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21 de noviembre de 2015

Conferencia literaria (1912), Hermann Hesse

Conferencia literaria (1912)

 Cuando hacia mediodía llegué a la pequeña ciudad de Querburg me recibió en la estación un hombre de anchas patillas grises.
 «Mi nombre es Schievelbein», dijo, «soy el presidente del club.»
 «Encantado», dije yo. «Es estupendo que aquí en la pequeña Querburg exista un club que organiza conferencias literarias.»
 «Bueno, aquí hacemos muchas cosas», asintió el señor Schievelbein. «En octubre, por ejemplo, hubo un concierto y en carnaval esto se anima mucho. ¿De modo que usted nos va a recrear esta noche con una lectura?» «Sí, leeré algunas de mis cosas, breves escritos en prosa y poesía.» «Espléndido, espléndido. ¿Cogemos un coche?»
 «Como usted diga. No conozco esta ciudad; quizás me pueda indicar un hotel donde alojarme.»
 El presidente del club examinó entonces la maleta que traía detrás de mí el mozo de equipaje. Luego su mirada recorrió detenidamente mi cara, mi abrigo, mis zapatos, mis manos, una mirada tranquila y escrutadora, como se mira quizás a un viajero con el que se va a pasar una noche en el tren.
 Su examen estaba empezando a llamarme la atención y a resultarme molesto, cuando la simpatía y la amabilidad volvieron a iluminar sus rasgos. «¿Quiere hospedarse en mi casa?» preguntó sonriente. «Estará igual de bien que en el hotel y se ahorrará los gastos de alojamiento.»
 Aquel hombre me empezaba a interesar; su aire de patrón y su dignidad acomodada eran cómicos y simpáticos, y detrás del carácter un poco dominante parecía ocultarse mucha bondad. De modo que acepté la invitación; nos sentamos en un coche abierto y entonces pude ver junto a quién iba sentado, porque en las calles de Querburg no había casi nadie que no saludase a mi anfitrión con respeto. Constantemente tenía que llevarme la mano al sombrero y comprendí cómo deben sentirse algunos monarcas cuando tienen que pasar saludando entre su pueblo.
 Para iniciar una conversación pregunté: «¿Cuántas localidades tendrá la sala en la que voy a hablar?»
 Schievelbein me miró casi con reproche: «Lo ignoro por completo, querido señor; yo no tengo nada que ver con esos asuntos.»
 «Pensaba que como usted era el presidente...»
 «Claro; pero es sólo un cargo honorífico, sabe usted. De la parte administrativa se encarga nuestro secretario.»
 «Supongo que ese es el señor Giesebrecht, con el que he mantenido correspondencia.»
 «Sí, el mismo. Mire ahí tiene el monumento a los caídos en la guerra y allí a la izquierda el nuevo edificio de correos. Maravillosos ¿verdad?» «Por lo que veo en esta región no tienen una sola piedra», dije yo, «lo hacen todo con ladrillo.»
 El señor Schievelbein me miró con los ojos muy abiertos, luego irrumpió en carcajadas y me dio una fuerte palmada en la rodilla.
 «Pero hombre, es que esa es nuestra piedra. ¿No ha oído hablar nunca del ladrillo de Querburg? Es famoso. De él vivimos todos.»
 Llegamos a su casa. Por lo menos era tan bonita como el edificio de correos. Bajamos y encima de nosotros se abrió una ventana y una voz de mujer dijo: «De modo que te has traído por fin al señor. Está bien. Entrad, que comemos en seguida.»
 Poco después apareció la señora en la puerta de entrada; un ser redondo, alegre, lleno de hoyuelos, con pequeños dedos infantiles y gordos como salchichas. Si todavía abrigaba alguna duda sobre el señor Schievelbein, aquella mujer la disipaba, pues respiraba la más dichosa inocencia. Encantado estreché su mano cálida y mullida.
 Me examinó como a un animal de fábula y luego dijo medio riendo: «¡De modo que usted es el señor Hesse! Bien, bien. Pero no me imaginaba que llevase gafas.»
 «Soy un poco miope, señora.»
 A pesar de todo, parecía encontrar muy cómicas mis gafas, lo que no comprendí bien. Pero por lo demás la señora me gustó mucho. Aquí había una burguesía sólida; sin duda habría una comida excelente. Por el momento me condujeron al salón donde había una palmera solitaria entre falsos muebles de roble. Toda la decoración presentaba consecuentemente ese estilo mediocre burgués de nuestros padres y de nuestras hermanas mayores que se encuentra ya raramente en tal estado de pureza. Mi vista quedó fijada en un objeto brillante que pronto reconocí como una silla pintada de arriba abajo con pintura dorada.
 «¿Es usted siempre tan serio?» me preguntó la señora después de una pausa un poco lánguida.
 «¡Oh, no!», exclamé rápidamente, «pero perdone; ¿por qué ha dejado usted dorar esa silla?»
 «¿No lo había visto nunca? Estuvo muy de moda durante algún tiempo, naturalmente sólo como mueble decorativo, no para sentarse. Yo lo encuentro muy bonito.»
 El señor Schievelbein tosió: «En todo caso más bonito que las locuras modernas que se pueden ver ahora en las casas de los recién casados. ¿Pero no podemos comer todavía?»
 La anfitriona se levantó e inmediatamente entró la criada a anunciar que la comida estaba servida. Ofrecí mi brazo a la señora de la casa y pasamos por otra habitación de aspecto pomposo hasta el comedor, un pequeño paraíso de paz, silencio y cosas maravillosas que me siento incapaz de describir.
 Comprendí pronto que allí no existía la costumbre de molestarse en conversar durante la comida y mi temor a posibles conversaciones literarias se vio agradablemente defraudado. Es una ingratitud por mi parte, pero no me gusta que los anfitriones me estropeen una buena comida preguntándome si he leído ya a Jörn Uhl, y si encuentro mejor a Tolstoi o a Ganghofer. Aquí reinaban paz y seguridad. Comimos concienzudamente y bien, muy bien, y además tengo que elogiar el vino; entre livianas conversaciones en torno a los vinos, las aves y las sopas transcurrió felizmente el tiempo. Fue maravilloso y sólo una vez hubo una interrupción. Me habían preguntado por mi opinión sobre el relleno del ganso que estábamos comiendo y dije algo así como que eso eran terrenos de la ciencia de los que nosotros los escritores solíamos ocuparnos demasiado poco.
 Entonces la señora Schievelbein dejó caer el tenedor y se quedó mirándome con grandes y redondos ojos infantiles:
 «¿Pero es que también es usted escritor?»
 «Naturalmente», dije, asombrado. «Es mi oficio. ¿Qué creía usted?»
 «Oh, pensaba que viajaba por el mundo dando conferencias. Una vez vino uno, —Emil ¿cómo se llamaba? Sabes aquel que cantaba las canciones bávaras.»
 «Ah, aquel de los «Schnadahüpferln»... Pero tampoco él se acordaba del nombre. Y también me miró asombrado y en cierto modo con algo más de respeto y entonces se dominó, cumplió su obligación social y preguntó prudentemente: «¿Y qué escribe en realidad? ¿Quizás para el teatro?» No, dije yo, nunca había probado ese género. Sólo poemas, novelas y cosas parecidas.
 «Ah, bueno», suspiró aliviado. El señor Schievelbein todavía abrigaba alguna duda.
 «Pero», volvió a empezar titubeante, «no escribirá libros enteros ¿verdad?»
 «Sí», tuve que reconocer, «también he escrito libros enteros». Eso le puso muy pensativo. Durante un rato estuvo comiendo en silencio, luego elevó su copa y exclamó con una animación un poco forzada. «Bueno, a su salud.»
 Hacia el final del almuerzo los dos se fueron quedando visiblemente callados y abotargados; varias veces suspiraron profunda y gravemente. El señor Schievelbein acababa de cruzar las manos sobre su chaleco y se disponía a echar un sueño cuando su mujer le avisó: «Primero vamos a tomar el café». Pero a ella también se le estaban cerrando los ojos.
 Sirvieron el café en la habitación contigua; nos sentamos en sillones azules entre numerosas fotografías de familia que nos miraban en silencio. Nunca había visto una decoración que se ajustase tanto al carácter de los moradores y lo expresase tan perfectamente. En medio de la habitación había una enorme jaula de pájaros y dentro estaba sin moverse un gran papagayo.
 «¿Sabe hablar?» pregunté yo.
 La señora Schievelbein disimuló un bostezo y asintió con la cabeza.
 «Quizás le oiga enseguida. Después de comer es cuando suele estar más animado.»
 Me hubiese gustado saber cómo estaba en otras ocasiones pues nunca había visto un animal menos ani mado. Tenía los párpados medio caídos sobre los ojos y parecía de porcelana.
 Pero después de un rato cuando el señor de la casa se quedó dormido y la señora también daba cabezadas sospechosas en su sillón, el papagayo de piedra abrió realmente su pico y dijo en un tono de bostezo, con una voz lánguida y muy parecida a la humana, las palabras que sabía: «Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios...»
 La señora de Schievelbein se despertó sobresaltada; creía que había sido su marido y yo aproveché para decirle que deseaba retirarme a mi cuarto. «Quizás pueda darme algo para leer», añadí.
 Ella se levantó y volvió con un periódico. Pero le di las gracias y dije: «¿No tendrá algún libro? No importa el que sea».
 Entonces subió entre suspiros conmigo la escalera hasta la habitación de los invitados, me enseñó mi cuarto y abrió con gran esfuerzo un pequeño armario del pasillo. «Por favor sírvase usted mismo», dijo y se retiró. Yo creí que se estaba refiriendo a un licor, pero delante de mí se encontraba la biblioteca de la casa, una pequeña fila de libros polvorientos. Me lancé sobre ellos; a menudo se encuentran en estas casas tesoros insospechados. Pero sólo había dos libros de misa, tres viejos tomos de «Über Land und Meer», un catálogo de la exposición mundial de Bruselas de no sé qué año y un diccionario de bolsillo francés.
 Estaba lavándome después de una corta siesta, cuando llamaron a la puerta y la criada hizo pasar a un señor. Era el secretario del club que quería hablar conmigo. Se quejó de que la venta anticipada de entradas era muy mala, que apenas cubrían el alquiler de la sala. Que si me contentaba con unos honorarios más bajos. Sin embargo, no quiso saber nada de mi propuesta de suspender la conferencia. Suspiró preocupado y luego opinó: «¿Quiere que organice un poco de decoración?»
 «¿Decoración? No, no es necesario.»
 «Hay dos banderas», trató de seducirme sumiso. Por fin se fue y mis ánimos volvieron a elevarse tomando el té con mis anfitriones que ya habían despertado. Tomamos pastas hechas con mantequilla, ron y licor benedictino.
 Por la tarde fuimos los tres al «Ancla de oro». El público acudía en masa al local y yo estaba asombrado; pero todo el mundo desaparecía detrás de las puertas batientes de una sala de la planta baja, nosotros en cambio, subimos al segundo piso donde reinaba mucha más tranquilidad.
 «¿Qué es lo que sucede ahí abajo?» pregunté al secretario.
 «Ah, la banda de música como todos los sábados.»
 Antes de que los Schievelbein me abandonasen para ir a la sala, la buena señora tomó mi mano en un súbito impulso, la apretó entusiasmada y dijo en voz baja: «Cuantas ganas tenía de que llegase este momento».
 «Pero, ¿por qué?» fue lo único que pude decir, pues mi estado de ánimo era completamente distinto.
 «Bueno», exclamó cordialmente, «no hay nada más bonito que reírse de vez en cuando a gusto.»
 Con esas palabras se alejó contenta como un niño en su día de cumpleaños.
 Sí que empezaba bien la cosa.
 Me precipité sobre el secretario. «¿Qué es lo que espera la gente de mi conferencia?» exclamé alarmado. «Me temo que esperan algo completamente distinto a una conferencia de autor.»
 En fin, balbuceó inseguro ¡cómo iba a saberlo! La gente suponía que contaría cosas divertidas, que quizás cantaría, lo demás era asunto mío— y de todos modos, con aquella pésima entrada...
 Le eché fuera y me quedé esperando apesadumbrado en un cuartucho frío hasta que el secretario me vino a buscar y me condujo a la sala. Había allí unas veinte filas de sillas, de las que estaban ocupadas tres o cuatro. Detrás del pequeño estrado había una bandera del club clavada a la pared. Todo era horrible. Pero yo estaba allí, la bandera lucía triunfal, la luz de gas brillaba en mi botella de agua, las pocas personas estaban sentadas y esperaban, delante del todo, el señor y la señora Schievelbein. No había nada que hacer, tenía que comenzar.
 Entonces, resignándome a mi suerte, me puse a leer una poesía ya que no me quedaba otro remedio. Todos escuchaban atentamente —pero cuando llegué felizmente al segundo verso estalló bajo mis pies la gran música de la cervecería con bombo y platillo. Me puse tan furioso que derribé mi vaso de agua. El público celebró con risas la broma.
 Cuando terminé de leer tres poesías eché una mirada a la sala. Una fila de rostros sonrientes, perplejos, decepcionados, furiosos me miraba, unas seis personas se levantaron turbadas y abandonaron aquel penoso acto. De buena gana me hubiese ido con ellas. Pero sólo hice una pausa y dije, en la medida en que pude imponerme a la música, que al parecer existía un desafortunado malentendido, que yo no era un recitador humorístico, sino un literato, una especie de tipo raro, un poeta, y que ahora quería leerles una novela corta, ya que estaban allí.
 De nuevo se levantaron algunas personas y abandonaron la sala.
 Los que se habían quedado se acercaron ahora al podio desde las filas diezmadas; aún había unas dos docenas de personas y yo seguí leyendo y cumplí con mi deber, sólo que acorté mi relato generosamente, de manera que después de media hora había terminado y nos pudimos ir a casa. La señora Schievelbein empezó a aplaudir vehementemente con sus manos rechonchas, pero así, en solitario, no sonaba bien y se interrumpió avergonzada.
 La primera conferencia literaria de Querburg había terminado. Aún tuve con el secretario una breve y seria entrevista; el hombre tenía lágrimas en los ojos. Eché una mirada a la sala vacía donde brillaba solitario el oro de la bandera, luego me fui a casa con mis anfitriones. Estaban callados y solemnes como si viniesen de un entierro, y de repente, cuando íbamos caminando juntos, tan atontados y silenciosos, me puse a reír a carcajadas y después de un rato la señora de Schievelbein también se puso a reír. En casa nos esperaba una pequeña cena selecta, y después de una hora los tres estábamos del mejor humor. La señora me dijo incluso que mis poemas eran muy emotivos y que hiciese el favor de copiarle alguno.
 No lo hice, sin embargo, y antes de irme a dormir, me fui sigilosamente a la habitación contigua, encendí la luz y me puse delante de la gran jaula. Quería oír una vez más al viejo papagayo, cuya voz y tono parecían expresar de manera simpática toda aquella amable casa burguesa. Porque lo que está escondido quiere mostrarse; los profetas tienen visiones, los poetas hacen versos y aquella casa se había hecho sonido y se manifestaba en la voz de aquel pájaro, al que Dios dio voz para que celebrase la creación.
 El pájaro se asustó cuando encendí la luz y con ojos somnolientos me dirigió una mirada fija y vidriosa. Luego se recobró, estiró el ala con un extraordinario ademán de sueño y con una voz fabulosamente humana bostezó: «Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios...»


Hermann Hesse

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