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13 de febrero de 2018

El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz


El diario de Stefan Czarniecki, Witold Gombrowicz

1
Nací y crecí en una casa muy respetable. ¡Oh, amada infancia, con cuánta emoción te recuerdo! Veo a mi padre: un hombre fascinante, orgulloso, un rostro cuya mirada, rasgos y cabellos grises personificaban una estirpe perfecta y noble. Veo a mi madre: vestida siempre de negro, con unos pendientes antiguos como único adorno. Me veo a mí mismo: un muchachito serio y pensativo. ¡Ay, qué ganas de llorar ante tantas esperanzas nunca satisfechas! Había en nuestra vida familiar un solo punto oscuro, y era el hecho de que mi padre odiara a mi madre. O mejor dicho —me he expresado mal—, no es que la odiara, sino más bien que no la soportaba, y siempre me resultó difícil explicarme tal situación. Sin embargo, ése fue el comienzo del enigma que en la edad madura me condujo a la catástrofe interior. En efecto, ¿en qué me he convertido? En un
inútil, o, para decirlo explícitamente, en un desastre moral. Por ejemplo, me comporto de la siguiente manera: mientras beso la mano de una dama babeo de tal manera que me veo obligado a sacar el pañuelo y secar la saliva, murmurando un imperceptible
«perdón».
Muy pronto pude advertir que mi padre evitaba como la peste todo contacto con mi madre. Evitaba mirarla, y llegaba al extremo de mirar hacia otro lado o contemplarse las uñas cuando hablaba con ella. ¡Nada tan triste como los ojos bajos de mi padre!
A veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. No lograba comprenderlo, pues yo, en cambio, no experimentaba ninguna aversión hacia mi madre. Es más, a pesar de que hubiese engordado enormemente, al grado de tropezar con todas
las cosas, me gustaba que me arrullara, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Pero, ¿cómo entonces explicar mi existencia? ¿Cómo, pues, había yo venido al mundo? Probablemente había sido concebido bajo una especie de coacción, con los dientes
cerrados, violentando los instintos. Dicho de otra manera, supongo que mi padre debió de luchar durante algún tiempo en nombre del deber conyugal contra su disgusto (de nada se vanagloriaba tanto como de su honor varonil) y que un bebé, yo, fue el fruto de ese heroísmo.
Después de ese esfuerzo sobrehumano, y casi seguramente único, su repugnancia se manifestó con fuerza explosiva. Un día sorprendí sus palabras cuando le gritaba a mi madre, retorciéndose los dedos con gestos desesperados:
—Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. ¿Te das acaso cuenta de lo que significa una mujer calva? ¿Lo que significa para mí? La calvicie de una mujer... una mujer con peluca... no, lo que es yo no lo soporto.
Después, tranquilizándose, añadía con voz sosegada, cargada de sufrimiento:
—Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuan horrible es tu aspecto. Por otra parte, la pérdida del pelo no es sino un detalle, igual que la nariz. Puede haber detalles repelentes aun entre los arios, pero tú, tú eres enteramente horrible, eres la personificación misma de lo horrible... Si por lo menos hubiera un punto en tu cuerpo que careciera de rasgos
horripilantes, tendría yo al menos un punto de partida, una base, y créeme, te lo juro, hubiera podido concentrar en él todos los sentimientos que prometí ante el altar. ¡Dios mío!
Todo aquello me resultaba incomprensible. ¿Por qué debía considerarse peor la calvicie de mi madre que la de mi padre? Además, sus dientes eran mucho mejores; había entre ellos un canino con una obturación de oro. ¿Y por qué mi madre no sentía repugnancia hacia él y le gustaba acariciarle (en presencia de invitados, pues eran las únicas ocasiones en que él no se rebelaba)? Mi madre era una mujer majestuosa. Aún puedo verla presidir un gran banquete o una venta de beneficencia, o rodeada de la servidumbre en su capilla privada mientras rezaba las oraciones nocturnas.
Nadie tan religioso como mi madre. No se trataba de fervor, sino de furor, una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A determinada hora todos nos presentábamos con puntualidad en la capilla, llena de crespones luctuosos, yo, el mayordomo, el cocinero, la camarera y el portero. Después de las oraciones comenzaban los sermones.
«¡El pecado! ¡La vergüenza!», vociferaba mi madre con violencia, mientras su doble papada oscilaba y temblaba como la yema de un huevo. ¿Acaso no me expreso con el debido respeto por aquellas sombras queridas? Ha sido la vida la que me enseñó ese lenguaje, el lenguaje del misterio..., pero no debemos anticiparnos...
A veces mi madre nos convocaba a horas insólitas, a mí, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera.
—¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo!
A veces, dirigidos por ella, cantábamos las letanías a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, hasta que finalmente, vestido de frac o de smoking, parecía mi padre con una expresión de supremo disgusto en la cara.
—¡De rodillas! —estallaba con tono amenazador mi madre, acercándose a él a tropezones y mostrándole con el brazo extendido un crucifijo.
—¡Basta! —respondía él—, ¡todos a la cama!
Era la orden de un gran señor.
—La servidumbre es mía —respondía entonces mi madre, y él salía apresuradamente, acompañado de las lamentaciones suplicantes que entonábamos ante el altar.
¿Qué significaba todo aquello, y por qué mi madre hablaba de sus «malvadas acciones»? ¿Por qué a mi madre le producían horror las acciones de mi padre en tanto que a él lo que le producía horror era ella? La inocencia de mi espíritu infantil se perdía
en esos misterios.
—¡El muy vicioso! —exclamaba mi madre—. Recordad que no es posible tolerar lo que aquí está ocurriendo. Aquél que no grite a la vista del pecado ¡que se ate al cuello una piedra de molino! Nunca se podrá sentir demasiado horror, desprecio y odio ante sus vicios. ¡El juró y ahora... ahora me desprecia! ¡Juró que no iba a despreciarme! ¡Al infierno! ¡Le doy asco, pero él me produce más asco todavía! ¡Llegará el día del juicio! ¡Entonces podrá verse cuál de nosotros es mejor!... ¡El alma! ¡El alma no tiene nariz ni pierde el cabello!... Es la fe ardiente la que abre las puertas del Paraíso. Llegará el día en que tu padre, retorciéndose por los tormentos, me suplicará a mí, que estaré sentada a la
diestra de Jeovah, quiero decir a la diestra de Dios Padre, me suplicará que mueva un dedo para ayudarlo. Veremos si entonces le daré asco.
También mi padre era un hombre piadoso y frecuentaba regularmente la iglesia, aunque nunca ponía los pies en nuestra capilla privada. Lo recuerdo, impecablemente vestido, decir con aquel guiño que le era característico:
—Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. No te niego el derecho a la religión; por el contrario, desde el punto de vista religioso, una conversa es algo hermoso, pero, ¿qué quieres?, se trata de esfuerzos perdidos, la naturaleza es inflexible. Recuerda el refrán: «Dios perdonará, los hombres olvidarán, pero la nariz quedará».
Yo entre tanto crecía. De cuando en cuando mi padre me sentaba en sus rodillas y observaba detenidamente mis rasgos.
—Hasta el momento la nariz es como la mía, a Dios gracias. Pero sus ojos, y sus orejas... ¡pobre niño! (y aquí sus nobles rasgos se crispaban de dolor). Sufrirá terriblemente cuando sea consciente de ello, y no me extrañaría que se produjera en él una especie de «progrom interior».
¿De qué conciencia hablaba y a qué progrom aludía? Además, ¿de qué color tenía que ser un ratón nacido de un macho negro y una hembra blanca? ¿Tenía por fuerza que nacer manchado? O tal vez, cuando los colores contrastantes son de igual intensidad, debería nacer un ratón incoloro... Pero veo que, por impaciente, me anticipo a los acontecimientos.

2

Fui un buen alumno: aplicado y puntual, pero nunca gocé de la simpatía de los demás. Recuerdo la primera vez que me presenté ante el director: llegué lleno de entusiasmo, de buena voluntad, con el fervor que me era natural. El director me tomó amablemente de la barbilla. Pensaba yo que cuanto mejor me portara mayor sería el respeto de que gozaría entre los compañeros y los profesores. Pero mis buenas intenciones se estrellaban contra el muro de un invencible misterio. ¿Qué misterio? Yo no lo sabía, ni siquiera ahora lo sé por completo, yo me sentía sencillamente rodeado de un misterio hostil, aunque fascinante e impenetrable. ¿Os acordáis de aquella deliciosa y enigmática tonada?:

Uno, dos y tres, dos pan pan
no hay judío que no sea un can.
Los polacos en cambio son águilas de oro,
Uno dos y tres, ahora le toca al loro.

Cantábamos aquella estrofa a la hora del recreo. Sentía la fascinación de aquellas palabras y me encantaba declamarlas, pero no lograba explicarme el porqué de esa fascinación. Lo único que comprendía era que debía apartarme, limitándome a contemplar a los otros chicos cuando jugaban. Trataba de hacerme agradable con mis buenas maneras y con mi aplicación en el estudio, pero tanto mis buenas maneras
como la aplicación no me procuraron sino una actitud hostil por parte de mis compañeros y también (lo que me parecía extraño y sobre todo injusto) por parte de los profesores.
Me acuerdo del inolvidable profesor de historia y de literatura nacional, un vejete tranquilo, bastante inofensivo, que jamás levantaba la voz.
—Señores —decía, mientras se sonaba la nariz con un enorme pañuelo de colores o se rascaba la oreja con el dedo meñique—, ¿qué otra nación ha sido Mesías de las demás naciones? ¿Qué otra, una avanzada de la Cristiandad? ¿Qué nación puede ostentar un príncipe Poniatowski? Veamos, por ejemplo, a los genios y a los precursores de la humanidad, nosotros contamos con tantos como Europa entera —y luego preguntaba de inmediato—: ¿Dante?
—Yo lo sé profesor —gritaba—. ¡Krasinski!
—¿Y Moliere?
—¡Fredro!
—¿Newton?
—¡Copérnico!
—¿Beethoven?
—¡Chopin!
—¿Bach?
—¡Moniuszko!
—¡Sacad las conclusiones! —terminaba—. Nuestra lengua es cien veces más rica que la francesa, que, sin embargo, está considerada como una lengua perfecta. ¿Cómo se expresan los franceses? Petit,petiot, cuando mucho, très petit. En cambio nosotros,
¡vaya riqueza!: pequeño, pequeñito, pequeñín, pequeñísimo, pequeñuelo, pequeñitito, y muchas otras formas más.
Yo era quien mejor y más rápidamente respondía, pero él no sentía por mí la menor simpatía. ¿Por qué? No lo sabía. Un buen día comentó, entre toses, con voz extrañamente confidencial:
—Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos; sin embargo la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos. ¡Magnífico pueblo, el polaco!
A partir de entonces, disminuyó mi interés por el estudio. Sin embargo, ni siquiera esta nueva actitud logró valerme la simpatía del profesor de historia y de nada me sirvió su preferencia por los desaplicados y perezosos.
Bastaba con que nos lanzara una mirada para que de pronto se hiciera el silencio en la clase.
—¡Vaya, al fin la primavera! La sangre circula más rápidamente y nos conduce hacia los prados y los bosques. Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados. Nunca han logrado soportar mucho tiempo un mismo lugar. Ah, sí, las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, pero nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca?
El resultado de esas incitaciones fue que me enamoré de una joven, con la que repasaba las lecciones, sentados uno al lado de la otra en el mismo banco del parque. Durante mucho tiempo no supe cómo empezar, hasta que finalmente me decidí a preguntarle:
—¿Me permite, señorita? —ella ni siquiera me respondió. A la mañana siguiente, después de pedir consejo a mis compañeros de clase, vencí mi timidez y le di un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Volví a casa triunfante, feliz y seguro de mí mismo, aunque extrañamente turbado por aquel modo desacostumbrado de reír y de cerrar los ojos.
—También yo —les dije a mis compañeros, reunidos en el patio de la escuela—, también yo soy un vagabundo, un perezoso, un pequeño polaco. ¡Lástima que no me hayáis visto ayer en el parque, habríais asistido a cosas inauditas! —y les conté lo sucedido.
—¡Qué cretino! —comentaron, pero por primera vez me habían escuchado con interés.
De pronto alguien gritó:
—¡Una rana!
—¿Dónde? ¡Todos tras ella!
Todos nos precipitamos tras la rana. Comenzamos a golpearla con varas hasta que murió. Me sentía emocionado y orgulloso de haber sido admitido a sus juegos más íntimos; presentía que allí daba inicio una nueva etapa de mi vida.
—También hay una golondrina —grité—. Se metió en el salón de clases y ahora no puede salir.
Atrapé la golondrina y le rompí un ala para impedir que se escapara. Estaba a punto de golpearla con un palo cuando todos se acercaron a mi alrededor, exclamando:
—¡Pobrecilla! ¡Pobre pajarito herido! Démosle unas migas remojadas en leche —y cuando advirtieron que había estado a punto de golpearla con un palo, Pawleski frunció el ceño, apretó las mandíbulas hasta que la piel pareció a punto de estallar y me asestó un violento bofetón en plena cara.
—Lo ha abofeteado —gritaron los demás—. Estás deshonrado, Czarniecki. No te dejes humillar, sé hombre y devuélvele el golpe.
—No me es posible —repuse—, puesto que soy yo el más débil. Si se lo devuelvo volverá a golpearme y seré humillado por segunda vez —en respuesta a estas palabras, todos se lanzaron contra mí y me golpearon sin ahorrar escarnios ni insultos.
¡El amor! ¡Ese desatino fascinante e incomprensible...! Un pellizco, otro más, hasta un abrazo tal vez... ¡Ah cuántas cosas se encierran en esa palabra! ¡Bah! Ahora sé perfectamente bien a qué atenerme, he descubierto el secreto parentesco que existe entre
esa emoción y la guerra. También en la guerra se producen los pellizcos, los abrazos, sí, pero en aquel tiempo no era aún un fracasado, sino, por el contrario, me sentía lleno de entusiasmo. ¿Amaba? Puedo afirmar sin temor a exageraciones que buscaba el amor con la esperanza de destruir el muro que protegía aquel enigmático secreto... Con ardor
y con fe soportaba todas las extrañezas del más extraño de los sentimientos, contando con lograr finalmente comprender de qué se trataba.
—¡Te deseo! —le decía yo en un susurro a mi adorada. Pero ella destruía mi entusiasmo con lugares comunes.
—¿Quién es usted? Usted no es nadie —decía con aire misterioso, observándome—. Usted no es sino un consentido, un pequeño niño de mamá.
¿Niño de mamá? ¡Qué horror! ¿Qué quería decir con eso? ¿También ella estaría en el secreto? Yo, poco a poco, había llegado a comprender. Había comprendido que, si bien mi padre era de raza pura, mi madre también lo era, pero en sentido contrario, en sentido judío. Ignoraba qué razones habían obligado a mi padre, un aristócrata arruinado, a casarse con mi madre, hija de un rico banquero. Pero comprendía
el sentido de las miradas horrorizadas de mi padre cuando examinaba mis rasgos y comprendía las expediciones nocturnas de aquel hombre, que se marchitaba en la aborrecida convivencia con mi madre y que tendía, por razones superiores de la especie,
a transmitir la propia simiente a un vientre más digno. ¿Realmente comprendía yo? No, tal vez no comprendía nada y por eso se espesaba el fascinante muro de misterio: conocía, en teoría, los principios y sin embargo no sentía la menor aversión ni por mi madre ni por mi padre... era yo, a fin de cuentas, un hijo afectuoso. Aún ahora, por desconocer la teoría, no sé de qué color es el ratón nacido de un macho negro y de una hembra blanca; supongo tan sólo que conmigo se produjo un caso excepcional, una circunstancia sin precedentes, en que las razas hostiles de los padres, ambas igualmente
poderosas, se neutralizaron a tal punto que yo nací siendo un ratón sin pigmentación. ¡Un ratón neutro! He ahí mi destino y mi secreto, he ahí por qué no he tenido fortuna, por qué no he tomado parte en nada a pesar de haber participado en todo. He ahí por qué me sentí a disgusto cuando oí la expresión «hijo de mamá», acompañada, para colmo, de un ligero movimiento de párpados, gesto que ya más de una vez me había ocasionado problemas.
—El hombre —dijo ella, entrecerrando los ojos—, el hombre debe ser valiente.
—También yo puedo ser valiente —le respondí—.¡Ya lo creo!
Le venían a la mente los caprichos más inesperados. Me ordenaba que saltara profundas zanjas, que sostuviera pesos excesivos.
—Golpea ese abedul, pero no ahora, sino más tarde cuando el vigilante esté observando. ¡Destroza las ramas de estos arbustos! ¡Arroja al agua el sombrero de aquel señor! —yo evitaba discutir, recordando el incidente ocurrido en el patio del colegio; por otra parte, cuando trataba de comprender la razón de sus caprichos, me contestaba que ella misma
las ignoraba, que ella era en sí un enigma, una fuerza elemental—. ¡Soy una esfinge! —decía—. ¡Soy el misterio...! Cuando yo fracasaba en algo, ella se entristecía; cuando triunfaba, se ponía feliz como una muchachita y me permitía besar una de sus deliciosas orejas... como premio. Sin embargo nunca se permitió responder a mi apremiante: «¡Te deseo!».
—Algo hay en ti —me respondía, avergonzada—, ni siquiera sé lo que es, pero es algo repulsivo. Yo sabía muy bien lo que significaban esas palabras. Debo admitir que todo aquello era extrañamente seductor, hermoso, pero también poco satisfactorio. Sin embargo, no perdía el ánimo. Leía mucho, sobre todo poesía, y trataba de asimilar de la mejor manera el significado de mi secreto. Recuerdo un tema escolar: «El polaco y otros pueblos». Escribí: «Es inútil explicar la evidente superioridad de los polacos sobre los negros y los pueblos asiáticos; el color de la piel de estos últimos es repugnante. Pero la superioridad del polaco es igualmente indudable en lo que se refiere a otros pueblos europeos. Los alemanes son pesados, brutales, tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos, los italianos... bel canto. ¡Qué consolador resulta, pues, haber nacido polaco! Nada tiene entonces de extraño que todos nos envidien y quieran eliminarnos de la superficie terrestre. Sólo un polaco no produce repulsión».
Escribí aquel ensayo sin convicción, pero sentía que se trataba del significado profundo de mi enigmático secreto, y la ingenuidad de mis aseveraciones me producía una sensación agradable de placer.

3

El horizonte político se volvía cada vez más amenazador; mi amada, en cambio, cada vez más nerviosa. ¡Ah, las grandes y maravillosas jornadas de septiembre! Aquellos anhelos, aquella amargura, aquel incendio, aquel sentimiento de irrealidad, tenían el sabor de la menta y del musgo, como había leído en un libro. La multitud por las calles, los cantos y cortejos, la locura y la exaltación, todo enmarcado por el paso cadencioso de las tropas que se desplazaban hacia el frente. He ahí al antiguo combatiente por la Independencia... ¡lágrimas y bendiciones! Allá, la movilización y los adioses entre parejas de recién casados. Más allá aún, las banderas, los discursos, el entusiasmo delirante, el himno nacional. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación, odio. Si los artistas son dignos de crédito, nunca fueron más hermosas las
mujeres. Mi amada no me hacía caso; su mirada se volvió más sombría y más profunda, más elocuente; no tenía ojos sino para los militares. Yo me preguntaba qué debía hacer. El mundo enigmático había de pronto adoptado proporciones cósmicas y debía ser doblemente prudente.
Al igual que los demás, afirmaba tumultuosamente mi patriotismo, y hasta llegué a participar en varios juicios sumarios contra los espías. Comprendía que aquello era sólo un paliativo. Algo en la mirada de mi Jadwiga me obligó a alistarme como voluntario;
fui adscrito a un regimiento de ulanos. Pronto me convencí de que había elegido el buen
camino: en la sección médica, desnudo, de pie con mis documentos en la mano, delante de seis funcionarios y de dos médicos, me ordenaron levantar una pierna y comenzaron a examinar el talón; todos tenían la misma mirada escrutadora, seria, reflexiva y fríamente calculadora de Jadwiga; es más, me sorprendió que ella nunca hubiese reparado en mi talón cuando en el parque me reprochaba mi debilidad.
De pronto me vi convertido en un soldado y un ulano que cantaba junto con los demás: «Ulanos, ulanos, bellos muchachos, más de una joven correrá alegremente tras los colores de vuestras insignias». Y, en efecto, mientras atravesábamos la ciudad cantando, inclinados sobre el cuello de nuestros caballos, con lanzas y kepis, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres, y sentía que muchos corazones latían también por mí. No entiendo por qué, ya que no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki, hijo de una Goldwasser, sólo que calzaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras de color frambuesa. Mi madre me suplicaba que no tuviera piedad ni conociera el perdón; me bendecía con una santa reliquia en presencia de toda la servidumbre; la camarera era visiblemente la más conmovida.
—¡Arrasa, quema, mata! —gritaba mi madre en su delirio—. ¡No perdones a nadie! Eres un instrumento de Jeovah, quiero decir de Dios Nuestro Señor. Eres el instrumento de la ira, del horror, del desprecio, del odio. ¡Destruye a todos los malvados que sienten repugnancia aunque en el altar hayan jurado que nunca la sentirían!
Mi padre, aquel gran patriota, lloraba en un rincón.
—Hijo mío —me dijo—, con la sangre podrás borrar la mancha de tu origen. Piensa en mí siempre antes de iniciar la batalla y ahuyenta como la peste el recuerdo de tu madre, podría serte fatal. ¡Piensa en mí y no perdones! ¡No perdones! Extermina hasta el último de aquellos bribones! ¡Haz desaparecer todas las otras razas para que sólo la mía sobreviva!
Mi amada me entregó por primera vez su boca; fue en un parque, al sonido de una orquesta de café, una noche en que los perfumes de musgo y de menta eran especialmente penetrantes; sin ninguna preparación, sin preámbulos, me ofreció su boca. ¡Qué delicia! ¡Estuve a punto de llorar! Ahora comprendo que se trataba de un pregusto a cadáveres: así como nosotros, los hombres, nos preparábamos para la carnicería, ellas, las mujeres, habían dado ya comienzo a la obra. Sin embargo, en aquella época yo no era aún un fracasado y la idea, aunque me hubiese venido a la mente, me habría parecido filosofía vana, así que no supe ocultar mis lágrimas de alegría.
La guerra es hermosa. Ah, perdonad, vuelvo una vez más al misterio que me angustiaba. El soldado en el frente chapotea entre fango y cadáveres; las enfermedades, la suciedad y los piojos le persiguen y, cuando un obús le destroza el vientre, sus intestinos saltan por el aire. ¡Pafff! ¿Cómo comprender el misterio? ¿Por qué el soldado es una golondrina y no una rana? ¿Por qué la profesión de soldado es tan hermosa y tan envidiada por todos? Me explico mal, no es una profesión hermosa, sino espléndida,
sí, sí, espléndida es poco decir. Era precisamente la conciencia de ese esplendor lo que me proporcionaba las energías para combatir a ese abominable traidor del alma del soldado: el miedo... Y aquello me proporcionaba una extraña felicidad, como si me
encontrara ya al otro lado del muro infranqueable. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces me sentía columpiar en la sonrisa impenetrable de las mujeres, al ritmo del gallardo canto de los ulanos, y hasta sentía
ganarme el afecto de mi caballo (el orgullo de todo ulano), que hasta el momento sólo me había dedicado mordiscos y coces.

4

Sin embargo, ocurrió un día un incidente que me lanzó al abismo de la depravación moral, de la que, hasta el momento, no he logrado escapar. Todo sucedía de la mejor manera posible. La guerra se había desencadenado en todo el mundo y, con ella, el
secreto. Los hombres se lanzaban contra las bayonetas, odiaban, experimentaban disgusto y despreció, amor y veneración. Ahí donde en otro tiempo el honrado campesino almacenaba el grano no había ahora sino escombros. ¡Yo estaba en medio de ellos! No tenía la menor duda sobre cuál fuese el camino justo a seguir; la dura disciplina militar me indicaba el camino del secreto. Corría al ataque, yacía en las
trincheras entre exhalaciones de gases asfixiantes. La esperanza, consuelo de todos los imbéciles, me hacía vislumbrar ya las dichosas perspectivas del porvenir: el regreso a casa, librado de una vez por todas de la insoportable situación de ratón neutro. ¡Pero las cosas no ocurrieron de esa manera! El cañón retumbaba a lo lejos... la noche caía sobre campos roturados por los proyectiles... En el cielo se desplazaban lentamente las nubes... soplaba un viento gélido, mientras nosotros, más espléndidos que nunca, defendíamos con tesón por tercer día consecutivo una colina en cuya cima se erguía un
árbol mutilado. El teniente nos había dado la orden de resistir hasta la muerte.
Fue entonces cuando cayó el obús que al explotar le cortó de tajo ambas piernas al ulano Kacperski y le destrozó los intestinos. El golpe le dejó estupefacto, no sabía lo que había ocurrido, aunque un instante después explotó en una carcajada convulsiva, también él explotó, pero de risa. Se llevó la mano al vientre ensangrentado y comenzó a estremecerse con esa risa macabra, histérica, alucinante, durante largos e interminables minutos. ¡Qué carcajadas tan contagiosas las suyas! No podéis siquiera imaginar lo que significa semejante risa en el campo de batalla. No sé cómo pude resistir hasta el final
de la guerra. Cuando volví a casa, con aquella risa aún en el oído, comprobé que todo lo que hasta entonces había sostenido mi existencia yacía hecho escombros, que nada quedaba de mis sueños de vivir una vida feliz al lado de Jadwiga y que, en el desierto que se extendía ante mis ojos, no quedaba más que volverse comunista. ¿Comunista? ¿Por qué? Pero, en primer lugar, ¿qué es lo que entiendo por comunista? Ese término no implica para mí ninguna connotación ideológica exacta, ni un programa, sino más bien todo lo contrario, todo lo que contiene algo extraño, hostil, oscuro y que provoca en los individuos más serios estremecimientos de horror y les extrae salvajes gritos de repulsión.
Si tuviera que trazar un programa sería el siguiente: exijo y pretendo que todo, los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, todo, absolutamente todo, sea nacionalizado y distribuido, bajo entrega rigurosa de cupones, en porciones iguales y suficientes. Exijo, y sostendré esta exigencia delante de todo el mundo, que mi madre
sea cortada en pequeños trozos y que sea repartida entre quienes no son suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo se haga con mi padre entre aquellos cuya raza es poco satisfactoria. Exijo, además, que todas las sonrisas, todas las gracias, todos los encantos, sean suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado se castigue con la permanencia en correccionales. Ese es mi programa. ¿El método? Dos elementos principales lo constituirán: sonrisas acariciadoras y guiños. Insisto en sostener que la guerra destruyó en mí todo sentimiento humano. Insisto en establecer como principio que yo, personalmente, no he firmado la paz con nadie y que el estado de guerra sigue siendo para mí algo válido. «¡Ah, ah!», me diréis, «¡qué programa absurdo, qué método tan imbécil y poco comprensible!». Es posible que así sea. Pero, decidme, ¿es acaso vuestro programa más realista? ¿Son vuestros métodos más comprensibles? Por otra parte, no quiero obcecarme en el programa ni en los métodos...; si elijo el término «comunismo», lo hago exclusivamente porque el «comunismo» constituye para intelectos que le son adversos un enigma totalmente incomprensible, como lo son para mí vuestras sonrisas sarcásticas y vuestros rostros brutales.
Así las cosas, señores míos, vosotros sonreís, os hacéis guiños, acariciáis las golondrinas y torturáis a las ranas, os obcecáis en determinar la forma de una
nariz, estáis dispuestos siempre a odiar a alguien, y hay siempre alguien que os produce repulsión, o caéis en éxtasis por excesivo amor, y todo ello siempre con el único fin de satisfacer un enigma. ¿Qué ocurrirá cuando también yo tenga mi secreto personal
y cuando obligue a todo el mundo a aceptarlo, sirviéndome de todo el patriotismo, de todo el heroísmo; de todo el espíritu de sacrificio que me fueron enseñados en el amor y en la guerra? ¿Qué ocurrirá si también yo comienzo a sonreír (aunque mi sonrisa será muy distinta) y cuando guiñe el ojo con la seguridad de un viejo soldado? Creo que fue con mi adorada Jadwiga con quien estuve más irónico. «¿No es acaso la mujer ya en sí algo misterioso?», le pregunté. (A mi regreso me recibió con efusiones extraordinarias, observó la medalla que llevaba yo en el pecho e inmediatamente nos dirigimos hacia el
parque.)
—Claro que lo es —respondió—. ¿No soy yo acaso misteriosa? —añadió bajando los párpados—. ¿No soy una mujer que desencadena las pasiones, una mujer esfinge?
—También yo constituyo un misterio —le dije—. También yo dispongo de un lenguaje personal secreto, y deseo que lo adoptes. ¿Ves este sapo? Te doy mi palabra de soldado de que voy a metértelo debajo de la blusa, si inmediatamente, con toda seriedad y fijando en mí la mirada, no repites conmigo las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar.
Fue imposible. No quiso pronunciarlas. Encontró toda clase de excusas, explicando que sería tonto e ilógico decirlas, que ella no podía, se puso roja como un tomate, trató de tomar todo a broma, hasta que finalmente comenzó a llorar.
—No puedo, no puedo —repetía entre sollozos—. Me da vergüenza. ¡Cómo voy a decir esas palabras tan absurdas!
Tomé entonces un sapo grande y gordo y cumplí mi palabra. Se puso como una loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó se podía sólo comparar al del hombre a quien el obús le había cortado las dos piernas y reventado el vientre. Admito que la comparación y la misma broma con el sapo son de pésimo gusto, pero, señores, debéis recordar que también yo, el ratón incoloro, el ratón ni blanco ni negro, también yo, digo, soy un hecho de pésimo gusto en la opinión de mucha gente. ¿Es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo que de toda esta historia me resulta
agradable y misterioso, lo que tuvo el perfume de musgo y menta fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa.
Es posible que no sea yo realmente un comunista, sino sólo un pacifista militante. Vago por el mundo, navego en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropiezo con un sentimiento misterioso: sea la virtud o la familia, la fe o la patria, siento necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, una madre con su niño o un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!


1926 Witold Gombrowicz de Bakakaï o las Memorias del Tiempo de la inmadurez.
Traducción de Sergio Pitol


WITOLD GOMBROWICZ (1904-1969). Novelista, cuentista y dramaturgo. Hijo de una familia de terratenientes empobrecidos que él mismo llamó «familia desarraigada». Este sentimiento de alienación lo acompañó durante toda su vida. Cuando se inicia la ocupación fascista se encontraba lejos de su patria, a la que nunca regresaría.
Entre sus obras señalaremos: Diario del período de adolescencia, Ferdydurke, Trasatlántico, Diario, Pornografía y Cosmos.

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