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16 de diciembre de 2015

Digo los arroyos, Antonio Esteban Agüero


Digo los arroyos


Y ese tenue rumor inadvertido
que llega a mí sobre el silencio blando
del aire montañés con la sorpresa
de son de mar en caracol guardado.
¿Y esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente tañidos y vibrados?
¿Y esa flauta de acentos campesinos
que murmura detrás de los collados?
Son los arroyos de mi tierra, el cielo
que ha preferido descender cantando
por arterias de cerro y de llanura,
líquido cielo musicalizado.
Como el indio yacente que ponía
la oreja en tierra para oír caballos
galopantes y ariscos a lo lejos,
y acertaba su número, y sus pasos,
y su rumbo también, yo me reclino
en la dura colina, sobre el pasto,
para oír los arroyos cuyas voces
hacen vibrar este país serrano.
Es primero El Trapiche, con el agua
verde y azul en su color verano,
donde sauces antiguos se saludan
de una a la otra margen, y los álamos
como arqueros ilusos acribillan
las tardes y las nubes con sus pájaros;
y El Volcán, que serpentea dulcemente,
de arboledas y huertos orillado,
presidido por leves cortaderas
que abanican el aire con penachos,
donde núbiles mozas se desnudan
para vestirse de cristal helado:
y más allá, entre peñas herrumbrosas,
el arroyo que dicen El Durazno,
donde beben las cabras y los berros
tienen sabor a luna y a barranco;
y El Molino, que nace entre los montes,
cuyo señor es el Mogote Bayo,
y refleja los cóndores que pasan
con las alas inmóviles, y el ancho
rumoroso silencio de los molles
sobre laderas de color leonado;
y el arroyo del Tigre, a cuya vera
supo mi infancia duplicar su encanto
en los días de sol, cuando subía
de roca en roca con los pies descalzos
a buscar la piscina transparente
que el torrente cavara en el basalto;
y el Cautana también en la quebrada
con farallones de andesina y cuarzo,
donde helechos y ardientes amapolas
tienden al agua vegetales labios:
y El Uspara, ese arroyo que desciende
por serranías de cristal morado
como un hilo de espuma murmurante,
roto cien veces, pero siempre intacto:
y aquel arroyo de La Sepultura,
tan dramáticamente solitario,
donde un día sonoros arcabuces
vieron caer a portadores de arcos:
y el arroyo que en Bajo de los Véliz
corre por rocas de perfil extraño,
donde amonitas que ya son de piedra
nos evocan la fauna del terciario:
y el arroyo que nutre las palmeras,
lírico arroyo de Los Papagayos,
donde suele buscar aguamarinas
el vagabundo de mudable paso;
y los arroyos que en el Tomolasta
vieron un día arrodillarse incanos
con la oscura codicia sumergida
hasta la arena de secretos áureos;
y el arroyo que nombran Riecito
con palabra feliz los comarcanos,
cuya fuente sonríe en lloraderos
que custodian los Cerros del Rosario;
y El Chorrillo que lame unas taperas
donde narra la voz de los ancianos
tuvo su cuna el payador que un día
con la guitarra venciera al Diablo;
y el arroyo del Águila, que tiene
una cascada con mejor remanso,
cuyo espejo recuerda a las muchachas
cuando se pone corazón de fauno;
y los arroyos de los Cerros Negros;
y los arroyos de los Cerros Largos;
y el arroyo de Quines que se torna
agricultor al descender al llano,
y se vuelve dulzor en la naranja
y en las olivas amargor dorado,
y el arroyo Los Molles que cabalga,
potro de luna, los roquedos bravos
y circunda las quintas del Potrero
para después domesticarse en lago;
y el arroyo Luluara, cuyas voces
guarda mi oído como son de piano
sentido alguna vez en la penumbra
de no sé cual atardecer lejano;
y el Virorco también, que muchas veces
vio a los pumas beber y a los venados,
cuando todo era libre y la provincia;
ignoraba fronteras y alambradas:
y el arroyo Juan Gómez, con su isla
donde alternan el tala y el quebracho,
que le inventan rincones de penumbra
para el silencio de los solitarios;
y el arroyo Los Puquios, que se ha vuelto,
por la virtud de un artificio hidráulico,
un afluente de embalse para goce
de pejerreyes de metal lunado;
y el arroyo Las Águilas, arriba,
junto al cerro Retana, con los saltos,
verticales y locos, que resuenan
por la quebrada como un trueno largo;
y el arroyo Pancanta, que refleja
aquel paisaje mineralizado
donde todo es de piedra y sólo vive
la fría lumbre mineral del cuarzo;
y el arroyo La Carpa en el recodo
que parece un espejo biselado
para el rostro del Cielo y de la Nube,
que en él navega como un cisne blanco;
y el Chutunza, que forma una cañada,
donde es hermoso recorrer el prado
entre piedras con líquenes y musgos
y mariposas de esplendor vibrado;
y aquel otro que dicen Mulas Muertas
y cuyo nombre de sabor dramático
perpetúa el arreo y la creciente
en la batalla que una vez libraron;
y el arroyo Guayaguas, que me viera
una noche dormir sobre el recado,
al amor de su música celeste
mientras llovían sobre mí los astros;
y el Piedra Blanca, cuya voz oía
mi Madre susurrar entre los álamos
en la noche y la luz en que nacía
este que ahora le armoniza cantos.
Y los otros arroyos, los arroyos que yo
recuerdo, pero no he nombrado,
que parecen ensueño de pintores,
sol y belleza para enamorados;
rememoro el sabor de sus corrientes,
liquido fruto, uvas de cielo, glaucos
y celestes racimos que bebía
sitibundo y de pecho sobre el pasto,
con el sol en diciembre y la cigarra
que cantaba mi sed y la del campo.
¡Oh, los arroyos de mi tierra! Sangra
leve y azul de mi terruño amado;
musicales arterias de la roca
donde se escucha al corazón puntano.

¡Arpa de agua. San Luis, guitarra verde
cuyo coraje son arroyos claros!
  
Antonio Esteban Agüero 
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post mortem)

15 de diciembre de 2015

Romance del Padre Tissera, Antonio Esteban Agüero

 ROMANCE AL PADRE TISSERA

El Padre Pablo Tissera
ha regresado a su pueblo
desandando los caminos
de la distancia y el tiempo.
El Padre Pablo Tissera
un día salió de Merlo,
los ojos color de llanto,
las manos color de sueños;
junto al Río de la Plata
que tiene olor a dinero,
donde la tierra es asfalto
y los árboles enfermos,
y seis millones de hombres
mueren en departamentos...
¡Oh! Padre Pablo Tissera
tan solidario y tan huérfano
andando por esas calles
con zapatos polvorientos,
buscando ver en el aire
la sonrisa de sus cerros,
la luz del agua que canta
en arroyos y arroyuelos,
la sombra de un algarrobo
y los pájaros eternos
que siempre dicen a Dios
en sus trinos y gorjeos...
¡Ah! Pobre Pablo Tissera,
cómo pensé en tu destierro,
cómo fui hermano leal
en esta soledad de Merlo.

Y ahora el Padre Tissera
ha retornado a su pueblo
por ver los cerros azules
y los muros del colegio
que levantó con sus manos
de sacerdote y obrero,
por ver sus changos queridos
que conoció de pequeños
y ahora son lo que son:
los hijos del Buen Maestro
que por surcos de la Patria
ya siembran el alfabeto
y sembrando otra semilla,
semillas del trigo bueno
por los surcos de la Patria
arados en el desierto.
Saludo al Padre Tissera,
lo saludo en su regreso,
lo saludo en la alegría
que hoy le amanece en el pecho,
lo saludo en su sotana
de sacerdote y obrero,
lo saludo en la alegría
de quienes bien lo queremos,
en nombre de cada piedra,
en nombre de todo sueño,
en el nombre de la tierra
la testigo de su esfuerzo,
en cada niño que quiere
ser un varón verdadero,
y en esa vieja capilla
donde yace el prisionero
clavado de cuatro clavos
que un día libertaremos.

Podrás no volver jamás,
mi buen amigo fraterno,
por equívocos del mundo,
por circunstancias del cielo;
pero sé que donde estés
entre la tierra y el cielo,
¡mi tierra será tu tierra,
mi pueblo será tu pueblo!

Antonio Esteban Agüero (Merlo, San Luis, 1967)


(El poeta Agüero fue amigo personal del Padre Tissera. Agüero dedicó y recitó este romance al Padre Tissera cuando éste regresó de visita y fue recibido por el pueblo en 1967).

13 de septiembre de 2015

Soneto II (La Chispa), Antonio Esteban Agüero

SONETO II

(LA CHISPA)

La poesía me transmite un telegrama
por un nervio sutil, desde la fuente
que en arenas de nubes se derrama
turbia, violenta y sigilosamente.

Llega en papel de pájaros; proclama
vago olor a caléndula reciente,
cuando estalla en la cueva de la frente
con su poder de pólvora sin llama.

Debo escribir pero escribir no quiero;
nada tengo que hacer con la escritura,
poco tengo que ver con el librero.

Solamente asumir con mano dura,
cálida voz y corazón entero,
la eléctronica chispa de locura.


Antonio Esteban Agüero

12 de septiembre de 2015

Canción para decir en la calle, Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle

Un día, siquiera, por semana
ensayemos el oficio humano:

Paremos el reloj,
ocultemos el calendario;
no abramos periódico ni libro,
ni escuchemos radio,
y tomemos un ómnibus cualquiera
que nos conduzca al campo.

Y una vez allí,
busquemos un sitio solitario,
entre pinos
y los álamos
a la vera del agua, si el arroyo
quiere ofrecernos su cristal cercano,
o en la abierta llanura donde el viento
galopa con los caballos.

Y vivamos,
sí, nada más,
vivamos,
mientras crece la luz, y la marea
de la savia asciende
por arterias de árbol;
vivamos,
mientras vuelan insectos, y las nubes
livianas y lentas como barcos
viajan al sur, y el aire
conduce pájaros;
sí, nada más,
vivamos
en reposo total como la hierba
que nos da su regazo
de vez en vez oyendo
el oscuro corazón del mundo
que late soterrano.

Sí, nada más,
vivamos,

solamente vivamos.

Antonio Esteban Agüero

Canción para decir en la calle de Antonio Esteban Agüero por Gabriela Bayarri

5ª Maratón de Lectura, 18 de Junio de 2012 organizada y llevada a cabo por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento, 9 horas de lectura continua (de 9 a 18 Horas)

11 de septiembre de 2015

Romance del enamorado, Antonio Esteban Agüero

Romance del enamorado

Mis ojos quietos y dulces
remiran lo ya mirado.
Asombro total y doble
prendido en el campanario,
en los yuyos, en las nubes,
en el color de los álamos.

Ahora, ¡qué muevo todo!
Es que estoy enamorado:
lleno de rosas el pecho
rosas de versos las manos.

Los caminos son caminos
que llevan a un sitio claro.
La luna nieva una casa.
Y el sol vigila unos pasos.
La vida se ha vuelto simple,
y el mundo menudo largo
lleno de un agua morena
que tiene el nombre que callo.

Ahora voy por las lomas
como antes, solitario,
pero alguien sigue mi sueño,
y oye escondida mi canto.
Palabras que nunca dije
dejan su olor en mis labios.
Raíces de besos hunden
hondos hilillos rosados,
visten mi carne de siesta
los besos que no le he dado.

Ahora pienso que todos
adivinan lo que guardo:
las gentes de la aldeúcha,
la guijas y los guijarros,
el cielo que mira y miro,
los chiquillos y los pájaros.

¡Esconde bien tus heridas
corazón enamorado …!
Que ni ella sepa tu llaga,

que todos te crean sano … 

Antonio Esteban Agüero

10 de septiembre de 2015

Digo las Guitarras, Antonio Esteban Agüero

DIGO LAS GUITARRAS

Hoy les ruego silencio;
                           simplemente
hoy les pido silencio, porque debo
en esta noche celebrar guitarras.

Nada más que guitarras.

La primera será la de don Mauro,
-allá por los verdes de la infancia-
don Mauro de múltiples oficios;
habitualmente carpintero, a veces
perseguidor de pumas,
cazador de quirquinchos y vizcachas,
o sacristán, por veces, en el coro
de las capillas serranas;
yo dormía en su poncho, duro poncho,
-suave de manos de mujer puntana-
escuchando brotar de las bordonas
pañuelos, pañuelos y pañuelos
con pétalos de zamba.

Cierta vez en un pueblo
de la sierra que dicen La Quebrada,
cantaba Crisóstomo Quiroga,
detrás de una guitarra,
le faltaba una cuerda,
y sin la cuerda,
me obsequió una tonada
con este cogollo que me duele
sobre la oreja musical del alma:

«Poeta Agüero que viva
cogollito de cardón,
yo lo quiero porque dice
cosas de su corazón».

Cuando Manuel Cornejo se moría,
en su pago natal de Piedra Blanca,
presintiendo la muerte, y su reclamo
de búho a la distancia,
llamó a su amigo Rudecindo Cuello,
para decirle, ronco:
              -Vení con la guitarra,
porque siento la muerte que me ronda,
y quisiera escucharla,
con el último resto de mi oído,
hasta que apunte el alba.
Don Rudecindo obedeció a Cornejo
y trajo la guitarra,
se arrodilló en un pardo cojinillo
a los pies de la cama,
y tañía y lloraba
y lloraba y tañía
a los pies de la cama;
la eternidad afuera traducía
los silencios de un tala.

Yo conozco los ranchos de los cerros,
las taperas de la pampa,
el corazón del pobre,
y el cuarto triste de una sola cama,
donde no hay puerta,
lámpara,
sonrisa,
nada,
ni siquiera la silla para el huésped,
ni tenedor ni cuchara,
pero allí he visto yacer
sobre la única almohada,
con cintas en el cuello
como una muchacha
dormida y desnuda
la guitarra.

El Chocho Arancibia
una mañana
golpeó la puerta
de mi antigua casa,
me traía canciones sobre el pecho,
me trajo su guitarra:
¡»Camino de carros»...
Mañanitas de Merlo»...
»Caminito del Norte»...
Él las cantó, las dijo;
yo no le dije nada.

Solamente guitarras.
Nada más que guitarras.

Yo no la quiero árabe,
no la quiero española,
no la quiero en los teatros,
donde aplauden manos
con las uñas pintadas,
no la quiero en la Radio
porque suena
a dinero de feria y propaganda,
porque yo la quiero
modesta y humilde como un palo,
como una simple tabla,
como el mortero rural, o la batea
como el mortero, sí, como el mortero
en cuya boca ancha
se muelen las uvas de la Cueca,
el maíz de la Zamba,
y el trigo natal y comunero
que después será pan en las tonadas.

Don Crisanto Lucero cierta noche
quiso cruzar un vado del Conlara.
Entre los truenos y los rayos
de la tormenta de color de azufre,
y las violentas aguas;
su caballo era negro y en la noche
parecía un demonio
de crines enlutadas;
don Crisanto traía por delante,
sobre el apero de gozar domingos,
su mujer: la guitarra.
Y esto fue lo que vieron esa noche
los levantados hombros del Conlara:
un hombre solo hundiéndose en la muerte,
sobre el caballo de su amor de gaucho,
con las manos frenéticas alzando,
hasta la última ola de agonía,
para que no se ahogara
su mujer: la guitarra…
Aquí digo ese ataúd de música
que navega el Conlara.

Nada más que guitarras.

¿Y tu guitarra, Laura?
La pequeña guitarra que vendiste
por monedas una tarde en Larca,
entre la luz del aire con bumbunas
zorzales y cigarras
para pagar tu viaje hacia la muerte
donde esperaba sin saber tu amante.
Pero, ¿estás muerta, Laura?
¿Tu materia de luna se ha disuelto?
Solamente hay un muro con un clavo
donde cuelga sin ojos
y sin manos
la pequeña guitarra.

Jofré y Heredia son puntanos,
serenos constructores
de sonoras guitarras,
las fabrican de sueños,
las tejen de la nada
con rezagos de mesas inservibles,
con restos de antiguos ataúdes,
y sin embargo prontas
a cualquier resonancia.

Solamente guitarras.

Cuando el sábado enarbola:
las banderas del Vino.
Las guitarras
iluminan la noche desde Quines
hasta Buena Esperanza;
trepen a cualquier árbol,
asciendan a cualquier lomada,
podrán distinguirlas, invisibles,
más allá de las huellas del camino;
millares de guitarras,
nada más que guitarras...
Mejor morir en sábado
si queremos la muerte festejada.

Cada cosecha parten
los braceros puntanos,
a caballo
en camiones,
en vagones de carga
como otra bolsa más,
van al maíz,
al trigo,
a la vendimia,
a soportar los filos de la chala,
el mordisco sutil de la mazorca,
las ofensas del cardo, la urticaria
de la arpillera burda sobre el hombro,
y la lepra del amo
que les muerde la espalda.

Y sin embargo, luego, en los galpones
infernales de zinc, se recuperan
tañendo y soñando las guitarras.
Desde las cuerdas tensas
les sube, celeste, hasta la cara
una brisa de valles, que les dice
los cerros morados, el arroyo
donde sauces inventan la esperanza,
las venerables piedras amarillas,
los ranchos de adobes, la ternura
de los techos de paja,
y niños, más niños, otros niños,
detrás de mujeres solitarias.
Por un instante sienten
la libertad zumbar como una abeja,
o volar por el ámbito cerrado
como una golondrina equivocada.

Don Alonso Gatica, el «tartamudo»,
tenía un caballo, una montura,
el desamor de su amor,
y una guitarra;
diez mil lunas lo vieron en la noche
al pie de una ventana,
como ante el marco de un retrato oculto,
entonando la misma serenata;
comenzó cuando joven y ya era viejo
la noche aquella del gendarme torpe
que destripó a sablazos su guitarra;
lo mandaron a Oliva, encadenado
contra los hierros de una cama blanca.
-Murió de amor (rezaron las comadres).
-De amor por su amor y la guitarra.

Una noche saldré por la provincia
sin más compañía que estos Digos
que ayudaré a decir a la guitarra;
no llevaré más baqueano que mi instinto
de resero y calandria,
y caminaré caminos asfaltados
donde ruedan los autos de los ricos
que parecen los padres de las vacas,
recorreré las huellas de los carros
orilladas de tónico poleo
y díscolas viznagas,
y treparé senderos de caballo,
atajos de majadas,
las rutas que saben los mineros,
los pastores,
las cabras.
Y dondequiera se hermanen y reúnan
puntanos y puntanas,
les cantaré la guerra que proclamo,
esta guerra de paz que nos permita
conquistar la mañana,
incendiar la pobreza y los harapos,
quemar los maderos carcomidos,
decapitar el rencor, o fusilarlo,
derrotar heredados egoísmos,
sanar a los niños que agonizan
porque la leche falta,
repatriar a los jóvenes que parten
en trenes de sombra hacia ciudades
donde la vida es una muerte larga,
y romper los embrujos de la Sed
liberando los pájaros del Agua,
que duermen debajo de nosotros
prisioneros de rocas planetarias.

Para esa guerra tengo
-en un baúl sin llave-
la bandera guardada,
y el manuscrito de una copla vieja
que será la proclama;
y en otro baúl con cerradura
-para el grito guerrero
y la rapsodia- una verde guitarra.

Y ahora les pregunto:
- ¿Y la otra guitarra,
la que guardo
entre pecho y espalda?
¿La que tiene cordaje masculino
y diapasón de alma?
La guitarra interior que sólo siento
cuando abrazo silencios de la almohada?
¿Esta otra secreta,
la mía,
la guardada,
es que no vale
nada?
¿Y no puede volar hasta el poema
a ser también como una flor de fuego
en las últimas ramas?.
Aquí la muestro ahora,
es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora,
esta hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me sobra,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad,
de muerte,
de sombra de palabras...
Pero ¿es que no vale
nada
mi secreta guitarra
y no puede subir hasta nosotros
como suben las otras esta noche
de siderales fiestas y fragancias?.

Que este Digo los cubra, como cubre
con su sombra de abuelo el Algarrobo,
mi cuna de ayer en Piedra Blanca.

Antonio Esteban Agüero

De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país (1972, Edición Post Mortem)

9 de septiembre de 2015

(Prólogo), Antonio Esteban Agüero

(Prólogo) –

Yo no soy Yo sino Aquél que llega
a posarse en mi hombro, y a decirme,
Junto al oído, las extrañas voces
que se susurran a través del cosmos.

Voces de Dios y del Demonio,
donde el Ángel combate en el infierno
por vencer al azufre incandescente
y al plutonio y al cobalto juntos.

Yo no soy Yo sino aquél que dicta
a mi ardiente corazón moderno
todas las letras de un idioma antiguo,

perdido hace mucho y sepultado,
bajo arena total y cruel ceniza,
pero parlado por mi boca sabia.


Antonio Esteban Agüero

8 de septiembre de 2015

Canción del arquero Tehuelche, Antonio Esteban Agüero

CANCIÓN DEL ARQUERO TEHUELCHE

Con martillo de piedra,
mataremos Europa,
sobre yunque de piedra americana,
mataremos a Europa.

Con flecha mojada de curare,
Y abrazo de anaconda
Y rápida fauce de piraña,
mataremos a Europa.

Con cuerno de búfalo bicorne,
y zarpa de puma cazadora,
y saliva de sierpe brasileña,
mataremos a Europa.

Sonando maracas
mataremos a Europa
percutiendo monótonos tambores
mataremos a Europa.

Con óxido de cobre,
con sales de bórax,
con trampas de liana misionera
mataremos a Europa.

Con lazo de ocho tientos,
Y golpe de triple boleadora,
Y dagas agudas como un grito
mataremos a Europa.

No se cuando. Mañana.
Acaso mañana con la aurora.
Sudando la piel de los tambores,
mataremos a Europa.

Que Grecia nos perdone.
Que nos perdone Roma´
Y la luz de París que nos perdone.
Mataremos a Europa.

Llorando una lágrima celeste
Por Beethoven y Mozart,
Sollozando memoria de Leonardo
Mataremos a Europa.

Para ser en el mundo una bandera,
Y una llama creadora,
Y de nuevo simiente y nervadura´
Mataremos a Europa.


Antonio Esteban Agüero

7 de septiembre de 2015

Soneto III (Orfeo), Antonio Esteban Agüero




SONETO III

(ORFEO)

De peldaño en peldaño la escalera
de roca negra fue bajando Orfeo,
con la flauta en la mano, solamente
con su flauta de caña entre los dedos.

Lobos de sombra, y tigres como lobos,
y dragones de pólvora y veneno´
y una serpiente con anillos rojos,
esperaban la música de Orfeo.

Él era un niño con los pies desnudos,
los ojos nuevos y la boca hermosa,
y el corazón como una flor reciente.

Y al llegar a los últimos peldaños
de roca negra, bajando la escalera,
la flauta sola dominó al Infierno.


Antonio Esteban Agüero

19 de julio de 2015

Domingo. Antonio Esteban Agüero

DOMINGO


I

De mañana se viste la aldehuela
con la misa y el son de su capilla.
Todo puro y limpio, todo claro,
con el manso sol que dora arriba.

II

Y de tarde -una tarde igual a todas-
anudo un mirar en la plazuela,
veo la niña que su gracia luce,
y a mozo que estrena su camisa nueva.


III

Después, la noche oscura, perfumada,
poniendo al día una pausa negra,
y una guitarra que se une al canto
de una voz varonil, un tanto ebria.


Antonio Esteban Agüero

De Poemas Lugareños (1937) canto a la sierra de los Comechingones


18 de julio de 2015

Cielo, Antonio Esteban Agüero


CIELO

Tu nombre, tu limpio nombre: cielo,
-perdona mi absurda fantasía-
tiene el blandor de un ala en vuelo.

Este mi cielo azul y luminoso,
que apuntalan el duro y alto cerro,
y el álamo agudo y vanidoso.

Esta corona azul de mi terruño,
que la luna y la noche hacen de plata,
y el sol mañanero de oro rubio.

Fueras pupila azul y femenina,
y con amor ardiente te besara
mi sedienta boca masculina.

Antonio Esteban Agüero
De Poemas Lugareños (1937)

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