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20 de abril de 2018

Los otros dioses, H. P. Lovecraft


LOS OTROS DIOSES

                Los dioses de la tierra habitan la cumbre más alta del mundo y no consienten que ningún hombre presuma de haberles puesto los ojos encima. Antaño moraban en cimas menores; pero una y otra vez los hombres de las llanuras escalaban las laderas de roca y nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta que ahora sólo les queda la última. Al abandonar sus viejos picos se llevaron consigo sus propios signos; excepto una vez que, según se dice, dejaron una imagen tallada en la ladera de una montaña llamada Ngranek.
                Pero ahora se han recogido a la desconocida Kadath, en la helada inmensidad que ningún hombre ha hollado, y se han vuelto adustos, careciendo de otro pico más alto al que retirarse ante el avance de los hombres. Se han vuelto severos, y donde antes soportaban que los hombres los desplazasen, ahora prohíben su llegada, o, en caso de llegar, les impiden marcharse. Es mejor que los hombres nada sepan de Kadath en la helada inmensidad, ya que querrían escalarla insensatamente.
                A veces, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan en la noche calma los picos que una vez habitaron, y lloran mansamente mientras intentan jugar tal como solían en las añoradas laderas. Los hombres han notado las lágrimas de los dioses en el nevado Thurai, aunque lo consideraron lluvia, y oído los suspiros de los dioses en los lastimeros vientos matutinos de Lerion. Los dioses gustan de viajar en naves de nubes, y los sabios labriegos conservan leyendas que los hacen rehuir algunos picos altos las noches que está nublado, ya que los dioses no son ya tan benévolos como antaño.
                En Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano deseoso de contemplar a los dioses de la tierra; un personaje versado en los siete libros crípticos de Hsan, familiarizado con los manuscritos Pnakóticos de la lejana y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan como ascendió la montaña la noche del extraño eclipse.
                Barzai conocía tan bien a los dioses que podía contar de sus idas y venidas, y suponía tanto de sus secretos que se consideraba a sí mismo como un semidiós. Fue él quien aconsejó con sabiduría a los habitante de Ulthar cuando aprobaron su famosa ley contra el matar gatos, y quien primero contó al joven sacerdote Atal adónde habían ido los gatos negros la medianoche de la víspera de San Juan. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y estaba poseído por el deseo de contemplar sus rostros. Suponía que su gran saber oculto de los dioses lo protegería de sus iras, por lo que decidió acudir a la cima de la alta y pétrea Hatheg-Kla la noche en que sabía que encontraría allí a los dioses.
                Hatheg-Kla se encuentra lejos, en los desiertos pedregosos que hay más allá de Hatheg, que le da nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo de silencio. Alrededor del pico las brumas se agitan siempre tristes, ya que éstas son el recuerdo de los dioses, y los dioses amaban Hatheg-Kla cuando habitaban su cima en los viejos días. A menudo los dioses de la tierra visitan Hatheg-Kla en sus naves de nubes, lanzando pálidos vapores sobre las laderas mientras bailan con añoranza sobre la cima, a la luz de la luna clara. Los aldeanos de Hatea dicen que no es bueno subir a Hatheg-Kla en ningún momento, y mortal hacerlo las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; pero Barza no les prestó atención al llegar de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal era sólo el hijo de un ventero y a veces tenía miedo; pero el padre de Barza fue un noble señor que viviera en un viejo castillo, así que no albergaba plebeyas supersticiones en su sangre, y se limitó a burlarse de los temerosos paletos.
                Barza y Atal salieron de Hatea al pedregoso desierto a pesar de las súplicas de los campesinos y, en torno a sus fuegos de campamento hablaban sobre los dioses de la tierra. Viajaron muchos días y divisaban a lo lejos el orgulloso Hatheg-Kla con su aureola de brumas tétricas. Al decimotercer día llegaron a la base de la solitaria montaña y Atal reveló sus temores. Pero Barza era viejo y sabio y no tenía miedo, así que abrió audazmente la marcha por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, tal como está temerosamente escrito en los mohosos manuscritos Pnakóticos.
                El camino era pedregoso, peligroso por los barrancos, los riscos y los desprendimientos de rocas. Más tarde se convirtió en frío y nevado, y Barza y Ata¡ solían resbalar y caer mientras excavaban y avanzaban hacia delante mediante piquetas y hachas. Por último, el aire se volvió tenue, el cielo cambió de color y a los escaladores se les hizo difícil el respirar; pero todavía se afanaban, siempre hacia delante, maravillándose ante lo extraño de la escena, estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía ocurrir en la cima cuando la luna se esfumase y los pálidos vapores se extendieran alrededor. Ascendieron hacia lo alto durante tres días, más arriba y más arriba hacia el techo del mundo, y luego acamparon para esperar que la luna se nublase.
                No hubo nubes durante cuatro noches, y la luna brillaba helada a través de las brumas delgadas y tristonas que rodeaban la cima silenciosa. Pero a la quinta noche, que era noche de luna llena, Barza vio espesas nubes a lo lejos, hacia el norte, y se puso a observar con Atal cómo se acercaban. Bogaban pesadas y majestuosas, avanzando lenta y deliberadamente, circundando el pico por encima de los observadores, ocultando a la vista la luna y la cumbre. Durante una hora larga observaron cómo los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes iba espesándose y agitándose. Barza era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y aguzaba con avidez el oído, esperando ciertos sonidos, pero Atal sentía el frío de los vapores y el temor de la noche, y tenía mucho miedo. Y cuando Barza comenzó a escalar más arriba y le hizo señas impacientes, pasó cierto tiempo antes de que Atal lo siguiera.
                Tan espesos eran los vapores que el camino se hizo arduo, y aunque al final Atal se puso en marcha, apenas podía distinguir la silueta gris de Barza en la neblinosa ladera contra la velada luz lunar. Barza iba muy adelantado y, a pesar de su edad, parecía escalar con mayor facilidad que Atal, no temiendo la pendiente, que empezaba a ser demasiado escarpada para cualquiera que no fuera un hombre fuerte y valeroso, sin detenerse ante los grandes abismos negros que Atal apenas podía saltar. Y así subieron con esfuerzo, sobre rocas y abismos, resbalando y dando traspiés, temiendo a veces la inmensidad y el horrible silencio de los desolados pináculos de hielo y las calladas laderas de granito.
                Bruscamente, Barza salió de la vista de Atal, escalando un risco espantoso que parecía ladearse hacia fuera, bloqueando el camino a cualquier escalador que no estuviera inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué hacer al llegar allí, cuando advirtió perplejo que la luz había aumentado de forma considerable, como si el pico sin nubes, el lugar donde los dioses se reunían a la luz de la luna, estuviera muy cerca. Y mientras remontaba hacia el risco combado y el cielo luminoso sintió temores más estremecedores que los que antes conociera. Entonces, entre las grandes brumas, escuchó al invisible Barza vociferando en salvaje exultación:
                —¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantando sus celebraciones en Hatheg-Kla! ¡Ahora, Barza el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! ¡Las brumas son tenues y la luna brillante, y yo veré a los dioses bailando de forma extraña en la Hatheg-Kla que amaron en su juventud! ¡La sabiduría de Barza lo hace más grande que los dioses de la tierra, y contra su voluntad nada pueden sus hechizos y sus trabazones; Barza contemplará a los dioses, los orgullosos dioses, los dioses secretos, los dioses de la tierra que desdeñan las miradas de los hombres!
                Atal no podía oír las voces que escuchaba Barza, pero ahora se hallaba cerca del risco colgante y lo estudiaba buscando un paso. Entonces escuchó la voz de Barza tornarse más aguda y estridente:
                —La bruma es muy tenue y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son altas y extrañas, y sienten temor ante la llegada de Barza el Sabio, que es más grande que ellos... la luz de la luna tiembla mientras los dioses de la tierra danzan a su compás; puedo ver las formas danzantes de los dioses que saltan y aúllan a la luz de la luna... la luz es más débil y los dioses tienen miedo...
                Mientras Barza vociferaba tales asertos, Atal sintió un espectral cambio en el aire, como si las leyes de la tierra fuera anuladas por leyes aún más grandes, ya que aunque el camino resultaba más empinado que nunca, el ascenso se le hacía ahora espantosamente fácil, y el risco bulboso apenas fue obstáculo cuando llegó a él y se deslizó arriesgadamente por su cara convexa. La luz de la luna había desaparecido de forma extraña, y mientras Atal se afanaba en avanzar por la brumas, escuchó a Barza el Sabio que gritaba entre las sombras:
                —La luna se ha escondido, y los dioses danzan en la noche; hay terror en los cielos, ya que la luna se ha sumido en un eclipse ignorado por los libros de los hombres y los de los dioses de la tierra... hay magia desconocida en Hatheg-Kla, ya que los gritos de los atemorizados dioses se han tornado en risas y las laderas de hielo ascienden sin fin hacia los cielos negros en los que me voy adentrando... ¡Ah! ¡Ah! ¡Por fin! ¡En la luz mortecina veo a los dioses de la tierra!
                Y entonces Atal, resbalando aturdido hacia arriba por pendientes inconcebibles, oyó en la oscuridad una risa estremecedora mezclada con un grito que hombre alguno, excepto en el Flageó de pesadillas indecibles, ha oído jamás; un grito que reverberaba con todo el horror y la angustia de una vida de búsqueda condensada en un atroz instante.
                —¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! Los dioses de los infiernos exteriores que guardan a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la vista! ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡La venganza del abismo infinito... Ese maldito, ese pozo terrible... dioses misericordiosos de la tierra, me caigo al cielo!
                Y mientras Atal cerraba los ojos y se tapaba los oídos e intentaba retroceder contra el espantoso tirón de ignotas alturas, resonó sobre el Hatheg-Kla el terrible estruendo del trueno que despertó a los pacíficos granjeros de las llanuras y a los honrados burgueses de Hatea y Nir y Ulthar, y le llevó a mirar a través de las nubes aquel extraño eclipse de luna no pronosticado en libro alguno. Y cuando al fin volvió la luna, Atal se encontraba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra, o de la de los otros dioses.
                Ahora se dice en los mohosos manuscritos Pnakóticos que Sansu no halló sino hielo y mudas piedras al ascender el Hat¬heg-Kla en la juventud del mundo. Pero cuando los hombres de Ulthar y Nir y Hatea vencieron sus miedos y escalaron a la luz del día esas hechizadas laderas en busca de Barza el Sabio, encontraron un símbolo curioso y ciclópeo de cinco codos de ancho grabado en la piedra desnuda, como si la roca hubiera sido hendida por algún cincel titánico. Y el símbolo era igual al que algunos eruditos han visto en esas espantosas secciones de los manuscritos Pnakóticos que resultan demasiado antiguas para ser legibles. Eso fue lo que encontraron.
                Nunca dieron con Barza el Sabio, ni pudieron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el reposo de su alma. Además, hoy en día la gente de Ulthar y Nir y Hatea teme los eclipses y reza las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima de la montaña y la luna. Y entre las brumas de Hatheg-Kla danzan a veces los dioses de la tierra, presas de la añoranza, porque se saben a salvo, y gustan de volver desde la desconocida Kadath en busca de las nieves a jugar a la antigua usanza, tal como hacían cuando la tierra era joven y los hombres poco propensos a. escalar lugares inaccesibles.



H. P. Lovecraft


19 de abril de 2018

Polaris, H. P. Lovecraft


 Polaris


A través de la ventana norte de mi estancia, la estrella Polar refulge con luz extraordinaria. En las espantosas horas de negrura brilla en ese lugar. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte maldicen y gimotean, y los árboles tornados en rojo del pantano se susurran cosas entre sí, en las tempranas horas de madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento en el alféizar y observo a esa estrella. Justo debajo titila la brillante Casiopea con el pasar de las horas, mientras el Carro se alza con pesadez entre los árboles envueltos en brumas del pantano, que el viento nocturno hace balancear. Justo antes del alba, Arturo parpadea rubicunda sobre el cementerio del altozano y la Cabellera de Berenice reluce furiosa a lo lejos, sobre el misterioso oriente; pero aún la estrella Polar continúa en el mismo sitio de la negra bóveda, parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitir algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir. A veces, cuando está nublado, puedo dormir.
                Recuerdo a la perfección la noche de la gran Aurora, cuando sobre el pantano bailaban los alucinantes reflejos de luz demoníaca. Tras los destellos llegaron las nubes, y entonces pude conciliar el sueño.
                Y fue bajo una luna cornuda y menguante cuando divisé por primera vez la ciudad. Se hallaba silenciosa y somnolienta, en una extraña meseta de un collado entre dos extraños picos. De espantable mármol eran sus muros y torres, sus columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles marmóreas se alzaban columnas de mármol con los remates tallados en imágenes de solemnes hombres barbados. La atmósfera resultaba cálida y calmosa. Y arriba, apenas a diez grados del cenit, resplandecía la vigilante estrella Polar. Contemplé durante largo rato la cie-dad, pero el día no llegaba. Cuando el rojizo Aldebarán, que fulguraba a baja altura sin llegar a ponerse jamás, se había arrastrado una cuarta parte del camino en torno al horizonte, atisbé luz y movimiento en las calles y las casas. Gentes de vestiduras extrañas, nobles y familiares a un tiempo, salían a las calles y bajo la luna cornuda y menguante los hombres hablaban con sensatez en una lengua que me resultaba familiar, aun cuando era diferente a cualquier idioma que hubiera conocido antes. Y cuando el rojo Aldebarán se hubo deslizado más de la mitad del camino alrededor del horizonte, retornaron la oscuridad y el silencio.
                Al despertar, ya no fui el mismo. En mi memoria se había grabado la visión de la ciudad y en mi espíritu se alzaba otra reminiscencia, aún más vaga, de cuya naturaleza entonces no me hallaba muy seguro. En adelante, durante las noches nubladas en las que podía dormir, atisbé con frecuencia la ciudad; a veces bajo esa luna cornuda y menguante, y en ocasiones bajo los rayos amarillos de un sol que no se ponía pero que rotaba lentamente alrededor del horizonte. Y en las noches despejadas la estrella Polar acechaba como no lo hiciera nunca antes. De forma gradual, comencé a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Alegre al principio de contemplar la escena como observador incorpóreo y omnipresente, comencé luego a ansiar el definir mi relación con ella, y medir mis talentos entre los graves personajes que platicaban a diario en la plaza pública. Me decía: «Esto no es un sueño, ¿por qué medio podré probar su superior realidad sobre esta otra de la casa de piedra y ladrillo al sur del siniestro pantano y el cementerio del altozano, donde la estrella Polar escudriña a través de mi ventana norte cada noche?
                Una noche, mientras escuchaba la discusión en la gran plaza de múltiples estatuas, percibí un cambio y noté que tenía al fin forma corpórea. Pero yo no era forastero en las calles de Olathe, que se alza en la meseta de Sarkis, entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su alocución era agradable a mi espíritu, pues se trataba del discurso de un hombre cabal y un patriota. Esa noche habían llegado nuevas sobre la caída de Daiko y sobre el avance de los Inutos; demonios amarillos, achaparrados, infernales, que cinco años atrás llegaran del oeste ignoto para devastar los confines de nuestro reino, y que acabaron sitiando nuestras ciudades. Habiéndose apoderado de las fortalezas al pie de las montañas, ahora gozaban de paso franco a la meseta, a no ser que cada ciudadano pudiera hacerles frente con la fuerza de diez hombres. Ya que las rechonchas criaturas eran duchas en las artes guerreras y carecían del escrupuloso honor que disuadía a nuestros hombres altos y de ojos grises de Lomar de lanzarse a una conquista despiadada.
                Mi amigo Alos era el jefe de todas las fuerzas de la meseta, y en sus manos estaba la última esperanza de nuestra patria. En esta ocasión hablaba de los peligros que habría que afrontar, y
exhortaba a los hombres de Olathoé, los más bravos de entre los lomarios, a mantener las tradiciones de sus antepasados, quienes al verse obligados a emigrar al sur de Zobna ante el avance de los hielos (tal como nuestros descendientes habrán algún día de huir de la tierra de Lomar) arrojaron valerosa y victoriosamente ante sí a los peludos y brazilargos caníbales Gnophekehs que se interponían en su camino. A mí, Alos me había denegado el alistamiento, ya que era enfermizo y propenso a una extraña debilidad ante cualquier tensión y esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad a pesar de las horas que cada día empleaba en el estudio de los manuscritos Pnakoticos y la sabi¬duría de los Padres Zobnarianos; por lo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me otorgó el empeño que resultaba el penúltimo en importancia. Me envió a la torre de vigilancia de Thapnen, donde serviría con los ojos a nuestro ejército. De intentar los inutos conquistar la ciudadela a través del pico Noton, sorprendiendo así a la guarnición, debía encender el fuego que pondría sobre aviso a los soldados de guardia, salvando así a la ciudad de un inmediato desastre.
                A solas ascendí la torre, ya que hasta el último hombre era necesario en los desfiladeros de abajo. Mi cerebro se veía dolorosamente ofuscado por la excitación y la fatiga, ya que no había dormido en muchos días; aunque mi propósito se mantenía firme, porque amaba a mi tierra natal de Lomar, así como a la ciudad de mármol de Olathoé, ubicada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero mientras estaba en la estancia superior de la torre, observé a la cornuda luna menguante, roja y siniestra, estremeciéndose entre los vapores que pendían sobre el lejano valle de Banof. Y, a través de una abertura en el techo, resplandecía la pálida estrella Polar, agitándose como si estuviera viva, espiándome como un demonio tentador. Creo que su espíritu me susurraba malvados consejos, arrastrándome a una traidora somnolencia con una promesa condenadamente rítmica que se repetía una y otra vez.

«Duerme, vigía, hasta que las esferas
Veintiséis mil años
Hayan girado, y yo tornado
Al sitio donde ahora fulguro.
Otras estrellas en su momento se alzarán
 En el eje de los cielos;
Astros que alivien y astros que bendigan
Con dulce olvido:
Tan sólo al final de mi giro
El pasado vendrá a tocar tu puerta. »

                Me debatí en vano contra el sopor, tratando de interconectar esas extrañas palabras con alguna de las tradiciones celestes conocidas en los manuscritos Pnakóticos. La cabeza, pesada y vacilante, se me venció sobre el pecho y, al mirar de nuevo, lo hice entre sueños; con la estrella Polar burlándose de mí a través de una ventana, sobre los árboles horriblemente oscilantes de un onírico pantano. Y aún sueño.
                En mi vergüenza y desesperación a veces grito frenéticamente, implorando a las criaturas de ensueño que me rodean que me despierten, no sea que los inutos se escabullan por el desfiladero al pie del pico Noton y se apoderen por sorpresa de la ciudadela; pero tales criaturas son demonios, ya que se ríen de mí y me dicen que estoy soñando. Se mofan mientras duermo, y los achaparrados enemigos amarillos pueden estar mientras deslizándose en silencio hacia nosotros. He fallado en mi deber y traicionado a la marmórea ciudad de Olathoé; he fallado a Alos, mi amigo y comandante. Pero todavía esas sombras del sueño me escarnecen. Dicen que no existe tierra de Lomar, salvo en mi imaginación, que en aquellas tierras donde la estrella Polar brilla alta y el rojo Aldebarán repta a ras de horizonte no existe sino hielo y nieve desde hace milenios, y que ningún hombre mora allí excepto achaparradas criaturas amarillas consumidas por el frío que se hacen llamar «esquimales».
                Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar la ciudad cuyo peligro crece a cada momento, tratando de espantar en vano ese antinatural sueño de una casa de piedra y ladrillo al sur de un siniestro pantano y un cementerio en un bajo altozano, la estrella Polar, maligna y monstruosa, me acecha desde la negra bóveda; parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitirme algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir.




H. P. Lovecraft

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