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27 de noviembre de 2023

El vagamundo, Manuel Mújica Lainez

EL VAGAMUNDO
 
1839

 
 
Llegó a Buenos Aires hace cuatro días, sólo cuatro días, y siente que no podrá quedar aquí mucho tiempo. El amor, su viejo enemigo, le acecha, le ronda, le olfatea, como un animal que se esconde pero cuya presencia adivina alrededor, con uñas, con ojos ardientes. Por alguna parte de la pulpería se despereza ahora ese amor que enciende sus llamas secretas y que le obligará a partir. Su vida monstruosa ha sido eso: partir, partir en cuanto el amor alumbra. Y el amor alumbra todas las veces, en todas partes, en todas las épocas. ¡Ay, si la falta fue grave, también es terrible el castigo! Llegar y partir, llegar y partir; con la eterna, la infinita zozobra frente a ese amor que, eludido, torna a formarse y a crecer, a modo de una enredadera que llena el aire de látigos y le impulsa a andar, a andar de nuevo, a andar...
Y así siempre, siempre, en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Hungría, en Polonia, en España, en Moscovia, en Suecia, en Dinamarca; en Oriente y en Occidente; aquí y allá, aquí y allá, siempre, siempre. Siempre con sus trajes flotantes, con sus ojos pálidos, con sus barbas finas, con sus duras manos viriles. Andando, andando... Y ahora, en Buenos Aires. ¿Qué más da? También tenía que venir aquí, e irá a Chile y al Perú y a México y a donde sea, andando, andando... ¡Ojalá el amor consiguiera sofocarle por fin, para que muriera! Pero no; él no muere. No murió en Vicenza, hace tanto tiempo, cuando le encarcelaron por espía y resolvieron ahorcarle; hasta las sogas más gruesas se rompieron y el “capitano”, absorto ante la maravilla, ordenó que le dejaran ir. Ir, ir... Eso era, precisamente, lo único que él no quería, mas no hubo nada que hacer. Y de nuevo a andar, a andar...
El rumor de la fiesta entra por la ventana de la pulpería, y el hombre que jamás sonríe no lo escucha. Escucha con los oídos de su corazón a ese amor que madura en alguna parte, cerca, muy cerca, detrás del flaco tabique que aísla su cuarto de viajero. Tanto ha caminado, que confunde las regiones, los años y los episodios; pero al amor no lo confunde porque el amor es el enemigo y siempre debe estar pronto a enfrentarlo, a prevenirlo, a rechazarlo, y sus sentidos se han aguzado sutilmente, horriblemente, para percibir su presencia en seguida. Lo demás... lo demás ¿qué le importa? En Venecia, en Nápoles, en Sicilia, cantan su historia extraña o la refieren; con ella compusieron los ingleses una balada, y los flamencos otra, que es como una queja dulce. Los imagineros populares pregonan su efigie y le dan nombres distintos. A veces las gentes le han acosado como a un perro rabioso, y a veces le agasajaron y pidieron su consejo. En Alemania, el populacho cristiano invadió en más de una ocasión los barrios judíos, gritando que le tenían allí oculto y que le quemarían en el mercado; y en Florencia la multitud colmó la plaza de los Alberti para verle, tocarle y acompañarle entre hachones deslumbrantes hasta la Señoría, donde le acogieron como a un huésped ilustre. Y en España le llamaron Juan Espera-en-Dios, y en Siena... en Siena tuvo que resolver si el cuadro en el cual Andrea Vanni representó a Cristo agobiado bajo la cruz estaba parecido, si Cristo era en verdad así... Pero de eso hace mucho tiempo... centurias... Su vida se mide por centurias...
El rumor de la fiesta invade su aposento. El cortejo estará llegando. El hombre se pone a la ventana y observa, en frente, la iglesia de Monserrat adornada con ramos de olivo y con banderas. Repican las campanas. Golpean los tambores de los negros. El carro triunfal rueda por el medio de la calle. La muchedumbre lo rodea entre cánticos y vivas.
A su espalda la puerta se abrió y entra la sobrina del pulpero. Sin volverse, el hombre siente que el amor está ahí, flotando, que todavía no se define y titubea, pero que ya está ahí y ya empieza a mostrar las uñas y los colmillos.
–Mi tío manda decir a su mercé que si no quiere bajar al zaguán, que asistirá mejor a la fiesta.
El hombre recoge su atado, la alforja que tiene perpetuamente lista, y la sigue. Sabe que pronto deberá partir.
En el zaguán aplástase la gente. El olor de los asados que crepitan detrás de la iglesia se mezcla al perfume de las magnolias. Hay quienes se han puesto de rodillas. Afuera, brilla el rojo. Todo es rojo en la parroquia de Monserrat, esta mañana de fiesta: las colgaduras, los cintajos, los abanicos, las testeras y coleras de los caballos, los chiripás que ondulan en la brisa. Las flores y el hinojo alfombran las calles. Ilumínanse los vidrios de las casas con las luces internas y se recortan, pegados en las ventanas, los versos que elogian al Restaurador, a Rosas el Grande. Y el Restaurador avanza de pie, en la majestad del lienzo enorme pintado quizás por García del Molino. Triunfa en el carro lento, tapizado de seda escarlata, que los clérigos, los militares y los magistrados empujan hacia la iglesia de Monserrat, como si condujeran en alto, sobre las ruedas pesadas, una hoguera.
El hombre de barba fina y ojos pálidos mira el desfile sin verlo. Otros muchos desfiles ha visto en su vida andariega. Ha visto la entrada de los podestás orgullosos, en las ciudades del Renacimiento, bajo arcos esculpidos por los artistas admirables; ha visto a los emperadores, al frente de los cortejos heroicos, las coronas ciñéndoles los cascos de hierro, al viento los estandartes, y alrededor los siervos humillados en la nieve. Ha visto... ¿qué no ha visto él, que conoce todos los idiomas y todos los dialectos, que habla el toscano y el bergamasco y la lengua de Sicilia y las jerigonzas indostanas y las tablas chirriantes del Asia Menor?
Mira el desfile sin verlo. Otra comitiva pasa ahora ante la inmensa lasitud de sus ojos. ¿Siempre tendrá que verla, Dios de Moisés y de Elías? ¿Siempre se renovará la escena de su maldición?
Él era zapatero, en Jerusalén. Cuando el que arrastraba la cruz se detuvo ante su puerta, y se apoyó en ella un instante, para recobrar las fuerzas, él le dijo ásperamente:
–Ve, sigue, sigue tu camino.
Y Jesús le respondió, escrutándole con los ojos húmedos:
–Yo descansaré, pero tú caminarás hasta que regrese a juzgar a los mortales.
Y el Señor continuó su marcha. Venía de lejos, del lithostrotos de Poncio Pilato, de la casa de Anás, de la casa de Caifás, y trepó la cuesta del Gólgota, cayendo y levantándose, entre el cortinaje de picas y el llanto de las mujeres piadosas. Su huella era púrpura.
El hombre baja los párpados. Los alza una vez más y nota que el carro de triunfo se para delante de la iglesia de Monserrat y que descienden con pompa el retrato del dictador rubio en cuyo uniforme ciega el oro de los laureles.
¡Ay, a aquel otro, al que sudaba sangre, no le llevaban en un carro de gloria! Los pretorianos se mofaban de él y los caballos de arneses escandalosos manchaban sus vestiduras con el lodo que arrojaban al pasar al galope.
–Yo descansaré, pero tú caminarás...
Ya lo siente. El amor, su enemigo, está aquí. La sobrina del pulpero le roza el brazo y él siente el contacto como una quemadura cruel. Es el amor: el deseo antiguo como el mundo; el hambre que devora y enriquece; el hambre de los cuerpos y las almas; el hambre... El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y escapan, monótonas, como siempre:
–Ve, sigue, sigue tu camino.
La muchacha le contempla asombrada. ¡Sería tan hermoso quedarse junto a ella, hundir la cabeza en la frescura de su regazo, y reposar! Pero no. El amor es el signo, la orden de marcha. Hasta el fondo de los tiempos le perseguirá, irónico, vengándose sin alivio de quien odió porque sí, por odiar, sólo por odiar.
El judío errante se echa la alforja a la espalda y se aleja.
 
 
Manuel Mújica Lainez

 

26 de noviembre de 2023

“El Paraíso”, enero de 1977 Publicado en revista Sur, N° 340, enero/junio 1977. Manuel Mujica Lainez

“El Paraíso”, enero de 1977
 
Publicado en revista Sur, N° 340, enero/junio 1977.
 
André Malraux

 
(París, 1901 - Créteil, 1976) Narrador y ensayista francés, historiador y hombre de Estado, que encarnó el prototipo del escritor comprometido. Hijo único de padres separados, pasó su infancia en los suburbios de París. A los diecisiete años abandonó los estudios secundarios, pero pronto adquirió una vasta cultura autodidacta y se integró en los medios literarios y artísticos parisinos.
Participó en las tendencias de vanguardia de la inmediata posguerra, en especial el cubismo. Colaboró en Action, revista de este movimiento y en 1921 fue contratado como editor de la Galería de Arte Simon; allí apareció su primer trabajo, Lunes en papel, ilustrado por Fernand Léger y dedicado a M. Jacob. En 1922 comenzó su colaboración en la Nouvelle Revue Française. Viajó por Europa y visitó numerosos museos.
Su pasión por el arte jemer lo llevó a emprender, a finales de 1923, una expedición arqueológica a la selva camboyana. Allí descubrió, en un templo abandonado, bajorrelieves que extrajo con la intención de venderlos en Europa. La aventura le costó la cárcel, pero finalmente fue absuelto. Regresó a Francia pero volvió pronto a Saigón, en enero de 1925, para fundar un periódico: L´Indochine, que desapareció al año siguiente a instancias de las autoridades coloniales.
La doble experiencia de la sociedad colonial y del periodismo de opinión desempeñó un papel decisivo en la vida de Malraux: paralelamente a su descubrimiento de Oriente, tomó conciencia de las realidades políticas y sociales y adquirió la reputación de escritor comprometido que orientó su vida y su obra.
A su regreso a Francia, publicó La tentación de Occidente (1926), un "ensayo-novela" que confrontaba un Oriente de sabiduría y un Occidente en crisis. A esta obra le siguieron tres novelas, igualmente inspiradas por sus contactos con Asia, en las que abordó los grandes problemas éticos del siglo XX: Los conquistadores (1928), La vía real (1930) y La condición humana (1933); esta última se convertiría en su libro más célebre.
 
Con la llegada al poder de Adolf Hitler, se hizo "compañero de ruta" del partido comunista. El tiempo del desprecio (1935), dedicado a las víctimas del nazismo, abrió un nuevo ciclo novelesco, ligado a la lucha contra los fascismos. Participó en la Guerra Civil española junto a los republicanos e intervino en combates aéreos con las brigadas internacionales. Fruto de esa experiencia fue la novela épica La Esperanza (1937), de la que al año siguiente hizo una adaptación cinematográfica.
 
 
 Manuel Mujica Lainez

25 de noviembre de 2023

El hambre, Manuel Mújica Lainez


 
EL HAMBRE, MANUEL MUJICA LAINEZ
1536

 
 
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
 

 
Manuel Mújica Lainez de Misteriosa Buenos Aires

24 de noviembre de 2023

Prólogo De Jorge Luis Borges para Los Ídolos, Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires, Hyspamerica, Buenos Aires. 1986


 

Prólogo De Jorge Luis Borges para Los Ídolos, Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires, Hyspamerica, Buenos Aires. 1986
 
 
Escéptico de casi todas las cosas, Mujica Lainez no lo fue nunca de la belleza ni —¿por qué no resignarnos a un rasgo puramente local?— de la buena causa unitaria. Había escrito las biografías de Hilario Ascasubi y de Estanislao del Campo y se negó a escribir la de Hernández, que era rosista. Es difícil imaginar dos hombres más distintos, pero fuimos excelentes amigos. Descubrimos un vago antepasado común, donjuán de Garay, que era realmente, creo, Juan de Garay. Nuestra amistad prescindió de la frecuentación y de la confidencia. Soy ciego y, de algún modo, siempre lo fui; para Mujica Lainez, como para Théophile Gautier, existía el mundo visible. También el teatro y la ópera, que parcialmente me están vedados. Sentía, quizá trágicamente, la vacuidad de las ceremonias, de las reuniones, de las academias, de los aniversarios y de los ritos, pero esas máscaras lo divertían. Sabía aceptar y sonreír. Fue, ante todo, un hombre valiente. No condescendió nunca a lo demagógico. En toda vasta obra suele haber rincones secretos. He elegido Los ídolos. En otros libros justamente famosos, Manuel Mujica Lainez suele ser the man of the crowd, el hombre de la turba. En éste, el menos populoso, los personajes de la fábula, que se inicia a orillas del Avon, son de algún modo formas de Shakespeare y de Milton. Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo. Manuel Mujica Lainez los sintió con singular intensidad en la declinación de grandes familias antaño poderosas.
 
 
Prólogo De Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Hyspamerica, Buenos Aires. 1986
 

 

23 de noviembre de 2023

Instantáneas de Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez


Instantáneas de Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez
 

Siempre (hasta cuando el largo tiempo de amistad transcurrido estableció entre nosotros una intimidad maravillosa) ejerció sobre mi la misma fascinación y provocó la misma sorpresa encantada, En cada oportunidad, al encontrarla, al verla, me conmovió como si fuese la primera vez.
Entraba en el teatro Colón, echado sobre los hombros el abrigo; alzaba los impertinentes hacia los ojos castaños, entrecortados, esplendidos, de repente se llevaba una mano a la piel de visón, se iluminaba, sonreía, porque había reconocido a alguno.
Yo la espiaba, quizás desde el fondo de un palco, muy joven, absorto, feliz.
Presidía, otras tardes, la mesa del comedor, en San Isidro, junto a ella, su hermana Angélica, la inseparable, servía el te. Victoria ponderaba los méritos de una mermelada, del dulce de leche, cortaba una torta, la ofrecía. Probablemente había invitados ilustres. Yo disimulaba mi apocamiento contra los paneles; súbita, me descubría y me llamaba, para que participase
de tanta dulzura crujiente y suave, y yo avanzaba, radiante, hacia la mesa que centraba la platería histórica del abuelo Ocampo.
Su carpa se erguía en la arena marplatense de Sasso o de Mary-pesca. Yo, que nunca fui acuático, acechaba su elástico andar por la playa, metido en un toldo. Victoria emprendía caminatas severas, la capa al viento, ceñida la cabeza por un charnbergo o una boina. Desaparecía en lontananza, y a la hora, de regreso, su silueta familiar recuperaba el contorno, tremolante y segura
como una bandera de capa gris.
Los años corrieron. Estábamos ahora en la embajada de Francia, el día de su Legión de Honor. Íbamos, con Maurois, por los salones, hacia el comedor y su heráldico paño glorioso. Esa noche me dijo que la tutease y a mí se me aceleró el corazón agradecido, como si me hubiesen condecorado también.
Una noche distinta, en el viejo patio de la SADE, en la calle México, bajo las estrellas, recibía yo a los agregados culturales de todos los países. Llegó Victoria, cariñosa y señoril, cercana y remota a un tiempo, y se produjo un silencio en la charla cosmopolita. A pesar de mi tarea, de mis obligaciones, sentí que operaba el invariable hechizo y que se esfumaba el resto, el mundo y su Babel. Me detuve y admiré una perfecta obra de arte: caracoles de perlas le rodeaban las orejas; cruzábanse sobre su pecho los alfanjes de brillantes que evocaban a Lawrence y sostenían un breve y fresco ramo de jazmines de la quinta; la sortija y su zafiro centelleaban en la penumbra. Tan generosamente humana, era sin embargo evidente su jerarquía de mito, de ser aparte.
En la Alianza Francesa de Buenos Aires, frente a una sala que colmaba el público, nosotros dos, solos, en el estrado. Habían anunciado que leeríamos unos trozos de Phèdre: ella en el texto
de Racine, yo en mi traducción castellana. Comenzó Victoria. Era la escena inicial del acto segundo:
Thésée est mort, madame, et vous vous en doutez. . .
Levantóse la voz célebre, y sobre nuestras cabezas pasó como una música, estremeciéndonos. Después me tocó a mi, que tosí, vacilé y empecé tropezando, pero entonces la mano de Victoria,
por debajo de la mesa, asió la mía, la apretó, y mi voz, protegida, se afirmó y fue ascendiendo en la sonora cadencia de los alejandrinos clásicos.
Las instantáneas se confunden. Aquí me presenta, en su soleado jardín por el cual vagan y discurren los huéspedes, a Indira Gandhi, que me da la diestra a besar, o me presenta a Camus,
o a Graham Greene, o a tantos y tantos. Aquí, en el hall de las columnas que los retratos de Pueyrredón flanquean, alguien está disertando, alguien importante; hay quienes toman apuntes;
luego se discutirá. Yo la analizo, oculta, defendida por los anteojos de blanca armazón. Se apoya casualmente en la cabeza de mármol que le hizo un alemán, hacia 1925, y a la cual su capricho le
pone sombreros de paja de Italia y la adorna con amplios pañuelos multicolores.
Otra fotografía; en la Academia, en una solemne recepción pública, me pide que me siente junto a ella y Miguel Ángel Cárcano, bajo el tapiz de Escipión. Mientras aguardamos la apertura de la ceremonia, le murmuro tonterías para hacerla sonreír, pero por lo bajo me llama al orden: posee en grado sumo el sentido de la académica responsabilidad, pues enfrenta doquier las responsabilidades con igual y fervorosa constancia.
Instantáneas. .. Esta se destaca en mi memoria. Nos hemos quedado sin más compañía, en la biblioteca de la planta alta de San Isidro. Crepita el fuego, y desde la repisa nos contemplan las efigies de antiguos escritores ingleses. Insólitamente (¿o mágicamente?) la conversación se torna muy íntima. Le hablo de mi padre y de sus amigos. Victoria se quita las gafas, cierra los párpados y se los acaricia; recuerda. Al irme, su beso habitual, en mi mejilla, se acentúa apenas, como si me transmitiese el afecto de una secreta comunicación.
 
 Sus cartas se multiplicaron desde que tan lejos me vine a vivir. La embromé, en una oportunidad, señalándole que parecíamos dos personajes del siglo XIX: desde una quinta de la barranca del río de la Plata, atisbando al eucalipto que llamó “el amigo de toda la vida”, una señora le escribe, en hojas azules, aun señor encerrado en un caserón de las sierras cordobesas, que por su ventana ve una fila de enormes álamos. Es como si ni el teléfono ni el telégrafo hubiesen sido inventados aún. Esas cartas, tan pródigas, tan útiles, que comentan libros y películas, que narran anécdotas, que me estimulan, que me socorren en los trances difíciles, eran esperadas con fruición. Me acuerdo de una carta de Proust de Mme. de Noailles, en que alude a la letra de la autora de Eblouissements: “Quelle émotíon toujours  subraya — quand j'aperçoIz  le tumulte disciplíné de votre écríture.. .”. La misma emoción me estremece -¡ay! me estremecía— al distinguir sus sobres entre los llegados del correo.
Su correspondencia hubiera permitido graduar, mes a mes y año a año, la dolorosa tenacidad y el crecimiento del mal que la consumió y que pudorosamente escondía, el mal en el que acaso tampoco Victoria se atrevió a creer. De haber sido más lúcido, de no haberla imaginado invencible, quizás inmortal, ya que nada hubo más contradictorio que Victoria Ocampo y la noción, la certidumbre de la muerte, posiblemente me hubiese percatado de la inminencia de su fin. Dejé, dejamos, casi todos, de verla; lo impusieron sus sufrimientos y ¿por qué no? su coquetería. Las noticias que le concernían y que solicitábamos ávidamente, nada concreto nos aclaraban. De tanto en tanto, unas líneas suyas cortas, espaciadísimas, rompían el inquietante silencio. Las últimas que recibí son del 7 de diciembre de 1978 (murió el 27 de enero pasado). Están escritas a máquina y es obvio que las dictó:
Perdón por no escribir ni hablar por teléfono. Las neuralgias no me abandonan. 'Te quiero mucho. ¿Puedo decirte algo más? Amiga incomparable; ¿qué más podías, qué más se puede decir? ¿Qué más podías entregar de ti que esas simples y estupendas palabras? También yo te quise mucho. Eras la dueña de un inmenso caudal de ternura, y a eso lo comprendimos y valoramos unos pocos. Los más sólo captaron la imponente magnificencia de tu exterior de orgullo y de voluntad, sin discernir en él la amparadora máscara de tu timidez. ¿Cómo habrá sido el momento en que dictaste esas palabras finales del 7 de diciembre, con las que, ignorándolo yo, te despedías de mí y quizás de muchos sobre quienes, como sobre mí, volcabas el caudal dadivoso de tu cariño? ¿Cuál habrá sido entonces tu imagen? Nunca lo sabré y por eso no se incorpora a la serie surgida de los párrafos de esta remembranza. Mejor así.
Por lógica y por justicia, los homenajes a Victoria, mujer única, se sucederán, y en ellos los estudiosos y los admiradores expresarán el elogio de sus diversas facetas y la riqueza de su personalidad y de su obra. Hay con el tema para llenar volúmenes, y ciertamente tales volúmenes irán apareciendo. Mi contribución a la cosecha no pasa de la de uno que fue coleccionando imágenes, obtenidas lo mismo bajo el fulgor de las grandes arañas, en las atmósferas suntuosas donde su presencia desplazaba el centro de las habitaciones, que en la cercanía de los hombres famosos, inclinados alrededor de su bello rostro pensativo, o en la media luz de una salita confidencial, o en la áurea vastedad de una playa, 0 en el crepúsculo de un jardín criollo, donde cortaba pausadamente ramas y flores.
La postrera de las instantáneas, la que termina el rollo, se veló. Lo escaso quede ella subsiste es una leyenda que guarda la sencilla clave de su enigma, pues aunque dirigida a uno, así debe
leerse; “Los quiero mucho. ¿Puedo decirles más?”. ¿Pudo decirnos algo más? ¿Pudo concretar más acabadamente, en su adiós, lo que fue su inquietud, su afán de ayudarnos, difundiendo, enseñando, facilitando, desvelándose, queriéndonos? Medito sus palabras, en el vacío de este cuarto al que ya no alegrará el regalo de sus cartas azules; los ojos se me enturbian, y los inmensos, álamos de la Carolina se deshacen, se desflecan, como si fueran hechos también con la pálida sustancia de los recuerdos, hasta que sólo queda, en la bruma de la ventana, como
un pájaro aleteante y ansioso de sobrevivir, el mensaje de amor de Victoria Ocampo.

 
Manuel Mujica Lainez
 
Publicado en Diario La Prensa, 8 de abril de 1979




 

22 de noviembre de 2023

La amistad de Shakespeare, Manuel Mujica Lainez


 
 LA AMISTAD DE SHAKESPEARE, MANUEL MUJICA LAINEZ

 
¿De cuántos escritores podemos decir, por grandes que sean, poseen las rarísimas condiciones gracias a las cuales serán de acompañarnos y guiarnos desde la infancia hasta la vejez alimentándonos siempre con su gracia y su sabiduría?
Shakespeare pertenece a su número escaso y es tal vez el dotado de mas amplio espíritu para seguir junto a nosotros a lo largo del viaje difícil. El séquito se prolonga de lustro en lustro, inseparable de nuestra intimidad, desde el soplo aéreo de las hadas que iluminan con alegre chisporroteo el Sueño de una noche de verano, el fresco, exaltado amor adolescente de Romeo
y el amor ansioso y misterioso de los Sonetos, hasta los sueños de libertad y ambición y las desesperaciones de celos y avaricias  que estremecen a las tragedias, para culminar en el dolor de Lear y en las dudas de Hamlet. El séquito se prolonga, porque Shakespeare tiene algo que decirle a cada edad y lo hace con una sonrisa que el brillo de la poesía enciende, o con una mueca de burla, o con un generoso ademán apasionado, o con voz que empaña las lágrimas.
Rubén Darío llamó a Cervantes “buen amigo": Shakespeare lo es, sin límites; buen amigo, comprensivo, inteligente, sensible, de todas las horas, con ese don de adaptación a través del tiempo y esa posibilidad de ser joven y maduro, un hermano y un padre, un cómplice y un consejero, eterno y mudable, de mármol y de sangre y huesos, que sólo el genio es susceptible de producir. Frente a un dilema, los antiguos  acudían a las “sortes”. Para ello abrían un libro al azar, y hallaban en la página casual la respuesta que disiparía su inquietud. En el caso de Shakespeare no se trata de casualidad y de interpretaciones sibilinas, porque provee una respuesta lúcida para cada problema nuestro, dentro de la multiplicidad pasmosa de su obra.
Creo, personalmente, que son contados los escritores de inalterable gloria por los cuales siento tanta simpatía. Los genios que, por su proyección inaudita, escapan a nuestra escala y mesura, porque nos desbordan, suelen colmarnos de una especie de divino terror ante la .vastedad de su prodigio. Casi nunca los sentimos vivos y cálidos. Los hiela, entre relámpagos, la majestad de las estatuas. Shakespeare no. Shakespeare estará siempre vivo. Siendo tan enorme, consigue conservar su calidad humana porque no le asusta mostrarnos sus flaquezas, sus desesperaciones, sus equivocaciones, lo que más lo acerca a nuestra propia fragilidad. Y, como un confesor sagaz que fuera al mismo tiempo el pecador triste que se confiesa, nos abre las puertas hacia la luz de la justicia. En eso, en la riqueza de su equilibrio, finca la maravilla de su personalidad que pasa por los siglos envuelta en la música más conmovedora que jamás oyeron los habitantes del mundo.
Más que en ninguna otra de sus obras, la humana calidad de Shakespeare se transparenta en el enigma de sus sonetos. Ha sido esa una de las tres razones que me atrajo para traducir cincuenta de ellos; la gran admiración que desde muy muchacho he sentido por los sonetos de Shakespeare, desiguales, discrepantes, pero muchos de ellos tan hermosos que nada se les compara en ese género, pues a través de su estructura nos es dado asomarnos a la secreta verdad de un genio que es, al mismo tiempo, un desventurado, un desgarrado ser humano, un pobre y maravilloso hermano nuestro. Los otros dos motivos son la falta de una versión al castellano (pese a los méritos diversos que evidencian algunas de las existentes) que correspondiera con plenitud a mi idea de los sonetos inmortales y a la emoción que en mi había despertado su continua lectura; y las circunstancias especiales por las cuales atravesaba nuestro país en la época en que emprendí ese trabajo y que me impulsaban a elegir una tarea, acorde con mi vocación, cuyo rigor arduo y obsesionante me hiciera olvidar, durante unas horas, todos los días, la tremenda atmósfera que me rodeaba. De esa suerte, los traduje entre 1951 y 1955.
Pero un poema es imposible de traducir. Los ingenuos que piensan que se trata de algo así como trasladar un perfume de un frasco a otro, de forma distinta, empleando un sutil embudo, se equivocan. Recuerda más bien la operación a la famosa historia de Procusto, el que estiraba o cortaba a sus víctimas, hasta que ocupaban las medidas puntuales de su lecho. La poesía refleja, misteriosamente, más que la prosa, la respiración espiritual de su creador. Y eso, ese ritmo íntimo cuya elaboración resulta de la correspondencia insustituible entre la idea y la palabra, es algo que sólo el autor de un poema puede producir, puesto que se trata de algo inherente a su propia esencia y que el traductor no reproducirá jamás en la multiplicidad infinita de sus matices.
Fuera del problema fundamental que he esbozado apenas y que se vincula con las raíces de la personalidad de cada poeta y con su modo distinto de respirar a la poesía, hay que tener en
cuenta el problema que deriva de la estructura de cada idioma,  fruto de un proceso largo y arduo, en el que intervinieron elementos contradictorios, determinantes de su carácter. El traductor de un poema debe enfrentarse, pues, con la individualidad del poeta y con la singularidad de su idioma. Está irremediablemente derrotado, si aspira a conservar, una a una, las cualidades de
su modelo. Debe elegir v desechar, interpretar V adaptar. En una palabra, debe recrear. El poema que quiere traducir debe ser considerado por él como un punto de partida inspirador, pero, puesto que ni podrá adecuar con exactitud su cadencia interior a la del poeta original, ni superponer su idioma sobre aquel que dio forma plástica al poema, lo que hará, guiado por el poeta maestro, será componer un poema suyo, cumpliendo un ejercicio lírico cuyos sucesivos elementos le son suministrados por el poema fundamental. Replanteadas así las cosas, las trabas intrínsecas desaparecen y la traducción poética se torna posible y justificada, al transformarse, como decimos, en una recreación. El traductor debe volver a crear.
Con ese criterio, he llevado a cabo mis versiones de los sonetos de Shakespeare. Me he esforzado por construir, con cada uno de los que traducía, un pequeño poema mío, ajustado dentro de lo factible al paradigma shakespereano, al amparo de su reveladora sugestión. Por ello rehuí ciertas dificultades formales accesorias que hubieran entorpecido todavía más mi labor intelectual, como las que surgen de las imposiciones de la rima y de la arquitectura de nuestro soneto clásico. Elegí el endecasílabo, metro tradicional del soneto, y esa fue mi única sujeción.
Los cincuenta sonetos publicados (que son en verdad 49) y que vieron la luz en el alba del año conmemorativo de Shakespeare, constituyen la primera etapa -por lo menos yo lo espero así de una labor que abarcará la totalidad de esos poemas. Me gusta hacer planes de largo alcance y trato de ceñirme a ellos. Pienso, por ello, luego de haber terminado la elaboración de mi novela El Unicornio, que probablemente insumirá tanto tiempo como Bomarzo, regresar a la atmósfera cálida de Shakespeare y traducir cincuenta sonetos más; luego, si Dios quiere, escribiré El Inca, otra novela igualmente extensa al cabo de la cual volveré a Shakespeare, para verter al castellano los sonetos que me faltarán entonces, hasta completar la cifra de 164 que los comprende a todos. Eso me permitirá, si me alcanza el tiempo, vivir un largo espacio cerca de Shakespeare, en su intimidad, escuchando los latidos de su corazón, y nada, nada puede hacerme más feliz. Porque Shakespeare, como dije al comenzar es “buen amigo", y los buenos amigos no abundan, pero si descubrimos uno no debemos dejarlo escapar, sino que, al contrario, debemos tomar su mano para comenzar con él la oscura selva.
 
 Manuel Mujica Lainez
Publicado en Revista Sur N°289-290, jul./ag. -sept./oct. 1964, pp. 30-33.

21 de noviembre de 2023

Manuel Mujica Láinez - El primer poeta (1538)

Manuel Mujica Láinez - El primer poeta (1538)
 
 
En la tibieza del atardecer, Luis de Miranda, mitad clérigo y mitad soldado, atraviesa la aldea de Buenos Aires, caballero en su mulo viejo. Va hacia las casas de las mujeres, de aquellas que los conquistadores apodan “las enamoradas”, y de vez en vez, para entonarse, arrima a los labios la bota de vino y hace unas gárgaras sonoras. Por la ropilla entreabierta, en el pecho, le asoman unos grandes papeles. Ha copiado en ellos, esta mañana misma, los ciento treinta y dos versos del poema en el cual refiere los afanes y desengaños que sufrieron los venidos con don Pedro de Mendoza. Describe a la ciudad como una hembra traidora que mata a sus maridos. Es el primer canto que inspira Buenos Airesy es canto de amargura. Cuando revive las tristezas que allí evoca, Luis de Miranda hace un pucherillo y vuelve a empinar el cuero que consuela. Tiene los ojos brillantes de lágrimas, un poco por el vino sorbido y otro por los recuerdos; pero está satisfecho de sus estrofas. A la larga los fundadores se las agradecerán. Nadie ha pintado como él hasta hoy las pruebas que pasaron.
Espolea al mulo rezongón, casi ciego, casi cojo de tanto trotar por esos senderos infernales, y a la distancia avista, semioculta entre unos sauces, la casa de Isabel de Guevara.
A ésta la quiere más que a sus compañeras. Es la mejor. En tiempos del hambre y del asedio, dos años atrás, se portó como ninguna: lavaba la ropa, curaba a los hombres, rondaba los fuegos, armaba las ballestas. Una maravilla. Ahora es una enamorada más, y en ese arte, también la más cumplida. Luis de Miranda le recitará su poema: ella lo sabrá comprender, porque lo cierto es que los demás se han negado a comprenderlo, como si se empeñaran en echar a olvido la grandeza de sus trabajos.
Al alba se fue con sus rimas a ver al párroco Julián Carrasco, en su iglesuca del Espíritu Santo, la que construyeron con las maderas de la nao Santa Catalina; pero el cura no le quiso escuchar. Demasiado tenía que hacer. Cuatro marineros del genovés León Pancaldo aguardaban a que les oyera en confesión, y esos italianos de tan natural elegancia deben ser de pecado gordo. En el fondo de la capilla se levantaba el rumor de sus oraciones mezclado al tintineo de los rosarios.
De allí, don Luis se trasladó con su manuscrito a visitar al teniente de gobernador Ruiz Galán, quien manda a su antojo en la ciudad con un dudoso poder del Adelantado. El hidalgo tampoco le recibió; estaba durmiendo. Y cuando Miranda llamó a su puerta por segunda vez, le explicaron los pajes que se hallaba en conversación con el propio Pancaldo, discutiendo la compra de sus mercaderías. Pero ¿qué? ¿Nadie podrá atender la lectura de sus versos, los versos en los que narra el hambre que soportaron todos?
Isidro de Caravajal cultivaba su huerta, con ayuda de uno de los italianos, y le despidió para más tarde; a Ana de Arrieta la encontró en el portal de su casa, muy perseguida por tres de los extranjeros melosos, quienes le ofrecían en venta mil tentaciones: cajas de peines, bonetes de lana, sombreros de seda, pantuflos, hasta máscaras, como si en lugar de una aldeana sencilla hubiera sido una rica señora de Venecia.
No había nada que hacer, nada que hacer. Los genoveses, con ser tan pocos, habían logrado lo que los indios no consiguieron: invadir a Buenos Aires. Una semana antes, su nave la Santa María había quedado varada frente a la ciudad. Saltando como monos, los marineros dejaron que se perdiera el casco y salvaron los aparejos, el velamen y las áncoras. Luego se ocuparon, con la misma agilidad simiesca, bajo la dirección de Pancaldo, de transportar hasta la playa los infinitos cofres que la nao contenía y que los comerciantes de Valencia y de Génova destinaban al Perú. Sobre la arena se amontonaron en desorden, como presa de piratería. Había arcones descuartizados y de su interior salían, como entrañas, las piezas de tela suntuosa. La ciudad se inundó de tesoros. Harto lo necesitaba su pobreza. Doquier, aun en las chozas más míseras, apiláronse los objetos nuevos, espejeantes: los jubones, los penachos, las sartas de perlas falsas que decían “margaritas”, las balanzas, los manteles, y también los puñales, las espadas, los arcabuces, las candelillas, las alforjas. León Pancaldo los daba por nada, pues nada se le podía pagar. Lo único que exigía era que le firmaran unas cartas de obligación, por las cuales los conquistadores se comprometían a saldar lo adeudado con el primer oro o plata que se les repartiera. Firmaban y firmaban: muchos, sacando la lengua y dibujando penosamente unos caracteres espinosos como enrejado palaciego; los más, con una simple cruz. Y escapaban hacia sus casas, como ladrones, con las pipas de vino, con los barriles de ciruelas, con los jarros de aceitunas, con los quesos de Mallorca. ¡A hartarse, después de tanta penuria! 
 ¿Quién iba a prestar sus oídos a Luis de Miranda, si estaban tan embebecidos por ese juego brujo que, a cambio de unos mal trazados palotes, proveía de cuanto se ha menester?
El mayordomo del Rey de los Romanos andaba más hidalgo que nunca, con su flamante gorro de terciopelo, a la brisa la pluma verde. Pedro de Cantoral mostraba a los vecinos su silla jineta de cuero de Córdoba. ¡Y las mujeres! Las mujeres parecían locas.
Por eso se iba el poeta, en la placidez del crepúsculo, hacia el familiar abrigo de Isabel de Guevara.
Pero allí también había fiesta. Mientras ataba el mulo a un ceibo, rumiando su malhumor, oía el bullicio de las vihuelas y los panderos. ¡Cuánta gente! Jamás se vio tanta gente en el aposento de la enamorada, iluminado con ceras chisporroteantes en los rincones. En un testero, echada sobre cojines, completamente desnuda, está Isabel. Y en torno, como siempre, como en todas partes, los italianos, con sus caras de halcones y sus brazos tostados, ceñidos por el metal de las ajorcas. Miranda les conoce ya. Ése en cuyo sombrero se encarama un mono del Brasil, y que envuelve a la muchacha en un paño de perpiñán multicolor y que la hace reír tanto, es Batista Trocho. Aquel del guitarrón y los dientes deslumbrantes es Tomás Risso; y Aquino aquel otro, aquel que pasa sobre los pechos breves de la muchacha, acariciándola, la lisura de la camisa de Holanda y que le promete tamañas joyas: hasta zapatos de palma y cofias de oro y de seda.
Isabel no para de reír, en el estruendo de las cuerdas, de los panderos y de las voces. Junto a ella, Diego de Leys desgrana collares de cuentas de vidrio. Ha destapado una cazuela de perfumes y le va volcando el líquido delicioso sobre los hombros morenos, sobre la espalda.
Beben sin cesar. ¡Para algo trajo tanto vino español la nave de León Pancaldo! Zapatean los genoveses un baile de bodas e Isabel aplaude.
Por fin logra Luis de Miranda llegarse hasta el lecho. La Guevara le recibe con mil amores y le besa en ambas mejillas.
–Cate su merced –suspira–, cate estos chapines, cate estos pañuelos...
Y los hace danzar, y los agita, relampagueantes y leves como mariposas.
Diego de Leys, el bravucón, borracho como una cuba, no puede soportar tales confianzas:
–¿Qué venís a hacer aquí, don Pecador, con esa cara de duende?
Y le arroja a la faz un chorro de perfume. Las carcajadas de los italianos parecen capaces de volar el techo. Se revuelcan por el suelo de tierra.
Ciego, el poeta saca el espadón y dibuja un molinete terrible. Su vino tampoco le permite conservar el equilibrio, así que gira sobre las plantas como una máquina mortífera. Diego de Leys salta sobre él, aprovechando su ceguera, y le corta el pómulo con el cuchillo. Lanza Isabel un grito agudo. No quiere que le hagan mal, ruega que no le hagan mal:
–¡Por San Blas, por San Blas, no le matéis!
Desnuda, hermosísima, se desliza entre los genoveses que se han abalanzado sobre su pobre amigo. Chilla el mono que el terror encrespa. Pero es inútil. Entre cuatro alzan en vilo al intruso, abren la puerta y le despiden como un bulto flaco. El resto, enardecido por el roce de la enamorada, la ha derribado en los revueltos cojines y se ha echado sobre ella, en una jadeante confusión de dagas, de botas y de juramentos.
 
 Luis de Miranda recoge el manuscrito caído en la hierba. Como ha extraviado en la refriega el pañuelo, tiene que frotarse la herida con el papel. Sube trabajosamente al mulo y regresa al tranco a la ciudad, por la barranca. Llora en silencio.
Una luna inmensa asciende en la quietud del río y su claridad es tanta que transforma a la noche en día espectral, en día azul. Cantan los grillos y las ranas en la serenidad de los charcos y de los matorrales.
El poeta detiene su cabalgadura y queda absorto en la contemplación del ancho cielo. Despliega entonces los folios manchados de sangre, de su sangre, comienza a leer en voz alta:
 
                Año de mil y quinientos
                que de veintese decía,
                cuando fue lagran porfía
                en Castilla...

 
Callan los ruidos alrededor. El paisaje escucha la historia trágica que ha vivido. La recuerda el río atento; la recuerdan los algarrobos y los talas. La sangre mana de la cara del lector y le enrojece los versos:
 
                Allegó la cosa a tanto
                que como en Jerusalén,
                la carne de hombre también
                la comieron.
                Las cosas que allí se vieron
                no se han visto en escritura...

 
Así leyó Fray Luis de Miranda, para el agua, para la luna, para los árboles, para las ranas y para los grillos, el primer poema que se escribió en Buenos Aires.
 
 Manuel Mujica Lainez de Misteriosa Buenos Aires (1950)
 

24 de febrero de 2017

El traje de terciopelo verde, Manuel Mujica Lainez



EL TRAJE DE TERCIOPELO VERDE

Seis meses después de la muerte de Salomón Bercov, la señora Talía, la dueña del cuartucho que el hombre ocupara durante veinte años, en una casa oscura, mugrienta y crujiente de la calle México, resolvió que había llegado el momento de deshacerse del baúl en el cual depositó las pertenencias del viejo. Nadie las había reclamado; era obvio que herederos no había; y el cofre inmemorial, arrinconado en un corredor, obstruía el paso y complicaba la vida de los huéspedes.
Un domingo de verano, luego de tropezar por vigésima vez, en la penumbra, con el maldito armatoste, y de golpearse ambas rodillas, la señora Talía pronunció palabras agraviantes para la presunta madre que pariera al baúl, y ordenó a su hijo que quitase inmediatamente de allí aquel monstruo. Ese vocablo, inmediatamente, que reiteró en tres ocasiones sucesivas con enriquecido vigor, retumbó en la galería y en la casa entera, teniendo por fondo y acompañamiento musical al bombo, los pitos y las vociferaciones más o menos rítmicas de una modesta comparsa que bailoteaba y brincaba bajo el sol cruel, en la calle México, y que se empeñaba en recordarles a los vecinos que el domingo en cuestión era el domingo de Carnaval. No necesitaban, en realidad, que se lo recordasen. Demasiado lo sabían, el obstinado reventar de bombitas llenas de agua, el trajinar de baldes y el culebreo peligroso de una manguera lo certificaban con plenitud. Porfirio, vástago quinceañero de la señora Talía, contribuía desde un cuarto de su casa al desigual combate. De allá lo arrancó la triple clarinada de la señora Talia, la cual miraba al baúl de Salomón Bercov como el cazador al jabalí tremendo. Inútiles resultaron las protestas del muchacho, quien adujo contra la tarea que le imponían al sacro carácter del domingo y el especialísimo del carnaval, además de subrayar que su participación en el duelo acuático era inseparable del prestigio de esa residencia, donde "siempre, .siempre, desde que yo era chico, se había tomado parte en el juego", Al rato, el plañidero Porfirio larguirucho y dosificado, granujiento y rubión, empujaba y arrastraba por la escalera al baúl, rumbo al sótano.
Mientras lo hacía, calificaba a la madre de Salomón Bercov, empleando términos iguales a los que la señora Talía dedicara a la supuesta engendradora de su baúl.
Los trastos se apretujaban y superponían en la catacumba donde terminaban los escalones, de suerte que, a la débil luz de una lamparilla amarillenta, no le fue fácil a Porfirio despejar un sitio adecuado para emplazar el volumen del cofre. Transpiraba, jadeaba, rabiaba y, al par que propinaba al maletón puñetazos y puntapiés, movido por el desesperado afán de enderezarlo y acomodarlo, la lejana musiquita y los berridos de la comparsa lo perseguían, como si se mofasen. De repente, un encontronazo hizo saltar el candado del baúl y la tapa se entreabrió.
Ni la señora Talía, ni Porfidio, ni ninguno de sus huéspedes, había conversado jamás con Salomón Bercov. De mañana, cada cuatro días, el viejo salía para el mercado. Respondía a los saludos, y si alguno intentaba iniciar una charla, lo eludía cortésmente. De cualquier modo, nadie trataba de hacerlo. se ignoraban tanto sus medios de subsistencia como la ocupación a la cual consagraba su encerrada soledad; eso sí, se lo definía apocado, un tanto inofensivo y un mucho insignificante. Hasta tarde, de noche, permanecía encendida la luz de su habitación, y la gente, que al comienzo tejiera extravagancias vinculadas con su vida, se cansó y lo olvidó. Ya apenas lo veían, cuando se deslizaba, rozando las paredes, camino de la feria, escuálido y desvaído, casi esquelético, los ojos incoloros vacilantes bajo el ala del sombrero informe. Al morir y desaparecer del barrio, fue como si terminara de esfumarse en la bruma.
Y ahora, por casualidad, el baúl de Salomón Bercov estaba frente a Porfirio, en el aislado sótano, entre-abierto.
La tentación de levantar la tapa era grande. Y esa tentación rivalizaba, en el ánimo de Porfirio, con el impulso que lo incitaba a volver a la ventana para descargar desde su altura las postreras bombitas sobre los disfrazados y su alborotada pobreza.
Vaciló entre una y otra atracción (¿el baúl?, ¿la murga?), hasta que la novedosa pudo más y, postergando el placer de empapar a su vecino, estiró ambas manos y alzó la tapa por completo.
Una confusión de chirimbolos, cubetas y frascos de dudoso matiz, rancios libros miserables, piltrafas, andrajos y restos imposibles de clasificar, todo ello salpicado de polvos malolientes, salidos, sin duda, de varias botellitas rotas, colmaba hasta el tope el desagradable depósito. Era evidente que la señora Talía había hurgado en el revoltijo de los bienes de Salomón Bercov, cooperando en su desbarajuste, y que, al no hallar nada digno de su interés, tornó a cerrarlo.
Porfirio repitió los ademanes maternos, y procedió a vaciar el cofre. Rápidamente, gozosamente, volcó en el suelo aquellos pingajos y fruslerías. Algunos libros, al abrirse y caer de bruces, dejaron escapar, como si los desventaran, extrañas láminas con orla de polilla, figuras de serpientes y de dragones, de seres mitad hombre y mitad mujer, de paisajes y plantas que no existen.
 Un mazo de naipes, manoseados y sucios, totalmente distintos de los que Porfirio utilizaba para jugar al truco con sus compañeros, se echó a volar huido de la caja por torpeza del muchacho, y sembró el piso, encima de la acumulación de ropas y de cosas, con una nueva serie de pintarrajeadas imágenes fantásticas esqueletos, demonios, sirenas, bufones, personajes de burla o de miedo. Y sobre todo, como una niebla azulosa, nacida de la entraña del baúl,  flotaba el polvillo repugnante.
Ya se aprestaba Porfirio. desilusionado como su progenitora, a abandonar esos despojos y a recuperar la atalaya bombardera del primer piso, cuando advirtíó que en el fondo mismo del baúl, confundido con su base tenebrosa, todavía quedaba algo. Hundió las manos en la cavidad y rescató dos prendas arrugadas: un traje, un traje entero; sin solapas la cerrada chaqueta, y estrechos los pantalones: anticuado, estrafalario, lívido de pringues y de chorreaduras; un traje de opaco terciopelo verde.
El hallazgo lo desconcertó, pero al momento vinculó la idea de ese excéntrico atavío con la del carnaval que, afuera, en la superficie, a pocos metros, batía parches, .soplaba hirientes cornetas y reiteraba estribillos de indecencia candorosa Así que, sin vacilar, en segundos, Porfirio se despojó de la escasa ropa que de su osamenta colgaba. Su flaca desnudez brilló brevemente, en la clausura del sótano y, por cierto sin que el muchacho se percatara, gratificó a esa soledad y a esas tristes paredes con una emoción (casi habría que decir con un temblor) resultante de aquella presencia de improviso más vital, muy desvestida y muy joven, aunque es justo consignar que el mozo nada tenía que ver con los básicos cánones de la belleza.
Púsose a continuación el traje de terciopelo verde, feliz, porque convino con exactitud a su altura y proporciones. Arriba, en la pieza que compartía con su madre, aguardaba una careta de Drácula, que días antes había  comprado, y calculó que gracias al tapado rostro y a esas ropas absurdas nadie lo reconocería, y que en consecuencia multiplicaría el desconcierto, no sólo entre los de la agresiva comparsa, sino también entre sus amigos del barrio. Encantado al imaginar el éxito de la broma, comenzó a subir la escalera, sacudiendo los hombros, ya que de pronto lo sorprendió la impresión de que la roñosa chaqueta se los oprimía demasiado. Un metro más arriba, se acentuó ese ajuste, y a él se sumó el del pecho y la cintura, increíblemente ceñidos. Cuando lo mismo sucedió con los pantalones, que le trabaron en rigurosa ligadura las largas y magras piernas, el terror de Porfirio le hizo prorrumpir en gritos agudos. Pero la señora Talía, que ahora ocupaba su sitio en la ventana, y de tanto en tanto apuntaba y tiraba una bombita a la calle, no podía oírlo, en medio del estruendo de -la murga que la invadía de insultos alegres. Tampoco podía su congestionado hijo aflojar los botones, contra los cuales lucharon sus dedos de quebradas uñas. Por fin cayó, atravesado en la escalera. Saltábansele los ojos de las órbitas, y su lengua de ahorcado, de ahogado, asomaba entre los labios finos.
La señora Talía lo descubrió media hora más tarde, en posición tan irregular. Pensó que el adolescente no lograría la instalación del baúl en el sótano, y resolvió descender y darle una mano. Para sorprenderlo, se sujetó la careta de Drácula y bajó alternando las risas con las exclamaciones exageradamente broncas, que juzgaba propias de un vampiro de televisión. Reía aún, en el momento en que lo encontró, en un recodo de los mal iluminados escalones. La necesidad de amortajarlo obligó a cortar con una navaja el traje de terciopelo verde de Salomón Bercov.

Manuel Mujica Lainez
Publicado en Diario La Nación, 17/XII/1978

28 de septiembre de 2015

Los Pelícanos De Plata - Manuel Mujica Lainez


Los Pelícanos De Plata - Manuel Mujica Lainez
1615

Melchor Míguez da los últimos toques con el cincel al gran sello de plata que ostenta en su centro el escudo de la ciudad. Ya está lista la obra que por castigo le impusieron los cabildantes hace veinte días. Hay tres cirios titilantes sobre la mesa y el fondo del aposento se ilumina con las ascuas del hornillo, bajo la imagen de San Eloy. El platero enciende dos velas más. Ahora la habitación resplandece como un altar, alrededor del santo patrono de los orífices. Melchor ajusta el mango de madera al sello y lo hace girar entre los dedos finos, entornando los ojos para valorar cada detalle. Está satisfecho con su trabajo y los ediles tendrán que estarlo también. En el círculo de plata maciza, abre sus alas el pelícano heráldico. Cinco polluelos alzan los picos en torno. Tal es la descripción que le hizo el capitán Víctor Casco, alcalde ordinario, cuando le leyeron la sentencia y Melchor Míguez se ha ceñido exactamente a lo dispuesto. Luego, mientras burilaba los animalejos de abultado buche, salieron otros vecinos, viejos pobladores, alegando que ésas no eran las armas que Juan de Garay había diseñado para Buenos Aires, que ellos creen recordar que se trataba de un águila con sus aguiluchos; pero el terco alcalde se mantuvo en sus trece y no hubo nada que hacer. Pelícanos le pedían al platero y pelícanos había labrado.
Se recostó en el respaldo de vaqueta y suspiró. Esa noche su mujer quedaría libre. Lo había prometido y tenía que cumplir. Extendió la cera verde sobre un trozo de pergamino y aplicó encima el sello de plata: los palmípedos se destacaron en la sobriedad primitiva de las líneas. Pronto se multiplicarán en los papelotes del Cabildo entre las firmas inseguras.
Y su mujer podrá irse, si quiere. A lo mejor se va esa misma noche para Santa Fe, donde tiene una hermana. Al alba partirá una tropa de carretas con negros esclavos y mercancías. Que se vaya con ellos. No le importa ya. El otro, el amante, se ha fugado de la ciudad, con la cara marcada para siempre. Acaso se encuentren en Santa Fe. ¿Qué le importa ya al platero? La señal de su cuchillo quedará sobre el pómulo del otro, para siempre, para siempre. Y cuando la adúltera le abrace, aunque sea en lo hondo de la noche de tinta, la cicatriz en medialuna se inflamará para enrostrarle su pecado. No podrá rozarla sin que le queme las mejillas como una brasa.
Después de todo, los alcaldes no extremaron el rigor. A cambio de la herida, lo único que le han exigido es que labrara ese escudo, sin cobrar nada por la hechura. El mayordomo de los propios le entregó el metal hace veinte días, y en seguida se puso a trabajar. Le gusta su oficio: es tarea delicada, señoril; requiere paciencia y arte.
El otro estará en Santa Fe, aguardándola; pero el tajo en el pómulo, verdadero tajo de orfebre por la destreza, ése no se le borrará.
Ella tuvo también su pena: quince azotes diarios con el látigo trenzado, sobre las espaldas desnudas. Da lástima ver ahora esas espaldas que fueron tan hermosas. Ella misma se las ha curado con hojas cocidas y aceites, pero todas las mañanas volvían a sangrar bajo la lonja de cuero. Melchor Míguez le dijo:
—Tengo que labrar el escudo y pondré veinte días en hacerlo. Hasta que lo termine, permanecerás encerrada y recibirás quince azotes cada día. Luego podrás ir a reunirte con él.
Y no ha cedido. A medida que su obra avanzaba, enrojecieron las espaldas de su mujer y se desgarraron en llaga viva. Nada logró apiadarle: ni los gritos enloquecidos que no serían escuchados, pues su casa está apartada de todas; ni el ver, mañana a mañana, cómo se debilitaba su mujer; ni ha sucumbido tampoco ante la tentación de soltar el látigo, de caer de rodillas y de besar esos hombros cárdenos, sensuales, que adora.
Podrá irse esta noche misma, si le place. Después se lo dirá. ¿Y si se quedara? ¿Si se quedara con él? La culpa ha sido lavada ya. Ambos pagaron el precio: él, con esa pieza de plata que resume en su gracia simple su sabiduría de orfebre; ella, con su sangre. Le desanudó las ligaduras que le impedían escapar, para que se vaya esta noche, si quiere. Pero ¿y si se quedara? ¿Si volvieran a vivir como antes de que el otro apareciera con su traición?
Se le cierran los ojos. Sueña con su mujer bella y sonriente. Él está cincelando una custodia maravillosa, como la que el maestre Enrique de Arfe hizo para la catedral de Córdoba, en España, y que sale en andas, balanceándose sobre las corozas de los penitentes, a modo de un pequeño templo de oro y de plata para el San Jorge que alancea al dragón. Ella, a su lado, en la bruma del sueño, vigila el fuego, pule la ileza, los alicates, las limas, los martillos diminutos. Melchor cabecea en su silla, en el aposento iluminado por el llanto de los cirios gruesos.
Ábrese una puerta quedamente y su mujer se adelanta, encorvada como una bruja. Cada paso le tuerce el rostro con una mueca de dolor. Despacio, sin un ruido, se aproxima al platero. Sobre la mesa brilla con la alegría de la plata nueva, el sello de la ciudad. La mujer estira una mano, cuidando de no tocar los buriles. Sus dedos se crispan sobre el mango de madera dura. Ya lo tiene. Avanza hasta colocarse delante de su marido. Alza el gran sello redondo, con un vigor inesperado en su flaqueza, y de un golpe seco, rabioso, cual si manejara una daga, lo incrusta en la frente de Melchor.
El orfebre rueda de su asiento sin un quejido. Algo se le ha quebrado en la frente, bajo el golpe salvaje.
La mujer, espantada, arroja el sello en el hornillo, para que se funda su metal. Luego huye renqueando. Afuera, escondido entre las sombras, la recibe en sus brazos un hombre con una cicatriz en la cara, en forma de medialuna.
Melchor Míguez yace en la habitación silenciosa, alumbrada como un altar para una misa mayor. En su frente hendida, la sangre se coagula en torno del perfil borroso de los pelícanos.


Manuel Mujica Lainez De Misteriosa Buenos Aires (1950)

Gabriela Bayarri recordando a Gustavo Roldan y leyendo los pelícanos de Manuel Mujica Lainez

 Videopoetico Café Literario del Jueves 5 de Abril de 2012, en Quo Vadis Café, Sarmiento 341 (Al lado de Tribunales), Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Cuyo tema fue Los oficios y coordino Gabriela Bayarri.

Organiza Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento

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