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22 de enero de 2018

Un Hombre de Ciudad, O. Henry

Un Hombre de Ciudad, O. Henry

Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.
Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.
El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de Juan del Pueblo, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.
Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.
—Oh —me contestó—, un “Hombre de Ciudad” es algo entre un “calavera” y un “clubman”. No es exactamente…, bueno, se ubica entre el tipo de los que concurren a las recepciones de la señora Fish y los que asisten a los encuentros privados de box. No…, bueno, no pertenece ni al Lotos Club ni a la Jerry Me Geogheghan Galvanished Iron Worker's Apprentice's Left Hook Chowder Association. No sé exactamente cómo describírselo. Usted lo verá donde quiera que se haga algo. Sí, supongo que es un tipo. Se engalana todas las noches; conoce los subterfugios; llama a todos los policías y porteros por el nombre. No; nunca viaja con los derivados del hidrógeno. Usted lo encontrará generalmente solo, o con otro hombre.
Mi amigo el reportero me dejó y yo seguí mi camino. Por entonces, las tres mil ciento veintiséis luces eléctricas del Rialto estaban encendidas. La gente pasaba, pero sin prestarme atención. Sus ojos emitían rayos hacia mí y me dejaban tieso. Gentes que comían fuera de sus hogares, empleadas de casas de comercio, hombres de confianza, mendigos, actores, salteadores de caminos, millonarios y extranjeros, se apresuraban, saltaban, caminaban, se escurrían, fanfarroneaban y huían precipitadamente a mi alrededor; mas yo no los advertía. Los conocía a todos; había leído sus corazones, así es que habían prestado su servicio. Deseaba hallar al Hombre de Ciudad, pues era un tipo y, dejarlo de lado, sería cometer un error —tipográfico—, pero, ¡no!, continuemos.
Continuemos con una digresión moral. Satisface ver a una familia leyendo el diario del domingo. Las secciones han sido separadas. El padre examina concienzudamente la página que exhibe a una joven haciendo ejercicio frente a una ventana abierta y flexionando…; pero, ¡vamos, vamos! La madre está interesada en tratar de adivinar las letras que faltan en las palabras Nue…a Yo…k. Las hijas mayores escudriñan con avidez las informaciones financieras, pues cierto joven les dijo la noche del domingo que tomaría un rápido en Q. X. y Z. Willie, el hijo de dieciocho años, que cursa estudios en la escuela pública de Nueva York, está absorbido en el artículo semanal que describe la manera de rehacer una falda vieja, pues espera ganar un premio en costura el día de los exámenes. La abuela tiene el suplemento de chistes desde hace dos horas y la pequeña Tottie, la hijita menor, se las averigua lo mejor que le es posible con la página de las transferencias de bienes raíces. Este panorama pretende ser tranquilizador, pues es aconsejable que algunas líneas de esta historia sean pasadas por alto, ya que introducen una fuerte bebida.
Penetré en un café y mientras me preparaban una taza, interrogué al hombre que toma sus sobras tan pronto como usted las deja, qué entendía por los términos, epítetos, la descripción, designación, caracterización o el nombre, de “Hombre de Ciudad”.
—¡Caramba —exclamó cuidadosamente—, es un tipo despierto, vivo para la actividad nocturna, ¿comprende? Es un rico tipo con quien usted no puede dar en ningún lado entre los Flatirons, ¿comprende? Creo que eso es, más o menos.
Le agradecí la información y partí.
En la acera, una muchachita del Ejército de Salvación golpeó cortésmente su alcancía contra el bolsillo de mi saco.
—¿Tendría inconveniente usted en decirme —le interrogué— si encontró alguna vez un personaje comúnmente denominado “Hombre de Ciudad”, durante su cotidiano deambular ?
—Creo que sé a quien se refiere usted —contestó la muchacha dibujando una sonrisa cortés—. Los vemos en los mismos sitios noche tras noche. Son la guardia de corps del diablo y, si los soldados de cualquier ejército son tan fieles como ellos, sus comandantes deben de estar bien atendidos. Nosotras nos mezclamos entre ellos, distrayendo algunos centavos de sus perversidades para el servicio del Señor.
Volvió a agitar la alcancía y yo deposité diez centavos.
Frente a un lujoso hotel, un amigo mío, que es crítico, descendió de un coche. Parecía desocupado, de manera que le formulé mi pregunta. Me contestó conscientemente, como yo estaba seguro de que lo haría.
—Existe un tipo de “Hombre de Ciudad” en Nueva York —me repuso—. La expresión me es muy familiar, pero creo que nunca me he visto en la obligación de definirlo. Sería difícil señalarle un espécimen exacto. Yo diría, por lo pronto, que es un hombre que constituye un desesperado caso de la enfermedad peculiar de Nueva York; la de desear ver y saber todo. La vida empieza para él a las 6. Sigue en forma rígida los convencionalismos de la ropa y los modales; en el deseo de meter la nariz en todas partes donde no lo llaman, sería capaz de dar instrucciones a un gato de algalia o a un grajo. Es un hombre que ha ido tras la bohemia por toda la ciudad, desde los sótanos de los restaurantes al roof garden y desde la calle Hester a Harlem, hasta que usted no puede encontrar un solo sitio en la ciudad, en el cual él no corte los tallarines con un cuchillo. Eso es lo que hace el “Hombre de la Ciudad”. Siempre anda al olor de algo nuevo. Es la curiosidad, el atrevimiento y la omnipresencia en persona. El cabriolé ha sido hecho para él y los cigarros con anillo de oro, y la maldición de la música a la hora de la comida. No hay muchos, pero su informe de la minoría se adopta por doquier.
“Me alegro de que usted haya puesto sobre el tapete el tema; yo he experimentado la influencia de este pulgón nocturno sobre nuestra ciudad, pero nunca se me ocurrió analizarlo antes. Ahora me doy cuenta de que el “Hombre de la Ciudad” debería haber sido clasificado hace mucho tiempo.
“En su vigilia surgen agentes de vino y modelos de capas, y La orquesta ejecuta “Vamos todos a casa de Maud” para él, a pedido, en lugar de las obras de Handel. Todas las noches hace su recorrida, mientras que usted y yo vemos el elefante una vez por semana. Cuando incursiona en la cigarrería hace una guiñada al policía familiarizado con su terreno, y se marcha inmune, mientras usted y yo buscamos nombres entre loa presidentes y domicilios entre las estrellas para darlos en la comisaría.”
Mi amigo, el crítico, se detuvo para tomar aliento y adquirir nueva elocuencia. Yo aproveché mi oportunidad.
—Tú lo has clasificado —grité con alegría—. Has pintado su retrato en la galería de los tipos de la ciudad. Pero quiero encontrar uno cara a cara; hacer un estudio de primera mano del “Hombre de la Ciudad”. ¿Dónde puedo encontrarlo? ¿Cómo lo conoceré? Sin demostrar haberme oído, el crítico continuó. Y, mientras tanto, el cochero esperaba que le pagasen.
—Es la quintaesencia del Entremetimiento; el refinado e intrínseco extracto del que se introduce en medio de las dificultades; el concentrado, purificado, irrefutable, inevitable espíritu de la Curiosidad y la Indiscreción. El aire que penetra por las ventanas de su nariz constituye para él una nueva sensación; cuando su experiencia se ha agotado explora nuevos campos en la forma incansable de un…
—Discúlpame —lo interrumpí—, pero, ¿puedes presentarme un ejemplo de este tipo? Para mí es algo nuevo. Quiero estudiarlo. Registraré la ciudad hasta dar con él. Su residencia debe estar aquí, en Broadway.
—Estoy por cenar aquí —dijo mi amigo—. Ven conmigo y, si encuentro algún Hombre de la Ciudad, te lo señalaré de inmediato. Conozco a la mayor parte de los parroquianos.
—Yo no voy a comer todavía —le contesté—. Me disculparás, pues. Esta noche voy a buscar al Hombre de la Ciudad, aunque tenga que escudriñar Nueva York desde Battery hasta Little Coney Island.
Abandoné el hotel y caminé Broadway abajo. La búsqueda de mi tipo imprimía un agradable sabor de vida e interés al aire que yo respiraba. Me sentía contento de hallarme en una ciudad tan grande, tan compleja y diversificada. Caminé descuidadamente y con cierto aire; el corazón se me ensanchaba ante la idea de que era un ciudadano del gran Gotham, que compartía sus placeres y magnificencias, y participaba de su gloria y prestigio.
Me di vuelta para cruzar la calle. Oí un zumbido como de abejas, y luego di un largo y agradable paseo con Santos Dumont.
Cuando abrí los ojos recordé un olor a gasolina y dije en voz alta:
—¿No ha pasado todavía?
La enfermera de un hospital me colocó su mano, que no era particularmente suave, sobre la frente, que no la tenía del todo afiebrada. Se acercó sonriendo un joven médico, y me entregó un diario de la mañana.
—¿Quiere saber cómo ocurrió ? —me interrogó alegremente.
Leí el artículo. El contenido de sus titulares comenzaba en el momento en que dejé de oír el zumbido, la noche anterior. Terminaba con estas líneas:
“…el hospital Bellevue, donde se dice que sus heridas no son serias. Parece ser un típico Hombre de la Ciudad”.


O. Henry

21 de enero de 2018

Dos caballeros el día de Acción de Gracias, O’ Henry

Dos caballeros el día de Acción de Gracias, O’ Henry

Hay un día que es nuestro. Hay un día en que todos los norteamericanos que no se han hecho por su propio esfuerzo vuelven a su hogar para comer bizcochitos con bicarbonato y se maravillan de cuan cerca parece estar del porche la vieja bomba del agua. Bendito sea ese día. Nos lo da el presidente Roosevelt. Hemos oído hablar de los puritanos, pero no recordamos con exactitud quiénes fueron. De todos modos, apuesto a que podríamos zurrarlos si trataran de desembarcar nuevamente. ¿Plymouth Rocks? Eso suena de un modo más familiar. Muchos de nosotros hemos tenido que limitarnos a las gallinas desde que empezó a funcionar el Trust del Pavo. Pero alguien en Washington les está facilitando informaciones confidenciales sobre esas proclamas del día de Acción de Gracias.
La gran ciudad que está al este de las ciénagas de arándanos ha hecho una institución del día de Acción de Gracias. El último jueves de noviembre es el único día del año en que redescubre la parte de los Estados Unidos que está del otro lado de los  ferry-boats. Es el único día puramente norteamericano. Sí, un día de fiesta, un día exclusivamente norteamericano.
Y ahora vamos al relato que le probará al lector que de este lado del océano tenemos tradiciones que envejecen con mucha mayor rapidez que las de Inglaterra..., gracias a nuestra energía e iniciativa.
Stuffy Pete se sentó en el tercer banco de la derecha, según se entra en la plaza Unión por el Este, en el sendero que está enfrente de la fuente. Durante nueve años, todos los días de Acción de Gracias, Pete se había sentado allí a la una en punto. Y siempre le habían sucedido cosas, cosas dignas de Charles Dickens que le hinchaban el chaleco sobre el corazón.
Pero hoy, la aparición de Stuffy Pete en el lugar de la cita parecía más el fruto del hábito que del hambre anual que, como parecen creerlo los filántropos, aflige a los pobres con tan dilatados intervalos.
Ciertamente, Pete no tenía hambre. Venía de una fiesta que sólo les había dejado dos facultades: la de la respiración y la de la locomoción. Sus ojos parecían dos descoloridas grosellas firmemente incrustadas en una máscara hinchada de arcilla y salpicada de salsa. Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo. Los botones cosidos sobre su traje por bondadosos dedos salvacionistas una semana antes volaban como palomitas de maíz, dispersándose por el suelo a su alrededor. Estaba andrajoso, con la pechera de la camisa entreabierta hasta la piel. Pero la brisa de noviembre, con sus hermosos copos de nieve, sólo le traía una agradable frescura. Porque Stuffy Pete estaba atestado de calorías producidas por una cena superabundante, iniciada con ostras y rematada con un budín de ciruelas, y que incluía (eso le pareció) todo el pavo asado y patatas cocidas y ensalada de pollo y pastel de calabaza y helado del mundo. Por eso estaba sentado, así, saciado, contemplando el mundo con el desdén propio de la sobremesa.
El banquete había sido imprevisto. Pete pasaba junto a una mansión de ladrillos rojos, próxima al nacimiento de la Quinta Avenida, donde vivían dos ancianas damas de ilustre familia y respetuosas de las tradiciones. Aquellas damas incluso negaban la existencia de Nueva York y creían que el día de Acción de Gracias se festejaba exclusivamente en Washington Square. Una de sus costumbres tradicionales consistía en apostar a un criado en la verja del fondo con la orden de hacer entrar al primer transeúnte hambriento que pasara después de las cuatro, y de ofrecerle una opípara cena. Stuffy Pete pasaba casualmente por allí camino del parque y los mayordomos lo hicieron entrar y se atuvieron a la costumbre de la mansión. Stuffy Pete estuvo mirando exclusivamente hacia adelante durante diez minutos, pero sintió deseos de contemplar un campo visual más amplio. Con un tremendo esfuerzo movió lentamente la cabeza hacia la izquierda. Y luego sus ojos se salieron de las órbitas temerosamente y contuvo la respiración, y los toscos zapatos que remataban sus cortas piernas se retorcieron y crujieron sobre la grava.
Porque el Viejo Caballero cruzaba la Cuarta Avenida, dirigiéndose hacia el banco de Pete. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, el Viejo Caballero había llegado hasta allí, encontrando a Stuffy Pete en su banco. El Viejo Caballero procuraba convertir aquello en una tradición. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, había ido a buscar allí a Pete para llevarlo a un restaurante y mirarlo engullir una suculenta cena. En Inglaterra esas cosas se hacen mecánicamente. Pero nuestro país es joven y un período de nueve años no está tan mal. Para resultar pintorescos, debemos seguir haciendo la misma cosa durante largo tiempo, sin olvidarla una sola vez. Algo así como la recaudación de las monedas semanales del seguro industrial. O la limpieza de las calles.
El Viejo Caballero se dirigió, enhiesto y majestuoso, hacia la institución que estaba creando. Es cierto que el sentimiento anual de Stuffy Pete nada tenía de nacional, como lo son la Carta Magna o el dulce para el desayuno en Inglaterra. Pero era un gesto. Era casi feudal. Revelaba, por lo menos, que una costumbre no era imposible en Nueva Y... ¡ejem!... en los Estados Unidos.
El Viejo Caballero era delgado y alto, y tenía sesenta años. Vestía de negro y cabalgaban sobre su nariz un par de lentes anticuados que no querían asentarse firmemente. Su cabello era más blanco y ralo que el año anterior y parecía usar más que entonces su grande y nudoso bastón de mango retorcido.
Cuando su probado benefactor se acercó, Stuffy resopló y se estremeció como el gordísimo bulldog de una señora cuando un perro callejero lo mira con la pelambre erizada. Sentía tentaciones de huir, pero toda la habilidad de Santos-Dumont no hubiera podido arrancarlo de su banco. Los marmitones de las dos ancianas damas habían hecho bien su trabajo.
—Buenos días —dijo el Viejo Caballero—. Me alegro de advertir que las vicisitudes de otro año lo han respetado, dejándolo sano y salvo para vagabundear por este bello mundo. Por esa sola bendición, vale la pena que ambos saludemos alborozados este día de Acción de Gracias. Si viene conmigo, amigo mío, le ofreceré una cena que hará armonizar su bienestar físico con el mental.
Esto era lo que decía siempre el Viejo Caballero. Todos los días de Acción de Gracias, desde hacía nueve años. Las propias palabras formaban casi una institución. Nada podía compararse con ellas, salvo la Declaración de Independencia. Hasta entonces, habían sido siempre música para los oídos de Stuffy. Pero ahora Pete miraba al Viejo Caballero con un lacrimoso sufrimiento en los ojos. La fina nieve crepitaba casi al caer sobre su sudorosa frente. Pero el Viejo Caballero tembló levemente y le volvió la espalda al viento.
Stuffy se había preguntado siempre por qué decía aquellas palabras con cierta tristeza el Viejo Caballero. No sabía que, al decirlas, ansiaba tener un heredero. Un hijo que viniera allí cuando él hubiese muerto... Un hijo que se irguiese, fuerte y orgulloso, ante algún otro Stuffy, y le dijera: «En memoria de mi padre». Entonces, aquello sí que sería una Institución.
Pero el Viejo Caballero no tenía parientes. Vivía en unas habitaciones alquiladas en una de esas mansiones de piedra arenisca de antiguas familias en decadencia, en una de las apacibles calles del Este del parque. En invierno cultivaba fucsias en un pequeño invernadero. En primavera intervenía en la procesión de Pascua. En verano vivía en una granja de las colinas de Nueva Jersey y se sentaba en un sillón de mimbre, hablando de una mariposa, la ornithoptera amphrisius, que esperaba hallar algún día. En otoño le ofrecía una cena a Stuffy.  Ésas eran las tareas del Viejo Caballero.
Stuffy Pete lo miró durante medio minuto, inquieto, desamparado, apiadado de sí mismo. En los ojos del Viejo Caballero brillaba el placer de dar. Cada año su rostro se tornaba más arrugado, pero su pequeña corbata negra formaba un moño tan donairoso como siempre, y su ropa interior era hermosa y blanca, y su bigote gris estaba retorcido con gracia en las puntas. Y entonces Stuffy hizo un ruido parecido al de los guisantes que hierven en una cacerola. Su intención era hablar, y como el Viejo Caballero había oído aquellos sonidos nueve veces ya, interpretó acertadamente que constituían la vieja fórmula de aceptación de Stuffy.
—Gracias, señor. Iré con usted y se lo agradezco mucho. Tengo mucha hambre, señor.
El coma de plenitud no le había impedido a Stuffy comprender que era la base de una institución. Su apetito del día de Acción de Gracias no era suyo; le pertenecía, en base a todos los sagrados derechos de la costumbre establecida, a aquel viejo y bondadoso caballero que se lo había apropiado. Es verdad que los Estados Unidos son libres; pero para establecer una tradición, uno debía ser un decimal..., un decimal que se repetía. Los héroes no son exclusivamente de acero y oro. He aquí a uno que sólo ha esgrimido armas de hierro, rudamente plateadas, y de latón.
El Viejo Caballero llevó a su protegido anual al sur, hacia el restaurante y la mesa donde se había efectuado siempre el banquete. Los reconocieron.
—Ahí viene el viejo que siempre convida a comer al mismo vagabundo el día de Acción de Gracias —dijo el camarero.
El Viejo Caballero se sentó del otro lado de la mesa, brillando como una perla ahumada junto a la piedra angular de la futura tradición. Los camareros apilaron sobre la mesa viandas de fiesta..., y Stuffy, con un suspiro que interpretaron como una expresión de hambre, alzó el cuchillo y el tenedor y se cinceló una corona de imperecedero laurel. Nunca se abrió paso entre las filas enemigas un héroe más valeroso. El pavo, las costillas, las sopas, las legumbres, los pasteles, todo desapareció ante él en cuanto fue servido. Atiborrado casi hasta el máximo cuando entró en el restaurante, el olor de la comida le había hecho perder casi su honor de caballero, pero se dominó como un auténtico hidalgo antiguo. Vio el aire de filantrópica felicidad del Viejo Caballero —un aire más feliz aún que el provocado por las fucsias y el ornithoptera amphrisius  — y no tuvo valor para verlo desaparecer.
Al cabo de una hora, Stuffy se echó atrás, victorioso.
—Muchísimas gracias, señor —dijo con el resoplido de una vieja pipa agujereada— Muchísimas gracias por su bondadoso almuerzo.
Luego se levantó con dificultad, con los ojos vítreos, y se dirigió hacia la cocina. Un camarero daba vueltas a su alrededor como un trompo y le señaló la puerta. El Viejo Caballero contó cuidadosamente un dólar con treinta centavos en monedas de plata, dejando tres níqueles de propina para el camarero.
Ambos se separaron como todos los años en la puerta: el Viejo Caballero se fue hacia el Sur y Stuffy hacia el Norte.

Al llegar a la primera esquina, Stuffy se volvió y permaneció inmóvil un instante. Luego pareció surgir violentamente de sus harapos como un búho que se despoja de sus plumas y se desplomó sobre la acera como un caballo agotado.
Cuando llegó la ambulancia, el joven médico y el conductor profirieron en voz baja una blasfemia ante el peso de Stuffy. No había olor a whisky que justificara un traslado al camión celular de la policía, de modo que Stuffy y sus dos cenas fueron a dar al hospital. Allí lo tendieron sobre una cama y empezaron a sondearlo en busca de enfermedades extrañas, con la esperanza de descubrir casualmente algún problema con el acero desnudo.
Y he aquí que al cabo de una hora, otra ambulancia trajo al Viejo Caballero. Lo tendieron sobre otra cama y hablaron de apendicitis, pues su aspecto prometía una buena cuenta de honorarios.
Pero pronto uno de los médicos jóvenes se encontró con una de las enfermeras, cuyos ojos le gustaban, y se detuvo a charlar con ella sobre los casos del hospital.
—¿Quién podría creer que ese simpático caballero de edad que tenemos ahí ha estado a punto de morirse de hambre? —dijo—. Supongo que debe pertenecer a una de esas familias antiguas y orgullosas. Me dijo que no había probado bocado desde hacía tres días.


O’ Henry

20 de enero de 2018

La Reforma Recuperada, O. Henry

La Reforma Recuperada, O. Henry

Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.
—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.
—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!
—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.
—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!
—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.
A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.
El escribiente le dio un boleto de ferrocarril y los cinco dólares con que la ley esperaba verlo rehabilitado y convertido en un buen ciudadano, próspero y floreciente. El alcaide le regaló un cigarro y le estrechó la mano. Valentine, número 9762, fue registrado en el libro de egresos con las palabras “Indultado por el gobernador”… y el señor James Valentine salió de la cárcel al sol.
Haciendo caso omiso de los gorjeos de los pájaros, de los verdes árboles ondulantes y del perfume de las flores, Jimmy se encaminó directamente hacia un restaurante. Allí saboreó las primeras alegrías bajo la forma de un pollo asado y una botella de vino blanco, seguidos por un cigarro algo mejor que el que le ofreciera el alcaide. De allí se dirigió lentamente a la estación. Dejó caer un cuarto de dólar en el sombrero de un ciego sentado junto a las puertas y subió a su tren. A las tres horas llegó a un pueblecito situado cerca de la frontera estatal. Allí fue al café de un tal Mike Dolan y le estrechó la mano a Mike, que estaba solo detrás del mostrador.
—Lamento que no hayamos podido hacerlo antes, Jimmy —dijo Mike—. Pero teníamos que luchar contra esa protesta de Springfield y poco faltó para que el gobernador se negara al indulto. ¿Te sientes bien?
—Espléndidamente —dijo Jimmy—. ¿Tienes mi llave?
Se la entregaron, subió un piso y abrió la puerta de un cuarto del fondo. Todo estaba como lo había dejado. En el piso vio aun aquel gemelo del cuello de Ben Price que le arrancara al eminente detective cuando la superioridad numérica de la policía lo había vencido.
Jimmy hizo surgir de la pared una cama plegadiza, corrió un panel y sacó una maleta cubierta de polvo. La abrió y contempló afectuosamente el conjunto de herramientas para robos más perfecto del Este. Era un equipo completo, de acero especialmente templado, con los últimos diseños en materia de taladros, punzones, berbiquíes, palancas, grampas y barrenos, con un par de novedades inventadas por el propio Jimmy y que lo enorgullecían. Le había costado más de novecientos dólares hacer fabricar todo aquello en… un lugar donde hacen esas cosas para la profesión.
Al cabo de media hora, Jimmy bajó y fue al café. Ahora vestía ropa hecha a su medida y de buen gusto, y llevaba en la mano su maleta, a la cual había quitado el polvo y limpiado.
—¿Andas en algo? —le preguntó cordialmente Mike Dolan.
—¿Yo? —replicó Jimmy en tono perplejo—. No entiendo. Represento a la Sociedad Fusionada de Bizcochos y Trigo Descortezado de Nueva York.
Estas palabras le causaron tanto deleite a Mike que Jimmy hubo de tomar un agua de Seltz con leche inmediatamente. Nunca tocaba las bebidas “fuertes”.
A la semana de haber sido liberado Valentine, número 9762, tuvo lugar en Richmond, Indiana, un limpio trabajo de robo, ya que forzaron una caja fuerte de hierro sin que quedara el menor indicio sobre el autor. El ladrón encontró solamente ochocientos dólares. A las dos semanas, en Logansport, abrieron como un queso una caja de hierro patentada, mejorada y a prueba de robos, y se llevaron mil quinientos dólares en efectivo, dejando intactos los títulos y la platería. Esto comenzó a interesar a los cazadores de bribones. Luego, una anticuada caja de banco de Jefferson City entró en actividad y vomitó por su cráter una erupción de cinco mil dólares. Las pérdidas eran ahora suficientemente importantes para clasificar los robos entre los casos dignos de Ben Price. Al comparar las observaciones efectuadas en cada caso, se advirtió una notable analogía en los métodos usados. Ben Price practicó investigaciones en el escenario mismo de los robos y se le oyó decir:
—Esto ostenta el autógrafo de Dandy Jim Valentine. Ha vuelto a las andadas. Miren ese dial disco de la combinación: lo han arrancado con la misma facilidad con que se arranca un rábano con tiempo húmedo. Valentine tiene las únicas grampas que permiten hacerlo. ¡Y fíjense en la limpieza con que fueron perforados esos fiadores de la cerradura! Jimmy nunca necesita taladrar más que un agujero. Sí, creo que debo atrapar al señor Valentine. Cumplirá su condena la vez próxima sin indultos ni tonterías parecidas.
Ben Price conocía las costumbres de Jimmy. Las había estudiado al trabajar en el caso de Springfield. Saltos largos, fugas rápidas, nada de cómplices y la afición a la buena sociedad: todo esto había ayudado al señor Valentine a eludir victoriosamente el castigo y a destacarse en ese terreno. Se insinuó que Ben Price había hallado la pista del escurridizo ladrón… y otras personas que poseían cajas de hierro a prueba de robos se sintieron más tranquilas.
Una tarde Jimmy Valentine y su maleta bajaron de la diligencia del correo en Elmore, un pueblecito situado a ocho kilómetros del ferrocarril en Arkansas. Jimmy, que parecía un joven y atlético estudiante que volvía de la universidad, se dirigió al hotel por el paseo tablado.
Una joven cruzó la calle, pasó a su lado en la esquina y entró por una puerta que ostentaba sobre su dintel el letrero “Banco de Elmore”. Jimmy Valentine la miró a los ojos y olvidó quién era: se convirtió en un hombre más. Ella bajó los ojos y se sonrojó ligeramente. Los jóvenes de la elegancia y donaire de Jimmy eran escasos en Elmore.
Jimmy abordó a un muchacho que holgazaneaba en la escalinata del banco como si fuera uno de los accionistas y empezó a formularle preguntas sobre el pueblo, alimentándolo a ratos con monedas de diez centavos. A poco, la joven salió, aparentó la despreocupación de una reina ante el joven de la maleta, y se alejó.
—¿No es esa la señorita Polly Simpson? —preguntó Jimmy, con plausible ingenuidad.
—No —dijo el muchacho—. Es Annabel Adams. Su padre es el dueño del banco. ¿A qué ha venido usted a Elmore? ¿Es de oro la cadena de su reloj? Me van a regalar un bull—dog. ¿Tiene más monedas de diez centavos?
Jimmy fue al Hotel de los Hacendados, se anotó en el registro con el nombre de Ralph D. Spencer y tomó una habitación. Se inclinó sobre el mostrador de la mesa de entradas y le reveló sus planes al empleado. Dijo que había venido a Elmore en busca de un lugar para dedicarse a los negocios. ¿Qué perspectivas tenía allí el negocio del calzado? Había pensado en dedicarse a aquel ramo. ¿Había posibilidades de hacerlo?
El empleado se sintió impresionado al ver la indumentaria y los modales de Jimmy. Él mismo era algo así como un modelo de elegancia para la juventud escasamente dorada de Elmore, pero ahora notaba sus defectos. Mientras trataba de adivinar cómo se anudaba Jimmy la corbata, le proporcionó cordialmente una información.
Sí, debía haber buenas posibilidades en el ramo del calzado. En el pueblo no existía un solo comercio que vendiera exclusivamente zapatos. Estos se vendían en los almacenes de ramos generales y bazares. Se hacían muy buenos negocios en todos los ramos.
El empleado del hotel manifestó su esperanza de que el señor Spencer se decidiría a radicarse en Elmore. Ya vería que el pueblo era agradable y la gente muy sociable.
El señor Spencer contestó que se proponía quedarse unos días en el pueblo y estudiar el asunto. No, no hacía falta llamar al botones del hotel. Él mismo subiría su maleta: era bastante pesada.
El señor Ralph Spencer, el ave fénix surgida de las cenizas de Jimmy Valentina —cenizas causadas por las llamas de un repentino acceso de amor— se quedó en Elmore y prosperó. Estableció una zapatearía e hizo buenos negocios.
Desde el punto de vista social, obtuvo también éxito y se creó muchas amistades. Y realizó el anhelo de su corazón. Conoció a la señorita Annabel Adams y sus encantos lo cautivaron cada vez más.
Al cabo de un año, la situación del señor Ralph Spencer era la siguiente: se había ganado el respeto de la población, su zapatería prosperaba y estaba comprometido con Annabel, faltando dos semanas para la boda. El señor Adams, un típico banquero rural, activo y laborioso, aprobaba la elección de su hija. El orgullo que le inspiraba el señor Spencer a Annabel casi igualaba su afecto. Y Jimmy se sentía tan a sus anchas con la familia del señor Adams y de la hermana casada de Annabel como si fuera ya miembro de la misma.
Cierto día, Jimmy se sentó en su cuarto y escribió esta carta, que envió al domicilio de uno de sus viejos amigos de Saint Louis, un lugar seguro:

Querido compañero:

Quiero que estés en el café de Sullivan, en Little Rock, el miércoles próximo a las nueve de la noche, y que me arregles unos asuntitos. Y quiero regalarte también mi caja de herramientas. Sé que te alegrará tenerlas: no conseguirías una igual ni por mil dólares. Mira, Billy. He dejado el oficio… hace un año ya. Tengo un bonito comercio. Me gano la vida honradamente y me voy a casar dentro de dos semanas con la muchacha más linda del mundo. Esa es para mí la única vida posible, Billy: la del camino recto. Ahora no tocaría un dólar ajeno ni por un millón. Cuando me haya casado liquidaré mi negocio y me iré al Oeste, donde no habrá tanto peligro de que me vengan a cobrar cuentas viejas. Te aseguro, Billy, que ella es un ángel. Cree en mí: y yo no cometería otra bribonada ni por todo el oro del mundo. No dejes de esperarme en el café de Sully, porque necesito hablar contigo. Te traeré las herramientas.

Tu viejo amigo
Jimmy

Días después, un lunes por la noche, Ben Price llegó a Elmore sin llamar la atención, en un coche de alquiler. Se paseó perezosamente por el pueblo con su calma habitual hasta encontrar lo que quería. Desde la farmacia que estaba enfrente de la zapatería de Spencer pudo ver bien a Ralph D. Spencer.
—¿De modo que vas a casarte con la hija del banquero, Jimmy? —se dijo en voz muy baja—. Bueno, no estoy seguro.
A la mañana siguiente, Jimmy fue a almorzar a casa de los Adams. Ese día iba a Little Rock para encargar su traje de novio y para comprarle algo hermoso a Annabel. Desde su llegada a Elmore era su primera salida del pueblo. Había transcurrido más de un año desde el último de aquellos “trabajos” profesionales y creía poder aventurarse sin peligro.
Después del almuerzo, toda la familia fue al centro del pueblo: el señor Adams, Annabel, Jimmy y la hermana de Annabel con sus dos niñitas, de cinco y nueve años de edad. Pasaron por el hotel donde se alojaba aún Jimmy y este subió corriendo a su habitación y trajo su maleta. Luego, fueron al banco. Allí los esperaban el coche de Jimmy y Dolph Gibson, que lo llevaría a la estación del ferrocarril.
Todos entraron en el recinto del banco, franqueando aquellas altas barandillas de roble tallado, inclusive Jimmy, porque el futuro yerno del señor Adams era bienvenido en todas partes. A los empleados les agradaba que los saludara aquel joven agradable y gallardo que se casaría con la señorita Annabel. Jimmy dejó su maleta en el suelo. Annabel, cuyo corazón rebosaba dicha y animación juvenil, se encasquetó el sombrero de su prometido y tomó la maleta.
—¿Verdad que yo sería un buen viajante? —dijo—. ¡Caramba, Ralph! ¡Qué pesada es! Se diría que está llena de ladrillos de oro.
—Contiene una partida de calzadores de níquel —dijo Jimmy serenamente—. Una partida que debo devolver. Se me ocurrió ahorrarme el gasto del flete llevándolos personalmente. Me estoy volviendo muy económico.
El Banco de Elmore acababa de instalar una nueva caja de seguridad. El señor Adams se enorgullecía mucho de ello e insistió en que todos la inspeccionaran. La caja era pequeña, pero tenía una nueva puerta patentada. Se cerraba con tres sólidas cerraduras de acero que giraban simultáneamente con una sola manija y que funcionaban con un mecanismo de reloj. El señor Adams le explicó con aire radiante su funcionamiento al señor Spencer, el cual reveló un interés cortés pero no demasiado inteligente. Las dos niñas, May y Agatha, quedaron encantadas al ver el reluciente metal y el extraño mecanismo de reloj y los diales.
Mientras estaban entretenidos así, Ben Price entró espaciosamente y se acodó sobre la barandilla, mirando con aire negligente lo que ocurría allí. Le dijo al pagador que no quería nada, que solo esperaba a un amigo.
Repentinamente, las mujeres profirieron un par de chillidos y hubo un alboroto general. Sin que lo notaran los mayores, May, la niña de nueve anos, con ánimo juguetón, había encerrado a Agatha en la caja de hierro. Luego hizo funcionar las cerraduras y girar los diales como se lo viera hacer al señor Adams.
El viejo banquero saltó hacia la perílla y tiró de ella durante unos instantes.
—No es posible abrir esta puerta —gimió—. El mecanismo del reloj no tiene cuerda aún y la combinación no está fijada.
La madre de Aghata volvió a proferir un grito histérico.
—¡Silencio! —dijo el señor Adams, alzando su trémula mano—. Cállense todos por un momento. ¡Agatha! —le gritó a su nietecita con toda la fuerza posible—. Escúchame.
Durante la pausa que siguió, los presentes solo pudieron oír el débil chillido de la criatura, que gritaba frenéticamente presa del pánico en la oscuridad de la caja.
—¡Tesoro mío! —gimió la madre—. ¡Se morirá de miedo! ¡Abran la puerta! ¡Oh, fuércenla! ¿No pueden ustedes hacer algo?
—Solo en Little Rock hay un hombre que pueda abrir esa puerta —dijo el señor Adam, con vez trémula—. ¡Dios mío! ¿Qué haremos, Spencer? Esa criatura… esa criatura no se puede quedar mucho tiempo ahí. No hay suficiente aire, y además sufrirá convulsiones de miedo.
La madre de Agacha golpeaba con frenesí la puerta de la caja. Alguien sugirió la descabellada idea de usar dinamita. Annabel se volvió hacia Jimmy, con los grandes ojos llenos de angustia, pero sin desesperar aún. A una mujer nada le parece totalmente imposible para el hombre a quien adora.
—¿No podrías hacer algo, Ralph …? ¿No podrías… intentarlo?
—Annabel —dijo—. Dame esa rosa que luces… ¿quieres?
Incrédula, creyendo no haber oído bien, Annabel desprendió el capullo de su pechera y lo depositó en su mano. Jimmy se lo metió en el bolsillo del chaleco, se despojó del saco y se arremangó. Con ese acto, Ralph D. Spencer desapareció y lo substituyó Jimmy Valentine.
—Apártense todos de la puerta —ordenó, lacónicamente.
Puso la maleta sobre la mesa y la abrió. A partir de este momento pareció no notar la presencia de nadie. Sacó con rapidez y ordenadamente las relucientes y extrañas herramientas, silbando para sí como lo hacía siempre cuando trabajaba. Sumidos en un profundo silencio e inmóviles, los demás lo observaban como hechizados.
Al cabo de un minuto, el taladro favorito de Jimmy penetraba suavemente en la puerta de hierro. A los diez —superando su propio récord de ladrón— Jimmy descorrió los pasadores y abrió la puerta.
Agatha, casi desvanecida pero ilesa, cayó en brazos de su madre.
Jimmy Valentine se puso el saco, franqueó la barandilla y se dirigió hacia la puerta del banco. Al hacerlo le pareció oír que una lejana voz, conocida antaño, le gritaba: “Ralph!”. Pero no vaciló.
En la puerta parecía esperarlo un hombre corpulento.
—¡Hola, Ben! —dijo Jimmy, siempre con su extraña sonrisa—. Por fin me ha echado el guante… ¿eh? Bueno, vamos. Ahora creo que tanto me da.
Y entonces Ben Price obró de una manera bastante extraña.
—Creo que se equivoca, señor Spencer —dijo—. Que yo sepa, no lo conozco. Tengo entendido que su coche lo espera… ¿verdad?
Y Ben Price le volvió la espalda y echó a andar despaciosamente calle abajo.


O’ Henry

19 de enero de 2018

La cuadratura del círculo, O’ Henry

La cuadratura del círculo, O’ Henry

A riesgo de fatigar a los jóvenes, hay que prologar este relato de emociones vehementes con una disertación sobre la geometría.
La naturaleza se mueve en círculos; el arte, en líneas rectas. La naturaleza es redondeada; lo artificial está formado por ángulos. Un hombre perdido en la nieve vagabundea, aun contra su voluntad, en círculos perfectos; los pies del hombre de la ciudad, desnaturalizados por las calles rectangulares y por los pisos, lo alejan de sí mismo.
Los redondos ojos de la niñez encarnan la inocencia; la angosta línea de la óptica del flirteo prueba la invasión del arte. La boca, horizontal, es el sello de la astucia resuelta.
¿Quién no ha leído el poema más espontáneo de la naturaleza en los labios redondeados dispuestos al beso sincero?
La belleza es la naturaleza en su perfección, y el carácter circular es su principal atributo. Ved la luna llena, la encantadora bola de oro, las cúpulas de los templos, el pastel de crema, el anillo nupcial, la pista del circo, el timbre para llamar al camarero, y la «vuelta» de copas.
En cambio, las líneas rectas revelan que la naturaleza se ha desviado. ¡Imaginad el cinturón de Venus transformado en una línea recta!
Cuando empezamos a movernos en líneas rectas y doblamos pronunciadas esquinas, nuestro temperamento empieza a cambiar. La consecuencia es que la naturaleza, más flexible que el arte, tiende a amoldarse a sus normas más severas. La consecuencia es a menudo un fruto algo curioso, por ejemplo un crisantemo premiado, un whisky de alcohol de madera, un Misuri republicano, una coliflor gratinada o un neoyorquino.
La naturaleza se pierde con más rapidez en una gran ciudad. La causa es geométrica, no moral. Las líneas rectas de sus calles y su arquitectura, la rectangularidad de sus leyes y costumbres sociales, las veredas que no se desvían, las reglas duras, severas, deprimentes e intransigentes de todas sus costumbres -aún de sus pasatiempos y deportes- exhiben fríamente un burlón desafío a la línea curva de la naturaleza.
Por eso puede decirse que la gran ciudad ha demostrado el problema de la cuadratura del círculo. Y puede añadirse que esta introducción matemática precede a un relato sobre el destino de una enemistad de Kentucky que fue importada a la ciudad, cuyo hábito es obligar a sus importaciones a adaptarse a sus ángulos.
La enemistad comenzó en las montañas de Cumberland, entre las familias Folwell y Harkness. La primera víctima de esta vendetta doméstica fue el perro de Bill Harkness. La familia Harkness compensó esta tremenda pérdida liquidando al jefe del clan de los Folwell.
Los Folwell estaban preparados para la réplica. Engrasaron sus rifles e hicieron que Bill Harkness siguiera a su perro a un país donde las zarigüeyas bajan de los árboles sin necesidad de sacudir a éstos con hachazos.
La enemistad prosperó durante cuarenta años. Los Harkness fueron asesinados a balazos junto al arado, a través de las ventanas iluminadas de sus cabañas, tras volver de reuniones al aire libre, dormidos, en duelo, sobrios y ebrios, aisladamente y en grupos familiares, avisados y por sorpresa. A los Folwell les cercenaron las ramas del árbol familiar en forma análoga, como lo prescriben y autorizan las tradiciones de su país.
Poco a poco la poda sólo dejó a un miembro de cada una de las familias. Y entonces Cal Harkness, considerando probablemente que proseguir con la controversia le daría a la enemistad un sabor demasiado personal, desapareció repentinamente de los aliviados Cumberlands, frustrando el golpe de la vengadora mano de Sam, el último Folwell enemigo.
Un año después, Sam Folwell supo que su hereditario y no suprimido enemigo vivía en Nueva York. Sam sacó la gran tina de hierro de lavar al patio, raspó algo del hollín, que mezcló con tocino, y se lustró sus botas con esa pasta. Se puso su blanca ropa de confección teñida de negro, una camisa blanca y un cuello, y guardó en una maleta su espartana lingerie.
Descolgó su escopeta del gancho, pero la volvió a colocar allí con un suspiro. Por habitual y lógica que fuera esa costumbre en los Cumberlands, quizá Nueva York no se tragara su cacería de ardillas entre los rascacielos de Broadway. Un Colt antiguo pero digno de confianza, que resucitó de un cajón del escritorio, pareció proclamar que era el non plus ultra de las armas para la aventura metropolitana y la venganza. Sam metió esto y un cuchillo de caza con vaina de cuero en la maleta. Cuando emprendió el viaje a lomos de una mula hacia la estación ferroviaria, que quedaba en las tierras bajas, el último de los Folwell se volvió sobre su montura y contempló con aire ceñudo el pequeño grupo de pinos blancos rodeados por el macizo de cedros que señalaba el camposanto de los Folwell.
Sam Folwell llegó a Nueva York de noche. Como se movía y vivía aún en los libres círculos de la naturaleza, no advirtió los formidables, inquietos y feroces ángulos de la gran ciudad que lo acechaba en las tinieblas, para cerrarse sobre las rotundas formas de su corazón y de su cerebro y modelarlo hasta darle la forma de sus millones de remodeladas víctimas. Un agente de policía lo sacó del remolino, como sacara el propio Sam una bellota de un lecho de hojas otoñales arrastradas por el viento, y se lo llevó a un hotel acorde con sus botas y su maleta.
A la mañana siguiente, el último de los Folwell hizo su recorrido por la ciudad que albergaba al último de los Harkness. El Colt estaba metido debajo de su abrigo, asegurado con un angosto cinturón de cuero; el cuchillo de caza pendía entre sus omoplatos, sobresaliendo el mango una pulgada del cuello del abrigo. Sólo sabía esto: que Cal Harkness guiaba un camión expreso en alguna calle de esa ciudad y que él, Sam Folwell, había venido a matarlo. Cuando pisó la vereda, sus ojos estaban inyectados en sangre y el odio de la enemistad existente entre ambas familias asomó a su corazón.
El clamor de las avenidas centrales lo atrajo hasta allí. Esperaba en cierto modo ver aparecer a Cal en la calle en mangas de camisa, con un jarro y un látigo en la mano, como lo viera en Francfort o en Laurel City. Pero pasó una hora y Cal no aparecía. Quizá lo esperara en una emboscada, para dispararle un balazo desde una puerta o una ventana. Durante algún tiempo, Sam vigiló muy atentamente las puertas y ventanas que había a su alrededor.
A mediodía, la ciudad se cansó de jugar con su ratón y lo oprimió repentinamente con sus líneas rectas.
Sam Folwell se detuvo donde se cruzaban dos grandes arterias rectangulares de la ciudad. Miró en las cuatro direcciones y vio al mundo lanzado afuera de su órbita y reducido, por la cinta métrica y el nivelador, a un plano con multitud de esquinas. Toda la vida se movía sobre rieles, en muescas, de acuerdo con un sistema, dentro de sus propios límites, mecánicamente. La raíz de la vida era la raíz cúbica: la medida de la existencia, el cuadrado.
La gente afluía por filas rectas. El horrible estrépito y el bullicio lo dejaron estupefacto.
Sam se apoyó en la afilada esquina de un edificio de piedra. Aquellos rostros pasaban a su lado por miles, pero ninguno se volvía hacia él. Repentinamente temió estar muerto y ser un fantasma, y que ellos no podían verlo ni atraparlo. Y entonces la ciudad lo hirió con la soledad.
Un hombre gordo surgió del torrente y se quedó quieto, a pocos metros de distancia, a la espera de su automóvil. Sam se arrastró hasta él y le gritó al oído, entre el tumulto: -Los cerdos de los Rankins pesaban bastante más que los nuestros, pero a pesar de ello...
El gordo se alejó sin llamar la atención y compró castañas asadas para disimular su alarma.
Sam sintió la necesidad de una gota de rocío de las montañas. En la calle, los hombres entraban y salían por las puertas de vaivén. A ratos se vislumbraba fugazmente un reluciente mostrador y sus ornamentos. El hombre de la vendetta cruzó la calle y trató de entrar. El Arte había vuelto a eliminar el círculo familiar. La mano de Sam no halló un picaporte: resbaló inútilmente sobre una placa rectangular de bronce y roble lustrado donde no había siquiera algo del tamaño de una cabeza de alfiler sobre el que poder cerrar sus dedos.
Confuso, sonrojado, abatido, Sam se alejó de la puerta y se sentó sobre un peldaño. Una porra de algarrobo le acarició las costillas.
-Tendrá que dar un paseíto -dijo el policía-. Bastante ha holgazaneado ya aquí.
En la esquina siguiente, en el oído de Sam sonó un penetrante silbido. Giró sobre sí mismo y vio a un villano de negras cejas que lo miraba con aire ceñudo sobre los cacahuetes amontonados sobre una máquina humeante. Empezó a cruzar la calle. Una inmensa máquina que corría sin mulas, con voz de buey y olor a lámpara humeante, pasó zumbando junto a él y le rozó la rodilla. Un cochero lo golpeó con el cubo de una rueda y le explicó que las palabras amables se habían inventado para usarlas en otras ocasiones. Un guarda de tranvía hizo sonar de un modo salvaje su campanilla y, por una vez en su vida, confirmó las palabras de un cochero. Una corpulenta dama de tornasolada blusa de seda le hundió un codo en la espalda, y un vendedor de periódicos lo apedreó pensativamente con cáscaras de bananas, murmurando: «¡Lamento tener que hacerlo, pero si alguien me viera dejarlo pasar fácilmente...!».
Cal Harkness, cuya jornada de trabajo había terminado y cuyo camión de reparto ya estaba en su garaje, dobló la afilada esquina del edificio que el descaro de los arquitectos ha copiado del filo de una navaja. Entre la masa de gente presurosa, sus ojos descubrieron, a tres metros de distancia, al enemigo superviviente, implacable y sangriento.
Se detuvo bruscamente y vaciló un momento, ya que estaba sin armas y se sentía muy confuso. Pero los penetrantes ojos montañeses de Sam Folwell ya lo habían descubierto.
Hubo un repentino salto, el torrente de transeúntes se enredó y se oyó la voz de Sam que gritaba:
-¡Hola, Cal! Me alegro muchísimo de verte.
Y en el cruce de Broadway, la Quinta Avenida y la Calle Veintitrés, los enemigos de Cumberland se estrecharon la mano.


O. Henry

18 de enero de 2018

El manual de Himeneo, O. Henry

 El manual de Himeneo,  O. Henry

Yo, Sanderson Pratt, que dejo asentado aquí mi testimonio, opino que el sistema educativo de los Estados Unidos debiera estar a cargo de la oficina meteorológica. Me considero en condiciones de ofrecer excelentes razones para demostrarlo, y. usted no podría aclararme por qué no sería preferible que nuestros profesores universitarios fueran transferidos al departamento meteorológico. Son expertos en leer y con suma facilidad podrían hojear los diarios de la mañana y telegrafiar a la oficina central informando el pro nóstico del tiempo. Pero éste es el otro aspecto de la proposición. Ahora paso a contarle de qué manera el tiempo nos proporcionó a Idaho Green y a mí una educación distinguida.
Nos hallábamos en los Montes Raíces Amargas, más allá de la frontera de Montana, buscando oro. En Wa lla Walla un individuo que usaba perilla y acarreaba un buen surtido de esperanzas como exceso de equipaje nos había abarrotado de provisiones, y allí estábamos cavando al pie de las montañas con bastante alimento a mano como para mantener a un ejército durante una conferencia de paz.
Un día, procedente de Carlos más allá de las montañas, llegó un cartero a caballo; hizo un alto para despachar tres latas de hortalizas y nos dejó un periódico de fecha moderna. Ese diario incluía un sistema de premoniciones meteorológicas, y el respectivo tirador de cartas, como última baraja de su mazo, anunciaba para los Montes Raíces Amargas:
“Caluroso y bueno, con leves brisas del oeste”.
Esa noche empezó a nevar con fuertes vientos del este. Idaho y yo trasladamos nuestro campamento ladera arriba a una vieja cabaña desocupada, convencidos de que eso no era nada más que una pasajera tormenta de noviembre. Pero cuando la nieve llegó a tener el espesor de un metro en terreno llano, el asunto comenzó a ponerse serio y comprendimos que estábamos bloqueados. Habíamos hecho una abundante provisión de leña antes de que la capa de nieve creciera y teníamos material ingerible suficiente para dos meses, de modo que dejamos a los elementos en paz para que devastaran y derribaran cuanto creyeran conveniente. Si usted desea fomentar el arte del homicidio no tiene más que encerrar un mes a un par de hombres en una cabaña de unos cinco metros por seis. La naturaleza humana es incapaz de soportarlo.
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, cada uno de nosotros, Idaho Green y yo, festejábamos con grandes carcajadas los chistes del otro, encomiábamos la sustancia que extraíamos de una cacerolita y la llamábamos pomposamente alimento. Al cabo de tres semanas, Idaho pronunció una especie de sentencia contra mí. Dijo:
—Para hablar con la exactitud que corresponde, nunca escuché el ruido que hace la leche agria al gotear desde un globo aerostático sobre el fondo de un recipiente de hojalata, pero se me ocurre que eso sería música de las esferas comparado con la estrangulada corriente de asfixiado pensamiento que emana de los órganos parlantes de usted. Los semimasticados sonidos que emite todos los días me traen a la memoria el recuerdo de una vaca rumiando, sólo que ella es lo bastante señora como para guardarse los ruidos para sí misma, en tanto que usted no procede del mismo modo.
—Señor Green —respondí—, como en algún tiempo fue amigo mío, vacilo un poco antes de confesarle que si yo estuviera en condiciones de elegir como compañía entre usted y un vulgar cachorrito amarillo de tres patas, en este mismo momento uno de los habitantes de esta cabaña estaría meneando la cola.
Las cosas siguieron así dos o tres días y después de jamos de dirigirnos la palabra. Repartimos los utensilios de cocina, e Idaho se hacía su comida en un costado del hogar y yo la mía en el otro. La nieve ya había llegado hasta las ventanas y teníamos que mantener el fuego encendido todo el día.
Como usted comprende, Idaho y yo jamás habíamos recibido educación alguna, exceptuando aprender a leer y a sumar “si Juan tiene tres manzanas y Jaime cinco” en una pizarra. Nunca sentimos ninguna necesidad especial de obtener un título universitario, pero, sin embargo, a fuerza de andar dando vueltas por el mundo, ambos habíamos adquirido una especie de inteligencia intrínseca que nos era útil en caso de apuro. Pero al hallarnos bloqueados por la nieve en esa cabaña en los Montes Raíces Amargas, intuimos por primera vez que sí hubiésemos estudiado Hornero o griego y quebrados y las más nobles esferas del conocimiento, podríamos haber dispuesto de ciertos recursos en el ramo de la meditación y la reflexión. He conocido tipos universitarios del Este que trabajaban en campamentos a lo largo de todo el Oeste, pero jamás dejé de comprobar que, para ellos, la educación era un inconveniente menor de lo que usted puede suponer. Por ejemplo, una vez junto al Río de la Culebra, cuando su caballo de silla enfermó de parásitos, Andrew Me Williams mandó un carretón a diez kilómetros de distancia en busca de uno de esos forasteros que aseguraba ser botánico. Pero aquel caballo murió.
Una mañana Idaho estaba tanteando con ayuda de un palo la parte superior de una pequeña repisa demasiado alta para alcanzarla con la mano. Dos libros cayeron al suelo. Me adelanté de inmediato; me de tuvo la mirada de Idaho. Habló por primera vez en una semana.
—No te quemes los dedos —anunció—. Pese al hecho de que sólo eres apto para servir como compañía a una tortuga de pantano en período de hibernación, te daré un trato equitativo. Y esto es más de lo que tus padres hicieron por ti cuando te soltaron en el mundo con la sociabilidad de una víbora de cascabel y los modales de un nabo helado. Jugaremos una partida de naipes; el ganador elegirá el libro que prefiera y el perdedor se quedará con el otro.
Jugamos. Idaho ganó. Eligió su libro y yo recogí el mío. Acto seguido cada uno se recluyó en su rincón de la cabaña y dio comienzo a la lectura.
Al ver una pepita de oro de diez onzas jamás me sentí tan alegre como en el momento en que entré en posesión de ese libro. E Idaho miraba el suyo como un chico contempla un paquete de caramelos.
El mío era un libro pequeño de unos quince por veinte centímetros titulado Manual de Herkimer sobre Información Indispensable. Aún lo conservo, y puedo desafiarlo a usted o a cualquier otro hombre cincuenta veces en cinco minutos con la información contenida en él. ¡Y después que me hablen de la sabiduría de Salomón o del material noticioso que ofrece el Tribune de Nueva York! Herkimer los supera ampliamente a los dos. Este hombre debe haber invertido cincuenta años y recorrido un millón de kilómetros para reunir todos esos datos. Allí figuraba la población de cuan tas ciudades uno pudiera imaginar, la manera de establecer la edad de una muchacha y cuántos dientes tiene un camello. Informaba cuál es el túnel más largo del mundo, la cantidad de estrellas, cuánto tarda en brotar la varicela, cuánto debe medir el cuello de una dama, qué poderes de veto tienen los gobernadores, las fechas en que fueron construidos los acueductos romanos, cuántas libras de arroz podrían comprarse por día sin estar acompañadas por tres cervezas, el promedio anual de temperatura en la población de Augusta (Maine), la cantidad de semillas necesaria para sembrar en sur cos un acre con zanahorias, antídotos para venenos, la cantidad de cabellos que crece en la cabeza de una dama rubia, cómo conservar los huevos, la altura de todas las montañas del mundo y las fechas de todas las guerras y todas las batallas, y cómo revivir a los ahogados y la insolación, y la cantidad de tachuelas que entran en medio kilogramo y cómo fabricar dinamita, cultivar flores y preparar canteros, y qué hacer antes de que llegue el médico… v cientos y cientos de otros datos. Si había algo que Herkimer no supiera, no me di cuenta de que faltara en el libro.
Me instalé y leí ese manual horas y horas sin parar. Todas las maravillas de la educación estaban compila das en él. Me olvidé de la nieve v de que el bueno de Idaho y yo no nos dirigíamos la palabra. El estaba sentado, silencioso, en un banquito, leyendo y leyendo con una extraña expresión, en parte .apacible, en parte misteriosa, que relucía a través de sus patillas color roble obscuro.
—Idaho —pregunté—, ¿qué clase de libro es el tuyo?
Sin duda él también se había olvidado, porque con testó en tono afable sin ningún indicio de desdén o malevolencia.
—Bueno —respondió—. Al parecer éste es un volumen escrito por Hornero K. M.
—Hornero K. M., ¿qué? —inquirí.
—Bien, exactamente Hornero K. M. —dijo.
—Eres un mentiroso —respondí, un tanto encolerizado al suponer que intentaba burlarse de mí—. Nadie anda por allí firmando libros con sus iniciales. Si se trata de Hornero K. M. Spoonpandyke o de Hornero K. M. McSweeneey o de Hornero K. M. Jones, ¿por qué no lo dices con valentía en lugar de morder el extremo del nombre como una cabra que mordisquea el faldón de una camisa colgada en la cuerda para que se seque?
—Te informo las cosas tal como son, Sandy —respondió Idaho sosegadamente—. Este es un libro de poesía escrito por Hornero K. M. Al principio me pareció sin ton ni son, pero después comprobé que tiene gran atractivo, si te tomas la molestia de descubrirlo. No me desprendería de él ni aunque me ofrecieran un par de mantas rojas.
—Me parece muy bien —repliqué—. Lo que yo necesito es un conjunto de hechos objetivos que la mente pueda elaborar y, según creo, esto es lo que me ofrece el libro que me tocó en suerte.
—Lo que conseguiste —contestó Idaho— es estadísticas, el peldaño más ínfimo de información que existe. Envenenarán tu mente. Para mí no hay nada superior al sistema de sobreentendidos del querido Hornero K. M. Al parecer es algo así como un traficante en vinos, Su brindis habitual es “nada, nada, nada” y se diría que tiene mal carácter, pero lo mantiene tan bien lubricado con bebidas alcohólicas que sus puntapiés más agresivos suenan como una invitación a tomar un trago. Pero esto es poesía —prosiguió Idaho— y miro con desprecio ese mamarracho tuyo que trata de inculcar sensatez con ayuda de centímetros y metros. Cuando llega el momento de explicar el instinto de la filosofía mediante el arte de la naturaleza, el bueno de Hornero K. M. derrota a tu hombre y sus perforaciones, hileras, parágrafos, medidas del pecho y promedio anual de precipitación pluvial.
Así era como Idaho y yo encarábamos el asunto. Día y noche nuestra única diversión consistía en estudiar nuestros respectivos textos. Sin duda alguna, esa tormenta nos proporcionó un espléndido bagaje de cono cimientos. Cuando se derritió la nieve, si usted súbitamente me hubiese encarado para preguntarme de sopetón, “Sanderson Pratt, ¿cuánto costaría por metro cuadrado cubrir un techo con chapas de zinc de veinte por veinte centímetros al precio de nueve dólares con cincuenta el cajón?”, le hubiese respondido con la misma velocidad a que se desplaza la luz a lo largo del mango de una pala a un promedio de trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Cuántos están en condiciones de hacerlo? Despierte en medio de la noche a cualquier individuo que conozca y pídale que responda en el acto cuántos huesos tiene el esqueleto humano, sin contar los dientes, o qué porcentaje de votos se necesita para que la Legislatura de Nebraska anule un veto. ¿Cuál será la respuesta del susodicho individuo? Haga la prueba y verifíquelo.
Ignoro qué beneficios extrajo Idaho de su poesía. Ala baba al vendedor de vino cada vez que abría la boca, pero yo no estaba nada convencido.
A través de lo que se desprendía del libreto, vía Idaho, llegué a la conclusión de que ese tal Hornero K. M. era bastante parecido a un perro que observa la vida como si fuera una lata atada a su cola. Después de haber corrido y corrido hasta quedar medio muerto, el perro se sienta, saca la lengua, mira la lata y dice:
—Bien, como no podemos librarnos del jarro, vamos a llenarlo en la taberna y que todos tomen un trago a mi salud.
Además, parece que este tal Hornero K. M. era persa, y nunca tuve noticias de que Persia produjera nada digno de tenerse en cuenta, con excepción de alfombras turcas y gatos malteses.
Aquella primavera Idaho y yo obtuvimos mena de primera calidad. Teníamos por costumbre vender rápido y seguir viaje. Entregamos la mena a nuestro proveedor de comestibles a cambio de ochocientos dólares por cabeza. Luego nos encaminamos a toda velocidad a esta pequeña urbe, Rosa, ubicada junto al Río Salmón para descansar, ingerir alimentos dignos de un ser humano y hacernos podar los bigotes.
Rosa no era un campamento minero. Se erguía en el valle y se hallaba tan libre de estrépito y pestilencia como cualquiera de las poblaciones rurales de la campiña. Había una línea de tranvías que recorría unos tres kilómetros y mordisqueaba los alrededores. Idaho y yo pasamos una semana yendo y viniendo en uno de los vehículos; por la noche nos dejábamos caer en el hotel Sol del Ocaso. Como en ese momento contábamos con sólidas lecturas y además habíamos viajado mucho, muy pronto alternamos pro re nata con la mejor sociedad de Rosa, y fuimos invitados a las recepciones más elegantes y de mayor jerarquía. Idaho y yo conocimos a la esposa del difunto D. Ormond Sampson, la reina de la sociedad roseña, en un recital de piano seguido por un concurso de comedores de codornices que tuvo lugar en el Salón Municipal a beneficio del cuerpo de bomberos.
La señora Sampson era viuda y poseía la única casa de dos pisos que había en la ciudad; el edificio estaba pintado de amarillo y desde cualquier sitio que se mi rara podía vérselo con tanta claridad como una jirafa navegando sobre un témpano. Además de Idaho y yo mismo, en Rosa había veintidós individuos que estaban intentando reivindicar derechos sobre esa casa amarilla.
Después de que las partituras musicales y los huesos de codorniz fueron barridos del Salón Municipal, se dio comienzo al baile. Veintitrés del tropel se lanzaron a toda carrera a solicitar una pieza a la señora Sampson. Por mi parte, pasé por alto las actividades coreo gráficas y le pedí autorización para acompañarla a su casa. Entonces fue cuando me anoté un punto a mi favor.
Mientras recorríamos el trayecto, me dijo:
—¿No le parece, señor Pratt, que esta noche las estrellas son hermosas y resplandecientes?
—Gracias a la oportunidad que han conseguido, se están esforzando de una manera muy digna de elogio.
Esa grande que ve allí está a una distancia de cien billones de kilómetros. Su luz tarda treinta y seis unos en llegar hasta nosotros. Con un telescopio de dieciocho pies puede observar cuarenta y tres millones de estrellas, incluyendo las de decimotercera magnitud; si una de ellas se extinguiera en este preciso momento usted seguiría viéndola doscientos setenta años.
—¡Caramba! —dijo la señora Sampson—. Nunca tuve noticias de tales cosas. ¡Qué templada está la noche! Advierto que estoy tan transpirada como cual quiera puede estarlo después de haber bailado tanto.
—Eso es fácil de explicar —respondí— cuando uno está enterado de que tiene dos millones de glándulas sudoríparas funcionando al mismo tiempo. Si todos sus conductos respiratorios, cada uno de los cuales mide unos seis milímetros, fueran colocados uno a continuación del otro, cubrirían una distancia de siete kilómetros.
—¡Caramba! —exclamó nuevamente la señora Sampson—. Se diría, señor Pratt, que está describiendo un canal de riego. ¿Cómo adquirió tantos conocimientos e informaciones?
—Gracias a la simple observación —repliqué— Mantengo los ojos bien abiertos cuando recorro el mundo.
—Señor Pratt —aseguró ella—, un hombre instruido siempre despertó mi admiración. Hay tan pocos eruditos entre los individuos necios y de cortos alcances de esta ciudad que resulta un verdadero placer platicar con un caballero culto. Me sentiré encantada si usted me visita cada vez que le sea grato.
Y de ese modo conquisté la benevolencia de la dama que habitaba la casa amarilla. Todos los martes y viernes por la noche iba a visitarla y le hablaba sobre las maravillas del universo tal como han sido descubiertas, tabuladas y recogidas en la naturaleza misma por Herkimer. Idaho y los restantes advenedizos de la ciudad se apropiaban de todos los minutos que podían del resto de la semana.
Nunca se me ocurrió que Idaho estuviera tratando de conquistar a la dama ateniéndose a las pautas de galanteo propuestas por el bueno de Hornero K. M., hasta que una tarde, cuando me encaminaba a ofrecer a la señora Sampson un canastillo de ciruelas silvestres, la encontré mientras ella avanzaba por la senda que conducía a su casa. Sus ojos relampagueaban de cólera y su sombrero se inclinaba peligrosamente sobre un ojo.
—Señor Pratt —prorrumpió—, según creo este tal señor Green es amigo suyo.
—Desde hace nueve años —dije.
—Ponga fin a esa amistad. ¡No es un caballero!
—Bueno, señora —sostuve—, no se olvide de que el señor Green es un simple montañícola ornamentado con todas las escabrosidades y defectos propios de un manirroto y un mentiroso, pero yo nunca, ni siquiera en las oportunidades más trascendentales, tuve el valor de negar que fuese un caballero. Es posible que en lo concerniente a sus camisas y al sentido de la altivez y de los buenos modales Idaho ofenda la mirada, pero he descubierto, señora Sampson, que en su fuero íntimo es impermeable a las manifestaciones más indiscretas del delito y de la obesidad. Después de nueve años pasados en compañía de Idaho, señora Sampson —concluí mi argumento—, me repugnaría acusarlo y me repugnaría comprobar que lo acusan.
—Es sumamente plausible de parte suya, señor Pratt —dijo la señora Sampson—, que se obnubile en defensa de su amigo, pero eso no modifica el hecho de que me ha formulado propuestas tan impertinentes como para vilipendiar el enardecimiento de quien se considera una dama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡El bueno de Idaho procedió así! Antes lo hubiese creído de mí mismo. Con excepción de una sola cosa, nunca me enteré de nada que lo convirtiera en culpable de vituperio: la responsable fue una nevisca. En aquella oportunidad, cuando estábamos bloqueados por la nieve en las montañas, Idaho fue presa de una suerte de poesía espuria y procaz que quizá haya corrompido su comportamiento. —Efectivamente —confirmó la señora Sampson—; desde el momento mismo en que lo conocí me ha estado recitando un montón de poemas irreverentes compuestos por una persona a quien él llama Rubia Yat y que no es mejor de lo que debiera, si se tiene en cuenta la clase de poesía que escribe.
—Entonces Idaho ha conseguido un nuevo libro, porque el que tenía era de un individuo que usaba el nom de plume Hornero K. M.
—Hubiera sido preferible que se aferrara a él —dijo la señora Sampson—, sea quien fuere. En la actualidad ha llegado al colmo. Me envió un ramo de flores acompañado por una esquela. Bien, señor Pratt, usted es capaz de reconocer a una dama cuando la ve y además no ignora qué lugar ocupo en la sociedad de Rosa. ¿Cree por un instante que me internaría en los bosaues en compañía de un hombre con un jarro de vino y una hogaza de pan y que andaría brincando y cantando bajo el follaje con él? En las comidas tomo un poco de clarete, es cierto, pero no tengo por costumbre irme con un jarro de clarete a los matorrales y armar un alboroto infernal de esa índole. Y, por supuesto, el señor Green habría llevado consigo su libro de versos. Así lo dice en la esquela. ¡Que se vaya solo a hacer esas escandalosas francachelas! ¡O que invite a su querida Rubia Yat! Tengo la seguridad de que no protestaría, a menos que fuese para quejarse de que hay demasiado pan. Bien, señor Pratt, ¿qué opina de su caballeresco amigo?
—Bueno —respondí—, es posible que esa invitación de Idaho sea algo así como una poesía y que no se propusiese agraviarla. Acaso pertenece a la clase de composiciones que llaman alegóricas. Ofenden a la ley y al orden, pero pueden exhibirse públicamente en los puestos donde se venden periódicos con el argumento de que significan algo que no está explícito. Me sentiría muy feliz, en consideración a Idaho, si usted pasara por alto este asunto —dije—. Y ahora erradiquemos nuestras mentes de las inferiores regiones de la poesía para ascender a los planos más elevados de los hechos y de la imaginación. En una tarde tan hermosa como ésta, señora Sampson, debemos procurar que nuestros pensamientos se desenvuelvan concomitantemente. Aunque aquí el tiempo está templado, nos es preciso recordar que en la línea ecuatorial la zona de hielos perpetuos se halla a una altura de unos cinco mil metros. Entre las altitudes de 40 y 49 grados, ese nivel debe ubicarse entre mil quinientos y tres mil metros, aproximadamente.
—¡Oh, señor Pratt —exclamó la señora Sampson—, es tan gratificante escucharlo exponer esos hermosos hechos después de haber recibido una conmoción tan grande por culpa de la poesía de esa descarada rubia!
—Sentémonos en este tronco a la vera del camino —invité— y olvidemos la inhumanidad y la desvergüenza de los poetas. La belleza debe buscarse en las gloriosas columnas de hechos establecidos y de medidas legalizadas. En este tronco en el cual estamos sentados, señora Sampson, las estadísticas son más maravillosas que cualquier poema. Sus anillos permiten de terminar que tiene sesenta años de edad. A una profundidad de unos setecientos metros se convertiría en carbón en un lapso de tres mil años. La mina de carbón más profunda del mundo se halla en Killingworth, cerca de Newcastle. Un cajón de un metro treinta de longitud, un metro de ancho y ochenta centímetros de profundidad puede contener una tonelada de carbón. Si se corta una arteria, aplique un torniquete más arriba de la herida. La pierna de un hombre tiene treinta huesos. La Torre de Londres se incendió en 1841.
—Prosiga, señor Pratt —reclamó la señora Sampson—. ¡Sus ideas son tan originales y consuelan tanto! Creo que las estadísticas son exactamente tan encantadoras como deben ser.
Pero hasta dos semanas más tarde no obtuve todo lo que Herkimer me tenía reservado.
Una noche me desperté al escuchar que la gente gritaba “¡Fuego!” desaforadamente. Salté de la cama, me vestí y salí del hotel para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que se trataba de la casa de la señora Sampson proferí una especie de aullido y llegué allí en dos minutos.
La planta baja íntegra era presa de las llamas y toda la población masculina, femenina y canina de Rosa es taba en el lugar chillando, ladrando y poniéndose en el camino de los bomberos. Lo vi a Idaho tratando de desprenderse de seis bomberos que lo sujetaban. Le decían que toda la planta baja estaba ardiendo y que nadie podía entrar y luego salir con vida.
—¿Dónde está la señora Sampson? —pregunté.
—No se la ha visto —replicó uno de los bomberos—. Duerme arriba. Tratamos de entrar pero no podemos y nuestra dotación todavía carece de escaleras.
Me acerqué rápidamente a la luz que emanaba del inmenso fuego y extraje el Manual de un bolsillo interior. Emití algo parecido a una risa cuando mis manos entraron en contacto con el volumen; admito que es taba un tanto fuera de mí a causa de la excitación.
—¡Rápido, querido y viejo amigo! —le dije al Manual mientras daba vuelta febrilmente sus páginas—, hasta ahora jamás me has mentido y nunca me dejaste abandonado en un atolladero. ¡Dime qué tengo que hacer, viejo amigo! ¡Dímelo!
Llegué a la sección “Qué hacer en caso de accidentes” en la página 117. Recorrí las líneas con el dedo y encontré lo que necesitaba. ¡El bueno y viejo Herkimer jamás pasaba nada por alto! Estas eran las instrucciones:
Sofocación provocada por inhalar humo o gas. No hay nada mejor que la linaza. Coloque unas pocas semillas en el ángulo externo del ojo.
Guardé el Manual en el bolsillo y atrapé a un muchachito que pasaba corriendo.
—Toma —le dije al tiempo que le entregaba dinero—, ve a toda carrera a la botica y tráeme un dólar de linaza. Apresúrate y cuando estés de regreso habrá otro dólar para ti. ¡La señora Sampson —proclamé a continuación ante la multitud allí congregada— muy pronto estará con nosotros!
Acto seguido me desembaracé de mi saco y de mi sombrero.
Cuatro individuos, entre bomberos y simples ciudadanos, me sujetaron. Sostenían que penetrar en la casa significaba una muerte segura porque los pisos estaban empezando a desmoronarse.
—¿Cómo diablos suponen que puedo colocar linaza en un ojo sin tener ese ojo a mi disposición? —grité, riendo un poco, aunque sin sentirme demasiado seguro.
Clavé cada uno de mis codos en la cara de un bombero, propiné un puntapié en la canilla a uno de los ciudadanos y derribé a otro con un revés. De inmediato me introduje precipitadamente en el edificio. Si me muero primero, le escribiré una carta y le diré si allá abajo se está mucho peor que dentro de esa casa amarilla; pero todavía no lo crea. Yo estaba mucho más cocido que el pollo hervido que se consigue en los restaurantes cuando uno pide que se lo sirvan lo más rápido posible. El fuego y el humo me derribaron dos veces y ya estaba a punto de cubrir de vergüenza a Herkimer cuando los bomberos acudieron en mi ayuda con su chorrito de agua y así conseguí llegar a la habitación de la señora Sampson. Se había desmayado por efectos del humo; la envolví en las ropas de cama y me la coloqué sobre el hombro. Bien, los pisos no estaban en tal mal estado como se decía porque en caso contrario jamás podría haber hecho lo que hice. La transporté hasta una distancia de unos cincuenta metros de la casa y la deposité sobre el pasto. Entonces, por supuesto, todos y cada uno de los otros veintidós que suspiraban por la mano de la dama se apiñaron alrededor munidos de recipientes de hojalata llenos de agua, dispuestos a revivirla. En ese momento llegó a la carrera el muchachito con la linaza.
Quité las mantas que cubrían la cabeza de la señora Sampson. Abrió los ojos y dijo: —¿Es usted, señor Pratt?
—Ssssss —fue mi respuesta—. No hable hasta que le haya aplicado la medicina.
Le rodee el cuello con un brazo y le levanté la cabeza suavemente mientras con la mano que me que daba libre rompía el paquete de linaza. Entonces, me incliné sobre ella y, con tanta destreza como me fue posible, le introduje tres o cuatro semillas de lino en el ángulo externo del ojo.
Para ese entonces llegó al galope el médico del pueblo, dio un resoplido, tomó el pulso a la señora Sampson y quiso saber qué cosa malditamente disparatada estaba haciendo yo.
—Bueno, esto es jalapa y semillas de roble de Jerusalén —le informé—. No poseo título habilitante, pero de todos modos pongo a su disposición la autoridad en la cual me fundamento.
Me alcanzaron el saco y extraje el Manual.
—Mire en la página 117 —aclaré— donde se in forma cuál es el remedio para la sofocación provocada por humo o por gas. Linaza en el ángulo externo del ojo, explica. Ignoro si actúa de modo tal que elimina el humo o si hace entrar en acción el complejo nervioso hipopótamo gástrico, pero Herkimer lo aconseja, y a mí me llamaron primero para atender este caso. Si usted desea que hagamos una consulta, no tengo ninguna objeción.
El viejo médico tomó el libro y lo miró con ayuda de sus anteojos y de la linterna de un bombero.
—Bien, señor Pratt —afirmó—, evidentemente usted se equivocó de párrafo el hacer su diagnóstico. La receta para la sofocación es ésta: “Sacar al paciente al aire libre lo más pronto posible y colocarlo en una posición reclinada”. La linaza es el remedio aconsejado para “Polvo y cenizas en el ojo” y está en el párrafo de arriba. Pero, después de todo…
—Escuchen —interrumpió la señora Sampson—, creo que tengo algo que decir en esta consulta. Esa linaza me mejoró mucho más que cualquier otra medicina que haya usado jamás.
Levantó la cabeza, volvió a apoyarla en mi brazo y dijo:
—Ponme un poco en el otro ojo, querido Sandy.
Por lo tanto, si mañana o cualquier otro día usted hace un alto en Rosa, verá una casa amarilla nueva y hermosa y a la señora Pratt —anteriormente conocida como señora Sampson— embelleciéndola y ornamentándola. Y si usted penetra en esta morada, advertirá sobre la mesa recubierta de mármol que se halla en el centro de la sala el Manual de Herkimer sobre Información Indispensable, recién encuadernado en tafilete rojo y listo para ser consultado sobre cualquier asunto concerniente a la felicidad y a la sabiduría humanas.


O. Henry
O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.


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