron los suspiros. El péndulo osciló: oscilaba más rápido ahora, cada vez su arco se ampliaba, sus quinientas llamas se aplastaban, primero para acá, luego para allá, mientras surcaba el aire, aumentando su velocidad. La esencia del tintineo cambió: al ganar en ímpetu, el tintineo se acalla mientras la araña se hunde en su trayecto, pero al final de cada oscilación el tintineo vuelve, un crescendo de cristal, ¡cien veces más fuerte! Pero en el silencio del balanceo puede escucharse ahora una vocecita. Es el menudo sonido de sollozos, de llanto sin freno, es la vocecita de la pena. Es la voz de un ángel, y parece provenir del mismo centro del aire, encima de sus cabezas. Cada miembro de la muchedumbre es una estatua, la cabeza hacia arriba, los ojos cerrados, respirando profundamente en perfecto acuerdo con la luminosidad oscilante, hipnotizado. He aquí un ejemplo perfecto de hipnosis masiva. Todos están inconscientes, profundamente dormidos. Todos se quedarán así hasta que la luz del sol los despierte a la mañana, pero sus recuerdos estarán muy confundidos, y nunca tendrán la menor idea de lo que ocurría esa noche; no escuchan lágrimas, ni cómo el infantil grito de pena se convierte en furia vengativa a cada oscilación.
El péndulo se mueve más rápido. La habitación se oscurece súbitamente, al apagarse la mayoría de las velas, y a la próxima oscilación el comedor se hundió en las tinieblas, por completo desprovistas de luz, y en ese momento la hija del Duque, de cinco años de edad, soltó la cadena de hierro forjado de la araña, a la que se aferraba y a la cual febrilmente había estado impulsando, como lo había hecho ayer con su hamaca, y su cuerpo tembloroso de terror voló por el aire, fue despedido de la luz muerta, a través de la oscuridad, lanzado por sobre sus cabezas.

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

25 de agosto de 2016

Miss Lady, Spencer Holst

Miss Lady

Hubo una vez una chiquita triste que iba por un camino, en el verano. Tendría unos tres años y estaba llorando porque su hermano caminaba tan rápido que ella no podía alcanzarlo, y después se cayó, en una nube de polvo. Su hermano la oyó llorar, pero siguió caminando más rápido, y más rápido, y más rápido. Ella se quedó sola. Miró a su alrededor y vio una casa de campo, en la que estaba un hombre mirándola desde una ventana, espiándola detrás de una espesa cortina, así que ella lo saludó con la mano. El rostro desapareció. La chiquita caminó hasta la parte de atrás de la casa, y ahí estaba otra cara, en otra ventana, espiando. Ella volvió a saludar con la mano. Y esa cara desapareció. La chiquita subió hasta el porche trasero y golpeó en la puerta de alambre tejido, y después de unos minutos la puerta se abrió un poquito. Ella entró. Había algunos hombres, y le dieron una Coca-Cola, y ella les habló acerca de su tostado de sol, acerca de su hermano y algo de un viaje al Canadá que iban a hacer sus padres, y los hombres la escucharon atentamente. ¡Ella golpeó a uno de ellos! ¡Él la alzó y la hizo revolotear por el aire y ella gritó! Después, él la sentó en un hombro y ella se aferró a su cabeza, por miedo de caerse, pero después perdió el miedo y se quedó sentada ahí, y todos se rieron de ella. Así que pidió otra Coca-Cola. Uno de los hombres se la trajo y ella insistió en tomarla de la botella; se sentó en las rodillas de uno de los hombres y escuchó mientras los hombres hablaban de otras cosas, tomando grandes tragos de Coca-Cola de vez en cuando. Entonces ella empezó a conversar de nuevo y todos los hombres se callaron para escucharla. Ella le pidió a uno de ellos que le arreglara su sucio moño del pelo. Ella se comportaba como una dama y los hombres le hablaban con exagerado acento inglés, ¡y esto era lindísimo! Entonces ella empujó a uno de ellos al suelo y se trepó en su espalda y jugó con él al caballito, gritando ¡hico! ¡hico! ¡hico! La chiquita les preguntó si podía vivir con ellos, y ellos le contestaron que claro que sí. Así que los hombres y la chiquita subieron a un automóvil y enderezaron hacia Florida. Fíjense que estos hombres eran ladrones de bancos. ¡A la chiquita le fascinaba! Vivió con ellos durante ocho meses. Jugaba con ellos en la playa, nadaba en el mar, comía en grandes restaurantes, vivía en los mejores hoteles, ¡hasta tomó champagne una vez! Y tenía una linda mucama que no hacía otra cosa que atenderla y ayudarla a comprar vestidos blancos y trajes de baño anaranjados y todos los juguetes que las chiquitas necesitan. Ellos estaban siempre comprándole regalos y la chiquita los quería muchísimo, pero un día sintió nostalgia de su hogar y empezó a llorar pidiendo por su hermano y su mamá y su papá. Los gangsters lo sintieron muchísimo pero le compraron un boleto a su pequeña ciudad y la despidieron en el tren. El maquinista les aseguró que llegaría sana y salva, y así fue. La policía investigó en Florida en procura de los ladrones de bancos, pero se habían escapado a lugares distantes. La chiquita continuó viviendo con su familia en la pequeña ciudad. Fue a la escuela primaria. Mucho después, fue a la secundaria: a decir verdad, fue alumna de Vassar. Ahora es prostituta en Buenos Aires... Yace en un diván y sus ojos están enrojecidos por la marihuana. Sus ropas se amontonan en una silla. Un marinero abandona ruidosamente su pieza. ¡Ella se siente tan triste! ¡Fíjense! Hay una lágrima en su mejilla. Hay humo en su ojo. ¡Qué lágrima tan rara! ¡Es una chica tan linda! No puedo evitar que me guste. Porque yo conozco su secreto, su búsqueda y por qué vive así. Yo sé que ella los está buscando.



 Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

24 de agosto de 2016

La cebra cuentista , Spencer Holst

La cebra cuentista , Spencer Holst

 “... que, en general, de la violación de unas pocas leyes simples de humanidad nace la desdicha del hombre: que como especie tenemos en nuestro poder los todavía no elaborados elementos de gratificación: y que, aún hoy, en las presentes oscuridad y locura de todo pensamiento acerca de la gran cuestión de la condición social, no es imposible que el hombre, bajo ciertas condiciones inusuales y altamente fortuitas, pueda ser feliz”.

EDGAR ALLAN POE El dominio de Arnheim

La cebra cuentista

Hubo una vez un gato de Siam que pretendía ser un león y que chapurreaba el cebraico. Este idioma es relinchado por la raza de caballos africanos a rayas. He aquí lo que sucede: una cebra inocente está caminando por la jungla y por el otro lado se aproxima el gatito; ambos se encuentran. “¡Hola! —dice el gato siamés en cebraico pronunciado a la perfección—. Realmente es un lindo día, ¿no? ¡El sol brilla, los pájaros cantan, el mundo es hoy un hermoso lugar para vivir!” La cebra se asombra tanto de escuchar a un gato siamés que habla como una cebra, que queda en condiciones de ser maniatada. De modo que el gatito rápidamente la ata, la asesina y arrastra los despojos mejores a su guarida. El gato cazó cebras con éxito durante muchos meses de esta manera, saboreando filet mignon de cebra cada noche, y con los mejores cueros se hizo corbatas de moño y cinturones anchos, a la moda de los decadentes príncipes de la Antigua Corte de Siam. Empezó a vanagloriarse ante sus amigos de ser un león y como prueba les ofrecía el hecho de que cazaba cebras. Los delicados hocicos de las cebras les advirtieron que en realidad no había león alguno en las cercanías. Las muertes de cebras provocaron que muchas de éstas soslayaran la región. Supersticiosas, resolvieron que la selva estaba hechizada por el espíritu de un león. Un día, la cebra cuentista deambulaba por ahí, y en su mente se cruzaban argumentos de historias para divertir a las otras cebras, cuando repentinamente sus ojos se iluminaron y exclamó: “¡Eso es! ¡Contaré la historia de un gato siamés que aprende a hablar en nuestro idioma! ¡Qué historia! ¡Esto las hará reír!”. En este preciso momento apareció ante ella el gato siamés y le dijo: “¡Hola! ¡Qué lindo día es hoy!; ¿no es cierto?”. La cebra cuentista no quedó en condiciones de ser atrapada al escuchar un gato que hablaba su idioma, porque había estado pensando justamente en eso. Miró fijamente al gato y, sin saber por qué, hubo algo en su aspecto que no le gustó, de modo que le dio una coz y lo mató. Tal es la función del cuentista.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1972)

23 de agosto de 2016

Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán

 Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán



Prólogo: El idioma de Spencer Holst


Ahora que lo pienso, la perfecta introducción a este pequeño gran libro no debería sobrepasar la longitud de las más breves ficciones aquí contenidas. Aun así, ¿cómo limitarse a una simple enumeración de adjetivos entusiastas? ¿cómo evitar la tentación de escribir un poco más acerca de El idioma de los gatos después de haber conversado tanto acerca de El idioma de los gatos, después de haber leído tantas veces El idioma de los gatos? Pequeños párrafos entonces; ideas sueltas perseguidas y atrapadas. Para definir un pequeño gran libro llamado El idioma de los gatos y un escritor llamado Spencer Holst. 
 Por ejemplo, si Spencer Holst escribiera la historia de este libro, la historia de este libro sería más o menos así: Había una vez —casi todos los relatos de este libro empiezan con un Había una vez... o un Hubo una vez...— un libro llamado El idioma de los gatos que se publicó en su idioma original, en Estados Unidos, en un año que respondía al nombre de 1971. Al año siguiente —un año que respondía al nombre 1972— en un raro y agradecible gesto de audacia, un editor llamado Daniel Divinsky lo hizo traducir por un escritor llamado Ernesto Schóo para publicarlo en una editorial llamada De la Flor en un país llamado Argentina. La primera edición del libro tardó más de veinte años en agotarse y —sin embargo— fue un éxito fulminante. Se entiende por éxito el hecho de que cada persona que leía ese libro se convertía en una persona más feliz, más creyente en los poderes mágicos y terapéuticos de la literatura. El idioma de los gatos se convirtió en uno de esos contados libros sobre los que se jura, un libro muy popular entre escritores o entre personas que querían ser escritores cuando fueran grandes. A veces, unos y otros se cruzaban en la calle, en una fiesta, y —con acento conspirador y modales de contraseña— se preguntaban unos a otros si habían leído El idioma de los gatos. Si la respuesta era afirmativa, inmediatamente se enumeraban sus tramas como perlas en un collar: el gato cazador de cebras, la comedora de uñas, el murciélago rubio, el desdichado monstruo de la calle Monroe, el hombre que siempre estaba deseando... Se conversaba sobre El idioma de los gatos más de lo que se demoraba en leer El idioma de los gatos. Se sonreían sus palabras y sus personajes. Se teorizaba sobre el paradero y la vida de Spencer Holst. Se fabulaba la idea de alquilar un avión, ir a buscarlo a Nueva York y organizar un desfile en su honor por la Quinta Avenida. Finalmente, cada uno volvía a su casa, prendía las luces, iba hasta su biblioteca y se sentaba a leer una vez más El idioma de los gatos.
Un crítico norteamericano escribió que los cuentos de Spencer Holst estaban destinados a durar para siempre. Tenía razón. Las historias contenidas en El idioma de los gatos son inmortales en su facultad de regenerarse una y otra vez, de parecer siempre diferentes, de cambiar con las estaciones y con la edad con que se las lee. El idioma de los gatos es, sí, un clásico. Y esta es la segunda edición argentina —más de veinte años después— de El idioma de los gatos.
 Las ganas de volver a leer El idioma de los gatos no demoran en traducirse en las ganas de seguir escribiendo sobre El idioma de los gatos.
Leí por primera vez El idioma de los gatos en otro país, en Venezuela, lejos.
Me lo regaló Daniel Divinsky.
Eso fue en 1976, creo.
Y todos estábamos en Venezuela porque no estábamos en Argentina, claro.
Desde entonces tengo ganas de escribir acerca de E/ idioma de los gatos. No pienso desaprovechar esta oportunidad. Voy a escribir todo lo que tengo para escribir —al menos hasta que vuelva a leer el libro; mañana, pasado— sobre El idioma de los gatos y sobre Spencer Holst.
 Hasta hace poco, Spencer Holst era un enigma para mí. Algunas noches nada me costaba imaginarlo como transparente seudónimo de J. D. Salinger.
Pero no; Daniel Divinsky me juró que Spencer Holst existía y que posiblemente se encontrara con él en un próximo viaje a Nueva York.
Como en un cuento de Spencer Holst, Daniel Divinsky y yo coincidimos en esa ciudad el pasado octubre y la posibilidad de conocer a uno de mis héroes era, de improviso, una posibilidad cierta.
Algo ocurrió, claro. Nos desencontramos.
A la vuelta, Daniel Divinsky me ofreció un cassette con una conversación con Spencer Holst para la escritura de este prefacio. Después de pensarlo un poco, decidí no aceptar la oferta para así preservar el enigma y el conocimiento puro de un autor tan sólo a través de sus textos.
Aún así, me hago sitio aquí para comentar las fotos del autor que acompañan la edición de The Zebra Storyteller / Collected Stories by Spencer Holst (Station Hill, 1993, 305 páginas).
No fue fácil encontrar el libro de Spencer Holst.
El libro de Spencer Holst no está en todas las librerías.
No es un libro fácil de encontrar.
Lo encontré —cerca del final del viaje, cerca de la medianoche— en una librería del barrio universitario.
81st Street, estoy casi seguro.
$ 14.95 más el impuesto.
Superada esa inconfundible emoción que siempre nos asalta cuando se encuentra aquello que se busca, descubrí que el libro venía con fotos del autor.
Doce fotos.
Fotos de un señor que desciende de celtas, escandinavos e indios.
Un señor que debe tener setenta y tantos años pero que —si se lo observa atentamente— parece no tener edad. Gorra de baseball. Libro en mano. Inequívoco aspecto de gnomo que sabe contar historias y que —en una breve noticia biográfica— precisa que “dentro de la geografía de la literatura siempre sentí que mi obra estaba equidistante entre dos escritores, ambos nacidos en Ohio: Hart Crane y James Thurber.
Pero mi mujer me dice que no sea tonto, que mis historias están a mitad de camino entre Hans Christian Andersen y Franz Kafka”.
La mujer de Spencer Holst es pintora, suele ilustrar los libros de su marido y se llama Beate Wheeler y aparece junto a Spencer Holst en algunas de las fotos de The Zebra Storyteller.


Spencer Holst pasó varios años contando sus historias de pie y en voz alta en los cafés literarios de Nueva York.
Alguien que lo escuchó entonces escribió que “no cuesta demasiado imaginarlo contando historias en las calles de la antigua Roma”.
Después —enseguida— Spencer Holst se hizo relativamente famoso y ganó varios premios y el aprecio inquebrantable de muchas personas más famosas que él.
“El más hábil fabulador de nuestro tiempo”, no vaciló en informar The New York Times, por ejemplo.
De ahí lo que ya escribí al principio: en Nueva York —como en Buenos Aires, como en Praga— los escritores y las personas que quieren ser escritores cuando sean grandes se preguntan unos a otros si han leído un libro llamado El idioma de los gatos de Spencer Holst.


Hay un salón de baile escondido en Versalles donde anidaron las luciérnagas. Un salón de baile donde se encuentran a bailar los aforismos con los satoris y los haikus con las epifanías. Ese salón de baile escondido se llama, sí, El idioma de los gatos.
Mucho antes de que términos como minimalismo o ficción súbita vinieran a desafinar la gracia de las partituras, Spencer Holst era la segunda viola de la orquesta del salón de baile escondido. Nadie lo explicó mejor que John Cage cuando escribió que: “Estas historias fueron escritas ejecutando la máquina de escribir. Su autor es un mago; lo que significa que uno puede leer una historia, puede saberla de memoria, puede haber visto cómo se la escribía... pero aún así no comprender cómo se lo consiguió. Y la máquina de escribir que el autor utiliza es una máquina de escribir común y corriente”.
Es cierto.
Pero el misterio de El idioma de los gatos —a pesar del resplandor que encandila— es un misterio generoso.
No creo —no puedo recordar ahora— que haya libros más claros y didácticos a la hora de señalar los resortes que mueven a una historia, explicar los diferentes bloques que construyen una trama, ofrecer las instrucciones precisas a la hora de ordenar el ritmo cardíaco y cerebral de una historia.
Está todo aquí —trucos, astucias, consejos— en frases como “Tal es la función del cuentista” o “La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura”; o “Pero, como autor, tengo ciertos poderes” o en los perfectos y emocionantes finales de “El asesino de Papá Noel” y de “El copista de música”; o —sobre todo— en la oración que cierra la magistral “Historia de confesiones verdaderas” donde puede leerse aquello de “¡Ah! ¡Qué gran cosa es ser artista!”.
Tiene razón.
Exactamente.
 Mi gratitud como lector y escritor hacia este libro y su autor es infinita.
Todas y cada una de las veces que sostuve El idioma de los gatos en mis manos me sentí privilegiado miembro de una secta y —como todo poseedor de un secreto— en más de una oportunidad me pregunté si no estaba bien que así fuera; que no fueran muchos los que conocieran la existencia de Spencer Holst.
El paso del tiempo —me dicen— nos vuelve más generosos y por eso le pedí a Daniel Divinsky primero la autorización para reproducir varios de estos cuentos y predicar la Buena Nueva en las páginas veraniegas de un diario y —cuando supe de la reedición de El idioma de los gatos— el honor de aportar estas líneas desordenadas por la felicidad y el entusiasmo.
Podría seguir maullando varias páginas más sobre El idioma de los gatos pero —lo de antes, la necedad de no compartir las palabras mágicas— estaría cometiendo una injusticia y pecando de egoísta al postergar el encuentro de los lectores con las maravillas que aguardan al otro lado de esta puerta.
Un último comentario entonces, una intuición final.
Uno de los mejores relatos de El idioma de los gatos apuesta a un tan hipotético como impostergable encuentro entre Mona Lisa y Buda “allá arriba, en el cielo”. Mona Lisa entra por un extremo de una sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes y Buda entra por el otro extremo de la sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes. Se encuentran en el centro exacto del lugar y —concluye Spencer Holst— “se sonrieron”.
Lo que Spencer Holst no aclara —tal vez por humildad, tal vez por no saberlo— es el verdadero motivo detrás de esas sonrisas. Yo —como el narrador de “El asesino de Papá Noel”— conozco a la perfección el motivo detrás de las sonrisas de Mona Lisa y Buda.
Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro de que lo sé. Mona Lisa y Buda acaban de leer —no hace falta aclarar que no es la primera vez que lo leen— un libro llamado El idioma de los gatos escrito por alguien llamado Spencer Holst.
Por eso sonríen.
Por eso van a sonreír ustedes.
Bienvenidos al cielo


Rodrigo Fresán

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