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16 de septiembre de 2021

Enrique Lihn, Roberto Bolaño Unas pocas palabras para Enrique Lihn Lunes 30 de septiembre de 2002


 

Enrique Lihn, Roberto Bolaño
Unas pocas palabras para Enrique Lihn
Lunes 30 de septiembre de 2002
 

En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del  infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos. Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines* en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
 
*Ay, mi hipócrita, no es argot mexicano, es Vladimir Putin.
 
DE ENTRE PARENTESIS, Roberto Bolaño (30 de septiembre de 2002)
 
Diario El Mundo de España

15 de septiembre de 2021

Encuentro con Enrique Lihn, Roberto Bolaño

Encuentro con Enrique Lihn, Roberto Bolaño
 
 
para Celina Manzini

 
 
 En 1999, después de volver de Venezuela, soñé que me llevaban a la casa en donde estaba viviendo Enrique Lihn, en un país que bien pudiera ser Chile y en una ciudad que bien pudiera ser Santiago, si consideramos que Chile y Santiago alguna vez se parecieron al infierno y que ese parecido, en algún sustrato de la ciudad real y de la ciudad imaginaria, permanecerá siempre. Por supuesto yo sabía que Lihn estaba muerto pero cuando me invitaron a conocerlo no opuse ningún reparo. Tal vez pensé en una broma de la gente que iba conmigo, todos chilenos, tal vez en la posibilidad de un milagro. Lo más probable es que no pensara en nada o que malentendiera la invitación. Lo cierto es que llegamos a un edificio de siete pisos, la fachada pintada con un amarillo desvaído, y en la primera planta un bar, un bar de dimensiones no desdeñables, con una larga barra y con algunos reservados, y mis amigos (aunque me resulta extraño llamarlos así, digamos mejor: los entusiastas que me habían invitado a conocer al poeta) me conducían a un reservado, y allí estaba Lihn. Al principio yo apenas lo podía reconocer, su cara no era la misma que aparece en las fotos de sus libros, había adelgazado y rejuvenecido, se había vuelto más guapo, sus ojos eran mucho mejores que los ojos en blanco y negro de las contraportadas. En realidad, Lihn ya no se parecía a Lihn sino a un actor de Hollywood, un actor de segunda línea de esos que aparecen en las películas hechas para la televisión o que jamás estrenan en los cines europeos y pasan directamente al circuito de los videoclubes. Pero al mismo tiempo era Lihn, aunque ya no se pareciera a él, de eso no me cabía duda. Los entusiastas lo saludaban llamándolo por su nombre, con un tuteo que tenía algo de falso, y le preguntaban cosas que yo no lograba entender, y luego me presentaban, aunque la verdad es que yo no necesitaba presentación alguna pues durante un tiempo, un tiempo breve, me había carteado con él y sus cartas en cierta forma me habían ayudado, estoy hablando del año 1981 o 1982, cuando vivía encerrado en una casa de Gerona casi sin nada de dinero ni perspectivas de tenerlo, y la literatura era un vasto campo minado en donde todos eran mis enemigos, salvo algunos clásicos (y no todos), y yo cada día tenía que pasear por ese campo minado, apoyándome únicamente en los poemas de Arquíloco, y dar un paso en falso hubiera sido fatal. Esto les pasa a todos los escritores jóvenes. Hay un momento en que no tienes nada en que apoyarte, ni amigos, ni mucho menos maestros, ni hay nadie que te tienda la mano, las publicaciones, los premios, las becas son para los otros, los que han dicho «sí, señor», repetidas veces, o los que han alabado a los mandarines de la literatura, una horda inacabable cuya única virtud es su sentido policial de la vida, a ésos nada se les escapa, nada perdonan. En fin, como decía, no hay escritor joven que no se haya sentido así en algún momento de su vida. Pero yo por entonces tenía veintiocho años y bajo ninguna circunstancia me podía considerar un escritor joven. Estaba en la inopia. No era el típico escritor latinoamericano que vivía en Europa gracias al mecenazgo (y al patronazgo) de un Estado. Nadie me conocía y yo no estaba dispuesto ni a dar ni a pedir cuartel. Entonces comencé a cartearme con Enrique Lihn.
 Por supuesto, yo le escribí primero. Su respuesta no tardó en llegarme. Una carta larga y de mal genio, en el sentido que damos en Chile al término mal genio, es decir hosca, irascible. Le contesté hablándole de mi vida, de mi casa en el campo, en uno de los cerros de Gerona, delante de mi casa la ciudad medieval, detrás el campo o el vacío. También le hablé de mi perra, Laika, y le dije que la literatura chilena, salvo dos o tres excepciones, me parecía una mierda. En su siguiente carta ya se podía decir que éramos amigos. Lo que vino a continuación fue lo típico entre un poeta consagrado y un poeta desconocido. Leyó mis poemas y me antologó en una especie de recital de poesía joven que hizo en un instituto chileno-norteamericano. En su carta hablaba sobre lo que él creía serían los seis tigres de la poesía chilena del año 2000. Los seis tigres éramos Bertoni, Maquieira, Gonzalo Muñoz, Martínez, Rodrigo Lira y yo. Creo. Tal vez fueran siete tigres. Pero me parece que sólo eran seis. Y difícilmente hubiéramos podido los seis ser algo en el año 2000 pues por entonces Rodrigo Lira, el mejor, ya se había suicidado y llevaba varios años pudriéndose en algún cementerio o sus cenizas volando confundidas con las demás inmundicias de Santiago. Más que de tigres hubiera debido hablar de gatos. Bertoni, hasta donde sé, es una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y cochayuyos. Maquieira leyó con cuidado la antología de poesía norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, después publicó dos libros y se dedicó a beber. Gonzalo Muñoz se perdió en México, me dijeron, pero no como el cónsul de Lowry sino como ejecutivo de una empresa de publicidad. Martínez leyó con atención el Duchamp des cygnesy luego se murió. Rodrigo Lira, bueno, ya he dicho lo que hacía Rodrigo Lira el año de la conferencia en el instituto chileno-norteamericano. Más que tigres, gatos, se lo mire como se lo mire. Gatitos de una provincia perdida. De cualquier forma lo que quería decir es que yo a Lihn lo conocía y que no era por tanto necesaria ninguna presentación. Sin embargo los entusiastas procedían a presentarme y tanto Lihn como yo no objetábamos nada. Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces decían éste es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se incrustaba en la oscuridad del reservado, y recibía la mano de Lihn, una mano ligeramente fría que estrechaba durante unos segundos, la mano de una persona triste, pensaba entonces, una mano y un apretón de manos que se correspondía a la perfección con el rostro que en aquel instante me miraba sin reconocerme. Una correspondencia gestual, morfológica, las puertas de una elocuencia opaca que nada decía o que nada me decía. Salvado ese instante los entusiastas volvían a hablar y el silencio quedaba atrás: todos le pedían a Lihn alguna opinión sobre las ocurrencias más peregrinas, y entonces mi desdén por los entusiastas se evaporaba de golpe pues comprendía que ese grupo era como había sido yo, jóvenes poetas sin nada en que apoyarse, jóvenes que estaban proscritos por el nuevo gobierno chileno de centro izquierda y que no gozaban de ningún apoyo ni de ningún mecenazgo, sólo tenían a Lihn, un Lihn, por otra parte, que no se parecía al verdadero Enrique Lihn que aparecía en las fotografías de sus libros, un Lihn mucho más guapo, más buen mozo, un Lihn que se parecía a sus poemas, que se había establecido en la edad de sus poemas, que vivía en un edificio similar a sus poemas y que podía desaparecer con la misma elegancia y rotundidad con que a veces desaparecen sus poemas. Recuerdo que cuando comprendí esto me sentí mejor. Quiero decir: comenzaba a encontrarle un sentido a la situación y comenzaba a reírme de la situación. No tenía nada que temer: estaba en casa, con amigos, y con un escritor al que siempre había admirado. No era una película de terror. O no era una película de terror a secas sino que había en ella grandes dosis de humor negro. Y precisamente cuando pensaba en el humor negro, Lihn extrajo de un bolsillo un frasquito con medicinas. Tengo que tomarme una cada tres horas, dijo. Los entusiastas se quedaron mudos otra vez. Un camarero trajo un vaso con agua. La tableta era grande. Eso me pareció cuando la vi caer en el vaso con agua. Pero en realidad no era grande. Era densa. Con una cuchara Lihn empezó a deshacerla y yo me di cuenta de que la tableta parecía una cebolla con innumerables capas. Acerqué mi cabeza al vaso y me dediqué a contemplarla. Por un instante tuve la certeza de que se trataba de una tableta infinita. El cristal del vaso me servía de lente de aumento: en su interior, la tableta de color rosado pálido se desgajaba como propiciando el nacimiento de una galaxia o del universo. Pero las galaxias nacen, o mueren, ya no lo recuerdo, aprisa, y la visión que yo tuve a través del cristal del vaso con agua era como a cámara lenta, cada etapa incomprensible se extendía ante mis ojos, cada regreso, cada temblor. Después, exhausto, aparté la cabeza de la medicina y mis ojos fueron a encontrarse con los ojos de Lihn que parecían decirme: sin comentarios, ya bastante tengo con tragarme este menjunje cada tres horas, no busque simbolismos, el agua, la cebolla, la lenta marcha de las estrellas. Los entusiastas se habían distanciado de nuestra mesa. Algunos estaban en la barra del bar.
 A los otros no los veía. Y entonces yo miraba a Lihn otra vez y junto a él había un entusiasta que le decía algo al oído y luego salía del reservado a unirse a sus compañeros desperdigados por el bar. Y en ese momento yo supe que Lihn sabía que estaba muerto. El corazón ya no me funciona, decía. Mi corazón ya no existe. Aquí hay algo que no está bien, pensaba yo. Lihn murió de cáncer, no de un ataque al corazón. Una pesadez enorme me invadía. Así que me levantaba y salía a dar una vuelta, pero no me quedaba en el bar sino que alcanzaba la calle. Las aceras eran grises e irregulares y el cielo parecía un espejo sin azogue, el sitio en donde todo debería reflejarse pero en donde nada, finalmente, se reflejaba. La sensación de normalidad, sin embargo, presidía y condicionaba cualquier visión. Cuando estimaba que ya había respirado suficiente y quería volver al bar, me tropezaba, en uno de los tres escalones de acceso (escalones de piedra, cortados en bloque, de una consistencia granítica, brillantes como piedras preciosas), con un tipo más bajo que yo, vestido como un gángster de los años cincuenta, un tipo que tenía algo de caricaturesco, el típico matón peligroso pero afable, que me confundía con un conocido y me saludaba, y yo respondía a su saludo aunque en todo momento era consciente de que no lo conocía y de que el tipo me había confundido, pero yo hacía como que lo conocía, como que yo también me había confundido, y así los dos nos saludábamos mientras intentábamos trepar infructuosamente por los brillantes (y humildísimos) escalones de piedra, pero su confusión no duraba más de unos segundos, el matón rápidamente se daba cuenta de que se había equivocado y entonces me miraba de otra manera, como si se preguntara a sí mismo si yo también me había equivocado o si por el contrario le estaba tomando el pelo desde el principio, y como era torpe y desconfiado (aunque paradójicamente también era astuto) me preguntaba quién era yo, lo recuerdo, me lo preguntaba con una sonrisa maliciosa en los labios, y yo le decía, coño, Jara, soy yo, Bolaño, y por su sonrisa hubiera quedado claro para cualquiera que él no era Jara, pero aceptaba el juego, como si de pronto, herido por el rayo, pero ése no es un verso de Lihn ni mucho menos mío, le apeteciera vivir durante unos minutos la vida de ese Jara desconocido que él nunca iba a ser, salvo allí, detenido en el último de los tres escalones refulgentes, y me preguntaba por mi vida, me preguntaba (torpísimo) quién era yo, admitiendo de facto que él era Jara, pero un Jara que había olvidado la existencia de Bolaño, cosa que por otra parte tampoco era improbable, así que yo le explicaba quién era yo y de paso le explicaba quién era él, y en este último punto lo que hacía era crear un Jara a mi medida y a su medida, es decir a la medida de aquel momento, un Jara inverosímil, inteligente, valiente, rico, generoso, un Jara enamorado de una mujer hermosa, correspondido, audaz, y entonces el gángster sonreía cada vez más íntimamente convencido de que le estaba gastando una broma pero incapaz de ponerle punto final al episodio y proceder a darme una lección, como si de pronto se hubiera enamorado de la imagen que yo le proporcionaba, dándome cuerda para seguir contándole no ya sólo cosas de Jara sino cosas de los amigos de Jara y finalmente del mundo, un mundo que incluso a Jara se le hacía demasiado grande, un mundo en donde hasta el propio Jara era una hormiga cuya muerte en un escalón brillante a nadie hubiera importado nada, y entonces, por fin, aparecían sus amigos, dos matones más altos vestidos con ternos de solapas cruzadas y color claro que me miraban y miraban al falso Jara como preguntándole quién era yo, y a éste no le quedaba más remedio que decir es Bolaño, y los dos matones me saludaban, yo estrechaba sus manos, anillos, relojes caros, pulseras de oro, y cuando me invitaban a beber con ellos, yo les decía no puedo, estoy con un amigo, y apartaba a Jara de la entrada y me perdía en el interior del bar. Lihn seguía en el reservado. Ya no se veía a ningún entusiasta cerca de él. El vaso estaba vacío. Se había tomado la medicina y esperaba. Sin decir una palabra subíamos hasta su casa. Vivía en el séptimo piso y tomábamos el ascensor, un ascensor muy grande en donde se hubiera podido amontonar a más de treinta personas. Su casa era más bien pequeña, sobre todo para la media de los escritores chilenos, cuyas casas suelen ser grandes, y no había libros. A una pregunta mía respondía que ya no necesitaba leer casi nada. Pero siempre hay libros, decía. 
 Desde su casa se veía el bar. Como si el suelo fuera de cristal. Durante un rato, arrodillado, me dedicaba a contemplar a la gente allí abajo, buscaba a los entusiastas, a los tres gángsters, pero sólo veía desconocidos que comían o bebían y que, sobre todo, se movían de mesa en mesa, de reservado en reservado, o de una punta a otra de la barra, todos presa de una excitación febril, como se leía en las novelas de la primera mitad del siglo XX. Al cabo de un rato de estar mirando llegaba a la conclusión de que algo iba mal. Si el suelo de la casa de Lihn era de cristal y el techo del bar también lo era, ¿qué pasaba con los pisos del segundo al sexto? ¿También eran de cristal? Entonces volvía a mirar hacia abajo y comprendía que del segundo al sexto sólo había un vacío. Este descubrimiento me angustiaba. Joder, Lihn, adonde me has traído, pensaba, aunque después pensaba joder, Lihn, adonde te han traído. Con cuidado me ponía de pie, porque sabía que allí los objetos eran más frágiles que las personas, todo lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente, y empezaba a buscar a Lihn —que ya no estaba a mi lado— por las diversas habitaciones de la vivienda, que entonces ya no me parecía pequeña, como la casa de un escritor europeo, sino grande, desmesurada, como la casa de un escritor chileno, un escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles, una casa llena de sombras móviles y habitaciones en penumbra en donde encontré dos libros, uno clásico, como una piedra lisa, y el otro moderno, intemporal, como la mierda, y a medida que lo buscaba yo también me iba quedando frío, y cada vez tenía más rabia y más frío, y me iba sintiendo enfermo, como si la casa se moviera sobre un eje imaginario, hasta que abría una puerta y veía una piscina, y allí estaba Lihn, nadando, y entonces, antes de que yo abriera la boca y dijera algo sobre la entropía, Lihn decía que lo malo de su medicina, de la medicina que tomaba para seguir vivo, era que de alguna manera ésta lo convertía en conejillo de Indias de la empresa farmacéutica, palabras que en cierta forma yo esperaba oír, como si todo fuera una obra de teatro y repentinamente hubiera recordado mis parlamentos y los parlamentos de aquellos a quienes debía dar la réplica, y luego Lihn salía de la piscina y bajábamos al primer piso, y nos abríamos paso por entre la gente del bar, y Lihn decía se acabaron los tigres, y: fue bonito mientras duró, y: aunque no te lo creas, Bolaño, presta atención, en este barrio sólo los muertos salen a pasear Y ya para entonces los dos habíamos atravesado el bar y estábamos asomados a una ventana, mirando las calles y las fachadas de ese barrio tan peculiar en donde sólo paseaban los muertos. Y mirábamos y mirábamos y las fachadas eran sin lugar a dudas las fachadas de otro tiempo, y también las aceras en donde había coches estacionados que pertenecían a otro tiempo, un tiempo silencioso y sin embargo móvil (Lihn lo veía moverse), un tiempo atroz que pervivía sin ninguna razón, sólo por inercia.
 
Roberto Bolaño, De Putas asesinas Anagrama. Barcelona, 2001

 

23 de septiembre de 2015

El gran fresco del Renacimiento, Roberto Bolaño

El gran fresco del Renacimiento
ROBERTO BOLAÑO DIARIO EL MUNDO | 06/04/2001

Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires, vivieron y formaron parte de  una misma generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández. Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí se quedó.
A este grupo disímil perteneció Manuel Mujica Láinez, a simple vista el menos profesional de todos, en el sentido en que nos es difícil imaginar a Mujica Láinez como un escritor que vive de y para la literatura, sino más bien todo lo contrario, es decir un hombre que vive de rentas y que dedica sus ocios, por otra parte escasos, a escribir novelas sin otra ambición que la de ser leídas por su amplio grupo de amigos. Sin embargo, Mujica Láinez fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo.
No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado probablemente a Julio Cortázar y Ernesto Sábato), ni el más cercano a la realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la lengua (reino absoluto de Jorge Luis Borges, que además de ser un gran prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas, pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada.
Desde su primera novela Don Galaz de Buenos Aires (1938), es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán durante toda su vida de escritor. Por un lado, un manejo exquisito del idioma, que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.
Es verdad que nunca asumió riesgos muy grandes y que comparado con los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX su obra, de alguna manera, es la obra de un autor menor. ¡Pero qué lujo de autor menor! Capaz de escribir, por ejemplo, Misteriosa Buenos Aires, o El viaje de los siete demonios, o El unicornio, o Los viajeros, todos ellos libros gratos de leer, libros discretos (y también algo nerviosos) como su autor, y suficientes como para asegurarle su nombradía al lado de autores, asimismo menores, como Mallea o José Bianco.
Pero Mujica Láinez aún nos tenía reservada su mayor sorpresa y esta sorpresa es Bomarzo. Publicada en 1962, la novela obtuvo el Premio Nacional de Literatura argentino y después el premio John F. Kennedy, en 1964, premio compartido con Rayuela, de Cortázar, el cual (como nos recuerda Marcos Ricardo Barnatán) le sugirió a Mujica Láinez la posibilidad de publicar ambas novelas en una edición conjunta y con un título único, que podía ser Ramarzo o Boyuela.
Mi generación, demás está decirlo, se enamoró de Rayuela, porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si son las más de 600 páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir una novela que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, y que no le enseñará nada a ningún escritor joven.
La vida y aventuras del duque de Orsini, las mil aventuras del duque y sus incontables
desgracias y hazañas son el escenario en donde se despliega una escritura, un arte de narrar, que al tiempo que recuerda a los clásicos del siglo XIX, introduce lujos apócrifos del siglo XVI, el siglo del monstruoso y angelical Orsini.
A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas cosas.
Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es, entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de que los niños huyan en tropel.
Después de Bomarzo poco más es lo que le restaba por decir a Mujica Láinez. Viajó mucho y como un señor por diferentes lugares del planeta. Escribió De milagros y melancolías y El gran teatro, aparentemente sin la más mínima dificultad.
Y antes de morir, en 1984, a la edad de 74 años, tuvo tiempo para escribir y publicar, en 1982, El escarabajo, una novela de más de 500 páginas que narra las vicisitudes de los poseedores de un talismán egipcio a través del tiempo, y que es una obra inteligente, bien escrita, grata de leer (posiblemente grata de escribir), con dosificadas gotas de humor, dolor y algo de turismo, una novela feliz como la mayoría de sus obras.


DE ENTRE PARENTESIS,  (6 de abril de 2001)

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