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8 de marzo de 2017

La salvación, Isidoro Blaisten

  La salvación, Isidoro Blaisten

Buenas tardes, señor -dijo el viejo-, ¿qué desea?
-Señor -dijo el hombre que buscaba la salvación-, ¿tiene algo que me salve?.
El viejo dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del talonario, cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.
El hombre ya empezaba a ponerse nervioso.
Por fin, el viejo dijo:
-Ajá, ¿conque algo que lo salve?
-Sí. ¿Tiene? -preguntó el hombre esperanzado.
El viejo tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos golpecitos en el mostrador.
-Conque algo que lo salve -dijo nuevamente.
"Qué despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista".
El viejo arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir, porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y dijo:
-Ahora, señor, si usted se diera vuelta...
-¡Eso nunca! -dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse.
- Por favor -dijo el viejo sonriéndose más todavía-.
Por favor -volvió a decir-. No me interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.
El hombre se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase.
El hombre hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
- Ah, no, así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada.
Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a lata. De pronto el sonido cesó.
El hombre sintió que el corazón le empezaba a latir apresuradamente. Tu vo miedo. El viejito no la podía encontrar.Ya la había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:
- Señor mío, lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los escalones, agregaría:
- Hasta la semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita el jueves, o más seguro el viernes.
Entonces él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina:
-Y dígame, señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca?
-Pero no le estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro -insistiría el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el suelo.
-No, no puedo esperar. Gracias -y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de mercurio.
Pero no fue así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata se amortiguaba.
El viejo dijo:
-Ajá, já, por ai cantaba Garay.
Por la forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como si estuviera sacando una muela", pensó el hombre.
-Ya está -dijo el viejo.
El hombre dio un salto. Una media vuelta como los soldados.
- Ah, no -dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta.
El hombre volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris rata del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable. De frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras como los chicos:
-Ya está, ya está, ya está.
Llegó hasta donde estaba el hombre.
- Ahora, sin espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo.
Y le apoyó la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos bien cerrados.
-¿Ya está? -preguntó el hombre.
-Ya va a estar, ya va a estar -dijo el viejo pasando detrás del mostrador.
Hizo un ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del papel y al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta parsimonia", se dijo. "Evidentemente, ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre el mostrador.
- ¿Ya está? -volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba, porque recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.
-Ya va a estar, ya va a a estar -y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez.
Además, pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
El viejo cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el hombre. Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que efectivamente había terminado:
-Ya está.
El hombre primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale del agua, se dio vuelta y miró el paquete.
El viejo lo sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con papel madera verde.
"La verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos, como si sacara la sortija.
Lo tuvo un momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
-¿Cuánto es?
- Novecientos noventa y cinco pesos -dijo el viejo-. ¿Necesita factura?
-No, no hace falta -dijo el hombre.
El viejo rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano rechazando el vuelto.
- Está bien, señor, déjelo.
- Valiente -dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos-.Que lo pase usted bien. Buenas tardes -Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído.
El hombre apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música.
El paquete era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al verlo, ni tampoco tan pesado.
El hombre deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta del hilo, porque el viejo le había dado dos. Cuando le estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no me había dado cuenta de que le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito", lo atropelló el Mercedes de color verde musgo.
Prácticamente le aplastó la cabeza con la rueda izquierda.
Se juntó un montón de gente.
Lo taparon con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la obra en construcción que estaba al lado.
Cuando llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente, bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron entre ellos.
El practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo separarle los dedos. Entonces lo llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en la guardia, encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.
El enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Sintió curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era tan fácil, que él ya había probado.
La doctora dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy duros". Y el practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente, el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.
La doctora creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. Miró alternativamente al enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:
- Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.


Isidoro Blaisten 
Nació en 1933 en Concordia, Entre Ríos. Fue periodista, fotógrafo y librero. Publicó catorce libros, entre ellos: Cerrado por melancolía (cuentos), Cuando éramos felices (ensayos), Al acecho (cuentos).Murió en 2004, año en que se editó su única novela: Voces en la sombra. "La salvación" pertenece al libro de cuentos del mismo nombre (1971).(c) Herederos de Isidoro Blaisten. 

7 de marzo de 2017

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

—¿Y vos, Manuel, no pensás estudiar nada, vos?
Tu hermana ya se recibió en Ciencias del Hombre,
tu hermano es comunicador social.
—Yo quiero ser trabajador de la cultura, papá.
“Diálogos de Manuel con su padre”

El paso de los años cambia la manera de decir las cosas. El tema es ahora la temática; los problemas, la problemática; la vecinita que nos gustaba, el objeto del deseo. Aquella muchacha de los tiempos viejos, por quien en el viejo tango se formaba rueda pa’ verla bailar, hoy es sólo un triste objeto sexual, lo que antes tenía relación con algo hoy tiene que ver con la puesta en marcha de; estar triste es melancolizarse. Antes cualquiera podría haber pensado que un comunicador social era un chismoso de barrio (o del centro); podría haber pensado que toda ciencia es del hombre dado que ni las marmotas ni las musarañas ni los marsupiales se dedican a esas cosas. Pero lo más extraño es descubrir que un novelista, un poeta, un dramaturgo o un ensayista es un trabajador de la cultura.
De ahí que, en los famoso diálogos, Manuel, que ha sido siempre para su padre “ese muchacho difícil que hacía versitos y nunca ganaba un peso”, decía ser, como Homero y Dante, Sófocles y Ovidio, Catulo y Petrarca, un trabajador de la cultura.
Es sensato imaginar la zozobra y la perplejidad del padre de Manuel. Pero más sensato aún es imaginar la zozobra y la perplejidad de Antonin Artaud, Paul Verlaine, Jean Genet, Oscar Wilde o Macedonio Fernández si se hubieran enterado de que ellos eran trabajadores de la cultura. Más perplejo aún, Christopher Marlowe habría titubeado al darse cuenta de que había sido un trabajador de la cultura, antes de caer atravesado a puñaladas en una taberna de un suburbio de Londres, cuando trabajaba de espía. Pero sin duda el más perplejo de todos habría sido François Villon, vago y mal entretenido, haragán contumaz, prostibulario y ocioso, asesino y ladrón, dos veces condenado a la horca, y uno de los más grandes poetas de Francia.
  Ahora bien, es sabido que todo trabajador tiene su sindicato, que todo trabajador se jubila y que, llegado el caso, hace uso del derecho de huelga. Entonces, el candidato justo para secretario general del sindicato de los trabajadores de la cultura sería Hesíodo (Los trabajos y los días). Serían inevitables las luchas por el poder, los desentendimientos, las posiciones encontradas, los internismos salvajes. Cervantes (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) se creería con méritos suficientes para ocupar el cargo al igual que Ramón Pérez de Ayala (Los trabajos de Urbano y Simona). Shakespeare (Trabajo de amor perdidos) sería tildado de mariscal de la derrota) y Víctor Hugo (los trabajadores del mar) sería un infiltrado de otro sindicato, el marítimo, y Emilio Zola (Trabajo) sería, tal vez, acusado de tibieza.
Después vendría la jubilación. ¿Cómo será la vida de un trabajador de la cultura jubilado? ¿Saldrá a la puerta de su casa con una sillita baja, con pijama azul con alamares, en chancletas? ¿Llevará la pava y el mate y, mientras chupa la bombilla, mirará los invencibles ocasos y recordará sus años mozos, cuando escribía el soneto a Laura o el Ulises? Podemos imaginar la cena de despedida, el pergamino firmado por todos los amigos, la plaqueta recordatoria. Podemos imaginarlo, un mes después y ya con boina, jugando a las bochas una tarde amarilla de tabaco.
Y como siempre habría injusticias sociales, y Goethe, Bernard Shaw, Thomas Carlyle, Borges, que siguieron escribiendo después de los ochenta años, serían jubilados en contravención, y no ha de faltar algún truhán, algún felón, que los explotaría pagándoles en negro la mitad de sus haberes.
¿Cómo lo mirarían los demás trabajadores de la cultura a Rulfo, que escribió nada más que dos libros (bastante cortos) en su vida? Y a Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años ¿Sería tan cínico como para pedir el retiro voluntario? Bien mirados, jubilados con el máximo beneficio que otorga la caja de jubilados y pensionados, serían Paul Fort y Michael Drayton. Cuarenta volúmenes de baladas, el primero; quince mil dodecasílabos del Polyolbion, el segundo.
Consideremos las huelgas. Consideremos un “quite de colaboración” de Rubén Darío, o el “cese de actividades” de Bécquer, o el “trabajo a reglamento” de Homero Manzi. Un paro sorpresivo sería terrible, nos sumiría en la total orfandad, en el último desconcierto: “La princesa está. . . “ “Volverán las oscuras...” , “Malena canta el...”
No pocos trabajadores de la cultura serían tildados de reaccionarios, pequeño-burgueses, corruptos, cuando no de incurrir en “profundos bajones ideológicos”: Conrado Nalé Roxlo (“Música porque sí, música vana”); Guy de Maupassant (“Bola de sebo”); Pablo Neruda (“Estatuto del vino”); Raúl González Tuñón (“Toca la gaita, Domingo Ferreiro”); Oscar Wilde (“Todo arte es inútil”); Herbert Read (“Al diablo con la cultura”); Cesare Pavese (“Trabajar cansa”).
Creo que ocasionará un grave problema esta nueva denominación de “trabajadores de la cultura”. Porque, ¿cuándo trabaja un escritor? ¿Cuáles son sus lugares de trabajo, sus horarios, sus formas, sus maneras? Por lo general, escribe en noches interminables, en mañanas luminosas, en pensiones mal olientes, en salones perfumados, en la inconsciencia de la felicidad, en la lucidez de la desdicha, en la gloria de la salud, en los apremios de la agonía. Escribe en campos de concentración entre los renglones de un libro, en formularios de telegramas robados del correo, en servilletas de papel, en papeles de hilo, entre sábanas de hilo de Holanda, entre el barro y la muerte y el aire envenenado de las trincheras, en libros de contabilidad.
Si es cierto lo que aseguró Roberto Arlt que Dios o el diablo estaban junto a él dictándole inefables palabras, ni la proximidad de Dios ni la intromisión del diablo son mensurables en términos de salario ni pueden computarse en registros de asistencia.
Otra cosa a tener en cuenta son las palabras de Picasso: “Nadie le pide al pájaro que explique por qué canta”. Nadie, salvo la muerte, le exige a un poeta que se jubile.


Isidoro Blaisten

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