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31 de agosto de 2016

Lugar seguro, Olga Orozco

 LUGAR SEGURO

Por dondequiera que se parta en dos la colmena del sueño,
poniendo al descubierto la ciudad,
el panal gigantesco elaborado por abejas dementes,
no es difícil reconocer mi celda entre otras celdas.
Mi casa es la que nunca termina de llegar.
La que deja paredes rezagadas detrás de la intemperie;
paredes que se acercan después con una escena en la que aúllan las tormentas
con inscripciones de peligros ardientes que corren como teas en la oscuridad,
con siluetas en negro que se prueban en las caras del terror y de la ausencia:
trofeos recogidos al azar en las vertiginosas travesías nocturnas.
¿Y ahora este mismo sol fraguado, tan brillante
como aquel que regresa, incomparable, auroleando a mis muertos?
Esta casa no tiene raíces ni ataduras,
y de repente anda,
anda como sonámbula desde los arenales hasta el borde del mar
haciendo resonar en cad tumbo su escalofriante risa de guijarros,
o temblando al rozar algún súbito invierno,
o susurrando fórmulas incomprensibles contra los maleficios de la luna
que la traspasan de pronto de lado a lado.
¿No ves cómo se escurre desgarrando los flancos entre dos andamiajes fantasmales?
Tampoco hay cohesión ni certidumbres.
Donde había una ciega pared se abre una puerta al rojo
como una invitación irresistible hacías las cámaras de las altas torturas.
Las ventanas que daban a un radiante diciembre se deslizan a tientas
hasta encuadrar a los merodeadores grises que me cercan con sus rostros de agujero
y dejan en los vidrios su insistente señal,
demasiado insistente.
Ni qué hablar de un rincón donde poder dormir a solas con la hierba.
Se descorre el tejado
y cae sobre mí ese telón de escombros con que se cierra el cielo
o me aspira el inmenso bostezo de una noche extranjera.
Los corredores hunden en las habitaciones sus brazos de saqueo
y escapan como andenes con su carga de fardos que van al más allá.
A veces surgen grietas por las que me contempla mi testigo invisible
y aposentos ajenos pasan junto a mi lecho con sus gentes, sus perros, sus trapiches
labrados como estatuas en la corriente fugitiva.
El suelo es una bestia que me aguarda con las fauces abiertas.

Y siempre, en todas partes,
este crujido de alas que planean alrededor de mi cabeza,
este trote de alimañas en fuga hacia ninguna parte,
este batir de trapos agitados por el soplo incesante de la muerte.

Ordalías inapelables como un tribunal de estrellas,
pruebas con las que alguien se digna concederme un íntimo lugar en este mundo
Yo, con la sombra hasta el cuello.



Olga Orozco

30 de agosto de 2016

Genesis, Olga Orozco

GÉNESIS

No había ningún signo sobre la piel del tiempo.

Nada. Ni ese tapiz de invierno repentino que presagia las garras del relámpago quizás hasta mañana.

Tampoco esos incendios desde siempre que anuncian una antorcha entre las aguas de todo el porvenir.

Ni siquiera el temblor de la advertencia bajo un soplo de abismo que desemboca en nunca o en ayer.

Nada. Ni tierra prometida.

Era sólo un desierto de cal viva tan blanca como negra, un ávido fantasma nacido de las piedras para roer el sueño milenario, la caída hacia afuera que es el sueño con que sueñan las piedras.

Nadie. Sólo un eco de pasos sin nadie que se alejan un lecho ensimismado en marcha hacia el final.

O estaba allí tendida; o, con los ojos abiertos.

Tenía en cada mano una caverna para mirar a Dios, un reguero de hormigas iba desde su sombra hasta mi corazón y mi cabeza.

Alguien rompió en lo alto esa tinaja gris donde subían a beber los recuerdos; después rompió el prontuario de ciegos juramentos heridos a traición destrozó las tablas de la ley inscritas con la sangre coagulada de las historias muertas.

Alguien hizo una hoguera y arrojó uno por uno los fragmentos.

El cielo estaba ardiendo en la extinción de todos los infiernos en la tierra se borraban sus huellas y sus pruebas. o estaba suspendida en algún tiempo de la expiación sagrada; o estaba en algún lado muy lúcido de Dios; o, con los ojos cerrados.

Entonces pronunciaron la palabra.

Hubo un clamor de verde paraíso que asciende desgarrando la raíz de la piedra, su proa celeste avanzó entre la luz y las tinieblas.

Abrieron las compuertas.

Un oleaje radiante colmó el cuenco de toda la esperanza aún deshabitada, las aguas tenían
hacia arriba ese color de espejo en el que nadie se ha mirado jamás, hacia abajo un fulgor de gruta tormentosa que mira desde siempre por primera vez.

Descorrieron de pronto las mareas.

Detrás surgió una tierra para inscribir en fuego cada pisada del destino, para envolver en hierba sedienta la caída y el reverso de cada nacimiento, para encerrar de nuevo en cada corazón la almendra del misterio.

Levantaron los sellos.

La jaula del gran día abrió sus puertas al delirio del sol con tal que todo nuevo cautiverio del tiempo fuera deslumbramiento en la mirada, con tal que toda noche cayera con el velo de la revelación a los pies de la luna.

Sembraron en las aguas y en los vientos. Desde ese momento hubo una sola sombra sumergida en mil sombras, un solo resplandor innominado en esa luz de escamas que ilumina hasta el fin la rampa de los sueños. Desde ese momento hubo un borde de plumas encendidas desde la más remota lejanía, unas alas que vienen y se van en un vuelo de adiós a todos los adioses.

Infundieron un soplo en las entrañas de toda la extensión.

Fue un roce contra el último fondo de la sangre; fue un estremecimiento de estambres en el vértigo del aire; el alma descendió al barro luminoso para colmar la forma semejante a su imagen, la carne se alzó como una cifra exacta, como la diferencia prometida entre el principio y el final.

Entonces se cumplieron la tarde y la mañana en el último día de los siglos.
O estaba frente a ti; o, con los ojos abiertos debajo de tus ojos en el alba primera del olvido.

(De Museo salvaje, 1974)



Olga Orozco

29 de agosto de 2016

Ajedrez, Spencer Holst

Ajedrez

Hubo una vez una demostración de cortesía rusa. Hay en Rusia una ciudad bastante grande, el centro, de una vasta zona árida. En esta ciudad hay un club de ajedrez y quienquiera, en toda esa zona, esté seriamente interesado en el ajedrez, pertenece a este club. Durante varios años hubo dos ancianos que estaban muy por encima de todos los demás miembros del club. No eran maestros, pero en esta zona eran los mejores jugadores, y a lo largo de los años los socios del club habían estado tratando de decidir cuál de ellos era el mejor; cada año había un concurso, y cada año los dos hacían lo mismo: primero, uno de ellos ganaba, después ganaba el otro, después empataban o declaraban tablas; el club estaba dividido, la mitad de los socios pensaba que el uno era superior, la otra mitad pensaba que el otro. Los socios del club querían tener un campeón. De modo que decidieron que este año harían un concurso distinto: decidieron traer un jugador inferior, una persona completamente desconocida, ajena a la zona, y cada candidato jugaría con él una partida; y entendieron que cada uno de los candidatos le ganaría al jugador mediocre, de modo que no era cuestión de ganar o perder, sino que resolvieron más bien votar después, tras estudiar y discutir el juego de cada uno de los candidatos, y que le otorgarían el campeonato a aquel que jugara con mejor estilo. La noche del torneo llegó, y el primer candidato jugó con el jugador inferior hasta que el jugador inferior finalmente se encogió de hombros y le dijo: “Abandono. Usted gana, obviamente”. Momento en el cual el primer candidato se inclinó e hizo girar el tablero en redondo, tomando él la posición que el jugador inferior había abandonado, y dijo: “Continúe”. Jugaron hasta que por fin el jugador inferior recibió jaque mate. Después el segundo candidato jugó con el jugador inferior hasta que finalmente el extranjero alzó sus manos y dijo: “Abandono”. Y el segundo candidato, exactamente como lo había hecho el primero, hizo girar el tablero en redondo y dijo: “Continúe”. Jugaron por un rato hasta que el vencido jugador inferior, con expresión vacía, se echó hacia atrás y se encogió de hombros y dijo: “No sé qué hacer. No sé a dónde mover. ¿Qué haré?” El segundo candidato torció la cabeza para entender mejor cómo veía su oponente el tablero, y después dijo cautelosamente: “Bueno, ¿por qué no mueve esa pieza allá?” El forastero miró el tablero sin comprender, y finalmente se encogió de hombros como diciendo: “Bueno, no puede causar ningún daño, y después de todo, qué importa, sé que voy a perder de todas maneras”. Con ese gesto movió la pieza allá. El maestro frunció el ceño y examinó el tablero durante varios minutos antes de mover. Su entrecejo se ahondó. Las comisuras de su boca se cayeron. Sus ojos se endurecieron, devolvió una hosca, pétrea, desafiante mirada a su público por un momento, antes de decir con una voz ronca que todos pudieron escuchar: “¡Abandono!” Saltó de su silla, alzó rápidamente su bastón con puño de oro y lo descargó sobre el tablero de ébano y marfil, partiéndolo por la mitad. Salió corriendo de la habitación, murmurando en voz alta una larga, vigorosa letanía de blasfemias que fue maravilloso escuchar. Por supuesto le otorgaron el campeonato del club. Y de paso, pienso, demostró la manera apropiada de perder una partida.



Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

28 de agosto de 2016

El idioma de los gatos, Spencer Holst

 El idioma de los gatos

1
Hubo una vez un caballero. Era un científico. Después de su nombre, venían letras. Hablaba cien idiomas, del iroqués al esperanto. Era autor de varios folletos sobre matemática astral. Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz baja. Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional. Su trabajo era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético. Las fuerzas armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir. Los generales se habían asombrado ante él porque varias veces —decían— había salvado, literalmente, la guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo. Y, en verdad, eso significaba que había salvado al mundo. Pero en toda su vida no pudo acordarse de poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba marcado con pequeñas quemaduras pardas. Su mujer era rubia y menuda y delgada, y era un ama de casa muy prolija. Él la arrastraba a la desesperación. Él estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living, dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie. Lo que hizo de su mujer una rezongona. Ella le gritaba diez veces al día, hasta que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de idiomas antiguos, y, además, era un caballero. Un día, él la dejó. Hizo sus valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato siamés. 
 2
El gato lo hipnotizaba. Era un hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba, maullaba, maullaba todo el tiempo. El sabio se sentaba en su cama y se quedaba mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y saltaba de la cama a la cómoda, después al lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y otra vez, a la cama. De vez en cuando le daba un arañazo al aire. De pronto se detenía y se dormía. El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las insatisfacciones de su vida. Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres. Y la suya era por cierto una de ellas. Él había perdido todo interés en sus amigos, y en las mujeres. Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente. Algunas noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera el éxito ocasional de emborracharse alguna vez. Los libros lo hacían dormir. Y finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía. Una noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo. Quiso comunicarse con él. Decidió hacer algunos experimentos. De modo que tapizó las paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato. La mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle, y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de ciencia de su proyecto. En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos gatunos. Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún y los que querían salmón. Algunos querían pulmón, hígado o pájaros. Y todos estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca. Cuidadosamente, comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda. Registró todos los sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir. Entonces abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos empezaron a adquirir significado. Después empezó a practicar, imitando sus registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma. Hacia el final, ensayó ronronear. Nunca había experimentado con su propio gato. Quería sorprenderlo. Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard, como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: “¡MIAU!”. 
 3
Así era como los gatos decían, al encontrarse, “Buenas noches”. Pero el gato no se mostró sorprendido. Contestó: “Mrrrrouarroau”, que quiere decir: “Ya era hora”. El gato le hizo entender que lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus lecciones, sería mraur... ¡perdón! Al deslizarse las semanas, el hombre descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato siamés. Poco a poco, aprendió la historia de los gatos. Miles de años atrás, los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no era
atómica; no necesitaban ni radios ni televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos. Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida. Se dieron cuenta de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que decidieron simplificar sus vidas. Por supuesto, no pretendieron tan sólo “volver a la naturaleza” —eso habría sido demasiado—, así que crearon una raza de robots para que los cuidaran. Estos robots eran un progreso, mecánicamente estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza. Un par de sus más grandes inventos fueron el “pulgar oponible” y la “postura erguida”. No quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse. Por supuesto, nosotros somos los robots a los que el gato se refería. Y ahora el científico entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos. El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte. Pero no querían una muerte atómica. Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional actitud hacia los ratones. “Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza, pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva”, dijo el gato (a su manera, por supuesto), “de modo que decidimos intentar algo que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras órdenes al mundo!” “Te elegimos a ti”, dijo el gato condescendientemente, acaso como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a hablar, “porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno”. El gato le dio al hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel. Las reglas eran:
NO PATEES A LOS GATOS.
NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.
NADA DE TRAMPAS PARA RATONES.
MATA A LOS PERROS.
“Si el mundo no obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza”, dijo el gato, y después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido. “¡Espera un momento! ¡Despiértate! ¡Por favor!”, rogó el hombre, tocando tímidamente al gato en la frente. “¡Déjame dormir!”, gruñó el gato. “Tienes un trabajo que hacer. ¡Hazlo!” “Pero yo no puedo llevarle estas reglas a la gente y decirle que un gato me las dio. ¡Nadie me creería! El gato frunció el ceño y dijo: “¿Y si te diéramos una pequeña demostración de nuestro poder? Entonces la gente comprendería que esto no es una broma. En una semana a partir de hoy, haré que algunos gatos atraviesen Moscú y Washington desparramando un gas que enloquecerá a todos durante veinticuatro horas. El gas desatará todos sus impulsos destructivos. No se harán daño entre sí, pero destruirán todo aquello a lo que puedan echar mano, todos los edificios, puentes, obras públicas, todos los documentos y hasta todas sus ropas”. Entonces el gato bostezó de nuevo y se volvió a dormir. El hombre, con la lista de reglas en la mano, salió a la calle para hacer lo que le habían indicado, pero primero, y apenas si sabía lo que estaba haciendo, una extraña malicia iluminó sus ojos al pensar en sus vecinos. Abrió las mil jaulas.
 4
Una brisa de octubre lo golpeó en la cara, hojas del color de la llama crujieron bajo sus pies, el sol poniente enrojeció todo con sus últimos, espléndidos rayos, los ruidos callejeros invadieron sus oídos como en un sueño, y una campana tañía patéticamente ante la proximidad de la negra noche de invierno, o así le pareció a él mientras caminaba, marcado por la tremenda responsabilidad que le habían conferido, con su mente girando en grandes círculos, encontrando desesperadamente poesía y hermosura en las grietas de la acera, en las rayas de las insignias de los barberos, en los fragmentos de conversaciones de muchachitas que oía al pasar junto a ellas, en los ofensivos olores de las latas de basura, con la totalidad de la escena ciudadana que realmente él nunca había advertido antes y por la cual había transitado a ciegas, con los ojos vueltos hacia adentro, en su trabajo, pero que ahora tragaba a grandes sorbos con regocijada ansiedad: ¡pero si tan sólo pudiera escapar! Para escapar de su fantástico deber para con el mundo, se perdía en todas sus bellezas, pero este nuevo mundo que él veía era visto por otros, estoy seguro, que se hallaban en situaciones muy distintas, y como es este extraño mundo que él veía el que estoy tratando de describir, haré un digresión momentánea: imagínense a un chico en Inglaterra, un par de siglos atrás, que hubiera robado un pedazo de pan o un pañuelo o una media corona, y a quien algún juez severo y estúpido hubiera mandado a prisión, para hacerse hombre en la cárcel, sin conocer nunca la suavidad de una mujer, sin conocer nunca una comida dada con amor, sin probar nunca una golosina, sin ver nunca un espectáculo, o cualquiera de nuestros placeres más comunes; al ser liberado, podemos fácilmente imaginar su asombro, deleite y terror, su gran ansia de tocar a cuanta chica encuentra, su necesidad de un amor paciente y de interminables explicaciones (pues él no entendería casi nada de nuestro mundo libre), y que, al no encontrar una persona con tal paciencia, pronto estaría de vuelta en la prisión; pero todo eso está fuera de la cuestión, la cuestión es que el mundo de este científico que escapa de su responsabilidad y el mundo del muchacho que acaba de ser rudamente vomitado de una cárcel, se verían igual; y así, para comprender cómo aparecía esta noche de octubre a través de su mareo y su confusión, imagínense cómo se le aparecería el mundo a una persona después de terminar una condena tan ridículamente larga y sin sentido. 
 5
Las luces empezaron a titilar a medida que la oscuridad descendía. Un convertible color crema, dentro del cual cuatro estudiantes secundarios borrachos estaban cantando alegremente y gritándole profusamente a los transeúntes, de pronto se salió de la calzada, arrancó la tapa de una toma de agua, arrojó a dos de los muchachos a través de la vidriera de una joyería, lanzó a otro a veinte pies por el aire, haciéndolo aterrizar sobre su espalda y encima del pavimento, y dejó al otro, el único sobreviviente, gimiendo miserablemente con costillas rotas contra el volante; las llamas brotaron de abajo de esa ruina retorcida que abruptamente se detuvo sobre el hidrante roto; el agua empapó la parte de atrás del automóvil pero no tocó la parte delantera en llamas. Una multitud excitada empezó a congregarse alrededor de la catástrofe y a devorar, hambrienta, el espectáculo. El científico, que estaba del otro lado de la calle, testigo de todo el accidente, lo vio como si fuera un accidente en el cine, y continuó su deambular entre sueños y sin meta; y aferraba en su puño la lista de reglas, aunque ni se daba cuenta de ello, tan perdido estaba en los hermosos movimientos, luces y ruidos de la ciudad. Aunque todavía caminaba, su mente volvió a sumergirse en él mismo, y se preguntó a quién diablos le llevaría esas reglas: no conocía al Presidente, y cualquier funcionario al que le hablara se le reiría, sin duda. Reflexionó largamente sobre este problema. Volvió a asomarse al mundo de afuera y descubrió con sorpresa que estaba frente a su antigua casa. Las luces estaban prendidas. Desde el día en que se fue, no se había comunicado con su mujer. Enderezó por el angosto sendero y entró en la casa sin llamar, por hábito, como lo había hecho siempre. Su mujer tenía el sombrero puesto. “¡Vete de aquí!”, le gritó. “¡Tengo una cita! ¡No quiero volver a verte nunca!” El científico echó una mirada a su antigua casa. Todo estaba igual. Hasta los muebles estaban colocados de la misma manera prolija, nítida. ¡Los muebles! Estos muebles habían sido los causantes de la separación. Ella amaba más a sus muebles que a él. Él agarró un florero. Ella amaba este florero más que a él. Él lo tiró contra la pared. ¡Smash! Su mujer gritó. Enseguida, esta silla antigua que a ella le gustaba tanto. ¡Smash! Se rompió en tres pedazos. Él tiró la lámpara por la ventana. ¡Crash! “¡Basta!”, gritó su mujer. “¿Estás loco?” Él fue a la cocina y tomó un cuchillo, tirando algunos ceniceros en el suelo y derribando la biblioteca que se le interpuso en el camino, y empezó a destripar las sillas tapizadas. “¡Basta! ¡Basta!”, gritó su mujer, ahora histérica y sollozante. Pero el científico apenas si la escuchaba. Estaba desgarrando, rompiendo, arrancando, destrozando, demoliendo, en verdad, en un frenesí de rabia más poderoso que las lágrimas de ella, todos los muebles de la casa. Después se detuvo. Y ella dejó de llorar. Sus ojos se encontraron y cayeron el uno contra el otro, más enamorados que nunca. La violenta escena de alguna manera los había cambiado a ambos. Los ojos del hombre estaban claros ahora, y su ceño había perdido la gravedad. La voz de ella era suave y cálida. Después el hombre se acordó de los gatos y de lo que iban a hacer. “Vámonos de Washington por un tiempo. Vámonos en una segunda luna de miel. Agarremos el auto y vámonos al oeste, a las montañas, alejémonos de todo y de todos
Encontraremos algún lugar salvaje y viviremos allí. No me hagas preguntas. Haz lo que te digo”. Ella hizo lo que él le decía, y una hora después estaban saliendo de Washington rumbo al oeste. “¡Querido!”, le dijo su mujer súbitamente. “¡Vamos a tener que volver!” “¿Por qué?” “¿No tienes un gato siamés en tu casa de campo? Se morirá de hambre. No puedes dejarlo encerrado ahí. Y si volvemos, podrás recoger alguna ropa. Parece tonto comprar ropa nueva cuando todo lo que tenemos que hacer es volver a la casa de campo”. “¡Mira!”, le dijo su marido, apretando el acelerador, aumentando perceptiblemente la velocidad del coche. “¡Ese gato puede cuidarse a sí mismo!”
 6
Viajando en etapas, les llevó tres días y medio llegar al linde de las montañas, donde compraron un rifle, mochilas, bolsas de dormir, utensilios de cocina y toda la parafernalia que necesitarían para vivir fuera de la civilización por un tiempo. Empezaron su viaje a pie, sudando y gruñendo bajo el peso de sus mochilas. Por un par de meses no vieron a otro ser humano. Pero en una ocasión, mientras caminaban a corta distancia de su campamento, se encontraron con un gato montés. El gato montés gruñó amenazadoramente. El hombre había dejado su rifle en el campamento. El gato montés estaba entre ellos y el campamento. Así que el hombre de ciencia empujó a su esposa detrás de él y empezó a gruñir y miaurra-miauuuu. Durante varios minutos hablaron, y luego el gato montés se dio vuelta y escapó. “Querido, ¿qué estabas haciendo? Parecía como si realmente estuvieras hablando con ese gato montés”. Y así el hombre le contó toda la historia de cómo había aprendido a hablar el idioma de los gatos, y que ahora probablemente Washington y Moscú estarían en ruinas, y pronto toda la raza humana sería destruida. Explicó que había sido demasiado. La raza humana no valía la pena. Y así, él había resuelto alejarse de todo y obtener la pequeña felicidad que pudiera de esos pocos días restantes. “No tengo idea de cómo o cuándo los gatos nos destruirán, pero lo harán, porque tienen poderes que nunca podríamos imaginar”, y su voz se apagó con tristeza. Ella lo tomó de la mano y volvieron lentamente a su campamento. Ahora ella entendía los ojos brillantes de él y esta nueva energía que tenía, su nueva juventud —su locura se le estaba volviendo aparente ante ella—; y, encontró raro que, aun así, lo amara más ahora que antes.
 7
Un par de semanas más tarde, estaban sentados junto al fuego de su campamento. La nieve los rodeaba, y mientras el científico miraba las estrellas en silencio, la mujer tuvo frío y empezó a temblar. Por fin se puso de pie y empezó a caminar de arriba abajo. “¿Qué día es hoy?” “No sé”, contestó el hombre, ausente. “Debemos de estar cerca de Navidad”, dijo ella.
El hombre la miró, penetrante, y después se puso pensativo. Pocos minutos más tarde saltó sobre sus pies y gritó: “¿Qué fue eso? Oí ruidos”. Su mujer escuchó por un instante y respondió: “Yo no oí nada”. “¡Oye! ¡Ahí está otra vez! Son como cascos de caballos”. “Pero, querido, yo no oigo nada”. “Bueno, ¡saldré a ver qué es!”, dijo su marido con decisión. Y salió a la oscuridad. Su mujer lo oyó hablar en voz alta, como con alguien, pero no escuchó otras voces. Lo llamó: “¡Querido! ¿Quién está ahí? ¿Con quién estás hablando?” Él le contestó a los gritos: “Nada, está bien. Es Papá Noel, nada más. Los que oímos eran sus renos”. Su mujer se dijo a sí misma, tristemente: “Para qué le voy a decir que no hay Papá Noel”.
8
Él volvió con una planta verde, un cactus que obviamente había arrancado de la nieve, y con una gran reverencia de viejo estilo se la entregó, diciéndole: “Papá Noel me dio esto para que yo te lo diera a ti como regalo de Navidad. Se molestó en venir expresamente hasta acá, a fin de que no te quedaras sin tu regalo”. Ella tomó la planta en sus manos y se acercó más al fuego. Estas ráfagas de locura la aterraban, ¿o era que él bromeaba, simplemente? ¿O es que era galante? Lo miró; él miraba fijamente más allá de las montañas, hacia aquellas estrellas lejanas. Cuán noble y loco parecía. Pero entonces el terror la tocó nuevamente, y ella dijo, con bastante timidez: “Sabes, querido, cuando estábamos en casa, cuando te enfurecías tanto, fuiste muy bueno al no pegarme”. Él la miró un instante, un poco incómodo, pero guardó silencio y volvió a mirar el horizonte. “Pero, claro —agregó ella—, no tenía por qué preocuparme. Eres tan caballero”. Poco después de esto, volvieron a la civilización. Moscú y Washington no estaban en ruinas. Y, para gran asombro de su mujer, resultó que su marido no estaba loco: el loco era aquel gato siamés. Descubrieron su cadáver en la casa de campo: había muerto de hambre. Porque hay un idioma de los gatos, pero todos los gatos siameses son locos: siempre están hablando de telepatía mental, poderes cósmicos, tesoros fabulosos, naves espaciales y grandes civilizaciones del pasado, pero no son más que maullidos; son impotentes: ¡sólo maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! Maullidos...


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

27 de agosto de 2016

El monstruo de la calle Monroe, Spencer Holst

El monstruo de la calle Monroe

Hubo una vez un monstruo que se mudó al 91 de la calle Monroe. Es un monobloque lleno de puertorriqueños e italianos, judíos y negros, irlandeses y algunos chinos, muchos inmigrantes de primera generación, una cantidad de artistas y bohemios; toda esta gente usa disfraces. Pero este monstruo tenía una apariencia muy extraña. Era bajo y feo, y tenía pelo color zanahoria y cuarenta años de edad. Usaba una larga capa verde que lo cubría por completo; la capa arrastraba un poquito por el suelo cuando él caminaba, de modo que no se le veían las piernas. Esto le daba una apariencia extraña, pero lo que hacía que la gente lo llamara monstruo era su peculiar forma de caminar o, más bien, de moverse. Porque él no caminaba como todo el mundo. Era como si se deslizara. Era como si alguien lo estuviera empujando sobre patines, o como si él anduviera en bicicleta de una sola rueda, y algunos decían que en realidad se sentaba con las piernas cruzadas y flotaba en el aire. Algunos pensaban que era un ángel, otros que era un demonio, pero todos, viejas, gangsters, jóvenes y chicos, todos sentían el mismo miedo cuando lo veían llegar, deslizándose.
La gente corría adentro para mirarlo desde los zaguanes y por las ventanas, espiándolo desde atrás de las cortinas, mientras él se deslizaba melancólicamente por la calle vacía. Siguió así durante unas dos semanas. El monstruo era muy regular en sus horarios. Salía temprano por la mañana y volvía en el temprano atardecer, y nadie supo nunca adónde iba o qué hacía cuando se metía en su departamento. Un anochecer, al tiempo que el monstruo daba vuelta a la esquina y la calle se vaciaba, un vagabundo se cayó del bar de la otra esquina. El vagabundo empezó a tambalearse calle arriba hacia el monstruo, y estaba tan borracho, blasfemando y eructando y hablándose a sí mismo, que no advirtió el silencio, o el vacío, o la cabeza colorada envuelta en una capa verde, que rápidamente se le acercaba. Pero toda la calle Monroe los estaba mirando. Se encontraron. El vagabundo miró, y vio al monstruo, y revisó su bolsillo y extrajo un cigarrillo, y el cigarrillo estaba roto, y dijo: “¡Eh, compañero! ¿Tiene fuego?”. El monstruo se agitó debajo de su capa y sacó un fósforo y encendió el cigarrillo del vagabundo. Fue en este punto en que el vagabundo, que estaba tan borracho, se derrumbó, y al caer lo hizo encima del monstruo, haciéndolo caer, caer en mitad de la calle, y en este proceso se aferró a la capa del monstruo y se la arrancó. ¡El monstruo quedó completamente a la vista! ¡Y la gente corrió afuera y formó un gran círculo alrededor del monstruo y miró! Y entonces alguien dijo, con una especie de desengaño en la voz: “Bah, tiene nada más que tres piernas”. Entonces, otro dijo: “Sí, no es ningún diablo. No es ningún ángel. ¡Ja! Tiene nada más que tres piernas. Por eso es que camina así”. Entonces empezaron a enfurecerse con el monstruo, gritándole en son de guerra por haberlos asustado. Y corrían las lágrimas por las mejillas del pobre monstruo mientras intentaba explicarles que él no había querido realmente asustarlos, sino que estaba avergonzado de su deformidad y por eso usaba la larga capa. Finalmente, un tipo dio un paso fuera de la multitud y ayudó al monstruo a incorporarse, y dijo: “¿Sabe, amigo? ¡Lo que usted necesita es un trago!” Así que el monstruo, con la capa enroscada en el brazo, se deslizó hasta el bar de la esquina, y una multitud de hombres lo siguió. Sus manos temblaban mientras tomaba el trago, de modo que los otros hombres hicieron como que no se daban cuenta. Uno de ellos dijo: “¿Usted cree que los Yanquis ganarán mañana?”. Otro dijo: “Bueno, ¡apuesto dos dólares a que sí!”. El monstruo se dio vuelta, señalando al hombre con un dedo tieso, y gritó: “¡Tomo esa apuesta!”. Porque, fíjense, él era hincha de los Dodgers. Este es, en verdad, el final de la historia. Pero no puedo evitar darme cuenta de que el monstruo y la gente se han olvidado por completo del vagabundo. Mientras están sentados, tomando y hablando de baseball, el vagabundo yace inconsciente en la alcantarilla, y nunca se enterará de la gran acción que ha hecho. Los chicos se cuidan de no pisarlo cuando corren persiguiéndose unos a otros, pero ésa es la máxima atención que se le dispensa. Pero, como autor, tengo ciertos poderes. Así que me gustaría expresar la gratitud que mis personajes no han demostrado. Fíjense, este vagabundo va a morir, de todas maneras, de tuberculosis en un par de meses, pero yo voy a hacer que la policía lo detenga acusándolo de ebriedad y se lo lleven al Hospital Bellevue, y descubran ahí su tuberculosis y lo manden a un hospicio del Estado, a morir. Ellos se ocuparán de él.



Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

26 de agosto de 2016

10.000 reflejos, Spencer Holst

10.000 reflejos

A cien pies de altura, en el aire, la gran araña de cristal se encendía con la luz de quinientas velas anidadas entre sus caireles. Quinientas llamas encendidas, reflejadas diez mil veces. Los rústicos asistentes estaban asombrados ante el gigante deslumbrador —porque el salón, allá abajo, estaba lleno de campesinos—, ¡es 1789, es el 14 de Julio, la Revolución Francesa está en marcha! Este es el gran salón comedor del Duque, sus invitados a comer han sido acuchillados en sus sillas y, mientras sus cadáveres se sientan aún a la mesa, los campesinos comen, arrancando puñados de torta, atragantándose con ella. Mientras el salón comedor se llenaba con la gentuza, famélica, mientras se atoraba de asesinos histéricos —todos agitando cuchillos y garrotes, y aullando de libertad y pasión—, la gran araña empezó a tintinear. Es cosa de miedo escuchar diez mil piezas de cristal, finamente talladas, que empiezan a frotarse entre sí, y el salón tenía muy buena acústica. Era como si alguien hubiese empezado a repicar un millón de campanas de cristal, todas a un tiempo. El tintineo atravesó todos los gritos. La multitud sudorosa se quedó quieta. Todos los ojos se aferraron, maravillados, al objeto, todas las caras se dirigieron arriba, temerosos del trémulo esplendor, y aterrados hasta el último hombre. Fue casi imperceptible al principio: el sonido de profundos suspiros en el silencio en torno al tintineo; también imperceptiblemente la araña había empezado —de aquí para allá, hacia adelante y hacia atrás, colgando de su cadena de hierro forjado—, la araña había empezado a oscilar. El salón se llenó con el ruido de los suspiros, mientras todos veían a la araña oscilar como un péndulo. Después cesaron los suspiros. El péndulo osciló: oscilaba más rápido ahora, cada vez su arco se ampliaba, sus quinientas llamas se aplastaban, primero para acá, luego para allá, mientras surcaba el aire, aumentando su velocidad. La esencia del tintineo cambió: al ganar en ímpetu, el tintineo se acalla mientras la araña se hunde en su trayecto, pero al final de cada oscilación el tintineo vuelve, un crescendo de cristal, ¡cien veces más fuerte! Pero en el silencio del balanceo puede escucharse ahora una vocecita. Es el menudo sonido de sollozos, de llanto sin freno, es la vocecita de la pena. Es la voz de un ángel, y parece provenir del mismo centro del aire, encima de sus cabezas. Cada miembro de la muchedumbre es una estatua, la cabeza hacia arriba, los ojos cerrados, respirando profundamente en perfecto acuerdo con la luminosidad oscilante, hipnotizado. He aquí un ejemplo perfecto de hipnosis masiva. Todos están inconscientes, profundamente dormidos. Todos se quedarán así hasta que la luz del sol los despierte a la mañana, pero sus recuerdos estarán muy confundidos, y nunca tendrán la menor idea de lo que ocurría esa noche; no escuchan lágrimas, ni cómo el infantil grito de pena se convierte en furia vengativa a cada oscilación.
El péndulo se mueve más rápido. La habitación se oscurece súbitamente, al apagarse la mayoría de las velas, y a la próxima oscilación el comedor se hundió en las tinieblas, por completo desprovistas de luz, y en ese momento la hija del Duque, de cinco años de edad, soltó la cadena de hierro forjado de la araña, a la que se aferraba y a la cual febrilmente había estado impulsando, como lo había hecho ayer con su hamaca, y su cuerpo tembloroso de terror voló por el aire, fue despedido de la luz muerta, a través de la oscuridad, lanzado por sobre sus cabezas.

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

25 de agosto de 2016

Miss Lady, Spencer Holst

Miss Lady

Hubo una vez una chiquita triste que iba por un camino, en el verano. Tendría unos tres años y estaba llorando porque su hermano caminaba tan rápido que ella no podía alcanzarlo, y después se cayó, en una nube de polvo. Su hermano la oyó llorar, pero siguió caminando más rápido, y más rápido, y más rápido. Ella se quedó sola. Miró a su alrededor y vio una casa de campo, en la que estaba un hombre mirándola desde una ventana, espiándola detrás de una espesa cortina, así que ella lo saludó con la mano. El rostro desapareció. La chiquita caminó hasta la parte de atrás de la casa, y ahí estaba otra cara, en otra ventana, espiando. Ella volvió a saludar con la mano. Y esa cara desapareció. La chiquita subió hasta el porche trasero y golpeó en la puerta de alambre tejido, y después de unos minutos la puerta se abrió un poquito. Ella entró. Había algunos hombres, y le dieron una Coca-Cola, y ella les habló acerca de su tostado de sol, acerca de su hermano y algo de un viaje al Canadá que iban a hacer sus padres, y los hombres la escucharon atentamente. ¡Ella golpeó a uno de ellos! ¡Él la alzó y la hizo revolotear por el aire y ella gritó! Después, él la sentó en un hombro y ella se aferró a su cabeza, por miedo de caerse, pero después perdió el miedo y se quedó sentada ahí, y todos se rieron de ella. Así que pidió otra Coca-Cola. Uno de los hombres se la trajo y ella insistió en tomarla de la botella; se sentó en las rodillas de uno de los hombres y escuchó mientras los hombres hablaban de otras cosas, tomando grandes tragos de Coca-Cola de vez en cuando. Entonces ella empezó a conversar de nuevo y todos los hombres se callaron para escucharla. Ella le pidió a uno de ellos que le arreglara su sucio moño del pelo. Ella se comportaba como una dama y los hombres le hablaban con exagerado acento inglés, ¡y esto era lindísimo! Entonces ella empujó a uno de ellos al suelo y se trepó en su espalda y jugó con él al caballito, gritando ¡hico! ¡hico! ¡hico! La chiquita les preguntó si podía vivir con ellos, y ellos le contestaron que claro que sí. Así que los hombres y la chiquita subieron a un automóvil y enderezaron hacia Florida. Fíjense que estos hombres eran ladrones de bancos. ¡A la chiquita le fascinaba! Vivió con ellos durante ocho meses. Jugaba con ellos en la playa, nadaba en el mar, comía en grandes restaurantes, vivía en los mejores hoteles, ¡hasta tomó champagne una vez! Y tenía una linda mucama que no hacía otra cosa que atenderla y ayudarla a comprar vestidos blancos y trajes de baño anaranjados y todos los juguetes que las chiquitas necesitan. Ellos estaban siempre comprándole regalos y la chiquita los quería muchísimo, pero un día sintió nostalgia de su hogar y empezó a llorar pidiendo por su hermano y su mamá y su papá. Los gangsters lo sintieron muchísimo pero le compraron un boleto a su pequeña ciudad y la despidieron en el tren. El maquinista les aseguró que llegaría sana y salva, y así fue. La policía investigó en Florida en procura de los ladrones de bancos, pero se habían escapado a lugares distantes. La chiquita continuó viviendo con su familia en la pequeña ciudad. Fue a la escuela primaria. Mucho después, fue a la secundaria: a decir verdad, fue alumna de Vassar. Ahora es prostituta en Buenos Aires... Yace en un diván y sus ojos están enrojecidos por la marihuana. Sus ropas se amontonan en una silla. Un marinero abandona ruidosamente su pieza. ¡Ella se siente tan triste! ¡Fíjense! Hay una lágrima en su mejilla. Hay humo en su ojo. ¡Qué lágrima tan rara! ¡Es una chica tan linda! No puedo evitar que me guste. Porque yo conozco su secreto, su búsqueda y por qué vive así. Yo sé que ella los está buscando.



 Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

24 de agosto de 2016

La cebra cuentista , Spencer Holst

La cebra cuentista , Spencer Holst

 “... que, en general, de la violación de unas pocas leyes simples de humanidad nace la desdicha del hombre: que como especie tenemos en nuestro poder los todavía no elaborados elementos de gratificación: y que, aún hoy, en las presentes oscuridad y locura de todo pensamiento acerca de la gran cuestión de la condición social, no es imposible que el hombre, bajo ciertas condiciones inusuales y altamente fortuitas, pueda ser feliz”.

EDGAR ALLAN POE El dominio de Arnheim

La cebra cuentista

Hubo una vez un gato de Siam que pretendía ser un león y que chapurreaba el cebraico. Este idioma es relinchado por la raza de caballos africanos a rayas. He aquí lo que sucede: una cebra inocente está caminando por la jungla y por el otro lado se aproxima el gatito; ambos se encuentran. “¡Hola! —dice el gato siamés en cebraico pronunciado a la perfección—. Realmente es un lindo día, ¿no? ¡El sol brilla, los pájaros cantan, el mundo es hoy un hermoso lugar para vivir!” La cebra se asombra tanto de escuchar a un gato siamés que habla como una cebra, que queda en condiciones de ser maniatada. De modo que el gatito rápidamente la ata, la asesina y arrastra los despojos mejores a su guarida. El gato cazó cebras con éxito durante muchos meses de esta manera, saboreando filet mignon de cebra cada noche, y con los mejores cueros se hizo corbatas de moño y cinturones anchos, a la moda de los decadentes príncipes de la Antigua Corte de Siam. Empezó a vanagloriarse ante sus amigos de ser un león y como prueba les ofrecía el hecho de que cazaba cebras. Los delicados hocicos de las cebras les advirtieron que en realidad no había león alguno en las cercanías. Las muertes de cebras provocaron que muchas de éstas soslayaran la región. Supersticiosas, resolvieron que la selva estaba hechizada por el espíritu de un león. Un día, la cebra cuentista deambulaba por ahí, y en su mente se cruzaban argumentos de historias para divertir a las otras cebras, cuando repentinamente sus ojos se iluminaron y exclamó: “¡Eso es! ¡Contaré la historia de un gato siamés que aprende a hablar en nuestro idioma! ¡Qué historia! ¡Esto las hará reír!”. En este preciso momento apareció ante ella el gato siamés y le dijo: “¡Hola! ¡Qué lindo día es hoy!; ¿no es cierto?”. La cebra cuentista no quedó en condiciones de ser atrapada al escuchar un gato que hablaba su idioma, porque había estado pensando justamente en eso. Miró fijamente al gato y, sin saber por qué, hubo algo en su aspecto que no le gustó, de modo que le dio una coz y lo mató. Tal es la función del cuentista.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1972)

23 de agosto de 2016

Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán

 Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán



Prólogo: El idioma de Spencer Holst


Ahora que lo pienso, la perfecta introducción a este pequeño gran libro no debería sobrepasar la longitud de las más breves ficciones aquí contenidas. Aun así, ¿cómo limitarse a una simple enumeración de adjetivos entusiastas? ¿cómo evitar la tentación de escribir un poco más acerca de El idioma de los gatos después de haber conversado tanto acerca de El idioma de los gatos, después de haber leído tantas veces El idioma de los gatos? Pequeños párrafos entonces; ideas sueltas perseguidas y atrapadas. Para definir un pequeño gran libro llamado El idioma de los gatos y un escritor llamado Spencer Holst. 
 Por ejemplo, si Spencer Holst escribiera la historia de este libro, la historia de este libro sería más o menos así: Había una vez —casi todos los relatos de este libro empiezan con un Había una vez... o un Hubo una vez...— un libro llamado El idioma de los gatos que se publicó en su idioma original, en Estados Unidos, en un año que respondía al nombre de 1971. Al año siguiente —un año que respondía al nombre 1972— en un raro y agradecible gesto de audacia, un editor llamado Daniel Divinsky lo hizo traducir por un escritor llamado Ernesto Schóo para publicarlo en una editorial llamada De la Flor en un país llamado Argentina. La primera edición del libro tardó más de veinte años en agotarse y —sin embargo— fue un éxito fulminante. Se entiende por éxito el hecho de que cada persona que leía ese libro se convertía en una persona más feliz, más creyente en los poderes mágicos y terapéuticos de la literatura. El idioma de los gatos se convirtió en uno de esos contados libros sobre los que se jura, un libro muy popular entre escritores o entre personas que querían ser escritores cuando fueran grandes. A veces, unos y otros se cruzaban en la calle, en una fiesta, y —con acento conspirador y modales de contraseña— se preguntaban unos a otros si habían leído El idioma de los gatos. Si la respuesta era afirmativa, inmediatamente se enumeraban sus tramas como perlas en un collar: el gato cazador de cebras, la comedora de uñas, el murciélago rubio, el desdichado monstruo de la calle Monroe, el hombre que siempre estaba deseando... Se conversaba sobre El idioma de los gatos más de lo que se demoraba en leer El idioma de los gatos. Se sonreían sus palabras y sus personajes. Se teorizaba sobre el paradero y la vida de Spencer Holst. Se fabulaba la idea de alquilar un avión, ir a buscarlo a Nueva York y organizar un desfile en su honor por la Quinta Avenida. Finalmente, cada uno volvía a su casa, prendía las luces, iba hasta su biblioteca y se sentaba a leer una vez más El idioma de los gatos.
Un crítico norteamericano escribió que los cuentos de Spencer Holst estaban destinados a durar para siempre. Tenía razón. Las historias contenidas en El idioma de los gatos son inmortales en su facultad de regenerarse una y otra vez, de parecer siempre diferentes, de cambiar con las estaciones y con la edad con que se las lee. El idioma de los gatos es, sí, un clásico. Y esta es la segunda edición argentina —más de veinte años después— de El idioma de los gatos.
 Las ganas de volver a leer El idioma de los gatos no demoran en traducirse en las ganas de seguir escribiendo sobre El idioma de los gatos.
Leí por primera vez El idioma de los gatos en otro país, en Venezuela, lejos.
Me lo regaló Daniel Divinsky.
Eso fue en 1976, creo.
Y todos estábamos en Venezuela porque no estábamos en Argentina, claro.
Desde entonces tengo ganas de escribir acerca de E/ idioma de los gatos. No pienso desaprovechar esta oportunidad. Voy a escribir todo lo que tengo para escribir —al menos hasta que vuelva a leer el libro; mañana, pasado— sobre El idioma de los gatos y sobre Spencer Holst.
 Hasta hace poco, Spencer Holst era un enigma para mí. Algunas noches nada me costaba imaginarlo como transparente seudónimo de J. D. Salinger.
Pero no; Daniel Divinsky me juró que Spencer Holst existía y que posiblemente se encontrara con él en un próximo viaje a Nueva York.
Como en un cuento de Spencer Holst, Daniel Divinsky y yo coincidimos en esa ciudad el pasado octubre y la posibilidad de conocer a uno de mis héroes era, de improviso, una posibilidad cierta.
Algo ocurrió, claro. Nos desencontramos.
A la vuelta, Daniel Divinsky me ofreció un cassette con una conversación con Spencer Holst para la escritura de este prefacio. Después de pensarlo un poco, decidí no aceptar la oferta para así preservar el enigma y el conocimiento puro de un autor tan sólo a través de sus textos.
Aún así, me hago sitio aquí para comentar las fotos del autor que acompañan la edición de The Zebra Storyteller / Collected Stories by Spencer Holst (Station Hill, 1993, 305 páginas).
No fue fácil encontrar el libro de Spencer Holst.
El libro de Spencer Holst no está en todas las librerías.
No es un libro fácil de encontrar.
Lo encontré —cerca del final del viaje, cerca de la medianoche— en una librería del barrio universitario.
81st Street, estoy casi seguro.
$ 14.95 más el impuesto.
Superada esa inconfundible emoción que siempre nos asalta cuando se encuentra aquello que se busca, descubrí que el libro venía con fotos del autor.
Doce fotos.
Fotos de un señor que desciende de celtas, escandinavos e indios.
Un señor que debe tener setenta y tantos años pero que —si se lo observa atentamente— parece no tener edad. Gorra de baseball. Libro en mano. Inequívoco aspecto de gnomo que sabe contar historias y que —en una breve noticia biográfica— precisa que “dentro de la geografía de la literatura siempre sentí que mi obra estaba equidistante entre dos escritores, ambos nacidos en Ohio: Hart Crane y James Thurber.
Pero mi mujer me dice que no sea tonto, que mis historias están a mitad de camino entre Hans Christian Andersen y Franz Kafka”.
La mujer de Spencer Holst es pintora, suele ilustrar los libros de su marido y se llama Beate Wheeler y aparece junto a Spencer Holst en algunas de las fotos de The Zebra Storyteller.


Spencer Holst pasó varios años contando sus historias de pie y en voz alta en los cafés literarios de Nueva York.
Alguien que lo escuchó entonces escribió que “no cuesta demasiado imaginarlo contando historias en las calles de la antigua Roma”.
Después —enseguida— Spencer Holst se hizo relativamente famoso y ganó varios premios y el aprecio inquebrantable de muchas personas más famosas que él.
“El más hábil fabulador de nuestro tiempo”, no vaciló en informar The New York Times, por ejemplo.
De ahí lo que ya escribí al principio: en Nueva York —como en Buenos Aires, como en Praga— los escritores y las personas que quieren ser escritores cuando sean grandes se preguntan unos a otros si han leído un libro llamado El idioma de los gatos de Spencer Holst.


Hay un salón de baile escondido en Versalles donde anidaron las luciérnagas. Un salón de baile donde se encuentran a bailar los aforismos con los satoris y los haikus con las epifanías. Ese salón de baile escondido se llama, sí, El idioma de los gatos.
Mucho antes de que términos como minimalismo o ficción súbita vinieran a desafinar la gracia de las partituras, Spencer Holst era la segunda viola de la orquesta del salón de baile escondido. Nadie lo explicó mejor que John Cage cuando escribió que: “Estas historias fueron escritas ejecutando la máquina de escribir. Su autor es un mago; lo que significa que uno puede leer una historia, puede saberla de memoria, puede haber visto cómo se la escribía... pero aún así no comprender cómo se lo consiguió. Y la máquina de escribir que el autor utiliza es una máquina de escribir común y corriente”.
Es cierto.
Pero el misterio de El idioma de los gatos —a pesar del resplandor que encandila— es un misterio generoso.
No creo —no puedo recordar ahora— que haya libros más claros y didácticos a la hora de señalar los resortes que mueven a una historia, explicar los diferentes bloques que construyen una trama, ofrecer las instrucciones precisas a la hora de ordenar el ritmo cardíaco y cerebral de una historia.
Está todo aquí —trucos, astucias, consejos— en frases como “Tal es la función del cuentista” o “La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura”; o “Pero, como autor, tengo ciertos poderes” o en los perfectos y emocionantes finales de “El asesino de Papá Noel” y de “El copista de música”; o —sobre todo— en la oración que cierra la magistral “Historia de confesiones verdaderas” donde puede leerse aquello de “¡Ah! ¡Qué gran cosa es ser artista!”.
Tiene razón.
Exactamente.
 Mi gratitud como lector y escritor hacia este libro y su autor es infinita.
Todas y cada una de las veces que sostuve El idioma de los gatos en mis manos me sentí privilegiado miembro de una secta y —como todo poseedor de un secreto— en más de una oportunidad me pregunté si no estaba bien que así fuera; que no fueran muchos los que conocieran la existencia de Spencer Holst.
El paso del tiempo —me dicen— nos vuelve más generosos y por eso le pedí a Daniel Divinsky primero la autorización para reproducir varios de estos cuentos y predicar la Buena Nueva en las páginas veraniegas de un diario y —cuando supe de la reedición de El idioma de los gatos— el honor de aportar estas líneas desordenadas por la felicidad y el entusiasmo.
Podría seguir maullando varias páginas más sobre El idioma de los gatos pero —lo de antes, la necedad de no compartir las palabras mágicas— estaría cometiendo una injusticia y pecando de egoísta al postergar el encuentro de los lectores con las maravillas que aguardan al otro lado de esta puerta.
Un último comentario entonces, una intuición final.
Uno de los mejores relatos de El idioma de los gatos apuesta a un tan hipotético como impostergable encuentro entre Mona Lisa y Buda “allá arriba, en el cielo”. Mona Lisa entra por un extremo de una sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes y Buda entra por el otro extremo de la sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes. Se encuentran en el centro exacto del lugar y —concluye Spencer Holst— “se sonrieron”.
Lo que Spencer Holst no aclara —tal vez por humildad, tal vez por no saberlo— es el verdadero motivo detrás de esas sonrisas. Yo —como el narrador de “El asesino de Papá Noel”— conozco a la perfección el motivo detrás de las sonrisas de Mona Lisa y Buda.
Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro de que lo sé. Mona Lisa y Buda acaban de leer —no hace falta aclarar que no es la primera vez que lo leen— un libro llamado El idioma de los gatos escrito por alguien llamado Spencer Holst.
Por eso sonríen.
Por eso van a sonreír ustedes.
Bienvenidos al cielo


Rodrigo Fresán

22 de agosto de 2016

Digo a Juana Koslay, Antonio Esteban Agüero

Digo a Juana Koslay


Capitanes vinieron del poniente
por horizontes de nevada piedra
más allá del Arauco hasta las rucas
donde los Huarpes aguzaban flechas,
o machacaban maíz en la conanas,
o pintaban sus ánforas de greda;
capitanes de yelmo y armadura
sobre caballos con la crin espesa,
que asentaban sus cascos españoles
en este suelo por la vez primera;
masculinos y duros, con la espada
sobre los muslos, y en la faz severa
cicatrices de herida o de malaria
y la fatiga de un millar de leguas.
Recorrieron llanuras donde el jume
les prestaba su luz en las hogueras,
y arenales de luna, y salitrales
donde la Vida se tomaba yerma,
y vadearon un Río en cuyas aguas
era la sed una amargura nueva.

Y una tarde los duros Capitanes,
consumidos de páramo y espera,
hacia el Este del sol y la calandria
vieron de pronto levantarse sierras.
"Aquí será" - dijo una voz de mando -
porque el aire es azul, el agua buena,
y la montaña nos ofrece amparo
si el indio quiere provocarnos guerra".
Y al sentir esa voz descabalgaron,
y tres veces ondearon las banderas.
El Capitán entonces con la espada
trazó en el aire una ciudad aérea,
dibujando la plaza y el ejido,
acá el cabildo, más allá la iglesia,
el fortín al llegar a las colinas,
allá los ranchos de la soldadesca.
Y al mirar una fuga de venados,
con ese nombre bautizó a las Sierras
y a la ausente Ciudad que dibujaba
con el acero de su espada nueva.

Y después silenciosos Michilingues
con su Jefe, Koslay, a la cabeza,
les trajeron la paz en el saludo
y las cosas y frutos de la tierra;
Y entretanto Koslay permanecía
rodeado por arqueros y doncellas,
la hija suya, una hija que tenía
suave los ojos y la cara fresca
y nocturnos cabellos que apretaba
una vincha de plumas como seda,
miraba sonriente y en los ojos
nido le hacia a la mirada tierna
de un soldado español en cuyo pecho
amor ardía en olorosa hoguera;
Gómez Isleño se llamaba, aquí
digo su nombre para que la tierra
no lo olvide jamás porque el soldado
se desposó con la muchacha aquella
y fundó la progenie cuya sangre
da a nuestra gente claridad morena.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
Virgen dulce de Cuyo, Flor de América,
reverente me inclino y te saludo
porque tú fuiste la semilla nuestra
y nos diste color americano
centurias antes que la patria fuera.
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
nada guarda tu nombre, ni siquiera
plaza civil, o silenciosa calle,
o troquel de medalla o de moneda,
o fuente comunal o flor de bronce
en San Luis del Venado y de las Sierras.
Pero yo, tu hijo, tu memoria canto,
y hago del verso corazón de piedra
Juana Koslay, Juana Koslay, ¡Oh, Madre!
para que nunca en los puntanos muera.

Antonio Esteban Agüero

de "Un hombre dice a su pequeño país"

21 de agosto de 2016

Canción del buscador de Dios, Antonio Esteban Agüero

Canción del buscador de Dios

Siempre buscando;
desde niño buscándolo;
buscando.
A través de la sombra y la neblina;
sumergido en la zona de penumbra
que separa los días de las noches,
y al cristiano también
del no cristiano,
por laberintos de la sangre oscura.
Siempre buscando;
desde niño buscándolo;
buscando.
Golpeando viejas puertas
clausuradas de bronce martillado;
gastando los ojos en las hojas
de antiguos libros muertos;
vigilando la savia cuando sube
por racimos y flores de verano;
escuchando palomas y cigarras;
mirándome en espejos
esta pálida frente,
estas frágiles manos,
esta boca que guarda la palabra,
oyendo la música que llueve
desde el silencio de los astros.
Buscando;
desde niño buscándolo;
preguntando
por las calles donde está la gente,
por caminos del campo.

Por veces mendigando
la respuesta total
a la total pregunta.
Yo quería encontrarlo
(yo solo descubrirlo)
donde quiera que fuese para darle
mi agradecimiento humano,
por la cósmica lumbre que me habita,
por la gota de vida que me nutre,
por este débil corazón desnudo
que siento pulsar en mi costado.

Darle las gracias, sí,
por haberme construido como soy;
de sueño, de madera,
de cóleras y miedos,
de bondad y ternura,
de soledad y de razón pensante,
de claridad,
de sombras, de música y pecado.
Descendí por él a catacumbas,
anduve por túneles cerrados,
batallé con demonios,
conocí a la serpiente
y el abrazo
de su lívido cuerpo
de aceros anillados,
me frecuentaron
dragones y brujas increíbles;
y alguna vez solté, como a villanos,
las locas miradas por el cielo,
lejos de mí del mundo,
desprendidas del ser y de los ojos
el infinito solo navegando.
Y yo buscando;
desde niño buscándolo;
buscando...
Lo imaginaba ajeno,
misterioso,
terrible,
lejano.
Después de muchos viajes,
(ya en la curva más allá de los años)
de tormentosos viajes, con las velas
y los mástiles rotos, circundado
por el horror del mar donde las olas
eran de fría soledad de nada,
recordé una capilla entre los cerros,
los claros cerros de cristal morado,
y una joven pareja que venía
con un niño en brazos;
rememoré la pila con el agua,
las gotas de luz sobre la frente
los maderos en cruz, y la figura
solitaria y herida por los clavos.

Me recordé pequeño.
(el sabor de la sal sobre los labios)
volví a verme pequeño,
y recordé que el nombre que llevaba
era el nombre del niño que sentía
bajar sobre su frente
la santa cruz de agua ...
Yo dije: Dios, oh Dios. Oh Dios.
Aquello fue tremendo,
un cósmico relámpago,
como si el mismo Sol me detonara,
granada solar, entre las manos,
como la luz aquella de la bomba
que aniquiló la tarde en Hiroshima ...
Y dije: Dios, oh Dios. Oh Dios,
y dejé de buscarlo;
campanas sonaban por mi sangre
y dejé de buscarlo;
cantaba un millón de ruiseñores
y dejé de buscarlo ...


Antonio Esteban Agüero

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