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17 de enero de 2018

La senda del solitario, O. Henry


La senda del solitario, O. Henry


Moreno como un grano de café, robusto, provisto de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck Caperton, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos, y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del chaparral, me viera yo escuchando… ¡una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Buck—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree, que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Perry y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener al lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado en un badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree… Así se llama usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con cortesía, confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota decadente, infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un poco al espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre…! No sabes el asco que me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo apenado—, me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar. No siente del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a la gente pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un verdadero pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber suspirado— en que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba amplios conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez fuiste una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un frívolo fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga vacía e insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi salud que de repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis tomateras que cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la nariz su degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos divertido desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin embargo, poco a poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco monótono, Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita, pero todo hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que mira: esta tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las siete. Esa es la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un solo minuto, a menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte, Buck —siguió—, porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a divertirnos juntos? A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a parar al centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco —le grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún te queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde. Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones. Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—, te saldrán cuernos nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa —replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque conocía bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de adobe que está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos las pezuñas en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido derribarme con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras —dije—, pero haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón. Pon dos vasos altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese instante se le iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por exponerme una idea genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quiero que este día me quede grabado con letras rojas en la memoria. Últimamente he estado demasiado metido en casa y necesito distraerme. Lo pasaremos como nunca. Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a Orejas Mike, que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú conoces bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha aconsejado que le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo Perry—. Estoy loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la puerta, le dije a Mike:
»—No se te ocurra mencionarle a nadie que has visto a Buck Caperton en relaciones fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como me entere de que lo has contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar allí, sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que sólo quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el mismo que movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello era insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras, sudando de miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a pensar en ese lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que inventó la señora Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y ya sabemos cómo se ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe con ella. Entonces vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan avergonzado que echó la casa abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para que pierda la garra, el orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no asustan a nadie, ni siquiera se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la tarde más fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en muchos años. Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar; hacía mucho que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba parranda a jugar a las damas en la trastienda de la Mula Gris! Supongo que le parecía ligeramente más inmoral y disoluto que pasearse entre tomateras con un hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa, Buck. »—Está bien —le respondía yo—. Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno e intento sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a oír ruidos en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito de caballos que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te toca a ti. Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No esperarás que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una dama y escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas construcciones españolas de adobe, y la trastienda sólo tenía dos ventanas de medio metro de ancho protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí la causa del alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor pandilla de forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando a diestro y siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los perdí de vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y llenar el salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias botellas. Nos imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote despavorido, mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda campó por sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que no le gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a nosotros. Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la misma cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San Miguel, nos habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los juzgaran por asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que quedarnos hasta que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos acabar la partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he de estar en casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de Trimble no lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían más y más, y mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por dos o tres veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros en la calle y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a su gente al otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a través de las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi descargo que Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel cacareaba como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y consultó su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero ahora he de marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete tengo que estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos tipos decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no estarás tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad? —dije, y solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de retraso —dijo Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses visto, Buck… Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de golfo he sido, y teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora voy a despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que en cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible que al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay diez bandidos embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de aquí, durarás menos que una botella de vino. De modo que emplea la inteligencia, o al menos el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos escapar sin que nos saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck —repitió aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana estará esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que sostenía el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un corral alborotado. Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que estar en mi casa a las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no olvides que te he ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero Mariana…
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le interrumpí—. ¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los problemas? No estaré casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón. Cuatro menos una es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—. Llegaremos a casa a las siete, aunque sólo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás acompañarte a casa, zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador; otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas, tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una bala me rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es el mejor tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese el humo, que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos con nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos hacia la puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia. Entonces me volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos la esquina. No había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido dejarme intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la jornada habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en materia de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón de la Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de cualquier antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos para las siete, y tengo que estar en casa…
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme como testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y no culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita de Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque estaba mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a Perry, y una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así, le fue ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho una vaca a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—. Es que el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a entrar. Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida familiar. Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy agradable con mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un poco a Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de la mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo sucedido delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que ocurrió —prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de liar el último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa mujercita dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y salvo, por un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas nuestras sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella historia había un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.

O. Henry

16 de enero de 2018

Best seller, O. Henry

 Best seller, O. Henry

1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente, nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral. A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse en Coketown.

2

-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación. Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey, derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos, se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real, suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor, no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C. D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que ver cómo hablan! ¡Escucha!              
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo… yo soy tan sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo- blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-. Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.

3

-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti. ¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso! Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati, hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular, ¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre. Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible. Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas, pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»”Y esto es lo que debo rastrear”, me dije para mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso -repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos, señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted, señor…
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa. No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí. Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre, aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme, y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias. ¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta. Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme: fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí… y a mí me aterrorizó pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se metió en la casa.

4

-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender que la vida no tiene metas ni límites geográficos.
«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que consigas las petunias para tu princesa!»

O. Henry 

8 de agosto de 2016

El regalo de los reyes magos, O. Henry

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS

O. Henry


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el dueño del almacén y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que suponía un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de tumbarse en el pobre lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía así lo habría descrito.
Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando con la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” aparecían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas; se quedó de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, apenada y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se puede ir muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad, algo que tuviera exactamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían sobre la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con los ojos todavía brillantes, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
En la puerta donde se detuvo había un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la cabellera con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún lugar había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por algún adorno inútil y de mal gusto, tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces oyó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te he comprado!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se oyó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color exacto para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con la cadena puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.


O. Henry

7 de agosto de 2016

Magnetismo personal, O. Henry

Magnetismo personal, O. Henry

Jeff Peters estuvo metido en tantos planes para hacer dinero como recetas para cocinar arroz hay en el pueblo de Charleston.
La mejor de todas ellas, que a mí me gusta oírle contar, es aquella de los días pasados, cuando vendía linimento y remedios contra la tos en las esquinas, conviviendo con la gente, echando suertes para jugarse la última moneda.
—Yo llegué a Fisher Hill, Arkansas —cuenta—, con un traje de piel de ante, mocasines, pelo largo y un anillo de diamante de 30 quilates que había obtenido de un actor, en Texarcana. Nunca supe qué hizo con el cuchillo de bolsillo que le di en trueque.
Yo era el doctor Waugh-hoo, el celebrado médico hindú. Llevaba mi mejor apuesta por aquellos años, y esa era un licor amargo, hecho de plantas que daban la vida (por eso el nombre de “Resurrección”) y unas hierbas, descubiertas por accidente por Ta-qua-la, la hermosa esposa del Jefe de la tribu de los Choctaw, mientras recogía hortalizas para decorar un plato de perro hervido para la danza anual del maíz.
Los negocios no habían sido buenos en el último pueblo, así que solamente tenía encima cinco dólares cuando fui al droguero de Fisher Hill y él me acreditó por la mitad una gruesa de botellas de ocho onzas y corchos. Yo tenía las etiquetas y los ingredientes en mi valija, que había dejado en el último pueblo. La vida comenzó a presentarse, de nuevo, color de rosa, cuando llegué a mi habitación de hotel y comencé a llenar, por docenas, los frascos con los brebajes de la Resurrección.
¿Impostura? No, señor. Hubo dos dólares de gasto en el extracto de quinina y uno más de anilina en esa media gruesa de frascos. Estuve visitando pueblos años después y todavía encontraba tipos que preguntaban por el producto.
Alquilé un carromato esa noche y comencé a venderlos en la calle principal. Fisher Hill era un pueblo con malaria, y el tónico antiescorbútico con un hipotético compuesto neumo-cardíaco era justo lo que le diagnosticaba a la muchedumbre como necesidad perentoria. Los frascos salían como pan dulce tostado en una cena de vegetarianos. Vendí dos docenas al precio de cincuenta centavos de dólar cuando sentí que alguien tiraba de mi traje. Sabía lo que eso quería decir: me bajé y deslicé un billete de cinco dólares en la mano de un tipo que tenía una estrella de plata en su pechera.
—Alguacil, es una linda noche.
—¿Tiene una licencia de este pueblo para vender esta esencia falsa que usted disfraza bajo el nombre de “medicina”? —preguntó.
—No la tengo —le dije—. No sabía que ustedes tenían municipalidad. Si la encuentro mañana, tomaré el permiso si eso es necesario.
—Tendré que clausurarle hasta que lo haga —me dijo el alguacil.
Dejé de vender y regresé al hotel. Le conté al hotelero lo que había sucedido.
—Oh, no le dejarán hacer ninguna exhibición aquí. El doctor Hoskinks es el cuñado del alguacil, y ellos no permiten que ningún falso doctor practique en el pueblo.
—Yo no practico medicina —le dije—. Obtuve del Estado una licencia de buhonero, y sacaré un permiso del pueblo si ellos lo requieren.
Fui a la oficina del alguacil a la mañana siguiente, y me dijeron que no había llegado aún. No sabían cuándo lo haría. Así que el doctor Waugh-hoo se sentó en una silla del hotel y ataviado elegantemente, esperó.
En la silla de al lado, un joven con un lazo azul me preguntó la hora.
—Las diez y media —dije—, y usted es Andy Tucker. Lo he visto trabajar. ¿No fue el que impuso el paquete “Gran Cupido” en el sur? Déjeme recordar, era un anillo con un engarce de diamante chileno, un anillo de boda, un puré de patatas, una botella de miel y a Dorothy Vernon… todo por cincuenta centavos.
Andy se sentía complacido de que yo recordara. Era un excelente hombre de mundo. Era más que eso… él sentía respeto por su profesión, y se sentía conforme con una ganancia del 30 por ciento. Tenía numerosas ofertas para entrar en la droga y en el negocio de la hierba, pero nunca se había dejado tentar fuera del camino recto.
Buscaba un socio, así que Andy y yo convinimos en salir juntos. Le conté acerca de la situación en Fisher Hill, y cómo las finanzas se agotaban por culpa de una mezcla de políticos y brebajes. Andy había llegado en el tren de la mañana y también estaba escaso de fondos; había llegado para anotar, por unos pocos dólares, a todo el pueblo en una suscripción popular que era para construir un nuevo barco de guerra en Eureka Springs. Por lo tanto, nos fuimos al porche y charlamos.
A las once de la mañana siguiente, estaba sentado solo cuando un negro se acercó al hotel y preguntó por el doctor, para que fuera a ver al Juez Banks que, según parece, era el alcalde y estaba enfermo.
—No soy médico —le dije—. ¿Por qué no vas a buscar al verdadero doctor?
—Jefe, el doctor Hoskins se ha ido lejos, a veinte millas, para ver a los enfermos. Es el único médico del pueblo, y el señor Banks se siente mal. Él me dijo que, por favor, viniera a buscarlo.
—Lo voy a mirar pero de hombre a hombre —dije.
Así que puse un frasco de los brebajes amargos de la Resurrección en el bolsillo y me fui a las colinas, donde tenía la mansión el alcalde, la casa más linda del pueblo, con techo a dos aguas y una pareja de perros hechos en hierro exhibiéndose en el jardín.
Banks estaba en cama, todo arropado, y hacía unos ruidos internos que habrían tenido a todo San Francisco corriendo por los parques. Un joven estaba parado al lado de la cama con una taza de agua.
—Doc —dijo el alcalde—, estoy muy enfermo, a punto de morir. ¿Puede hacer algo por mí?
—Mayor, no soy un discípulo de Esculapio. Nunca tomé un curso en una escuela de medicina. He venido como amigo para ver si le puedo ser de utilidad.
—Le estoy muy agradecido, Doctor Waugh-hoo, este es mi sobrino, Mr. Biddle. Ha tratado de aliviarme, pero sin éxito. ¡Oh, señor! ¡Oh, oh, oh!
Le hice una reverencia a Mr. Biddle, me acerqué a la cama y le tomé el pulso al Alcalde.
—Déjeme ver sus pulmones… quiero decir su lengua —dije. Le levanté los párpados y miré las pupilas.
—¿Cuánto hace que está enfermo? —le pregunté.
—Caí en cama la última noche —dijo el alcalde—. ¿Me dará algo para curarme, no es cierto, doc?
—Mr. Fiddle, levante un poco la persiana.
—Biddle —dijo el joven—. ¿Cree que podría comer algo de jamón y huevos, tío James?
—Señor Alcalde—le comenté, auscultándole su hombro derecho y escuchando—. Ha tenido usted un ataque de superinflamación de la clavícula derecha del clavicordio.
—¡Mi Dios! —exclamó el alcalde, con un gesto—. ¿Puede hacer algo, colocarla en su lugar o lo que sea?
Tomé mi sombrero y rumbee para la puerta.
—¿No se irá, doctor? —preguntó el alcalde, con un aullido—. ¿No se irá dejándome morir con este… superfluido del clavicordio?
—Doctor Who-ha, la humanidad debería impedirle desertar ante una persona en problemas —comentó Mr. Biddle.
—No soy Who-ha sino el doctor Waugh-hoo —le corregí—. Es para que no tenga dificultad —y caminé de regreso a la cama tirando hacia atrás mi largo cabello.
—Señor alcalde —le dije—. Hay una sola esperanza para usted. Las drogas no le harán bien. Pero hay algo mucho más fuerte, aunque las drogas ya suelen ser fuertes.
—¿Y qué es eso?
—Demostraciones científicas. El triunfo de la mente sobre la zarzaparrilla. La creencia es que no hay dolor ni enfermedad, excepto cuando no nos sentimos bien. Lo declaro en deuda. Demostración.
—¿Qué es toda esa parafernalia que habla usted, doc? —preguntó el alcalde.
—Estoy hablando —le dije— de la gran doctrina de la psiquis financiera… de la escuela iluminativa a larga distancia, del tratamiento subconsciente de las falacias y meningitis… del maravilloso deporte interior conocido como magnetismo personal.
—¿Puede utilizar eso, doc?
—Yo soy el único y ostensible bombo del púlpito interior. El rengo camina y el ciego ve cuando hago un pase de los que conozco. Soy un médium, soy un hipnotizador y un controlador espiritual. En Ann Arbor, recientemente, el extinto presidente de la compañía de viñedos Bitters pudo volver a la tierra para comunicarse con su hija Jane a través de mí. Usted me encuentra ofreciendo medicina en las calles a los pobres. No practico magnetismo personal con ellos.
—¿Tratará mi caso?
—Escuche —le dije—, he tenido grandes problemas con las sociedades médicas. Yo no practico medicina. Pero, para salvar su vida, le daré el tratamiento psíquico si usted, como alcalde, no me presiona a que tengo que conseguir una licencia.
—Por supuesto que lo haré —dijo él—. Y ahora póngase a trabajar, doc, porque los dolores están volviendo.
—Mis honorarios serán 250 dólares, con la cura garantizada en dos aplicaciones.
—Está bien —replicó el alcalde—. Le pagaré. Supongo que mi vida tiene un precio mayor que eso.
Me senté en la cama y le miré directo a los ojos.
—Ahora, quite su mente de la enfermedad. Usted no está enfermo. Usted no tiene ni corazón ni clavícula ni huesos ni cerebro ni nada. Usted no sufre de ningún dolor. Declare su error. ¿No siente que el dolor lo está abandonando?
—Me siento un poco mejor, doc —comentó el alcalde—. ¡Que me condenen si no lo estoy! Ahora, prepare unos cuantos pases para que se me vaya la inflamación del costado, y creo que ya podría levantarme y tomar algún caldo con algunas galletas.
Realicé unos pocos pases con mi mano.
—Bien, ahora la inflamación se ha ido —dije—. El lóbulo derecho del perihelio ha disminuido.
Va a dormir. Usted no puede aguantar más sus párpados. Por el momento, la enfermedad está controlada. Duérmase.
El alcalde cerró lentamente sus ojos y comenzó a roncar.
—Observe, Mr. Tiddle —le dije—. Es la maravilla de la ciencia moderna.
—Biddle —respondió él—. Doctor Pooh-pooh ¿Cuándo le suministrará al tío el resto del tratamiento?
—Waugh-hoo —le corregí—. Regresaré mañana a las once. Cuando despierte, déle ocho gotas de trementina y un biftec de tres libras. Hasta mañana.
A la mañana siguiente, estuve de vuelta a horario.
—Bien, Mr. Riddle —le dije cuando abrió la puerta del dormitorio—, ¿y cómo está el tío esta mañana?
—Parece reestablecido —contestó el joven.
El color y el pulso del alcalde eran normales. Le di otro tratamiento de pases, y él me comentó que el dolor había desaparecido.
—Es mejor que permanezca en cama por un día o dos, y se encontrará curado. Ha sido una buena cosa que yo estuviera en Fisher Hill, señor alcalde. Todos los remedios del vademécum no hubieran podido salvarlo. Y ahora que la confusión se ha ido y el dolor se ha borrado, toquemos un tema más grato —dije, aludiendo a los honorarios de 250 dólares.
—Sin cheques, por favor. Odio escribir mi nombre al dorso, me produce tanto mal como escribirlo al frente.
—Tengo efectivo aquí —dijo el alcalde, sacando una billetera de abajo de la almohada. Contó cinco billetes de 50 y los sostuvo en su mano.
—Trae el recibo —le dijo a Biddle.
Firmé el recibo y el alcalde me entregó el dinero. Lo coloqué, con cuidado, en mi bolsillo interior.
—Ahora, cumpla con su deber, oficial —dijo el alcalde, susurrando como un hombre que está enfermo.
Mr. Biddle puso su mano en mi brazo.
—Está bajo arresto, doctor Waugh-hoo, alias Peters —dijo él— por practicar la medicina sin la autorización legal del Estado.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Le diré quién es —intervino el alcalde, sentándose en la cama. Es un detective empleado por la Sociedad Médica del Estado. Viene persiguiéndolo por cinco condados. Se presentó ayer y entre los dos preparamos este plan para atraparlo. Creo que no hará más de doctor por estos rumbos, señor Fakir. ¿Qué era lo que usted dijo que tenía? —el alcalde rió—. Bien… no era ablandamiento de cerebro, creo.
—Un detective —murmuré.
—Correcto —respondió Biddle—. Tendré que llevarlo ante el alguacil.
—Vamos a ver si lo haces —dije, tomándolo de la garganta y arrojándolo contra la ventana. Él sacó un arma y me apuntó en la barbilla; me quedé paralizado. Me puso las esposas y sacó el dinero de mi bolsillo.
—Atestiguo que son los mismos billetes que marcamos, juez Banks. Se los llevaré al alguacil cuando lleguemos a su oficina, y él le enviará un recibo. Tendrán que ser utilizados como evidencia en el caso.
—Está bien, Mr. Biddle —respondió el alcalde—. Y ahora, doctor Waugh-hoo, ¿por qué no hace una demostración? ¿Por qué no saca el corcho de su brebaje magnético con los dientes y se libera de las esposas?
—Vamos, oficial —dije yo con dignidad—. Puedo hacerlo mejor que eso —y me volví al viejo Banks haciendo ruido con las esposas.
—Señor alcalde, llegará pronto el día en que usted creerá que el magnetismo personal es un éxito. Y se dará cuenta de que fue exitoso en este caso, también.
Y me parece que así fue.
Cuando estuvimos cerca del portón, hablé:
—Andy, podemos encontrarnos con alguien… Es mejor que me liberes.
Y… claro, por supuesto que Biddle era Andy Tucker, y ese fue el plan que preparamos, y así fue cómo obtuvimos el capital para iniciar nuestros negocios juntos.


O. Henry

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