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23 de septiembre de 2017

Relatos excéntricos (1909) (Ensayo) Herman Hesse



Relatos excéntricos (1909) (Ensayo) Herman Hesse

 Por «excéntrico» no debe entenderse aquí algo artístico o literario, lo romántico, lo grotesco, lo que depende de la voluntad y la elección del escritor. Fouqué con todas sus historias de hadas y de encantamientos es un amanuense, Tieck con sus increíbles ocurrencias fantásticas es un niño que juega. Excéntrico es Hoffmann, porque en sus obras no mezcló con intención artística evocaciones de lo insólito y sobrenatural, sino que vivió en ambos mundos y durante algún tiempo, al menos, estuvo completamente convencido de la realidad del mundo fantasmagórico o de la irrealidad de lo visible. Escritores como éste son verdaderamente excéntricos, contemplan el mundo desde otro centro y ven las cosas y los valores descentrados. A ellos pertenece sobre todo Poe, el refinado y melancólico americano, que en sus obras muestra casi todas las gamas del excéntrico, desde la asombrosa obra maestra periodística, hasta el testimonio apasionado del hereje. También es un auténtico excéntrico Julio Verne, aunque difícilmente se le pueda llamar un poeta. El deseo de desplazar las fronteras y la búsqueda de nuevos puntos de vista no son menos fuertes en él que en Poe o Hoffmann. A este grupo pertenecen además todos los ocultistas, místicos y espiritistas convencidos, en la medida en que se han expresado como narradores. Más cerca de la frontera de lo habitual están los soñadores políticos, los creadores de utopías, de las que ninguna se puede tomar tampoco en serio como obra literaria, a excepción, claro, del «Gulliver» de Swift, y precisamente en éste la forma excéntrica no es esencial, sino máscara sabiamente elegida.
 Por su carácter los excéntricos se pueden dividir fácilmente en dos grupos: los soñadores y los fanáticos. Uno se puede entregar a la bebida por comodidad y por necesidad de olvidar de una manera agradable, o fanáticamente por descontento y por afán desesperado de autodestrucción. Entre los excéntricos hay naturalezas más infantiles que se encuentran a gusto dentro de su círculo fantástico, y hay terribles desesperados a los que no basta ninguna borrachera y que galopan sin parar por zonas siempre nuevas, porque son incapaces de una felicidad humilde o de una resignación serena. Unos tienden a la autocomplácencia y les gusta ironizar a sus lectores, otros son autodestructores implacables.
 Pero para un estudio literario esta división no es suficiente. Las especies se mezclan y a menudo se sirven de los mismos medios. Es mejor separar a los pensadores de los jugadores, a los filósofos de los irónicos. Nos encontramos entonces con el descubrimiento simple y de momento casi alarmante, de que los excéntricos fanáticos no son otra cosa que idealistas perfectos, que sus obras se basan sin excepción en la idea fundamental, puramente idealista, del velo de Maya, de la infiabilidad de nuestra percepción sensitiva. Únicamente estos excéntricos filosóficos, son, a pesar de todas sus ambigüedades, interiormente consecuentes, y sólo ellos crean a veces imágenes y mitos afines a la esencia de los mitos populares. Los otros, quizás tomándoselo con la misma seriedad, construyen historias interesantes con espuma de jabón. A éstos pertenecen todos los técnicos, todos los Verne y Wells, e incluso cuando producen cosas asombrosas y positivas, no son más que literatos de entretenimiento, aveces muy divertidos. Su ingenuidad y su origen no filosóficos se manifiestan a menudo en optimismos audaces, como en todos los utopistas, como en Wells en su último libro «In the days of the Comet»
 («El año del cometa») donde la perversa humanidad es mejorada y purificada por completo gracias a un cambio de la atmósfera. El mismo optimismo muestran los técnicos como Julio Verne, cuyos inventos sólo son interesantes mientras se quedan en lo puramente técnico. Todos ellos sueñan con transformaciones y mejoras que han de llegar con sus nuevas máquinas, pólvoras y motores. El lector se cansa y piensa: si la técnica puede mejorar el mundo ¿por qué no notamos nada? Un aparato volador y un cohete a la luna son sin duda cosas divertidas y maravillosas, pero no podemos creer a la vista de la historia universal que con ellas se puedan cambiar de manera fundamental los seres humanos y sus relaciones. Todos los escritores de esta especie inofensiva pertenecen a su época y desaparecen con ella, pues se ocupan de cosas temporales y casuales.
 Los otros, los excéntricos filosóficos, ofrecen un interés mucho más profundo y son casi siempre personajes trágicos. No porque sean a menudo seres enfermos —la enfermedad no es nada trágico. Sino porque dedican su espíritu y su pasión a algo que en última instancia es imposible. Comprender y crear, ser pensador y artista, son contradicciones que se excluyen. Predicar el idealismo puro, negar la realidad de lo visible y ser al mismo tiempo artista, es decir, tener que contar con la realidad de lo visible, son contradicciones amargas. Para el artista creador, la realidad de lo que perciben los sentidos, el tiempo, el espacio y la causalidad tienen que estar fuera de duda como algo esencial, ya que para él son los únicos medios de expresarse, de convencer. El escritor repite y potencia el mismo proceso, por el que todos percibimos el mundo exterior a nosotros, y el lenguaje es, en la medida en que lo utiliza el escritor, no tanto medio de expresión de conocimientos como de conceptos. ¿Cómo voy a describir y representar a un perrito gris si estoy convencido de que no es un perro, de que sólo es un producto dudoso y engañoso de mi razón debido a un estímulo de la retina? Al hablar de perros, de gris y negro, de cerca y lejos, me muevo ya en medio del reino de las ilusiones y sin todo eso no se puede escribir. El arte es una afirmación de esas ilusiones; cuando las quiere negar se contradice a sí mismo. En este sentido, aquellos escritores son sin excepción personajes trágicos y, sin embargo, sus obras interesan, cautivan y conmueven como el vuelo audaz de Icaro al país de lo imposible.
 La opinión de que escribir y pensar es casi lo mismo y que la misión de la literatura es exponer ideas sobre el mundo no es más que un error. Para el escritor el pensamiento abstracto es un peligro; el más grave, incluso, porque en su consecuencia niega y mata la creación artística. Eso no impide que un poeta tenga su visión del mundo y que en sus pensamientos sea un filósofo idealista. Pero en el instante en que los conocimientos abstractos se convierten para él en lo principal, dejará de ser un artista. Las obras más hermosas y conmovedoras de todos los tiempos son aquéllas en las que la resignación del pensador condujo al creador a la contemplación serena, desapasionada de la vida, y en las que el escritor se sumerge en la contemplación pura prescindiendo de juicios de valor y de cuestiones filosóficas fundamentales.
 Precisamente esto es lo que no consiguen los excéntricos. En ellos el interés por sí mismos, el sufrimiento personal debido a conflictos de ideas es demasiado fuerte para que puedan llegar jamás a una contemplación «objetiva» pura. Semejan a los extáticos fascinados por las visiones, aunque según todos los documentos el último, verdadero encuentro de los místicos con Dios es siempre abstracto. El camino del artista conduce a las imágenes, el del pensador místico a la abstracción, el que intenta recorrer ambos caminos a la vez se enreda forzosamente en una contradicción interna.
 Existen, sin embargo, muchos grados intermedios. Pero todos conducen fuera del círculo del arte, su forma es casual y deficiente. Así las novelas ocultistas son literariamente flojas. Es característico de los ocultistas que no puedan abandonar su reducido terreno sin caer en el mal gusto; del mismo modo las manifestaciones de los espíritus que conjuran los espiritistas son por desgracia casi siempre terriblemente pueriles. Entre los libros y pensamientos conceptuados como «ocultistas», hay muchas cosas maravillosas, y es lamentable que alrededor de este terreno se alce un muro de presunción y fraude.
 Una auténtica novela ocultista con acusados tintes teosóficos es «Flita» de Mabel Collins. Este extraño libro sólo es legible para aquellos que al menos conocen los conceptos fundamentales y principales de la doctrina teosófica. En este sentido la lectura es interesante y realmente aleccionadora; claro que no es una novela, o en todo caso, como tal, de muy escaso valor. Los ocultistas no tienen todavía escritores. Mientras sus obras no superen artísticamente el nivel de «Flita» es preferible disfrutar de la extraodrinaria doctrina hindú de la reencarnación y del karma en los auténticos mitos antiguos de los que estos intentos modernos son copias débiles y lamentables. Con todo lo magnífica que es la teoría de la reencarnación (el hermoso recurso mítico ante la incapacidad de comprender el tiempo como no esencial, como una forma del conocimiento) en los antiguos documentos sagrados, y a pesar de que aún hoy puede ser para muchos un puente y un apoyo, los escritores teosóficos no saben comprender su encanto profundo.
 Entre los escritores contemporáneos de la especie excéntrica se podrían citar algunos, incluso muchos intentos y arranques, pero pocos logros y resultados válidos. Los dos talentos más acusados son sin duda Paul Scheerbart y Gustav Meyrinck, aunque poco tienen en común. Si Scheerbart es más poeta, Meyrinck posee la inteligencia más fuerte y es un artista más sereno, más seguro de sus medios. Scheerbart ama los sueños orientales y las fantasías cósmicas, odia el sentimentalismo europeo y se burla de él y tiene más afición a lo grande y desmesurado que casi ningún otro escritor actual. En cambio se desmanda a menudo y siente un amor absolutamente desgraciado por lo grotesco, cuya esencia desconoce y en la que nunca acierta. Sus leones azules que hacen restallar sus rabos, comen enormes cantidades de ensalada de pepino y se ríen a menudo sin medida, y por desgracia también sin razón, son invenciones débiles y molestan en sus mejores libros. Scheerbart no es un humorista grotesco como cree a ratos, sino un humorista serio, y sus capítulos más bonitos son los serios, melancólicos, únicamente amortiguados por extraños drapeados. En «Thod der Barmekiden» («Muerte de los Barmekidas») el pasaje en que el califa cena en la terraza con su víctima y ofrece vino y manjares al que ha de morir una hora después, es grandioso y hermoso. El librito más bonito de Scheerbart que nadie conoce, «Seeschlange» («Serpiente de mar») está lleno de melancolía y desesperación, y contiene una conversación sobre politeísmo que rebosa intuiciones profundas y destellos de verdad.
 Al lado de Scheerbart, Gustav Meyrinck parece frío y moderado. Aunque es sin duda un ocultista y procede de la filosofía india, parece haber descubierto el escollo ante el que naufragan todos los escritores ocultistas, y alude sólo superficialmente a lo esencial mientras coloca en primer plano sus intenciones satíricas. Algunos de sus relatos breves que están trabajados con sumo cuidado y agudeza, tienen esa ligera distorsión de las líneas en la que el lector que piensa puede ver una ironización del mundo visible, es decir, de la fe habitual en su realidad. Pero eso queda oculto, y como núcleo y meta de las novelas cortas se revela una intención irónica, polémica dirigida contra toda nuestra manera de pensar y nuestra cultura científica europea, contra la arrogancia y las ínfulas de ciertas castas, contra la dignidad caciquil militar y académica. Este seguidor inteligente de la doctrina del Veda sabe perfectamente que con «pathos» y ademanes sacerdotales se consigue poco, en lugar de eso afila dardos, implacablemente agudos y dispara magistralmente. Y luego tiene, como Poe, una lógica glacial al fantasear, intenta lo más salvaje y audaz pero nunca sin calcular exactamente los medios, nunca como un sonámbulo o un soñador, sino siempre con concreción y agudeza. Su burla tiene la ferocidad cruel del vengador que apunta oculto y casi nunca falla.
 Entre los escritores excéntricos, como entre los otros, los hay grandes y pequeños, honestos y tramposos, artistas y artesanos. Debemos tener siempre en cuenta a esos pocos que no significan un desbarre sino una conquista y unos horizontes nuevos.


Herman Hesse

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